Estocolmo - Introducción

Se narra con lujo de detalles uno de los encuentros sexuales que suceden en aquella casa de citas. ¿Cuál es la historia que se esconde detrás de las cortinas y se envuelve entre las sábanas?

Aviso legal : Los hechos y eventos descritos en este texto, forman parte única y exclusivamente al mundo de la ficción . Ninguna de las situaciones aquí relatadas son aconsejadas por el autor y la lectura del presente texto es y será íntegra responsabilidad del lector .

La intención de este texto es meramente entretener al lector y el autor se deslinda de cualquier situación derivada a partir de este texto , en el entendido de que es publicado en calidad de ficción y para lectura de personas mayores de edad en entero uso de sus capacidades mentales.

Mensaje del autor: Tus comentarios siempre serán importantes y en ocasiones, tus consejos pueden ser tomados en cuenta dentro de la trama, a fin de convertir este texto en uno interactivo. Deben existir al menos 5 comentarios para poder continuar la historia, que será escrita en los tiempos libres del autor, los cuales son pocos y podría retrasar las publicaciones en ocasiones. Disfruta de tu lectura.

Introducción

El sudor recorría su frente y sus gotas se derramaban en vertical hasta encontrarse con la espalda desnuda de su acompañante.

Los músculos de sus brazos se contraían en un vaivén de movimientos. Su fuerza era comparable a la de un toro que sólo puede ver la banderilla roja frente a él.

Su respiración estaba agitada y casi bufaba ante cada embestida que le propinaba a su víctima, a su acompañante, a la jovencita que mostrando su espalda servía a aquél hombre que no pagaría por sus servicios.

La joven no tenía más de 17 años, era de raza blanca y cabellos rojizos que encendían la furia del toro que detrás de ella la corneaba una y otra vez sin precaución ni tregua. Ella apretaba con toda la fuerza que sus puños poseían, apretaban las sábanas del lecho en el que se encontraba y también mordía.

Entre sus dientes había llevado con desesperación una almohadilla de aquél lecho. Su posición era comprometedora, apoyando el vientre sobre las sábanas y sus senos desnudos eran cubiertos entre su cuerpo y el colchón en el que se encontraba.

Tenía caderas anchas, al menos más anchas que aquellas que eran vistas por aquél pueblo y poseía unas poderosas nalgas, frondosas y de hermoso aspecto.

Aquellas nalgas iban y venían, impulsadas por los golpes de cadera que aquél hombre les propinaba. A veces eran golpeadas con la palma abierta y a veces eran abiertas por ambas manos, sirviendo de regocijo y deleite para aquél hombre que miraba en su interior con lujuria, con un deseo bestial e incontenible de destrozar aquél bello y prohibido orificio que se abría y contraía ante cada penetración que recibía su compañera de unos centímetros más abajo.

Las piernas de aquella putilla temblaban, se sostenían con dificultad sobre el piso, apenas con las puntas, intentando mantener aquella posición.

Aquello era difícil, el hombre que la embestía era grande, muy grande en proporción a su pequeño cuerpecito. Sentía cómo sus muslos trabajaban a tope por mantener aquella posición donde elevaba su culo lo más alto posible para recibir las embestidas del hombre que no aportaría para pagar la renta que ya tenía atrasada.

No usaban protección, en ese lugar no se acostumbraba a practicar el sexo con protección. Ella era una putilla de clase alta y no molestaba a sus clientes con aquellos inconvenientes.

Ella estaba sana, su madrina se aseguraba de mantener su salud y de aceptar solo clientes sanos para ella, era algo que le convenía a todos.

Sentía en su vientre una leve sensación de ardor. Aquél era el décimo u onceavo cliente del día, pero ella no podía negarse, aquél era su trabajo.

Este cliente era especial, era uno de las cabezas altas de su propia casa de putas. Se le conocía como Henry, pero ella dudaba que aquél fuese su verdadero nombre. Era de raza negra, con piel tan negra que en la oscuridad bien podía desaparecer.

Era joven para disfrutar aquél puesto alto e ilegal, no debía tener más de 35 años y él tenía el privilegio de coger con cualquiera de las putas de aquella casa sin tener que pagar por ello. Ellas estaban obligadas a aceptar cualquiera de sus peticiones, cualquier cosa.

Debía estar cerca de los 2 metros de altura y si bien su cuerpo no era completamente atlético, sí que se encontraba aún con la fuerza de un toro joven y enfurecido.

Sirviendo de ejemplo para aquél mito que todos los de su raza han de soportar, él poseía un pene más grande de lo normal tanto en longitud como en diámetro y es por ello que se le había designado como ‘el terror’ de aquellas putillas que no cumplieran con las órdenes que se les indicaran.

El clásico castigo para ellas, entre muchas aberraciones sexuales, era tener sexo anal sin lubricación alguna con aquél hombre llamado ‘El terror’.

Decían, aquellas que lo habían experimentado con lágrimas corriendo por sus mejillas, que no iban a volver a cometer tal o cual falta. Alguna decían que les había dejado el culo tan maltrecho que ir al baño era un martirio y que incluso el simple roce del caminar era tan doloroso que preferían mantenerse en cama.

Había mandando a más de una con el doctor por laceraciones en el recto, por desgarres y sangrados internos. Era un castigo que servía de ejemplo para las demás putillas, para seguir las órdenes de su madrina, para ser sumisas y no respingar.

Pero aquél no era el caso de la de cabellos rojos que ahora alojaba con dificultad el inmenso pene de Henry. Aquella era una de sus putillas preferidas y solía cogerla al menos una vez por semana. Ella aceptaba siempre, más por temor a que de negarse le castigaran, que por entera satisfacción.

Ella había alojado a tantos penes en su vientre que ya había olvidado la cuenta. Quizá eran 100, 500 o bien podían ser 1000. La gran mayoría, acercándose a prácticamente todos, derraban su leche en su vientre o recto según así lo quisiera el cliente. Otros preferían terminar en su boca, algunos más en su rostro y otros preferían partes como las nalgas, la espalda, su abdomen o sus pechos.

Pero, de todos esos tantos y tantos penes, ninguno era como el de Henry. A ella le parecía simplemente inmenso y no terminaba de acostumbrarse a tenerlo por dentro, siempre le lastimaba, siempre la abría más de lo que le era posible, siempre le empujaba el útero con fuerza como buscando penetrarle hasta las trompas.

Ella, al ser una puta obediente, se le permitía salir de la casa cuantas veces quisiera con el único impedimento de regresar todas las noches al terminar la escuela para trabajar. Así, se iba cerca de las dos por la tarde rumbo a la preparatoria donde estudiaba. Regresaba aproximadamente a las nueve horas. Se duchaba, se vestía y comía para después recibir a sus clientes por las diez de la noche.

Así, se mantenía teniendo sexo cada 30 minutos hasta prácticamente el amanecer, dándose duchas rápidas entre cada cliente para siempre aparentar estar limpia y así, acrecentar el deseo de quienes venían a visitarla.

Su último cliente lo recibía pasadas las seis de la mañana siguiente. Algunos preferían visitar a esas horas la casa porque las chicas ya se encontraban exhaustas y prácticamente podrían hacer lo que les placiera y ellas no harían más que mantener las piernas abiertas hasta terminar.

En promedio tenía unos 10 clientes por día de trabajo, ya que algunos no se sentían satisfechos con tan sólo 25 minutos de sexo y pagaban por una hora completa y en ocasiones aún más. A veces se duchaba por última vez, con más esmero en limpiar los jugos de sus clientes que se encontraban en su interior y en otras ocasiones el cansancio era tal que se quedaba dormida, sucia y desnuda en el último lecho en que se encontraba. Descansaba hasta las 12 o 1 por la tarde, se alimentaba y arreglaba con prisa y salía de nuevo a la escuela.

Los fines de semana eran aún más extenuantes, trabajaban de 6 por la tarde hasta las 6 por la mañana del día siguiente. A las putas obedientes se les daba el día libre hasta sus horas de trabajo y a las desobedientes se les otorgaban tareas de aseo y se les propinaban sus castigos sexuales. Jamás se les golpeaba, ya que debían tener un buen aspecto para sus clientes y en ocasiones se les suministraban ciertas drogas legales, como antidepresivos y relajantes para hacerlas lucir bellas y complacientes.

Otras drogas era el alcohol y tan sólo a las más rebeldes se les inyectaban hormonas animales para hacer que naciera en ellas un deseo incontenible de sexo, un lívido animal proveniente de medicamentos creados para las vacas con el fin de ser montadas por el toro.

La de cabellos rojos era considerada de las putas de nivel alto dentro de la pirámide de aquella organización ilegal. Era libre de ir y venir cuando quisiera e incluso se le pagaba un sueldo por sus servicios. Ella había tenido un hogar, que más bien debía recibir el nombre de casa, ya que su familia era tan disfuncional que bien no merecía el título de hogar.

Su madre había muerto en su infancia y su padre se había derrotado ante el alcohol, perdiendo su trabajo. Aquello había pasado hacía unos 5 años y había traído como consecuencia que ella perdiera un par de años de escuela. Su hermano era muy pequeño entonces y ella con tal sólo 12, salió en busca de trabajo para tener qué comer.

Consiguió varios trabajos cortos con la gente del pueblo, atendiendo una verdulería y lavando los platos en una fonda, también fregando pisos de uno de los hoteles. Siempre terminaba por ser despedida para evitar problemas con la autoridad, ella era demasiado joven para ser empleada y si acaso la policía descubría a los negocios que la empleaban, aquello acarrearía grandes problemas. Era más sencillo decirle que ya no se presentara.

A los 14 se topó con Henry. Él se acercó usando un traje negro, impecable. Ella lloraba sin consuelo en uno de los parques del pueblo y entonces él le preguntó sobre aquella razón que agobiaba tanto a un ángel tan bello y joven.

Ella, cohibida, empezó a dejar correr cual pequeño riachuelo algunos de sus problemas y Henry la escuchó con atención. Al final él le ofreció su pañuelo y le dio su tarjeta. Le dijo entre susurros amistosos, casi paternales, que él podría conseguirle un trabajo a ella, pero que aquél trabajo no era para todas las chicas, solo para las más valientes y hermosas.

Ella recibió la tarjeta con interés. Henry se retiró y ella quedó pensativa, leyendo una tarjeta negra con letras blancas que decía el nombre de Nicolás y un número telefónico por debajo y nada más. No había logos, no había direcciones, sólo el nombre y el número.

Esa misma tarde se decidió a hablar y entabló una entrevista para esa misma noche. Fue el propio Henry quien la recibió y le explicó más a fondo sobre aquél trabajo. Entonces ella entendió que aquél era el trabajo de prostituirse y aunque quedó impactada ante tal posibilidad, la paga era grande, ganaría en una semana lo que con muchos esfuerzos lograba ganar en un mes, incluso hasta dos meses.

Estaba harta de mal comer, de mal vestirse, de poder entregar a su hermano menos, mucho menos de lo necesario para sobrevivir. Henry le ofrecía una casa donde podría vivir ella, más no su hermano.

Aquello no importaba, con lo que ganaría podría rentar una de las casuchas del pueblo y ahí viviría con su hermano. Dejaría a su padre, lo odiaba, siempre perdido en el alcohol y cuando no, sumamente deprimido. Odiaba tener que dar de sus pocas monedas para pagar el vicio de su padre y entonces aceptó.

Así fue presentada a su madrina y se le expuso a un examen médico para cerciorarse de su virginidad. Su primer día de trabajo sería el siguiente sábado, su primer cliente sería el propio alcalde del pueblo. Así perdió su virginidad, pero ganó un empleo que 3 años después aún conservaba, satisfecha.

Veía pocas horas a su hermano, sin embargo siempre llevaba comida de su otra casa y de ahí se alimentaban ambos. Y aunque extenuante sparecieran sus actividades, se negaba a dejar la escuela. Incluso presentó un examen con el que acreditó la secundaria y así recuperó el par de años que había perdido.

Ella había pasado por un proceso que se repetía interminables veces entre las chicas de la casa de putas. Aquél era el trabajo de Henry, era el encargado de conseguir a las nuevas chicas. Las analizaba con mucho tiempo de anticipación, siempre sin que ellas se percataran y atacaba con una sutileza digna de un hombre educado y de clase alta. Siempre las elegía jóvenes, de no más de 16 años y no menos de 13.

Él era un psicólogo, egresado de su natal Nambia y ocupaba sus conocimientos propiciando el síndrome de Estocolmo entre sus chicas. Ellas de una manera u otra, le amaban y le odiaban. A su vez le temían, ellas le sentían con un padre, un hermano y con fervor como un amante. Él era su primer contacto cuando sentían desfallecer y también era el verdugo que aplicaba los peores correctivos cuando ellas fallaban.

El cogía al menos 1 vez por día, siempre escogía una puta distinta. En ocasiones cogía, por no decir violar, a las chicas más rebeldes, a las que querían irse de la casa o las que a media jornada se negaban a recibir a sus clientes.

Él no trabajaba solo, había ya formado a su equipo de trabajo con otros dos hombres más tontos de mente, pero más fuertes y brillantes en su trabajo de secuestro. Les usaba para trabajos especiales en donde la víctima no parecía con huecos emocionales o problemas familiares o económicos que la orillaran a aceptar prostituirse.

A esas otras chicas las secuestraban, en ocasiones las traían de muy lejos. Siempre evitaban golpearlas, pero los 3 solían violarlas la primera noche para propiciar el terrible vacío que generaría con el tiempo el síndrome de Estocolmo. Les vendaban los ojos y cogían sin hablar, así la víctima no podría saber quiénes la ultrajaban. Henry era el primer dueño de la vagina y el ano de la víctima, generalmente aún vírgenes por su joven edad.

El gran tamaño del pene de Henry provocaba una primera vez aún más dolorosa en aquellas chicas. Entre más se resistieran, más violentas serían las penetraciones. Si aún así no se doblegaban, recurrían a la penetración doble una y otra vez hasta que la víctima cediera.

La de cabellos rojos abrió los ojos en muestra de dolor. Henry había sacado su pene de la vagina y había colocado su cabeza en la entrada del ano. Ella inevitablemente dobló las piernas, intentando escapar y Henry le cargó el cuerpo sujetándola por la cadera con molestia. Solía ser benevolente con las chicas obedientes, pero era un cruel verdugo con las desobedientes y aquello, había sido muestra de desobediencia.

Ella giró el rostro con desesperación y le pidió con súplicas que la lubricara antes de penetrarla.

Henry había desarrollado una técnica para el sexo anal que generalmente no fallaba, que proporcionaba placer a su acompañante incluso aún más que aquél que pudiera percibirse por la vagina. Consistía en utilizar un líquido lubricante en abundantes cantidades sobre el pene y en las nalgas de su amante.

Él bañaba en aceite su miembro y lo hacía de la misma manera en las nalgas de la pelirroja abarcando toda su retaguardia, por fuera y por dentro de sus nalgas y especialmente en su ano. Al final introducía un supositorio que contenía algo que era una incógnita para la pelirroja, pero que tenía un efecto térmico y relajante.

Mientras él la penetraba con uno de sus largos dedos, el supositorio por dentro le generaba un placentero calor en el recto y al paso de un par de minutos, los músculos de todo su conducto se volvían de goma. Su ano se dilataba por sí solo y así lo hacía todo su recto, al menos los centímetros suficientes en los que el pene de su amante encontraría su hogar.

Después de eso, era placentero recibir el pene de Henry por su cola. Aquél lubricante junto con el supositorio adormecían su interior y ella sólo sentía cómo la jalaban desde dentro ante cada penetración. Así era muy llevadero el sexo anal, incluso tratándose del pene de Henry.

Ella sentía las bolas de su amante rebotar en sus nalgas, sabiendo que ese tremendo miembro entraba hasta el fondo. Ella recargó su rostro sobre la cama y permitió a su amante hacer de su cuerpo lo que a él más le placiera.

Después de un rato, Henry sacó su miembro. Aquello era extraño, él no solía sacarlo sino hasta terminar. Ella con dificultad, se empujó con los brazos y giró el rostro para ver qué sucedía.

Quien sabe desde cuando, uno de los compañeros de Henry había estado observando la escena y ella entendió que debería darle placer a ambos, al mismo tiempo, un pene por cada uno de sus huecos.

La pelirroja se mantuvo en silencio. El otro hombre se desnudó con rapidez dejando ver su piel oscura a la chica. Su pene era grande, más grande que el promedio de sus clientes, pero en definitiva parecía pequeño en comparación al de Henry. El hombre se acostó en la cama y ella obediente, sin hacer preguntas o señales de desagrado, se subió en el acompañante y tomó el pene con sus manos para al final colocarlo en la entrada de su vagina y meterlo.

Aún si recibir movimientos, recostó su pecho sobre aquél hombre, levantando el culo y por la posición de manera natural, abriendo sus nalgas. Henry se acercó de nuevo y colocó su pene en el ano que ya se encontraba rosado por el previo sexo. La penetración resultó aún sencilla y una vez penetrada por ambos, hasta el fondo, continuaron el sexo con energía.

Les dejó terminar a ambos en su interior, tardaron varios minutos, eran hombres de larga carrera. Primero se vino el de su vagina y no retiró su pene aún cuando se volvía flácido al tiempo. Henry otorgó penetraciones animales al ano de la pelirroja por un par de minutos más y cuando más profundo y violento era, una eyaculación abundante inundo el esfínter de la chica.

Al final, exhausta y cuando Henry sacó su pene, se levantó con lentitud para sacar de su vagina el otro. Ambos hombres se vistieron y retiraron en silencio mientras ella reposaba con el vientre hacia el colchón y el culo al aire. Debían ser las cinco por la mañana.

El sueño empezó a vencerla cuando la voz de una de sus compañeras le alertó sobre ducharse, porque el siguiente cliente ya la esperaba.

El cliente se adelantó a la habitación y reclamó evitar que ella se duchara, las prefería sucias, putas como lo era la pelirroja. Su cliente le miró con lujuria mientras se desnudaba y notó entre las abundantes nalgas de la chica, un ano dilatado y rosado que parecía respirar por cuenta propia.

El señor cuyo rostro no había visto la pelirroja, se abalanzó sobre su cuerpecillo y abrió las nalgas con premura para penetrar sin precaución el ano de la amante. Este se abrió sin mucha dificultad y empezó a recibir el nuevo pene.

La putilla estaba ya muy cansada, aquella era la hora en que las chicas solían ser muñecas de trapo y ya no se negaban a nada, tampoco participando en el acto y permitió a aquél hombre cogerla cuando, cómo y por donde más le placiera. Cuando terminó dentro de su vientre, el sueño empezó a vencerla.

Una vez más la voz de una compañera la alertó para ducharse y una vez más, el nuevo cliente se adelantó, alegando que no era necesario y un par de minutos después ya estaba penetrándole el culo con especial fervor. Al menos ese debía ser el último cliente de la noche.