Estuche

El estuche espera su carga preciosa. ¿Deseas estar en él?

Querida M:

Por fin está listo lo que tanto hemos esperado. Hoy lo trajo el ebanista, con esa actitud morbosa de quien cree intuirlo todo. Tiene dos metros de largo, con espacio suficiente para recostarte y extender tus brazos sobre tu cabeza. El ancho, apenas de metro y medio, pues como recuerdas sólo servirá para exhibirte (cuando sea necesario usarte, se te llevará a otros espacios). Tiene una altura de un metro veinte, queda a la altura de mis manos, por si deseo manosearte y jugar al suave hervor de tu deseo.

Las paredes y la tapa son de ébano oscuro que cierra herméticamente, pero pueden desmontarse y cambiarse por cristales, así podrías ser mostrada lo mismo en un estuche de joyería que en una vitrina. Si se quiere, en vez de cristales pueden ponerse espejos de doble fondo: se bien de tu caprichosa obsesión por contemplarte largamente e imagino que te haría dichosa acompañarte con tu imagen en las largas horas de tedio que se avecinan; mientras que para mí, contemplar cómo te contemplas será una actividad mucho más deliciosa. La base y las paredes de madera están revestidas con terciopelo negro, para que contrasten con tu blancura. Las ataduras del cuello, los tobillos y las muñecas están forradas de paño negro, y se tensan o aflojan a mi antojo.

Así podré inmovilizarte con rigidez o lasitud, de acuerdo a como quiera contemplarte. Aunque siempre es conveniente sujetarte con la mayor tensión posible, también me encanta mantenerte con movilidades relativas: la flexión de tus piernas, el frote de tus muslos, cierta engañosa autonomía en los brazos. Bien sabes cómo me encanta manejar el espejismo de otorgarte cierta libertad de movimiento, de hacerte sentir como si fueras una persona autónoma, hasta que cierta confianza te hace dar un tirón que de inmediato vuelve a hacerte consciente de tus límites. De tu condición ornamental. Para eso también se le han adecuado finísimas cadenas de platino, que sujetarán las anillas que pronto te pondré en los pezones y los labios vaginales. Tendrás que ser muy disciplinada con estas sujeciones, pues son tan discretas que apenas y se notan, pero el menor movimiento brusco te provocaría daños lamentables, y ya sabes que no es mi intención darte dolores innecesarios, que mi deseo es conseguir de ti la docilidad absoluta que te convierta en una perfecta pieza de ornamentación.

Para eso he invertido tanto tiempo y tanto esfuerzo en ti, preciosa muñeca mía. Desde aquellas dulces tardes de café en que charlamos de erotismo, y coincidimos en la fascinación de imaginar a una dama educada de tal modo que se logre de ella una belleza que trascienda su personalidad. Una belleza que vaya más allá de ella; que esta mujer anhelada subordine su pensamiento y sus acciones al imperio de su hermosura. No una belleza escandalosa de playmate, te apresuraste a aclarar. Una belleza en la armonía de sus movimientos, en el cuidado de su cuerpo, en su única conciencia de saberse y disfrutarse como pieza de exhibición y placer. Pero más aún, te entusiasmabas, este dominio de su belleza es tal, que controla su vida por completo. Deja de ser dueña de sí, se va haciendo esclava de su propio cuerpo. Su voluntad queda subordinada al tiránico imperio de su perfección. Al imperio del placer que los otros consiguen al utilizar ese cuerpo. Conforme hablábamos se encendía tu rostro, y se encendía mi ánimo al ir intuyendo que hacías el retrato de la mujer que tú querías ser. Una mujer no apabullante, sino de suaves y sutiles formas.

Cuerpo lánguido, actitud adormecida y complaciente de felino ronroneante. Piel tersa, cuidada, sin los groseros dibujos del sostén y la tanga cuando toma sol. Si quisiéramos que esa mujer estuviera bronceada, propuse, tendríamos que meterla desnuda a una cámara de sol. O me podrías dejar sin ropa en una terraza y así hacerme enlacar. De inmediato subió el color a tu cara. Se hizo evidente que hablabas de ti. Siguió un incómodo silencio de certezas. Preferiría tu piel muy blanca, empecé a diseñar. Dócil respondiste que sí. Tendremos que limpiar tus dientes y deberás dejar de fumar. Volviste a responder que sí. Como al fumar se tiende a subir de peso, tendrás que regirte por una dieta estricta. Seguías respondiendo que sí. Renunciar a la carne y los dulces, vivir de ensaladas y agua pura, adquirir hábitos de rigidez conventual. Respondiste que sí. Disciplinar tus movimientos, tus gestos, tus palabras. Sonreíste suavemente al asentir. Para hacer de ti esa muñeca, sería necesaria la obediencia, la docilidad más radical. Fueron densos tus ojos mirando los míos. Lanzaste tu mano hacia la mía. Sujeté tu muñeca con tu puño, asumiendo que iniciaba tu transformación.

No nos ha sido fácil. Aunque de manera burda podría afirmarse que iniciamos una relación de sumisión y dominio, nuestras obsesiones siempre han estado por otro lado. No te he amaestrado como perra o puta, ni me ha gustado el vulgar membrete de Cruel Amo; prefiero la arrogancia de creerme un artista, y a ti, un objeto que moldeo a mi capricho e imaginación. Por eso no ha sido importante azotarte o humillarte. Tu educación ha sido más persuasiva: corregir tus modales, matizar tus impulsos, acotar tus acciones, castigarte, no por el placer de verte vejada, sino para inocular en tu mente la idea de que buscamos en ti una dictadura superior: vigilarte y controlarte como si fueras una pieza de orfebrería que su demiurgo busca perfeccionar. Así has ido acatando mis exigencias.

A veces indignada, como cuando quemé tus pantalones y debiste prometer que nunca más volverías a usar. Con mejor humor asumiste el delineado permanente de tus cejas y tus labios. Te sentiste muy mimada cuando hicimos el tratamiento para limpiar y matizar tu piel. Soportaste con estoicismo la depilación completa de tu pubis. Menos alentador fue el inicio del gimnasio. Te decepcionaba asumir que tu cuerpo no era escultural, pero a fuerza de rutinas y ayunos conseguimos afirmar tus nalgas, tornear tus piernas, hacer terso y plano tu vientre. Aunque aún reniegas de la pequeñez de tus pechos, has logrado reconocerlos como elegantes, que pueden lucir con discreción un escote, saben sugerirse con ropa holgada, y la forma en que se hinchan los pezones convierten en una bagatela su brevedad.

Más interesante ha sido la modificación de tus conductas. Las sesiones de caminar con elegancia, el cuerpo erguido, sujetando con grilletes tus tobillos para controlar la abertura de tus pasos. Los fines de semana a ciegas, en que has aprendido a suavizar el movimiento de tu cuerpo aun careciendo de la mirada. Los días sin hablar, aceptando la hermosura que adquieres al quedar atrapada en tu silencio, entendiendo que tu sólo cuerpo expresa con mayor elocuencia. Tu voz que se ha ido volviendo baja y aletargada. Tu respiración que se agita o languidece según mi deseo. Tu deseo, atemperado a mi capricho de usarte o mantenerte en prolongada excitación.

Ha sido delicioso matizar tu deseo. Desde que nos conocimos, también nos identificamos por rechazar la vulgar necesidad de conseguir a toda costa el orgasmo. Obsesión de mujer liberada, pero qué dulce se te hacía permanecer en lo que llamaste un suave hervor. Retrasar el climax indefinidamente, desesperarte ante el espasmo que aun no llega, mantenerte inquieta y ansiosa ante la postergada culminación.

Ha sido complicada nuestra aventura, pero enriquecedora. Sé que has hecho terribles sacrificios, pero el placer que te provoca compensa las restricciones que has asumido. Sé que a costa de esta historia has perdido amistades, relaciones. La muñeca que ya eres resulta torpe en un mundo que te obliga a ser persona. Algún día ya no soportaste que en ti conviviera la mujer que habías sido, con el objeto en el que te has ido convirtiendo. Sentiste la necesidad de elegir. Me pediste que te ofreciera alguna opción que te llevara más allá de lo que te ha estado sucediendo. Y si he logrado hacer de ti este objeto de lujo, resolví crear un estuche en el que pudiera atesorarte.

El estuche está aquí. Ya te lo he descrito, acaso falta describirte el aditamento respiratorio que por fin te mantendrá en tu anhelada semiconciencia. La pequeña escafandra con éter que te tendrá adormecida gran parte del día. Que te mantendrá despierta solamente cuando sea necesario usarte. La existencia se te volverá una bruma, imágenes inconexas de aseo, alimento y llevarte a la cama para erotizarte y a veces permitirte un orgasmo. Me perturba escribirlo, estamos frente al deseado punto sin retorno, pero era al que querías llegar.

Cierto, el estuche también parece una tumba. En él se disolvería la antigua M., en su lugar estaría la hermosa marioneta, el bello objeto de placer que tanto he deseado, que tanto has querido ser tú. Está listo, espera que en él se recueste tu hermoso cuerpo, que por fin te trasciendas a ti misma y seas por completo la joya humana que con tanto esmero hemos fabricado. El estuche espera su carga preciosa. ¿Deseas estar en él?