Estúdia(me) I
Berta, catalogada como la friki empollona de su clase, empezaba a pensar que era asexual. Hasta que Javi, torpe como él solo, le rompe el retrovisor del coche accidentalmente. El fogoso chico despertará en ella - tan tímida, tan cerrada - cosas que jamás hubiera imaginado.
Aparcó su Seat Ibiza del 98 en batería, justo en medio de un Fiat 500 y un Mini completamente nuevos. Echó el freno de mano, paró el motor y suspiró profundamente. Un día más aquí. Cogió su mochila, la cual contenía el único y más preciado amante de Berta: su portátil.
Ni tacones, ni pantalones cortos marcando cachete, siquiera maquillaje. Berta una chica del montón, no le gustaba destacar como a la gran mayoría de chicas de su universidad. Calzando unas Converse estropeadas, una camisa de manga corta metida por dentro de unos pantalones que eran de todo menos ceñidos, andaba, tan menuda como ella sola, dirección a las escaleras de la entrada.
Intentaba llegar mayoritariamente pronto – quince o veinte minutos antes – para no encontrarse las aglomeraciones de chicas pijas y recatadas que se hacían cada día en el campus. Ella no estaba ahí por su dinero, por el prestigio. Ella estaba ahí por su brillantez e inteligencia.
Una vez dentro de la Facultad de Ingeniería se dirigió hacia la cafetería – ya que le faltaba aún un cuarto de hora para que empezara la primera clase. –
- Buenos días Berta. – la saludo Mina, la señora simpática, bajita y regordeta que se ocupaba de la repostería y cafés para los desayunos. - ¿Lo de siempre?
- Sí, por favor. – asintió Berta.
Como si hubiera nacido para ello, y conociendo desde hacía dos años a Berta, la jovencita pelirroja que siempre llegaba cuando la cafetería parecía otro establecimiento estando totalmente vacía, le preparó un café con leche corto de café descafeinado.
Berta se sentó en la mesa más próxima, mojándose los labios con el café aun ardiendo. Hojeó sus últimos apuntes de física mientras esperaba que se enfriara.
La mañana pasó realmente lenta y aburrida. Y eso que aún no había terminado el día. Los miércoles tenía clase de nueve a una y media y luego, debía volver de cuatro a cinco y media.
Berta se dirigió hacia su querido y viejo Seat para dejar la maleta, coger el bolso y aprovechar ese rato libre para ir a comer y luego a la biblioteca. Y entonces, se dio cuenta de algo.
Se apartó un mechón rojo como el fuego, dejándolo detrás de la oreja, mientras entreabría la boca.
- ¿Qué narices ha pasado? – se preguntó en sus adentros mientras observaba su coche perpleja.
Al pobre Seat le faltaba el retrovisor izquierdo. Bueno, le faltaba… el retrovisor estaba a un metro del coche. Dentro de Berta hirvió la sangre. Intentó calmarse y pensar con lógica. ¿Quién habría sido?
Agradeció su virtud de memoria fotográfica. El jodido Fiat 500 no estaba, y justo había sido en ese lado.
Ella resopló. No recordaba la matrícula, evidentemente, solo recordaba que acababa en E. Si lo pillaba… Bueno, si pillaba a esa persona no llegarían a grandes discusiones. Ni siquiera un debate, sabiendo cómo era ella, en ocasiones catalogada como una chica antisocial.
Llegó a la conclusión de que había sido el calentón del momento, que ya lo arreglaría ella y dejarlo pasar. Abrió la puerta y dejo las cosas, cuando se llevó una segunda sorpresa. Aguantándose por el parabrisas había una notita. Berta cerró de un portazo y cogió la nota con malagana.
“Siento lo del retrovisor. Si quieres, llámame y te pago este pequeño desperfecto.
Aunque viendo como tienes el coche, te saldrá más a cuenta comprarte otro nuevo.”
Encima cachondeo. ¿Pero qué era eso, una broma?. Sería una puta pija a las que les sobra la pasta, hija de papá y que, además, no saben aparcar y mucho menos, salir de un aparcamiento.
Berta estaba tan cabreada que no tenía ni hambre, así que decidió ir a la biblioteca a evadirse entre libros. Quería acabar ya la jornada, llegar al piso, y echarse a dormir. Mañana sería otro día.
Al día siguiente, madrugó como siempre para ir a correr. Hizo la misma ruta que hacía día tras día, dos quilómetros y medio.
El sudor emergía de su cuerpo, las mallas y el top de un color grisáceo dejaban ver unas finas líneas húmedas que delineaban sus pequeños dotes de mujer.
Salió del supermercado más próximo a dónde ella se encontraba en ese momento, justo en el centro de la ciudad, con una botella de agua bien fría. Iba a abrirla, sedienta, cuando de repente vio el mismo Fiat 500 de ayer. Recordó la nota una y otra vez y no hubo forma de contenerse.
Berta no se reconocía ni a sí misma en aquellos instantes, se acercó aceleradamente al coche, lo rodeó. Nuevo de trinca, del mismo color. Letra E. Demasiadas casualidades.
Fue un acto inconsciente e instantáneo, el sacar las llaves de su piso de la riñonera que llevaba atada a su cadera y volver a rodear el coche, esta vez, paseando una de las llaves por la pintura azul eléctrico.
- ¡Eh! ¿Qué cojones te crees que haces? - Escuchó a su espalda.
- Ahora estamos en paces. – dijo guardándose las llaves pausadamente y sin girarse. – guárdate el dinero de la reparación de mi retrovisor para darle una capa de pintura al tuyo, gilipollas.
Berta inició su marcha nuevamente, cuando la cogió por el brazo, fuerte, dándole la vuelta. Iba a perder la paciencia que le quedaba, pero se encontró con unos ojos a los que las calas de la mismísima Costa Brava tendrían envidia. Abajó la mirada, y contra más veía, más se entrecortaba su respiración.
Él, a centímetros de ella. Los iris verde esperanza de Berta recorrieron a aquel total dios griego.
Moreno, con unos rizos que lo hacían realmente… sexy. Y sonreía. El cabronazo sonreía. Y que boca tenía, joder. Tan blanca, tan perfecta. Por no decir lo que se debería esconder bajo esa camisa, que acompañada de unos brazos definidos y musculados, daba a entender que estaba fibrado. Muy fibrado.
El cuerpo de Berta tuvo una reacción que nunca antes había tenido. Un escalofrío recorrió su columna vertebral y esto hizo que los pezones se le pusieran duros como piedras, sinuosos en ese top de licra que solo era capaz de ponerse para hacer deporte por la mañana, cuando nadie la veía.
Y él… él se dio cuenta. Analizando, bajo esa mirada penetrante, a la menuda chica de pelo rojizo, dijo con picardía:
- No, no. Las cosas no son así, bonita.