Et in Arcadia ego (1)

De cómo, por una suerte de equívocos, llegué a Arcadia, ese lugar donde habitan los dioses e idílicas vestales, dispuestas a hacer gozar a cualquier tipo bien dispuesto, aunque tenga tan poco encanto como tiene un servidor.

Et in Arcadia Ego

¡Estoy en Arcadia, estoy en Arcadia, sin duda, sin duda!

Aquí estoy yo, jugando con los dioses y disfrutando del néctar y la ambrosía típicas de las deidades arcadianas. Esto, o algo parecido, es lo que vivo desde aquel día, algo digno de figurar en los anales de la historia, al menos de la historia vital mía, con grandes letras de oro. Por fin, por una vez en la vida, la suerte me dio la cara, y yo la cogí con ambas manos, con los pies y hasta con los dientes. ¡Y vaya si la aproveché!

Pero vayamos por partes, no se me impaciente el personal. Para empezar por alguna parte, he de confesar –por si alguien todavía no se ha dado cuenta de ello–, que yo siempre he sido una persona con poca o nula suerte. Ni guapo ni feo, ni simpático ni antipático, ni alto ni bajo, en dos palabras: del montón. Y además, con mala suerte. Excepto aquel día, o para ser más exacto, desde aquél día, en que mi suerte cambió, y mi vida dio un giro tan tremendo que no puedo dejar de pensar que estoy en Arcadia, entre dioses y vestales en cueros, y que pienso seguir aquí durante mucho, mucho tiempo.

La verdad es que cuando el director de la revista en la que trabajo me envío a aquel hotel para que le hiciera una entrevista al director, pensé que estaba bien jodido.”Otra vez me toca hacer el publireportaje”, pensé, porque últimamente, digamos desde hacía un par de meses, no hacía más que publireportajes, es decir, pseudoentrevistas destinadas a financiar las maltrechas arcas de la revista. “Pues esta vez no pienso hacerlo”, me dije a mi mismo, mientras José Carlos, mi jefe, me contaba las bondades del hotel y de su director, y por dónde debía enfocar la entrevista. No iba a hacerlo, no, no y no.

Y todavía seguía pensando en que no iba a hacerlo cuando me planté ante las puertas doradas del hotel, convenientemente equipado con un casete, una cámara digital y el traje de los domingos, algo gastado, pero todavía presentable para una entrevista de postín.

Quizá fuera por mi atuendo, quizá por la flor que me había plantado en el ojal, pero el caso es que nada más trasponer las puertas del hotel, un tipo atildado se dirigió hacia mi todo miel y me preguntó, con voz meliflua y algo aflautada, que daba grima oírlo:

-¿Es usted el señor Pedro Alfaro?

Yo miré instintivamente hacia atrás, por si detrás mío había otro Pedro Alfaro. Cuando comprobé que, efectivamente, no había nadie a mis espaldas, me giré hacia el tipo aflautado, y le dije, con voz que me pareció insegura:

-Sí, soy yo ....

-Le estábamos esperando –anunció el tipo, indicándome con un gesto que le acompañara a las profundidades del hotel, y echó a andar a un ritmo que me pareció excesivamente rápido, ya que, aún sin ser Carl Lewis, me obligó a respirar entrecortadamente cuando nos detuvimos frente al ascensor. Mientras esperábamos, el tipo meloso se dirigió a la encargada del mostrador principal y a un par de botones que holgazaneaban por el vestíbulo, y les dirigió varias órdenes perentorias, lo que me hizo suponer que, aquí el tío atildado, debía ser un cargo bastante alto dentro del organigrama del hotel.

-Espero que haya tenido usted un buen viaje -me deseó el hombre, dejándome pasar primero al ascensor. Yo, que soy algo timorato y muy desconfiado, pasé al interior del ascensor de medio lado, no fuera el tío éste a darme alguna sorpresa por detrás en forma de cimbel, lo que yo, al menos, no estaba dispuesto a consentir. -¿Ha venido usted solo?

-Sí -contesté, todavía desconfiado, pegándome a las paredes del ascensor.

-Supongo que para no llamar la atención, ¿me equivoco?

Iba a contestar a esta última observación cuando la puerta del ascensor se abrió y accedimos a un pasillo lujoso, en el que se abrían tan sólo un par de puertas a ambos lados, además de cuadros, lámparas, moqueta, espejos y demás artilugios decorativos de buen gusto y más buen precio.

-El señor Ramírez le está esperando, y ya sabe lo poco que le gusta que le hagan esperar.

Le respondí que, evidentemente, ignoraba esta faceta del señor Ramírez, que yo también compartía, y que ignoraba igualmente que me estuviera aguardando, pues llegaba a la cita con cuarto de hora de antelación, aunque me callé, en un arranque de timidez extraordinaria, lo más obvio, que era mi absoluto desconocimiento sobre quién era el tal Ramírez.

El hombre se detuvo frente a una puerta de grandes dimensiones y golpeó sobre ella con los nudillos con exquisita delicadeza, casi mimándola.

-Adelante -oímos que decía un voz femenina que, evidentemente, no correspondía al señor Ramírez, tal y como yo me lo había imaginado.

El gerente, si es que era el gerente el tipejo éste que me guió por el laberinto del hotel, abrió la puerta de la habitación y me invitó a entrar.

Pues entré.

La habitación en la que hice aparición era grande como un campo de fútbol. En ella cabía la totalidad de mi apartamento, del apartamento de mi vecino, del de mi vecino de enfrente, y del de la portera, con ella dentro. A primera vista se apreciaba un lujo y una ostentación que no fueron de mi agrado, quizá porque mis gustos se apretujan en un apartamento de cuarenta metros, pero yo apenas si me fije en los detalles de la habitación de marras, que los había en abundancia, ya que mi atención fue inmediatamente atraída por la figura de la mujer más hermosa y pimpante que yo había visto viva en mi vida. Era como una de esas mujeres esponjosas que aparecen en la portada del Play Boy, rubia, alta, de facciones perfectas, nariz pequeña, cintura estrecha y tetas grandes. Me froté los ojos varias veces, no fuera a estar soñando, hasta que me convencí que la Barbie pechugona era una figura de carne y hueso, que respiraba, se movía, y seguramente, hasta hacía sus necesidades en la soledad de su cuarto de baño.

Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no soltar la retahíla de barbaridades que me vinieron a la mente mientras la maciza se acercaba hasta mí y me saludaba con un beso ardiente en la mejilla y un suave roce de su mano en mi brazo. Como tío machista que soy, nacido en una sociedad machista, alimentado por una familia machista, y educado en un colegio machista, no puedo evitar juzgar a las mujeres por la talla de su sujetador, y cuanto más abultado sea éste, más rendido me tendrá a sus pies. Con ésta, podía haberme echado al suelo y ladrar como un perrillo, tal era el volumen de carne libidinosa que dejaba entrever su generoso escote.

–Señor Alfaro, el señor Ramírez –dijo la vestal de los melones, haciendo las presentaciones de rigor.

Yo hice lo que se suponía que debía hacer: eché a correr detrás de ella con la lengua fuera haciendo todo tipo de genuflexiones.

El tal Ramírez era un tipo gordo, de lo más gordo, gordísimo, vamos. Tenía un brazo gordo, una cara redonda y gorda, y un anillo enorme y gordo.

–Celebro que por fin nos conozcamos –dijo el tipo, evidentemente gordo, invitándome a sentar en un sofá grande– He oído hablar mucho de ti, sobre todo últimamente. ¿Qué tal te ha ido el viaje?

Y dale con el viaje, que empeño tenían todos con el viaje. Ir de Plaza Castilla, en donde vivo, a Colón, en donde está el hotel, no es lo que yo llamaría un viaje, sobre todo si vas en metro, pero a ellos les parecía un viaje agotador.

-Bien, gracias

El gordo se sentó a mi lado, todo miel y amabilidad. La chica se alejó unos pasos, como para dejarnos hablar en soledad.

-Supe de tu estancia en Londres. Todo el grupo se quedó muy impresionado con tu... digamos “toque artístico”.

–¿De veras?- me sorprendí yo, que jamás en mi vida había estado en Londres ni pensaba estarlo en el resto.

–Luego me contarás más detalladamente esa jugada que ha impresionado tanto a mis socios ingleses. Pero ahora ....–echó un vistazo a su reloj de pulsera, y agitó la cabeza– ... tengo que dejarte. Tengo convocada una reunión del consejo de administración en la sala de juntas de este hotel y nos les puedo hacer esperar.... más.

El gordo se levantó con agilidad impropia de sus kilos.

–Te dejo en manos de Encarna, que te cuidará bien.

Encarna se acercó a mí, sonriendo, y me tomó del brazo.

–Tenlo entretenido el tiempo que sea necesario –le dijo a ella- Y trátale bien, que se sienta cómodo entre nosotros. Ya sabes.

–Descuide, jefe, le trataré como a un rey.

Confieso que quedarme a solas con la Barbie era algo que sobrepasaba mis más excitantes expectativas. Estaba claro que había una confusión. El gerente me había tomado por otro y el enredo se había complicado un poco. No obstante, decidí callar para ver en qué desembocaba todo este embrollo. Además, las tetas de Encarna eran una visión que dañaba mi ego, me encendía por dentro, me provocaba como una bofetada, me la ponían tiesa, vamos.

El gordo se marcho al fin y quedamos los dos solos. Nos miramos un momento, cómplices de algo que yo no entendía pero que quería entender; ella sonrió, yo sonreí; ella se mordió un labio, pues yo también; ella se echó el pelo hacia atrás, yo, que estoy medio calvo, ni lo intenté siquiera.

-¿Qué miras? -me preguntó, sin dejar de sonreír.

La respuesta era tan obvia que casi ni necesitaba contestación.

–A tí –dije, para aclarar los conceptos y dejarlos en su justo término.

–¿Por qué?

Otra pregunta que requería otra respuesta obvia. La escena me parecía tan absurda que casi me eché a reír. Bueno, la verdad es que estaba bastante nervioso. La cercanía de Encarna y de sus imponentes senos –que yo me guardaba de mirar siquiera de reojo, no fuera a pensar ella que soy un tipo salido y algo bruto, como evidentemente soy– obnibulaban mi visión, signifique esto lo que signifique, lo que, por supuesto, ignoro, pero que pongo aquí porque suena bien. Quiero decir que me imponían respecto. A manos llenas, vamos.

–Te había imaginado de otra forma –me soltó de pronto, echándose un poco hacia atrás, como examinándome.

Ya está, pensé, ahora me va a descubrir. Se acabó el pastel.

–Pensaba que serías como el sr. Ramírez y sus amigos -prosiguió, volviendo a echarse sobre mí–. En cambio eres simpático y hasta guapo, a tu manera.

Me sentí reconfortado por sus palabras, aunque me hubiera llamado feo, y bobo, por añadidura..

–Tú, en cambio, eres guapa de todas las maneras posibles– me atreví a soltar, en plan macho.

–¿Tu crees? Quieres decir que soy guapa para ponerme a cuatro patas, o para abrirme de piernas, ¿no? Eso es lo que pensáis todos los tíos.

Era tan obvio que me precipité a negarlo. No quería que sacara de mí una imagen excesivamente cro-magnon, como creo soy al natural.

–En realidad no pensaba en ti como algo sexual –mentí, con todo el descaro del mundo–. No soy de ese tipo de tíos –añadí, por usar sus palabras.

Encarna volvió a echarse hacia atrás, como examinándome de nuevo. Si me creyó o no me creyó, no lo dijo, aunque la duda se dibujaba en su semblante con toda nitidez. Luego de mirarme largo rato en silencio me sonrió picarona y volvió a echarse sobre mí, clavándome los melones en el esternón.

–Si no me miras como algo sexual, pensaré que no te gusto, o todavía peor, que no se te empina.¿Eres de esa clase de tíos?

La conversación comenzaba ponerse caliente. Yo ya lo estaba desde hacia un buen rato, desde que la había visto abrir la puerta, vamos. La proximidad de su cuerpo me obligó a mirar hacia abajo y a contemplar sus pechos que, apretados contra mí, rebosaban por su escote como dos enormes globos de carne. ¡Y qué carne! La visión me cegó, me dejó atontado durante algunos segundos.

–¿Ajá? Me parece que ya comienzo a gustarte un poquito –dijo ella, restregándose contra mi y comprobando que mi instrumento no era un instrumento de pega, que tenía vida propia, se excitaba y se empalmaba como el de cada quisqui-. ¿Te gusto al menos un poquito?

–Claro –dije, consciente de que mi voz podía traicionarme en cualquier momento con un gallo delator.

La cosa se estaba poniendo caliente; la cosa, digámoslo sin eufemismos, mi sexo, se estaba poniendo al rojo. Y pronto no habría forma de pararlo ni con una ducha fría.

–Mírame bien. Quizá es porque no me miras bien. –Me tomó la mandíbula con su mano y me obligó a bajar la cabeza, a hundir la mirada en el magnífico canillo que separaba sus senos–. ¿Te gusta lo que ves?

Era increíble, era un sueño. Una tía hermosa, guapa, y con un cuerpo como un tren me estaba seduciendo a mí, ¡a mí!, que tenía el atractivo de un gato muerto. Este pensamiento hizo que me sintiera bien, que me sintiera audaz, que echara afuera todo el nerviosismo que me atenazaba y me plantara ante ella con la frescura y arrojo de un donjuan con una erección de caballo. Con dos cojones.

–No es mala visión, no –dije, calculador, echándole mano a las caderas con precaución, no fuera a darme un sopapo por la osadía.

–¿Te gustaría ver algo más? –preguntó, moviendo el trasero para que mis manos lo atraparan con fuerza.

Era una petición prometedora que sonaba muy bien en mis oídos. Entonces, sin previo aviso, me empujó hacia atrás con fuerza y tuve que recular para no caer de espaldas al suelo.

–No te hagas el duro conmigo, niñito, que yo sé bien lo que te gusta –dijo, avanzando hacia mi con expresión de loba hambrienta. Confieso que la visión me asustó. Por un momento pensé que igual el maricón ese del gerente me había metido en una encerrona con una loca agresiva aunque jamona, pero el pensamiento pasó rápido. Había muchas cosas que no estaban claras. Reuní valor y me planté en jarras ante la Barbie, dispuesto a no dejarme maltratar ni intimidar por sus melones.

–Oh, pero qué niño más malo eres –dijo, con voz que imitaba a una niña–. Ven aquí, ven que te sacuda en el culete.

–Me estoy cansando de este juego –dije.

Encarna me tomó por la chaqueta y tiró hacia ella con una fuerza que nunca sospeché que tuviera. Me rasgó los bolsillos, y la cámara digital, el casete y mi block de notas cayeron al suelo a sus pies.

–Dios mío, ¿querías hacerme fotos? Eres un pervertido. Qué encantador.

Yo igual lo negué, igual no. A estas alturas no le tengo todavía muy claro. El caso es que ella estaba jugando conmigo. Le encantaba jugar. A mi no. Tengo poca imaginación, quizá porque estudié letras y porque lo más morboso que me había ocurrido en mi vida es que una novia que tuve hace años me hiciera una paja con guantes de látex a la puerta de un bar.

Ella entonces se agachó y cogió la cámara digital. Desde mi posición podía verle perfectamente las tetas, rotundas y plenas, constreñidas en lo que parecía un sujetador de encaje de un blanco inmaculado. Encarna no se recataba ya en mostrarlas. Estaba orgullosa de ellas y del efecto, visible, que su contemplación causaba en mí. Las tenía tan apretadas que dudo que cupiera si quiera un pelo en su canalillo.

–¿Te gusta lo que ves ahora? –preguntó, avanzando de rodillas hacia mi posición, bamboleando los pechos a sabiendas del sudor que provocaba en mi espalda.

–Me gusta. Tengo una buena perspectiva.

–Eres un fresco y un aprovechado –me dijo, insinuante–. Y ahora, ¿por qué sonríes?

–Por nada, un pensamiento que he tenido.

–¿Ah sí?

–Me gusta ver a las mujeres de rodillas, a mis pies –dije, tomando el toro por los cuernos.

Encarna sonrió. Se irguió un poco y puso las manos a la altura de mi cintura.

–¿Y qué se supone que hacen las mujeres que se ponen de rodillas a tus pies?

–Échale un poco de imaginación –le solté, echando, yo también, un mucho de imaginación.

Y Encarna tenía mucha, excesiva imaginación. Despacio, muy despacio, tan lentamente que casi parecía a cámara lenta o que era a otro a quien le estaba acariciando, Encarna bajó las manos por mi cintura y las puso sobre mi sexo, que ya esperaba impaciente el tacto de sus dedos, largos y extremadamente finos. Si tardó algo en bajarme la bragueta fue porque yo me obstiné en acariciarle el cabello, algo que estaba fuera de lugar y que además se me antoja ahora, con la perspectiva que dan los días, un tanto cursi. El tiempo que dedicó en introducir la mano por la bragueta ya abierta y en encontrar mi sexo, evidentemente en erección y fácil, creo, de tomar, se me antojó eterno, aunque no transcurrieron ni dos segundos, en realidad. Cuando por fin sus dedos se cerraron sobre él, como sopesándolo, lo sacó de un tirón y lo balanceó ante mis ojos, que miraban entre complacidos y asombrados.

–¡Vaya! Acabo de encontrar el flash de tu cámara. ¡Qué dulce!

–Ten cuidado, no sea que se dispare.

–¡Oh no! No queremos que se dispare antes de tiempo, ¿verdad?

Encarna me guiñó un ojo, en tanto sus manos seguían recorriendo mi sexo a todo lo largo y ancho del mismo. Yo no sé ustedes, pero a mi, en estas circunstancias, se me había puesto de un morcillón que parecía iba a reventar como una espinilla madura. Sus enormes pechos parecían más rotundos desde mi posición, y presentaban un canalillo muy apropiado para meter la boca, la cara, y ya puestos, hasta el cimbel.

–¡Qué maravilla! Es tan graciosa -decía ella, examinándome con ojo crítico–. Aunque creo que estará más a gusto entre mis labios, ¿no crees?

Yo, la verdad, no estaba para muchas cosas. Estaba haciendo esfuerzos ímprobos por no eyacular entre sus manos, y el sobreesfuerzo me impedía pensar con frialdad.

–Me encanta tu polla –dijo, utilizando una expresión que no me gusta, pero que transcribo aquí para dar más verismo a esta exacta narración–. Con este glande tan suavecito, estas venitas y este tercer ojo tan abierto, tan curioso...

–Póntela entre las tetas, anda –le pedí, forzando la voz.

–¿Sí? ¿Eso quieres? ¿Quieres que te haga una buena cubana?

–No estaría mal, para empezar.

–Te advierto que pocos me duran más de dos minutos...

–Tú haz lo que te digo, y luego ya veremos.

Fue un espectáculo que no puedo dejar de recordar sin que me tiemblen las rodillas de emoción ni me caiga alguna lágrima de nostalgia: ver cómo se sacó las tetas por el escote, cómo se bajó el sujetador –era de encaje blanco, como ya había sospechado–, cómo se irguió con ellas en las manos, echándose hacia adelante, y cómo atrapó mi sexo en un instante, como si batiera palmas o hubiera machacado una mosca con las palmas de las manos es un recuerdo tan nítido que me acompañará fielmente hasta la tumba. En cuanto se hizo con el instrumento, Encarna comenzó el típico movimiento de sube y baja, o de muestra y esconde el prepucio, que tanto gustirrinín nos da a los tíos con la sensibilidad suficiente como para apreciar este tipo de homenajes. Porque Encarna me estaba haciendo un homenaje. Jamás en mi vida, ni aún pagando, habría soñado con que un especimen de la talla de ella se fuera a molestar en mirar a un tipo como yo, digamos del montón, ni siquiera para escupirme a la cara, y ahora resulta que no sólo me miraba, sino que me estaba haciendo una cubana con unos pechos tremendos, de pezones pequeños y rosados, a un ritmo que, dios mediante, iba a conseguir hacerme eyacular en un periquete. Encarna se afanaba en hacer bien el trabajo, apretaba bien sus pechos para que el frotamiento con mi sexo me proporcionara placer; lo hacía asomar entre su carne lujuriosa, lo escondía y lo volvía a asomar; y si en alguna esporádica ocasión se le escapaba del canalillo, rápidamente lo volvía al redil, lo cazaba entre sus tetas y lo frotaba mientras me dirigía una mirada picarona y ponía morritos.

Estaba claro que no iba a batir el récord de los dos minutos, ni descansando uno . Encarna era una experta y sabía manejar muy bien sus pechos, que para eso los tenía. Así que decidí darme una tregua y le pedí, haciendo un esfuerzo tremendo por que mi voz sonara lo más natural posible, que si la oferta de la mamada seguía en pie, que se dejara de gaitas y me la chupara hasta al final.

Encarna sonrió. Detuvo su maravilloso vaivén y dejó escurrir mi sexo entre sus pechos, jugueteando con sus pezones, que pedían una boca para cubrirlos y comerlos. Se levantó lentamente, restregándose contra mi y, obligándome a agachar un tanto, me puso las tetas en la boca. Ni qué decir tiene que se las chupé sin protestar. En realidad, el sonido de mis lametones y chupeteos debió oírse hasta en la Recepción, pero no me importó. Amasaba sus tetas con mis manos, y con la lengua, los labios, los dientes y hasta con la nariz lamía, chupaba, mordía y acariciaba sus pezones, que se habían puesto bien erectos para tal menester.

Decir que sus melones no cabían en mis manos golosas es tan innecesario como decir que el Manzanares pasa por Madrid; no cabían, pero yo las estrujaba con verdaderas ganas de que cupiera, al menos una de ellas, entre mis dos manos. Pero eran tan grandes y estaban tan llenas que me resultó imposible, por más ganas que le puse al intento. Las esponjaba de abajo hacia arriba, del exterior hacia el interior, de arriba abajo, y la carne palpitaba entre mis manos como un corazón; mis dedos se hundían en ella, rebosantes, llenos. No pude resistir el impulso de hundir la cara entre sus senos y chocarlos contra mis mofletes, mis orejas, mis sienes. Estaba en Arcadia, a las puertas, o lo parecía al menos.

Encarna, mientras tanto, me dejada hacer, entre complacida y risueña. Ella se sentía superior, y evidentemente lo era. Yo me sentía enormemente primitivo, pero es que no podía controlar mis instintos más primarios, que me llevaban a atracarme de tetas, a manosear, triturar y chupetear como un niño toda la carne que se me ponía a tiro. Tenía que aprovechar la oportunidad porque a saber cuándo volvería a tener a semejante hembra, a semejantes ubres, a mi completa disposición. Y Encarna, aunque me sepa mal decirlo, comenzaba a experimentar cierto interés por mis caricias y mordiscos atropellados, casi infantiles. Sus pezones se habían puesto duritos, puntiagudos; se mordía el labio superior como si tratara de aguantar algo, un gemido, o algo así, y comenzaba también a hacer presión sobre mi cabeza, empujándola contra sus pechos, envolviéndome en ellos, atrapándome, como antes hiciera con mi sexo indefenso.

Yo, la verdad, estaba en la gloria, pero debía comenzar a pensar en tomar la iniciativa. Así que con gran desazón por mi parte hice un enorme esfuerzo de voluntad y aparte mis manos y mi rostro de su carne lasciva y la obligué a arrodillarse nuevamente, decidido a que terminara de hacerme el homenaje con que habíamos comenzado la sesión.

–¿Quieres que te la chupe ahora? –preguntó algo decepcionada y con voz que me pareció, desde la altura en la que ahora me encontraba, algo alterada.

–Sí, creo que ahora es un buen momento.

–Está bien –dijo, resignada–. Pero que sepas que me debes una...

–Ya veremos –respondí yo, sin comprometerme, pero aguardando excitado el momento final..

Encarna se acomodó en su posición, tomó mi pene entre sus manos, que estaba, como quien dice, bien morcillón, y lo observó con ojo crítico. No soy de esos machotes que van por ahí vanagloriándose del tamaño de su pene ni poniendo en solfa a todo aquel que no se aproxima a su forma/tamaño de encarar el mundo. Tengo un aparato en bastantes buenas condiciones, pero no voy por ahí con un metro en la mano, tomando medidas a cada empinada que coge; en realidad no estoy muy seguro de la proporciones que tiene ya que tan sólo he tenido la curiosidad de medírmelo en una ocasión, siendo adolescente, y creo recordar que su tamaño se situaba en la horquilla de los 18-20 cms: algo normal, como ven. En cambio, sí que es cierto que lo tengo algo gordito, y que esa particularidad, sin ser exagerada, ha sido aprovechada para su exclusivo disfrute por las mujeres con las que he mantenido relaciones, lo que me hace suponer que está algo por encima de la media, sea ésta la que sea, que doctores tiene la iglesia.

El caso es que tenía a Encarna donde yo quería, es decir, a mis pies, y que con mi pene entre sus manos se aprestaba a aplicarme una felación como dios manda, o, para evitar la intervención divina en el proceso, con la boca bien abierta, al objeto de que no se escapara nada. Y, como era de esperar, no se le escapó.

Comenzó por utilizar la lengua, y y por desplazar mi sexo con ella de uno a otro lado. Cuando se cansó, le dio un beso y la recorrió con los labios en uno y en otro sentido, desde la punta a la base, y viceversa. Tras este preámbulo, que sacó llamaradas a mi sexo, Encarna puso la boca en forma de O y se la tragó poco a poco, centímetro a centímetro, mientras yo sentía sus dientes acompañar a mi piel en su recorrido hasta su garganta. Mi pene, que como ya he dicho no es manco sino entorno a la media nacional, desapareció en su boca en un pis pas, sin que Encarna diera muestras de sentir arcadas ni de ir a echar la última papilla, como dicho sin maldad, yo imaginaba que iba a hacer de un momento a otro. Luego hizo el camino inverso, liberando mi polla centímetro a centímetro y regalándome con el suave jugueteo de su lengua y su pared bucal. Y luego, vuelta a empezar. ¡Dios, si era hermoso de ver, imaginad como era verlo y sentirlo!

Encarna era una experta y sabía bien lo que se traía entre manos o, mejor dicho, lo que no se traía entre manos porque, como mujer que ha practicado más de un felación en su vida, me la estaba chupando sin valerse de las manos, sin esa muletilla que utilizan algunas mujeres para acelerar la eyaculación o para ayudarse a superar el trago lo antes posible; pero ella no lo necesita; le gustaba lo que hacía y no necesitaba de ayuda para llevar a cabo su fenomenal mamada, no era ninguna niña que necesitara valerse de las manos de su padre para caminar. Sin manos, sin hacer ruido y sin prisa: era un cañón.

Pero así como antes de Einstein todo principio tenía su fin, así también el trabajo de Encarna, luego de un principio, tocaba, ni qué decir tiene, a su fin. Había aguantado como había podido las sucesivas cargas de Encarna contra mi virilidad; había resistido heroicamente más de dos minutos sus libidinosos envites, lo que no estaba nada mal, cargado como andaba yo de esperma –tras más de dos meses sin catarlo–, y en un estado más salido que el rabo de una sartén. ¿Cómo había logrado aguantar tanto? A base de voluntad, porque el recurso de pensar en otra cosa me fue imposible, y el recurso de mirar hacia otro lado, también, porque ver trabajar a Encarna era un espectáculo al que no me podía sustrae ni al me sustraje: antes muerto. Luego sólo mediante el uso de la voluntad, y a qué precio, había conseguido retrasar lo inevitable, que era la salida explosiva de mi esperma, como ya les había anticipado al principio de este sucinto párrafo.

Salió con la fuerza e intensidad de un surtidor, como sólo sale cuando se lleva tiempo sin usar el aparato, ni siquiera manualmente en la soledad del cuarto del baño (cuando los recuerdos de hazañas pasadas incitan a un plegaria al Santo Onán o cuando la inspiración pasa, aún en forma precaria, por la contemplación de alguna revista de tías en pelotas). Y mientras salía mi esperma, Encarna se lo iba tragando, con cara que parecía más satisfecha que la mía; tragaba con delectación, casi con arrogancia, como revindicando un leche que era ya suya si no por derechos suficientemente probados, sí al menos por el trabajito que me había proporcionado su lengua.

Y cuando por fin dejé de soltar lo que tenía almacenado en los testículos, Encarna seguía sorbiendo de mi polla, con la sana intención de volver a ponérmela en guardia. Yo, la verdad, hubiera aguantado bien. Creo que lo hubiera aguantado bastante bien. Lo malo es que no tuve oportunidad de demostrarlo porque justo en ese momento alguien llamó a la puerta con la insistencia de un teléfono descolgado que nadie atiende.

–¿No vas a abrir? pregunté, esperando que no lo hiciera.

–Todavía tengo cosas que hacer.

Me pareció excelente, y le di las gracias mentalmente. Pero el pesado de la puerta no dejaba de llamar, como si intuyera –o supiera– que había alguien dentro.

En estas circunstancias, la concentración, que es parte esencial en todo juego sexual de cierto nivel creativo, se fue al garete, y tanto Encarna como yo convinimos, mal que nos pesara, en que más valía abrir la puerta no fueran a echarla a abajo y a pillarnos en una posición no por comprometida menos difícil de explicar.

La apertura de la puerta fue el comienzo de mi viaje a Arcadia, lugar en el que, creo, me encuentro ahora, aunque yo entonces no lo supiera. Fue el inicio de una ascensión a unas alturas que quizá no merezca por mis aptitudes y cualidades personales pero que disfruto con plenitud y precipitación y, por qué no decirlo claramente, con el miedo de que más pronto que tarde todo se vaya al garete y amanezca de nuevo en mi cama, solo, salido y sin catarlo.

Esta disgresión, quizá algo prematura para las alturas del relato en que me hallo, viene a dejar inocente constancia de que si algo tuve que ver yo en mi cambio de situación, fue de forma involuntaria, obligado por las circunstancias y, no obstante, levemente consciente del barullo en que, por una feliz confusión, me metía yo solito.

El caso es que una vez adecentadas nuestras respectivas personas, Encarna acudió a abrir la puerta de la habitación seguida por mi mirada lasciva, clavada, impepinablemente, en el melódico bamboleo de su pandero.

Detrás de la puerta apareció el rostro, primero, y la figura después del cabroncete del gerente, más melifluo y mariposón que cuando me condujo hasta la habitación donde se había consumado el homenaje. Y no estaba sólo el tipejo éste porque detrás de él apareció un tipo alto, cuadrado, y con una expresión en el semblante que oscilaba entre la diversión y la malquerencia. Ambos, el gerente y el tipo alto entraron en la habitación. Me di cuenta en seguida de que éste último era un tipo con más poder que el gerente y con cierto ascendiente sobre Encarna, a la que ni tan siquiera miró, como si ésta fuera un mueble cualquiera de la habitación. A quien sí miraba era a mí, como si tratara de reconocerme o se estuviera grabando mis rasgos en el disco duro de su cabeza. Y mientras, el gerente no dejaba de mariposear: hablaba, se retorcía, se excusaba, pedía perdón. Hasta pasado un buen rato no caí en la cuenta de que se estaba excusando conmigo por haberme confundido con Pedro Alfaro, es decir, con otro Pedro Alfaro, a quien no conocía personalmente, y de ahí la confusión y todo lo demás. El otro tipo, mientras tanto, me observaba sonriente, y Encarna, a la que percibí de reojo, con cierta decepción.

En un abrir y cerrar de ojos el enredo se había desenredado hasta el punto de dejar bien acreditada mi usurpación. En este contexto alguien sobraba allí, es decir, sobraba yo. El gerente me tomó por los hombros y de muy buenos modos, pero fuertemente secundado por el tipo alto, me invitó a salir al pasillo, excusándose una y mil veces por su error.

Pues nada, pues salí.

Poco después el gerente me conducía –para mi sorpresa, pues pensé que me iba a echar a patadas del hotel–, frente a la puerta del Director, con quien había olvidado tenía concertada la entrevista y a quien descubrí, atisbando por la puerta entreabierta, poniendo morritos ante un gran espejo de su despacho. Ni qué decir tiene que entré en él con aprensión, temiendo una encerrona de los dos invertidos, es decir, del director y su gerente. Y más cuando, en mi nerviosismo, se me cayó la cámara digital al suelo y el director, ni corto ni perezoso, se agachó amablemente delante de mí y me la tendió desde el suelo, solícito, con las dos manos.

No pude por menos que sonreír ante los recuerdos que tal escena reproducía en mi mente, aunque en ellos era Encarna la que me tendía la cámara, arrodillada y bien picarona.

–¿De qué se ríe? –me preguntó el director.

No le respondí y me limité a cumplir con mis obligaciones de reportero malpagado. Cuando una hora después abandoné el hotel de marras estaba lejos de imaginar las sucesivas sorpresas que el destino me tenía reservadas, sorpresas que conducían, por vericuetos que –si me animo a lo mejor desvelo–, hasta esta tierra idílica en la que me hallo ahora.

Arcadia, mi Arcadia.

La historia es larga. Y a lo mejor hasta termino por contarla.

Ya veremos.