Estimada Carolina

Una madre incursa en incesto confiesa a una autora de TodoRelatos su primera experiencia en rol de sumisión.

Estimada Carolina:

Leí tu cuarta entrega de Octubre, que me pareció brillante.  La descripción de la situación fue excelente, el rol de los protagonistas, perfecto.  Cada vez vas degradando más a la sumisa, pero en un contexto de afecto muy elaborado.  Es evidente que al Amo le importa, que desea su satisfacción.  En lo personal, quisiera leer que en la quinta entrega la lleva a cenar, la trata como a una diosa y luego le hace el amor con verdadera dulzura, hasta hacerla llorar de la emoción.  Debes mostrar que el Amo puede ser severo, y hasta parecer despiadado, pero que tiene la plena capacidad de complacerla como mujer... para luego, al día siguiente, volver nuevamente al juego de la sumisión.

Por mi parte, me he excitado muchísimo por la expresión de poder inherente a la relación de sumisión, y que tú tan bien describes.  Te he contado que soy la mujer de mi hijo, y también que la lectura de tus relatos me hizo pensar en jugar un rato al rol. Pues bien, te diré ahora que me animé, sorprendí a Mauro... y nos encantó!  Hace un par de noches, después de cenar, mi niño se recostó en el sofá del living a ver televisión mientras yo levantaba la mesa y lavaba los platos, algo que sigo haciendo en tanto madre y mujer.

Dejé que todo sucediera como diariamente ocurre en nuestra rutina doméstica, y me fui a duchar mientras él miraba televisión, como normalmente lo hago noche a noche.  Pero esta vez tenía una sorpresa.  Tan pronto me hube duchado, me sequé y me vestí con dos prendas que no usaba desde hacía años: un brasier de lactancia blanco y una promiscua tanga a tono. ¿Sabes lo que es un brasier de lactancia? Esos que sujetan el pecho como todo brasier, pero que se desprenden por delante para permitir dar de mamar al bebé.  La última vez que lo había usado fue, precisamente, con Mauro... En cuanto a la tanga, la había comprado después de casada para poder usar un ajustado vestido "tubo", y en realidad la usé muy pocas veces pues fueron pocas veces las que usé ese vestido.  Pensé que la combinación de ambas prendas sería letal para Mauro, pues eran muy osadas y nunca me había vestido con ellas, sobre todo con el brasier, al que desprendí completamente los cobertores delanteros.

Vestida así, salí del baño, me puse en cuatro patas sobre la alfombra y me dirijí, cuadrúpeda, al living. La posición me benefiaba, en parte por lo servil y en parte por lo seductora que supongo me veía, teniendo en cuenta la forma en que la tanga se hundía hasta desaparecer entre mis nalgas, y teniendo en cuenta el volumen de mis mamas, que pendulaban con los pezones expuestos.

Cuando me vio, Mauro dió un respingo, pero no le di tiempo a reaccionar.  Desfilé frente a él, cerca del televisor, contonéandome excesivamente, para mostrarle cuán hembra podía llegar a ser.  Comprendió de inmediato el juego y, por eso, permaneció recostado, no se incorporó, pero apagó el televisor con el control remoto.  No podía sacarme los ojos de encima, ni salir del asombro, lo deleitaba mi contemplación. Lo supe excitado por la situación, por el morbo inherente y por la completa ignorancia de lo que vendría.  Entonces me acerqué hasta él en silencio.  De rodillas,  sin decir palabra, le desaté los cordones de las zapatillas y le quité las medias.

Y luego me incliné hasta el suelo y comencé a besarle los pies.  Besos humildes, sumisos, en sus empeines, luego en sus plantas y talones.  Debo confesarte que me fascinó tanto su olor como la impudicia de mi conducta, al punto que realmente me excité, y mucho.  Olía, aspiraba y me calentaba al tiempo que le prodigaba mi entrega y mi ternura. Al cabo de un rato de besos, cuando lo supe relajado, cuando me supe hirviendo, comencé a lamer y lamer. Lamí, ensalivé y chupé sus dedos uno por uno, una y otra vez, fui mordiendo levemente su carne, llegué a babear pero no me importó, no sentía ningún prejuicio, ninguna vergüenza, me descubrí expuesta a un nuevo tipo de práctica que requería cierto grado de morbosidad, de expresión lúbrica...

Nunca imaginé que Mauro se hubiera excitado tanto, al punto que comenzó a gemir, a sollozar, a retorcerse en el sillón, del mismo modo en que normalmente gime, solloza y se retuerce cuando le practico sexo oral.  Embriagada como estaba, en un momento llegué a pensar que sus pies eran tan sensibles como su miembro, y los mamé de la misma forma. Sus gemidos se incrementaron en número e intensidad, incitándome a seguir, a hacerlo mejor, más largo o más profundo.  En determinado momento se retorció como un poseso, se aferró con ambas manos al acolchado del sillón, se tensó increíblemente y exhaló un largo gemido de satisfacción. Yo, absorta en mis lamidas, sólo comprendí lo sucedido luego de que había pasado, y caí en la cuenta de que había eyaculado.  ¿Puedes creerlo? Eyaculó con los calzoncillos y los pantalones puestos, se hizo encima, estimulado sólo por mis lamidas, o por mi sumisión, o por ambas.

Si estaba caliente, la plena conciencia de mi poder erógeno me calentó aún más, por lo que decidí continuar con el juego.  Así, mientras Mauro se hundía, relajado, entre los cojines del sofá, dí la vuelta y me fui hasta la cocina... en cuatro patas. Regresé con un rollo de papel absorvente en la boca.  Cuando Mauro me vio, no lo podía creer.  Le desabroché el cinturón, me ayudó a quitarse los pantalones, y él mismo se bajó el calzoncillo hasta las rodillas.  La descarga seminal lo había empapado. Me dediqué a limpiarlo con suavidad, con delicadeza, tratando a su fláxido instrumento con el cuidado propio de algo frágil.  Mauro me detuvo la mano, me miró a los ojos con un agradecimiento indescriptible, y luego me acarició la mejilla.  En respuesta, incliné la cara y le besé la diestra, una y otra vez.

Entonces, sólo entonces, tomé su miembro con dos dedos y le dirijí mis primeras palabras desde que el encuentro había comenzado:  "¿Puedo, mi señor?", una interrogación llena de lubricidad si tienes en cuenta que soy su madre y que él, lo sabes, es apenas un adolescente.. Asintió con la cabeza y se recostó hacia atrás, para recibir lo que comenzó siendo la mamada más dulce que jamás le hube prodigado.  Sabía que, tan pronto su verga respondiera a mi estímulo, mantendría una firme erección durante largo tiempo, pues siempre su segunda polución se demora mucho más que la primera.  Sabiendo eso, me dí a mi propio tocamiento mientras se la chupaba, y me fui frotando abajo al tiempo que mamaba, lamía y succionaba.

Me fui masturbando lenta, suave y profundamente, autocomplaciéndome por la nueva barrera que había derribado con la nueva práctica que estaba ensayando.  Sabía que Mauro no acabaría en lo inmediato, por lo que me dí a la frotación sin urgencia, pero sin pausa.  De repente sentí de nuevo la mano de mi niño, esta vez buscando uno de mis pechos, quería tocarlo, apretarlo, sopersarlo.... Dejé que lo hiciera, como dejé también que jugueterara con el pezón expuesto, que fue engordando y endureciéndose entre sus yemas.  Inmediatamente erectó (¡y cómo!) y al cabo de un rato volvieron los gemidos, sos sollozos, sus súplicas.

Yo seguía tocándome, y cuando me supe próxima al orgasmo inventé algo nuevo, que guardaba relación con lo que estábamos haciendo.  Dejé de mamar, me dí vuelta, me acodé en la alfombra y le ofrecí a mi niño la contemplación de mi grupa empinada para él. Me sentí una puta, te juro que en ese momento me sentí una verdadera puta, por lo que seguí masturbándome, para lo cual terminé con la cabeza recostada sobre la alfombra.  No me importaba nada, sólo masturbarme allí, para él.

Entonces sucedió algo fantástico. Mauro, mi niño, sin levantarse del sillón, estiró un pie y lo apoyó sobre mi vulva, corriendo torpemente el delgado cordel de la tanga, que intentaba cubrir mi orificio anal y mi vulva depilada.  Mis dedos se encontraron con sus dedos, sólo para dirigirlos a esa cavidad tibia e inflamada que era mi vagina. Sentí su pie empujando despacio, queriendo penetrarme, queriendo entrar... y fue demasiado.  Era demasiado perverso, me sentí algo inferior a los pies de mi hijo, su trapo de piso, algo así.  Nunca imaginé que Mauro se atreviera a hacer lo que hizo, pero me enloqueció, al punto que exploté de placer en ese momento, y llegué a los gritos al orgasmo, a un orgasmo desgarrador, bestial, animal. Caí exangue, y allí me quedé, jadeando sobre la alfombra, hasta que pude recuperar la conciencia y la tonicidad de mis músculos.

Entonces, plenamente satisfecha, decidí terminar lo que había empezado, volví a incorporame de rodillas, volví sobre la verga erecta de Mauro, y me dediqué a mamar.  Enteramente complacida, chupé ahora con el único propósito de hacerlo acabar de nuevo, de rendirlo una vez más a mí, de devolverle siquiera en parte lo que me había hecho experimentar.  Lo fui llevando, así, hasta el borde del segundo orgasmo, y cuando lo supe en el límite del precipicio, incrementé la frecuencia, cepillé con mi lengua su frenillo, bajé y subí su prepucio... y lo hice acabar.  Se vació en mi boca, y aunque repelo el sabor de la cuajada, aunque me repugna un poco, esta vez esperé que se juntara y me la tragué, pues pensé que guardaba relación con el rol de sumisa que había asumido.

Mi niño quedó exhausto, desarticulado, la cabeza echada hacia atrás, adormilado. Volví a limpiarlo, volví a dejarlo seco, y una vez terminado me retiré al dormitorio, en cuatro patas.  No sé si el logró verme, no sé si notó mi último gesto de sometimiento, de autosumisión, pero yo sentí la necesidad de irme de esa forma, me satisfizo muchísimo.  Ya en el cuarto, volví a incorporarme, me duché rápidamente en la suite y me acosté.  Cuando Mauro llegó a mi lado, ya estaba dormida.

Carolina, mi experiencia no es, ni parecida, a las experiencias que tú describes en tus relatos, pero te aseguro que me animé a vivirla a partir de la lectura de tus textos... y me fascinó.  No sé si soy sumisa, esclava, o sencillamente una hembra excitada.  Tampoco sé si Mauro podrá jugar a ser mi Amo, aunque su pie en mi vulva puso en evidencia un alto grado de desviación, o de perversión.   Es muy joven y está aprendiendo, quizá pueda educarlo para que desempeñe adecuadamente el rol.  No me imagino con velas derretidas, o comiendo de un plato en el suelo, pero quizá con el tiempo nuestro vínculo se enriquezca de esa forma.  Sí me imagino, en cambio, en rol de Ama con Mauro, pero pienso que eso se debe a la preeminencia de la figura materna, a la educadora que toda madre lleva dentro.  No sé, me siento un poco confundida al respecto, sólo sé decirte que tus relatos me han logrado calentar, y que fruto de esa calentura he vivido la experiencia que te acabo de relatar.

Por lo tanto, gracias.  Gracias, gracias, gracias.

Tuya,

Ana Lía