Estrenando un culito muy delicioso

Si había algo que a Javier le ponía más que un buen culo, era uno joven y por desvirgar.

Nota del autor: *Este relato es el segundo de una historia en dos partes. Aunque cada uno se puede entender de manera independiente, dejo el link de la primera por si alguien quiere leerla:

El mirón de las duchas.*

Marzo, 1996

Arturo estuvo sintiendo durante días el regusto del semen de su entrenador en la boca. Un sabor entre agrio y amargo que le recordaba lo tortuoso de su primera experiencia homosexual, más o menos plena. No estaba muy seguro sobre si lo que había hecho era lo correcto o no. Lo que si tenía claro eran dos cosas: no debía contarlo y le había gustado una barbaridad. Tanto que, aquel fin de semana tuvo que masturbarse varias veces imaginando la colosal polla que había  podido mamar hasta el final.

Lo que no le gustó tanto fue el proceder de  Javier  con  él en los días siguientes, no solo lo trataba con indiferencia como si nada hubiera sucedido entre ellos, sino que lo evitaba como a un apestado, como si cualquier conversación con él pudiera delatar lo sucedido con él  al resto de los jugadores del equipo.  A medida que fueron pasando los días se fue dando cuenta de que aquello, que fue tan importante para él, se convertiría en  algo sin segunda parte. Aquel hombre era casado y su violento encuentro, por muy “gay” que le pareciera, se trataba simplemente del desahogo de un heterosexual, una escapada de la rutina marital.

El muchacho, pese a su juventud, estaba  más que acostumbrado a  sufrir los desaires de la gente que le importaba, por lo que no se sintió especialmente dolido, simplemente bastante desilusionado.

Creció sin el cariño de un padre, un padre que estaba más interesado en unos fructíferos negocios que en su familia, un padre que, tras el segundo parto,  su mujer dejó de parecerle atractiva y buscaba la pasión en otros brazos más jóvenes(cuantos más variados mejor).

Esta última afición de su progenitor la conoció de golpe y porrazo durante la celebración de la Primera Comunión de su hermano pequeño en el chalet familiar de Tomares.  Su padre había empezado a beber desde muy temprano y después de comer estaba un poquito pintoncente , aunque lo vio charlando con una chica rubia que, por su forma de andar, también daba muestras de haberse pasado con el alcohol, ni remotamente sospechó que pudiera estar flirteando  con ella.

Si el chaval, al pasar un buen rato sin verlo,  se tomó el trabajo de  buscarlo, fue porque creía que iba muy ebrio y temía porque le hubiera sucedió algún percance. Como no lo encontró por los jardines, intentó localizarlo por las habitaciones colindantes con la vivienda principal.  Estaba en el cuarto de la plancha en compañía de la rubita, a quien tenía  apoyada de espaldas contra la pared y se la follaba salvajemente. Por la cara de satisfacción de  la muchacha,  llegó a la conclusión de que quizás su padre no fuera  tan borracho como él había supuesto.

Su progenitor, en lugar de intentar disculparse o preocuparse por haber sido descubierto en su infidelidad, se limitó a seguir moviendo su culo peludo ante la pelvis de la desvergonzada joven, quien ni se alteró por su presencia  y continuó gimiendo como una perra en celo. No ver en  su padre ningún atisbo de culpa lo hizo sentirse peor. No sabía ni que decir ni qué hacer ante aquella situación. Se quedó como parado en el tiempo hasta que una voz ebria  lo sacó de su ensimismamiento:

—Arturito, o te vas por dónde has venido o te quedas y aprendes cómo se debe comportar un hombre con una buena hembra como esta…—El alcohol que llevaba en el cuerpo hacia que arrastrara un poco las silabas al hablar —  ¡Pero hagas lo que hagas, cierra la puta puerta!

El adolescente obedeció la absurda orden y se marchó. Mientras tiraba del pomo metálico, pudo escuchar  la desagradable risa de su progenitor y no pudo evitar pensar que  se burlaba de él. Aquel gesto egoísta de desprecio le rompió el corazón. Sin pensárselo, sin importarle estropear  la fiesta de su hermano, ni  si los invitados lo oían o no,  con una expresión llena de estupor,  contó  con pelos y señales todo lo que había visto a su madre. No sabía si delatar a su padre era  lo correcto, de lo  que sí fue consciente con el tiempo,  es que aquello marcó un antes y un después, tanto  en la relación con su familia, como su forma de ver la vida.

Su hermano José María, a diferencia de los demás niños, no recordaría aquel día por lo bien que se lo pasó con sus amigos, ni por los regalos que recibió, para él su Primera Comunión sería el día en que comenzaron las peleas en casa. El día en que de vivir en un hogar feliz, pasó a vivir en un contenido infierno. Un infierno donde no había ni  fuego ni demonios como en las películas, solo dos padres que se gritaban constantemente, reprochándose cada minuto de su vida en común.

Cualquier mujer con una chispa de dignidad habría abandonado a su marido, pero su madre no. Natalia Torres Espejo había sido educada, para ser una buena esposa, para soportar carros y carretas.  Soportó el escándalo y los cuchicheos a sus espaldas en los eventos sociales a los que asistía. Soportó las miradas recriminatorias de sus dos hijos mayores, Natalia y Arturo,  cada vez que la veían llorar tras una fuerte discusión. Soportó saber que el hombre con el que compartía su vida ya no tenía que fingir que no la deseaba, por lo cual nunca después de aquello se vio en la obligación de tener sexo con ella y sus noches pasaron a ser desiertos de afecto.

Si aguantó tanto no fue por el miedo de verse sola y desamparada, pues su familia siempre la acogería y a sus hijos no les faltaría de nada. Si siguió viviendo al lado de un hombre que no la amaba fue por su apego al dinero y por no perder su  inmejorable estatus social,  algo que con un divorcio a la larga perdería. Mientras él no decidiera lo contrario, ella seguiría siendo su esposa a los ojos de Dios y de la Ley. No le importaba tener que vivir una pequeña batalla de reproches diarios, en él que cada uno le echaba en cara al otro lo triste de su existencia. No le importaba que sus hijos tuvieran que ser testigos de discusiones donde las palabras malsonantes salían a relucir en una frase sí y en la otra también. Mientras ella siguiera siendo la esposa de Arturo Hernández Llorente, todos la respetarían y nadie la miraría por encima del hombro, del mismo modo que habían hecho siempre todos antes de casarse con él.

El amor de aquella mujer a las cosas materiales superaba de largo  al que le inspiraba sus hijos. El “escándalo” de la Primera Comunión del pequeño de la casa se olvidó en cuanto alguien de su círculo de amistades hizo algo  todavía más criticable, por lo que al poco tiempo su “interesante” vida social volvió a ser la misma de siempre.

Los desastres de aquel matrimonio fueron erosionando el carácter de sus hijos. Natalia, la mayor, con el único fin de llamar la atención y de rebelarse ante la vida que le había tocado en suerte, comenzó a frecuentar malas compañías y a dejarse seducir por el alcohol y la drogas; José María, el más pequeño, se encerró en sí mismo, convirtiéndose en un  tímido  y debilucho chico.

De los tres quien parecía llevarlo mejor era Arturo. Se había adaptado a la problemática del hogar  a las mil maravillas. Se convirtió en el chico estudioso que todos esperaban que fuera,  su gran afición era el deporte, no era mucho de salir de marcha, y a lo sumo, muy de tarde en tarde se cogía una cogorza con los colegas del equipo de rugby. Se enfrentó al drama de sus padres sacando lo mejor de él y se había transformado en un chico modélico.

Si algo trajo la decadencia de la convivencia familiar, fue que sus ojos se asomaron al mundo de un modo distinto. Al igual que hacía su madre, comenzó a hacer alardes de riqueza. Vestía ropas  de las más caras, presumía del móvil más novedoso, de la última videoconsola, del último diseño de botas de deporte…Aunque no era excesivamente arrogante, si gustaba de hacer saber a sus amistades y conocidos a qué nivel de la escala social pertenecía. Era amigo de sus amigos y enemigo jurado de los que le gastaban una putada. Era rencoroso, vengativo y, sobre todo, muy envidioso. Envidiaba a todos los que tenían aquellas cosas que el dinero no podía comprar.

Luego estaba su poca afición al género femenino, por el que no sentía una especial atención. Hasta la fecha no se le conocía ninguna novia, no es que le faltaran oportunidades, no solo era agradable y  bastante guapo. El muchacho poseía un cuerpo escultural fruto de los entrenamientos del equipo de rugby o de las pequeñas palizas que se pegaba corriendo  cada mañana antes de ir al instituto. Metro noventa de fibra y musculo era algo al que pocas chicas se pudiera resistir. Él solía dar largas la mayoría de las veces y si salía con alguna era por socializar más que por deseo. Aquella inaccesibilidad lo hacía aún más deseable.

Al joven lo que realmente le gustaban eran las pollas. Lo tuvo claro desde el primer día que se hizo un pajote viendo una película porno, su mirada no se deslizaba por las redondeces, las turgencias  y  las curvas de la chica, sus ojos se clavaban en el pectoral, en el culo y, sobre todo, en el enorme falo  del actor. Aunque él se decía que no era marica, en su imaginación se vio chupando aquella verga y alcanzó un solitario orgasmo con esa escena en su mente.

De fantasear pasó a experimentarlo con alguno de sus compañeros de clase. Una paja mutua no lo hacía de la cera de en frente y al otro chico le convenía tener la boca tan cerrada como la de él. El siguiente avance en su camino hacia la homosexualidad lo dio con Oscar, el capitán del equipo de Rugby. El chico le gustaba bastante, aunque Arturo se lo negara a sí mismo, prueba de ello eran las numerosas miradas clandestinas que en más de una ocasión había  dirigido a su entrepierna cuando se quitaba los pantalones de deporte y es que   aquella alargada protuberancia que lucía el atractivo jugador, le agradaba más de lo que gustaría reconocer.

Un día después de un partido, lo embaucó para tomarse unas cuantas copas en un local que tenía su padre en las inmediaciones del polideportivo. Para alguien como Oscar,  que no acostumbraba a beber, cuatro wiskis fueron suficiente para perder el control y caer en un estado somnoliento.  Arturo, al igual que  las putas de los clubes, había cargado  a posta en menor medida sus cubatas,  por lo que, al final de la noche, consiguió estar bastante más fresco que su acompañante.

Aprovechándose de la buena papa que llevaba su colega y de que se había quedado dormido en el sofá,  se las ideó para sacarle la  polla fuera de sus pantalones. Una sensación de júbilo lo embargo, lo que estaba haciendo era tan inapropiado como prohibido, la simple posibilidad de que Oscar se despertara  y lo descubriera hacia que se excitara más, aunque no por ello el pánico dejó  de atenazar su pecho durante todo el rato.

Tocó la flácida verga y el corazón le palpitó tanto que pareciera que se le fuera a salir del pecho. Hizo un amago de masturbarlo pero aquello no se enderezaba ni a la de tres. Por último, sin dejar de  comprobar que su capitán seguía sumido en un plácido sueño, acerco su nariz al rosáceo glande. Un imprégnate olor, mezcla de jabón y de orín, empapó su olfato, pese a que no era un aroma agradable, su curiosidad por experimentar el sabor del sexo masculino le pudo más y se la metió entre los labios.

Solo unos segundos fue los que tuvo valor para retener la debilitada masculinidad de Oscar en su boca. Unos segundos que le bastaron para aclarar sus dudas sobre si le gustaban los tíos o no, pues fue comenzar a chupar la dormida verga y sintió como la bestia de su entrepierna vibraba como nunca antes lo había hecho.

Por temor a que su embriagado acompañante abandonara los brazos de Morfeo, o porque ya había conseguido su objetivo o por ambas cosas a la vez. Volvió a meter el pájaro en la jaula y rezó porque el atractivo, pero bruto jugador, no se hubiera percatado de nada de lo ocurrido.

Después de aquel día, seguramente porque Oscar no había colmado sus expectativas,  empezó a buscar alguien a quien pegarle una buena mamada de polla. De todos los miembros de su equipo solo dos parecían cumplir los requisitos para ello: Manuel y Guillermo. Tras pensárselo un poco descartó a ambos. Al primero porque, a pesar del enorme rabo que se gastaba,  lo veía casi tan bruto o más que a Oscar; al segundo porque si bien se gastaba una buena tranca y tenía un buen físico,   lo veía demasiado crio. Incapaz de mantener la lascivia atada en corto, no pudo evitar espiar furtivamente al entrenador, quien si cumplía de largo todos los requisitos que el anhelaba de  un hombre.

Sabía que estaba casado, pero eso no le importaba, pues lo prohibido lo convertía en una fruta más deliciosa El muchacho empezó a flirtear  con él sin saber cuál podía ser el verdadero alcance de sus actos. Hasta que no  fue descubierto, obligado a mamarle la polla y sacarle toda la leche, no fue consecuente de todos  los perjuicios sociales que estaba transgrediendo.

Cerciorarse de que, como sospechaba, no solo le gustaba chupar una verga, sino que le gustaba devorar el jugo que emanaba, fue todo un descubrimiento para él. Un descubrimiento que no le sorprendió y lo aceptó en la medida de lo posible. Más que pánico ante lo que le pudiera deparar el futuro, el chico temía no seguir siendo aceptado, por lo que, tal como le ordenó su entrenador, no comentó aquello ni con el mejor de sus amigos.

El siguiente sábado, al igual que en el precedente, el entrenador puso los castigos pertinentes a las faltas. En esta ocasión en vez de cebarse sobre Arturo, lo hizo sobre otros jugadores con lo que a pesar de que el chaval hizo varios “avants” y un par de “off-side”, superaron en bastantes su número de infracciones.  Con lo que se pudo marchar antes que algunos de sus compañeros, quienes se vieron castigados a dar un número considerable de vueltas más al campo que él.

Mientras se cambiaba de ropa, el desconcierto se apoderó del joven jugador, pese a que la ingenuidad no era una de sus peculiaridades, se había hecho ilusiones con  que tras aquel entrenamiento sucedería algo parecido a lo de la semana anterior y pudiera volver a mamar el colosal cipote de Javier. Cosa que por el curso de los acontecimientos, parecía que no iba a suceder.

Javier había estado muy distante durante la semana, había evitado por todos los medios hablar con él, no obstante, en su soberbia juvenil  Arturo estaba seguro de saber  lo que le pasaba: no es que estuviera arrepentido o no tuviera ganas de que le volviera a comer su oscuro pollón, lo que sucedía es que el entrenador temía que  él  no supiera guardar el secreto y lo metiera en un lío con su familia.

Si algo no soportaba es que los demás presupusieran cosas sobre él. “¿En qué momento él había demostrado ser un chivato?”, pesó bastante ofuscado.  Aquella desconfianza le indignó y aunque sabía que enfrentarse a él le podía costar su puesto en el equipo, decidió esperar por los alrededores a que se marcharan el resto de sus compañeros para cantarle las cuarenta.

El último en abandonar las instalaciones fue Luis. Una vez aguardó el tiempo prudencial regresó sus pasos hacia los vestuarios. Al entrar en las instalaciones, y  para su sorpresa, se encontró a Javier sentado en un banco,  desnudo y con las piernas abiertas, mostrando con descaro su largo rabo. Tuvo la sensación de que esperaba a alguien. Al verlo, se levantó de un respingo, sonrió por debajo del labio  y dijo:

—¡Menos mal, creí que no venías! ¡Cierra la puerta, quítate la ropa y ven a ducharte conmigo!

La naturalidad y rapidez con la que Javier pronunció cada una de las ordenes, rompió por completo los planteamientos que el chaval traía en mente y  se quedó sin saber, ni que decir.

—¡Tío, a qué esperas! ¡Ve y cierra la puerta!  —Le apremió el entrenador chocando suavemente las palmas de sus manos.

El jugador obedeció todas y cada una de sus peticiones: cerró la puerta, se desnudó y se metió en el mismo plato de ducha que él. La emoción del momento era tan fuerte que ni se percató que  estaba teniendo una erección en toda regla.

Nada más se posicionó junto a su entrenador, él lo apretó fuertemente entre sus brazos. El muchacho medía unos diez centímetros más que el  robusto individuo y, al igual que él, era un amasijo de músculos. Aun así aquel afectivo gesto por parte de su acompañante propició que Arturo se sintiera pequeño, tan pequeño como su dominio de la situación.

Al primer abrazo siguió un apasionado beso, el primero de aquella índole que recibían los labios de un  chico. Ruborizado por su inexperiencia, cedió ante la frenética lengua que se metía entre sus dientes y dejo que  esta hiciera su  completa voluntad.

Si durante aquellos días había sopesado medianamente  si rendirse o no a su recién descubierta condición sexual, fue sentir el fuego de aquel hombre en su cavidad bucal y tuvo claro que, aunque no fuera lo que se esperara de él, estar con personas de su mismo sexo le gustaba más que comer con los dedos.

Javier enjabonó cada palmo de su piel, para después invitarlo a  hacer lo mismo con él.  En su  primer encuentro, la única parte de su anatomía que el muchacho consiguió tocar fue su polla, sus bolas y levemente el trasero. Tenía la oportunidad de tocar cada pliegue de aquel vigoroso cuerpo que se le antojaba casi perfecto.

Cubrió de espuma sus bíceps, sus hombros, su pectoral, su abdomen, sus nalgas, sus piernas…  La mesura con la que lavaba cada  parte de su fisionomía alimentaba el ego del madurito, que en un momento determinado, y en un alarde de vanidad, contrajo su cuerpo para endurecer más sus músculos. Aquel gesto gustó bastante al chaval, quien  seducido por sus encantos, se agachó ante él y tras besarle delicadamente ambos muslos, se dispuso a meterse el vibrante falo en la boca, pero, imprevisiblemente,   Javier se apartó levemente y se lo impidió.

Cuando se disponía a cuestionar aquel gesto por parte de su ocasional amante, una repentina cortina de agua lo envolvió a ambos y terminó enmudeciendo cualquier replica.  Tras quitarse el jabón que cubría su cuerpo, el entrenador salió de la ducha  e invitó al chaval a que hiciera lo mismo.

De nuevo la confusión se apoderó del entendimiento del adolescente “¿Acaso no le moló cómo le comí la polla?”, se preguntó inocentemente.

La rabia que bullía en su interior  antes de entrar en los vestuarios se había apagado, no obstante aún quedaban las cenizas y aquel extraño proceder por parte del entrenador  terminaron por encender los rescoldos. Mientras se secaban, Arturo se encaró con él.

—¿A qué viene este juego? —Preguntó con cierta descortesía.

—¿No te gusta acaso? Me pareció que los jueguecitos te gustaban ¡y mucho!

—Llevas toda la semana evitándome —La contundencia con la que el jugador pronunció cada silaba dejaba claro que no estaba para bromas.

—¿Qué quieres que hiciera? Darte un beso en los morros cada vez que nos viéramos.

—No, pero te podías haber enrollado un poco por lo bajini. No sé, haberte duchado disimuladamente como la primera vez.

—Sí hubiera hecho eso, me hubiera empalmado como una mala bestia —La ronca voz de Javier se empapó de tal lascivia, que sonó hasta seductora.

—Es que creí que…

—…¡que pasaba de ti! ¡Pues no! —Al decir esto una sonrisa de complicidad alumbró en el rostro del atractivo treintañero —Lo que pasa es que yo también tenía mis dudas.

Un mohín de sorpresa se dejó ver en el rostro del adolescente, quien no tuvo que decir nada  para obtener respuestas a sus preguntas.

—Tenía la sensación que con la mierda de los jueguecitos me había pasado tres pueblos. Casi te violé la boca y sin tu permiso te hice tragar la leche.

—Pero me gustó… —Musitó el chico.

—Eso lo sé ahora, pero me he estado comiendo el tarro con ello  durante toda la semana.

—¿Y por qué me has quitado la churra de la boca?

Javier cabeceó y sonrió por debajo del labio.

—Porque me tenías muy cachondo, campeón. Si me la chupas, aunque hubiera sido una mijina, me hubiera terminado corriendo…

—Es eso en lo que consiste esto, ¿ein? —El tono del adolescente oscilaba entre lo despreocupado y lo arrogante.

—Sí, pero no tan pronto, campeón —Respondió el hombre sonriendo generosamente y haciéndose el interesante concluyó —Además hoy quería correrme de otro modo.

—¿Cómo?

—Follándote.

La convicción con la que aquella palabra salió de la boca del entrenador, hizo que el chaval negara con la cabeza repetidamente en señal de perplejidad. Desatendiendo su silencioso ruego, el entrenador prosiguió hablando.

—No pongas esa cara. Ya sé que no te han enculado todavía, pero confía en mí, te prometo que no te va a doler mucho. Solo lo justito.

Dedicó una mirada el enorme pollón y una sensación de miedo pareció trepar por la boca de su estómago. “¿Cómo podía decir que aquella tranca no le iba a doler mucho?”, pensó al tiempo que se llevaba  con preocupación las manos al trasero. Tuvo la intención de  decirle un no tajante, sin embargo aquel hombre le inspiraba confianza y si él había dicho que no le haría daño, quería creer en sus palabras.  Fue sopesar la posibilidad de tener el oscuro mástil en su interior y su churra pareció vibrar como si tuviera vida propia.

Javier bajó la mirada hacia su entrepierna, vio su miembro viril cimbreando libremente y dijo sarcásticamente:

—¿Eso es un sí?

El muchacho asintió con la cabeza y sonrió, pero la preocupación no se marchaba de su mirada. Estaba deseando y temiendo ser perforado por el moreno cipote de su entrenador. Tenía el presentimiento de que le dolería, pero también sabía que le echaría dos cojones y lo soportaría como buenamente pudiera.

Su entrenador le pidió que se colocara de rodillas sobre el banco y el accedió de buenas ganas. Sacó un preservativo y un bote de vaselina  de la bolsa de deporte. Se colocó el condón y unto con la trasparente crema el orificio anal del chaval. Una vez lo consideró oportuno, introdujo un dedo en el virginal agujero. Un bufido, mitad placer, mitad dolor, escapó de los labios de Arturo.

—¿Te duele? —La pregunta fue más por cortesía que por preocupación, porque el atractivo treintañero siguió perforando con su dedo índice las entrañas del corpulento joven, sin importarle mucho cuál fuera su respuesta.

—No… mucho…—Musitó entre jadeos.

La respuesta fue el acicate que precisaba Javier para invitar a otro dedo a visitar los  esfínteres del adolescente, el cual  entró  sin  aparente dificultad.

Estuvo varios minutos preparando el ojete del muchacho, quien no paraba de jadear, pero a su vez le pedía que no parara. Antes de comprobar la facilidad que tenía para dilatar, tenía sus dudas si aquel culo se podía tragar su polla, tanto más friccionaba su dedo contra el caliente orificio, más claro le quedaba que se lo iba a follar, sí o sí.

Una vez considero que aquel agujero estaba preparado para albergar la bestia de su entrepierna, le golpeó suavemente en la zona lumbar y le pidió que la bajara un poco. Con el culo en la posición correcta, colocó  debidamente su ariete en la entrada de su ano y empujó levemente.

Al principio costó un poco. El recto del chico estaba dilatado, pero el cipote que le estaban intentando meter era excesivamente ancho. Lo intentó forzar un poco, lo que dio como resultado que el muchacho tuviera una sensación de ardor que nacía en el centro del  profanado orificio  y terminaba recorriéndole toda la espalda. Como si supiera lo que debía de hacer, aspiró fuertemente hasta llenar su barriga de aire y lo fue soltando poco a poco. Aquel improvisado ejercicio, propició que sus esfínteres se fueran relajando y dejaran pasar, poco a poco, la gruesa estaca a su interior.

Sentir el calor que emanaba el ano de Arturo en la punta de su polla, era una sensación muy distinta a follarse un coño. Las paredes de aquel recto  aprisionaban a su miembro viril de un modo y forma como nunca otro culo lo había hecho. Lo cierto y verdad es que nunca había desflorado ninguno antes y le pareció lo más satisfactorio que había hecho en muchísimo tiempo.

—¿Cómo estás, campeón?

—Muy bien… me duele un poco… pero es soportable.

—¿Quieres que  te de caña de la buena?

El jugador se quedó pensativo unos segundos, para terminar diciendo:

—¿Por qué no? … Si me vas a petar el culo, ¡que sea dandolo todo!

Comprobar la absoluta permisividad del chaval, hizo que el treintañero se pusiera aún más cachondo. Sin pensárselo comenzó a mover sus caderas con más brío. Aquel ano se había acomodado por completo a las dimensiones de su cipote y le fue fácil iniciar un salvaje mete y saca. Paulatinamente fue introduciendo más porción de su rígida tranca en el ardiente ojal y cuando se quiso dar cuenta eran sus cojones los que hacían de tope.

Estaba tan a gusto con aquel chico que cuando sintió que el placer se aproximaba, cogió su erecto pene y comenzó a masturbarlo al ritmo de sus empellones. Era la primera vez que pajeaba a otro tío, pero consideraba que era el pago justo por concederle ser el primero que entrara en él.

En el momento que oyó como el muchacho jadeaba sin poder contenerse, aceleró el ritmo de sus caderas y casi al mismo tiempo que el dorso de  su mano se llenaba de la esencia vital del joven, notó como de la punta de su miembro viril brotaba unos tremendos trallazos de esperma.

Tras expulsar todo el semen que había generado su cuerpo, las piernas le temblaron y lo invadió un leve mareo. Se sentó al lado del muchacho y acariciando su espalda le dijo:

—¡Campeón, creo que nos vamos a tener que duchar otra vez!

Se metieron bajo la misma ducha, reiniciando  su interrumpido juego de caricias y besos. En esta ocasión la pasión había abandonado sus mentes y solo quedaba la ternura.

Unos diez minutos más tarde se secaban y se ponían la ropa de calle.

—¿Cuántas vueltas me vas a hacer dar la semana que viene al campo? —Pregunto Arturo con cierta picardía.

Javier se fue para él, atrapó su rostro entre las manos y le dijo:

—Las que tú quieras… Las que tú quieras…

Y dicho esto lo besó en los labios con toda la ternura de la que era capaz.

FIN

Estimado lector: Si te gustó esta historia, puedes pinchar en mi perfil donde encontrarás algunas más. Yo por mi parte, regresaré dentro de dos viernes con otro relato que se titulará: “Aquí el activo soy yo”. No me falten.