Estimada Anna

Una madre incursa en el incesto relata a una amiga el comienzo de la relación con su hijo

Estimada Anna:

Gracias por escribirme.  Sinceramente gracias.  Y gracias también por tus comentarios elogiosos.  Veo que mis dos relatos previos te han encendido, percibo en tí una marcada inclinación hacia el incesto, y te advierto cauta y temerosa en torno a ello.  Es normal, natural diría, pues no puedes ir en contra de la educación que has recibido, del entorno social donde te mueves, de las reglas, prohibiciones y tabúes con las cuales las dos hemos crecido.

Me preguntas respecto del origen de la relación con mi hijo y, bueno, estoy predispuesta a contarte.  No sé por qué, me inspiras confianza.  Y además siento deseos de expresarme, porque sé que mi anonimato está garantizado, y por esta vía puedo descargar la presión del secreto obligado en que permanece desde el principio mi vínculo con Mauro.

Quizá tengas algún preconcepto, algún prejuicio, vinculado a nuestro tipo de intimidad.  Yo también lo tenía, y fue muy poderoso.  Quisiera comenzar por ahí, me parece que es un principio obligado, pues nunca (insisto, nunca) me imaginé siquiera la posibilidad del amor filial.  Es más, nunca me imaginé que alguna vez podría ser besada en la boca por mi hijo, con eso te expreso todo.  Nunca tuve deseos o inclinaciones sensuales hacia Mauro, jamás, de modo que para mí fue todo una doble sorpresa, sorpresa por el lado de él y sorpresa por el lado mío...

Mauro es hijo único y el padre era muy posesivo, muy obsesivo, no quisiera decir violento (no lo fue) pero sí autoritario, muy autoritario.  Quizá eso fue lo que comenzó a desgastar nuestra relación de pareja, siendo Mauro muy chico todavía, y claramente fue eso lo que terminó asfixiándome hasta que no me quedó otra alternativa que plantearle el divorcio. Te aclaro que permanecí en pareja dos, casi tres, años sin afecto ni relación de ningún tipo, para salvar las apariencias, hasta que logramos tomar la decisión de pareja entre los dos y, luego, ordenar el reparto de bienes, que fue otro desafío y otra historia.

Lo concreto es que luego del divorcio me quedé con el inmueble que había sido la vivienda conyugal, un departamento donde seguí viviendo con Mauro.  Mi ex marido retiró sus cosas, y se fue a vivir... con su secretaria.  Ahora no me duele, pero en el momento me dolió, me dolió muchísimo, me vine abajo anímicamente, estuve realmente muy mal. Hoy lo veo desde otra perspectiva, y hasta te diría que lo agradezco, pues el inicio de aquella relación fue el fin absoluto de la relación que tenía conmigo... lo que de algún modo favoreció el nacimiento de mi vínculo con Mauro. Y todo se precipitó de la manera menos pensada.

Casi un año después de separarme de mi ex marido, recibí una llamada del colegio al que asistía Mauro, citándome a una reunión con el cuerpo de directivos y la psicopedagoga, pues querían hablar conmigo.  Me llamó la atención, pero nada más, para mí fue una citación corriente, supuse que me llamaban por alguna dinámica nueva que querían implementar, no sé, algo así.  Cuando llegué, cuando nos reunimos, me plantearon que Mauro había comenzado a evidenciar muy marcadamente falta de atención en clases, una especia de aislamiento, y que siendo uno de los mejores alumnos por primera vez afrontaba bajas calificaciones en todas las materias, lo que ponía en peligro su promoción al año siguiente.

En el colegio estaban preocupados porque el caso no reconocía antecedentes y porque el contraste era muy marcado.  Estaban al tanto de mi proceso de separación, de mi divorcio, y me dijeron que probablemente esa podía llegar a ser la causa del retraimiento, del aislamiento, de la falta de focalización y distracción... aún cuando el episodio había ocurrido casi un año antes, pues los jóvenes, o púberes o adolescentes normalmente guardan, contienen, y luego explotan. Me recomendaron hacer una consulta psicológica, es decir, llevar a Mauro al psicólogo, no someterlo a terapia pero si llevarlo a una consulta, para que un profesional pudiera indagar qué era lo que estaba pasando, con foco en la posible eclosión del tema del divorcio, que podía haberlo afectado.  Te confieso que, por mi parte, también había notado cierta retracción, cierto retraimiento, pero pensé que era normal para un adolescente, lo puse en el contexto de la crisis de la pubertad, y además no tenía elementos de medición objetivos como los exámenes.  De modo que para mí la cosa no fue tan grave, o no era tan trascendente.  Fue así que, bueno, tras aquella reunión de directivos hablé con Mauro, le expliqué, también estaba preocupado por las bajas notas, y se avino a ir a consulta con un psicólogo.

Terminó resultando que no fue un psicólogo, sino una psicóloga, y que no fue una sola consulta sino dos meses de consulta, en el curso de los cuales Mauro por lo menos se estabilizó en las notas, logró promocionar y no perdió el año.  Yo estaba bastante conforme, no me habían vuelto a llamar del colegio y las calificaciones, aunque bajas, por lo menos lo hacían promocionar dejando libre sus vacaciones.  Al cabo de dos meses, recibí una llamada de la psicóloga, que me pidió reunirse conmigo en privado, sin Mauro y advirtiéndome que no le avisara nada a Mauro, que no supiera que tendríamos un encuentro, que íbamos a reunirnos.  Te confieso que la llamada me intrigó un poco, pero (no sé porqué) la enfoqué por el lado de los honorarios, de que quería seguir en consulta con él y quería explicarme por qué yo debía seguir pagando las consultas.   Pues no.

Cuando asistí al consultorio, la psicóloga comenzó a desplegarme todos los estudios, las evaluaciones y exámenes que había estado haciéndole a Mauro con distintas técnicas, distintos formatos de indagación.  Me dijo que al principio había encaminado sus enfoques por el lado de la crisis de pareja, por el lado del divorcio, pero que luego se había ido dando cuenta que la causa de la desatención, del aislamiento, del conflicto interno de Mauro, era algo mucho más profundo y reprimido.  Con los gráficos y dibujos en las manos, con los resultados sobre el escritorio, me dijo que Mauro evidenciaba un marcado, muy marcado, Complejo de Edipo.  Yo no sabía exactamente qué era, en realidad me remitía al enamoramiento que el bebé lactante siente por la madre, pero nunca pensé que eso podía llegar a continuar más adelante, y menos aún que tuviera un concreto contenido sexual.  Cuando la psicóloga me explicó todo, específicamente la fijación de Mauro, quedé atónita.  Atónita quiere decir perpleja, sin habla, muda... La psicóloga me explicó que la emergencia de la pulsión se había producido luego del divorcio, precisamente porque internamente, subconscientemente, Mauro había estado compitiendo con su padre por mí, que era su objeto sexual. Desaparecido el padre, el "competidor", su mente se había encontrado ante la disyuntiva de reconocer o negar, de aceptar o reprimir, aquel deseo de comer el "fruto prohibido". Fruto prohibido por represiones atávicas, innatas, ilógicas (en realidad, pre-lógicas) y que todo aquel proceso era tremendo para él porque no lo podía racionalizar, pues para mayor fricción se le estaba superponiendo con la pubertad, con el amanecer sexual, con el deseo de experimental el goce íntimo de la cópula, el amor, la posesión sexual del ser amado.

Por supuesto, me negué a creer.  No podía ser.  No con mi Mauro, y menos todavía conmigo, que estaba segura de no haber contribuido en absoluto a todo aquello tan aberrante que me contaba la psicóloga.  Discutí con ella, me enfadé mucho, incluso llegué a levantarle la voz.  Le dije, realmente me avergüenzo ahora, que esa no era la forma de pedirme que le pagara más consultas.  Creo que la mujer fue bastante profesional, muy benevolente, y que preveía que mi primera reacción sería la negación.  Salí de aquel encuentro muy contrariada y molesta.  No lo sabía en el momento, pero había levantado una enorme barrera moral que durante meses me llevó a una represión total.  No represión de sentimientos, de pulsiones sexuales, pues todavía no sentía absolutamente nada por Mauro, te lo digo en serio.  Mi represión pasaba por la negación total y absoluta de lo que podía llegar a ser un problema. No quería ni siquiera pensar en el asunto.  Tabú absoluto.  Es más, recuerdo perfectamente que en aquella etapa llegué al ocultamiento corporal, vale decir, a vestirme de forma tal de no exhibirle absolutamente nada. Tomé una enorme distancia física y, simultáneamente y sin querer, una gran distancia afectiva también, pues temía siquiera acariciarlo o besarlo, para no darle a pensar cosas que pudieran confundirlo.  Conclusión, el cuadro de aislamiento que había logrado superar se agravó, dejó de juntarse con los amigos, pasaba largas horas encerrado en su cuarto y, al iniciar el curso del año siguiente, sus calificaciones volvieron a estar bajísimas.  Para peor, comenzó a distanciarse él de mí, cada vez de manera más marcada.  Evidentemente algo estaba mal y no esperé a ser convocada de nuevo por el colegio para ir a entrevistarme por segunda vez con la psicóloga. Y esta vez, fui yo quien pedí que me recibiera.

En aquel segundo encuentro, bueno, yo estaba más abierta, más receptiva a recibir explicaciones y, sobre todo, remedios, salidas de aquello.  Lo consideraba una enfermedad, un terrible problema que azotaba a Mauro y que yo quería ver curado cuanto antes.  Recuerdo como si fuera hoy las palabras de la psicóloga:  " Usted debe asumir que es la fijación sexual de su hijo, su objeto de deseo, que la ama, que desea suplantar al padre y que tiene la necesidad existencial, vital, de yacer con usted.  Sólo asumiendo eso podrá empezar a ayudarlo.  No es una enfermedad, es una pulsión incontrolable.  No es su culpa señora, tampoco es culpa de él, no lo puede manejar ".  Conversamos más de dos horas, lo recuerdo bien, y salí de aquella entrevista, en realidad consulta, sin negarme completamente a la posibilidad pero necesitada de certezas, de certezas absolutas.  Entonces hice algo de lo que, años después, realmente me arrepiento, porque ese fue el detonante, el punto de inflexión, de todo lo que vendría después:  decidí confirmar por mi cuenta.

Hoy entiendo, comprendo, que no asumí ninguno de los riesgos de aquella suerte de confirmación independiente, y que haberla hecho fue un error.  Pero entonces yo no lo sabía, y hasta te digo que me hubiera dado vergüenza planteárselo a la psicóloga, por lo que decidí hacerlo sola, confiando en mí y en mi criterio. Básicamente, decidí dejar de ocultarme, es decir, exhibirme discretamente para ver qué era lo que pasaba, es decir, cuál era la reacción de Mauro.  Me refiero a la reacción de su rostro, quería confirmar si era cierto todo aquel cuento que me había contado la psicóloga.  Así, pues, probé con lo que me pareció más obvio, quizá más natural, que era mi escote.  Tengo, bueno, una generosa geografía mamaria, y hace cuatro años estaba todavía más turgente. Lo que hice fue, sencillamente, liberar un poco el escote.  Lo que descubrí, de inmediato, fue que Mauro no podía dejar de mirar, de reojo por supuesto, que se fijaba absolutamente allí, y que aquello evidentemente le gustaba... demasiado, más de la cuenta.   Recuerdo que me acodaba en la mesa, o junto a él en su escritorio, o que me acercaba a veces más allá de lo discreto, pero siempre de manera natural, casual, accidental.  "Confirmé" varias veces y el juego comenzó a gustarme.  No me interpretes mal.  Yo no sentía nada sexualmente hablando, pero me gustaba ver la reacción que producía en él, su tartamudeo, su transpiración, se ponía torpe... Me sentía una adolescente jugando y era sólo eso, estaba jugando.  De tanto confirmar, bueno, comencé a "reconfirmar"... y aquello pasó a convertirse en práctica regular, digamos que cotidiana.  Sin querer, o queriendo pero sin tener idea de las consecuencias, fui permitiéndome detalles mayores, por ejemplo la exhibición de las rodillas, o el uso de falda para mostrar las piernas, pues desde el momento de la negación y hasta entonces había usado siempre pantalones.  Me permití incluso comprarme ropa nueva, afín al juego, y aquello comenzó a volverme loca.  Era algo más especial, más elaborado, con perfume y poses, con planes de acercamiento y planes para ponerle límites si se acercaba más de lo debido.

En determinado momento, ya ni sé cuando, me descubrí pensando las veinticuatro horas del día en el juego.  Como que jugaba al juego todo el tiempo, y no me daba cuenta que en simultáneo mi vida estaba cambiando, mi forma de vestir y conducirme era otra, mis temas de conversación eran otros, me estaba convirtiendo en, bueno, una mujer extrovertida y curiosamente más segura, más chispeante, más... mujer. Y una tarde, lo recuerdo perfectamente, descubrí que aquello, todo aquello, me estaba excitando.  Ahí sí puedo decirte que experimenté por primera vez el contenido sexual de lo que estaba haciendo.  Me excitó terriblemente saberme seductora, volver a experimentar el poder de la seducción, pero me excitaba la capacidad de seducción y no la capacidad de seducción a mi hijo .  ¿Se entiende? Creo que todavía no estaba preparada para admitir que era él, precisamente él , quien causaba que me sintiera así... y que era él, precisamente él , el destinatario de todo aquel juego.

Cuando lo percibí, se me produjo un violento sacudón moral.  Fue tremendo, muy fuerte.  Sentir por primera vez que el eje del asunto pasaba por mí, y no por Mauro, fue muy fuerte.  Fue muy fuerte sentir que en realidad yo no tenía el control, que el juego se me había ido de manos, que estaba incendiándome por haberme metido a jugar con algo con lo que nunca debía haber jugado.  Recuerdo que el sacudón estuvo acompañado de dos sensaciones, que al principio se presentaron juntas pero que luego puede estratificar, poner en su lugar en mi mente.  La primera, una tremenda empatía con Mauro, pues por primera vez pude comenzar a entender una pizca de lo que él había estado sintiendo siempre.  La segunda, fue una tremenda sensación de soledad, pues no podía comentarlo, confesarlo, confiarlo, a nadie.  Ni siquiera a la psicóloga.  Hoy comprendo que también en esto estuve equivocada, y que lo más sensato hubiera sido someterme de inmediato a su criterio profesional, probablemente me hubiera aconsejado bien, me hubiera dado un patrón de salida.  Pero no me atreví pues me avergonzaba la idea de confesarle el juego de las confirmaciones, que partía de mi desconfianza hacia su criterio profesional, y más me avergonzaba confesarle que aquello me había gustado... mucho.

Lo que viví a partir de entonces fue una tremenda sensación de culpa, que me embargaba todo el día, todos los días, del mismo modo en que la sensualidad me había embriagado en las semanas anteriores.  Culpa, culpa y remordimiento, desesperación ante la imposibilidad de enmendarlo, la sensación de que había roto un cristal, de que era la responsable de todo lo que estaba pasando, al principio pasivamente y luego activamente, y en ambos casos lastimando, perjudicando, a Mauro.  Por otro lado, era consciente de que todo aquello me había gustado, no podía negar lo plena que me había sentido, ni podía desdecirme de los cambios que había experimentado, todos positivos.  Fue una tremenda fricción interna, y llegué a niveles de tensión insoportables, sintiéndome de lo peor y de lo mejor alternativamente, con notable preeminencia de lo primero, pues realmente me sentía la peor mujer del mundo, la más baja y la más sucia.   En cualquier caso, Mauro estaba siempre presente.  Sea que me retorciera de culpa, sea que ardiera de remordimiento, sea que paladeara brevemente el sabor de volver a sentirme bella y deseada, Mauro estaba en el centro de la escena.  Y eso, curiosamente, me reconfortaba, me hacía sentir bien, sacaba mis mejores instintos maternos.  Me estaba debiendo a alguien, y ese polo de referencia era mi hijo, y eso estaba bien, estaba focalizada en él y eso me hacía sentir muy bien, al margen de los reproches con los que me castigaba.

Entonces sucedió algo absolutamente inesperado.  Como luego me diría la psicóloga, las ollas a presión explotan por el lugar menos pensado.  Y la mía explotó una noche.  No pienses mal, no hice absolutamente nada.  De hecho no podía hacerlo.  Mi olla a presión explotó en sueños, porque estaba dormida.  Fue extraño, inesperado, intenso y absolutamente increíble.  Una noche, por supuesto sola en la que había sido mi cama matrimonial, tuve un sueño que hoy identifico como un sueño liberador.

Soñé que Mauro me hacía el amor.

Fue un sueño realmente corto, un flash, una imagen, la imagen de la proximidad, de la intensidad y el movimiento.  No pienses en una película, ni siquiera en una escena.  No fue así, ni siquiera tuvo color, ni rasgos, ni argumento, nada.  Fue eso que acabo de tratarte de explicar y nada más, pero para mí fue conmovedor, intenso, único, a punto tal que me desperté de madrugada, agitada y tremendamente excitada.  ¿Se entiende? Excitada sexualmente.  Y en ese estado de oscuridad y sueño y no sueño y estar sola y saber que estaba sola y que por algo había pasado y qué hermoso y cómo lo necesito y sí y házmelo... terminé acariciándome sola, presionándome, tocándome ya sin pudor y masturbándome abiertamente mientras fantaseaba con Mauro.   Llegué al orgasmo más desgarrador de mi vida.  Nunca antes, ni después, experimenté algo tan brutal y tan intenso, tan salvaje, tan liberador y tan esclarecedor como aquello.  No tuvo comparación, fue único, fue el mayor placer que jamás tuve en mi vida, y no te hablo sólo de placer sexual, que fue feroz, sino de otro placer que no había experimentado. Un placer complejo, completo e intenso. Placer mental.  Desfallecí, me transporté, perdí el conocimiento.

Lo que siguió a aquella noche fue mil veces peor que lo que había experimentado hasta entonces.  Todo se volvió, digamos, más intenso.  Más definido el deseo sexual, ya claramente focalizado en Mauro y además admitido... y más definido y poderoso el rechazo a la idea de la posibilidad real de un encuentro.  Y mayor el remordimiento de lo hecho, y mayor la culpa por haberlo y haberme metido sola en esto... y más distancia tomada respecto de él, y a la vez más deseos de re-contra-re-confirmar que yo le gustaba, y más contoneos y acercamientos, y más piernas y peinados y perfumes y detalles y escotes...  Y, lo más complejo y turbador de todo, más intensa necesidad de tocarme... y mayores y más largos tocamientos solitarios.  Descargaba así la tensión del día, casi todos los días... y en determinado momento dejé de tener culpa de hacerlo, de liberarme de aquella forma, incluso de pensar que Mauro estaba allí, en mi cama, haciéndome el amor en la forma en que yo exactamente lo imaginaba.

Por supuesto, aquello no podía dar para más, ni mi mente podía aguantar tanta tensión, y en determinado momento me descubrí discutiendo con Mauro por cualquier cosa sabiendo en el fondo que yo era la responsable última de la discusión y de todo aquel descalabro... No tuve otra opción que reconocerme a mí misma que ya no tenía control ni posibilidad de nada, que era la autora de un auténtico desastre, y que no encontraba la forma de salir de aquella vorágine dañina.  Entonces tuve la sensata y valiente idea de volver a hablar con la psicóloga, a quien tuve que confesarle un año después todo lo que había estado experimentado, todo el conflicto que había estado viviendo durante un año.  Como puedes imaginar, me reprendió.  Y me reprendió severamente.  Y no por mis pulsiones, deseos, temores, anhelos o experiencias, sino por no haber pedido asistencia, consejo, ayuda, o referencia antes de decidir por mi cuenta aquello de confirmar.  Yo no estaba preparada para eso, no estaba preparada internamente para recibir reprimendas, pensé que sería contenida, entendida, y en cambio me encontré con una mujer que me estaba mostrando un espejo en el cual no quería verme reflejada.  Ella estaba haciendo lo correcto, pues yo no era la culpable de las pulsiones generadas en Mauro, pero sí me había vuelto la culpable de las propias pulsiones que habían nacido en mí, y unas y otras se cruzaban y entrelazaban, se buscaban y se evitaban en una espiral, en una sinusoide, que debía ser abordada pues de lo contrario terminaría mal.  Lo más importante de aquel encuentro, de aquella consulta, fue que la psicóloga me hizo ver que aquello que estaba viviendo yo, aquello que me hacía arder y que me confundía, aquel deseo irrefrenable por mi hijo, era lo mismo que mi hijo estaba sintiendo por mí.  Y entonces vino un consejo para el cual no estaba preparada: " El incesto es una experiencia bipolar.  El tabú los está consumiendo, y sólo desaparecerá  cuando lo explicite, de lo contrario se verá siempre alimentado por la continua anhelación de lo prohibido. La única salida para evitar la neurosis mutua, la ruptura del vínculo primal, es conversar al respecto con madurez y altura, pues sólo reconociendo la fantasía sexual podrán liberarse fácilmente de ella.  Si alimentan esa fantasía, y si además de alimentarla la reprimen, terminarán alienándose a la par.  Permítase entonces conversar con su hijo. Permítase el diálogo sincero, porque usted es la madre, tiene la responsabilidad de conducirlo, y además ambos están viviendo en dos caras de la misma moneda.  Hable con su hijo ".

A partir de ese consejo me quedó claro que la negación recíproca sólo llevaría a empeorar las cosas, pues al posponer el abordaje del asunto sólo le metíamos tensión emocional al problema, con lo cual lo íbamos potenciando cada día más.  Pero no hablé. Al menos no inmediatamente, pues como podrás imaginar, no sabía cómo tocarle el tema a Mauro, no tenía la más mínima idea, no estaba preparada, no sabía cómo podía tomarlo, qué imagen habría de formarse de mí, realmente estaba muy contrariada.  Para peor, sólo yo podía abordarlo, la psicóloga me aclaró que su presencia en ese caso podía llegar a ser contraproducente y empeorar las cosas, al verse mi niño expuesto en algo tan íntimo... Así fue que, bueno, comencé a darle vueltas al asunto por irresoluta.  Consideré que lo más adecuado era preparar adecuadamente el camino para una conversación, y para que no quedaran dudas del contenido, bueno, me pareció sensato poner las cosas un poco más explícitas, como quien va preparando el camino para una charla específica.  Me llevó algunos días definir qué iba a hacer, hasta que finalmente tomé la iniciativa y, bueno, comencé a ejercer sobre Mauro una marcada seducción con provocaciones realmente osadas.  Disfruté varias veces llevándolo al límite con poses, contoneos o aproximaciones "accidentales" que le permitían percibir mi tibieza, mi perfume, mis curvas... Disfruté, realmente disfruté, llevando a mi niño al borde mismo de la locura y experimenté la delicia de ejercer sobre él mi absoluto poder de seducción.  Hice varias cosas, cada una más osada que la otra, pero recuerdo perfectamente dos que, lo sé, le hicieron volar la cabeza.  Ambas fueron simples y, realmente, pasaron por casuales… pero fueron tremendamente efectivas.

La primera aproximación que destaco, por entonces la más atrevida de mi parte, se dio en el living, una noche en que debíamos ir juntos a una reunión familiar.  A último momento, poco antes de salir, fingí haber perdido un arete y comencé a buscarlo, primero superficialmente y luego ya en cuatro patas por el suelo.  Mauro, ingenuo y solícito, se sumó a la búsqueda, sin advertir que yo sólo lo estaba haciendo para inclinarme, para dejar que mis mamas ondularan por la fuerza de la gravedad, para exhibirle de mil formas el escote pronunciado que llevaba, a través del cual mis pechos amenazaban emerger.  Por supuesto el arete no apareció nunca, y sabiendo que nunca aparecería me solacé con íntima satisfacción en aquel juego, descubriendo que mi niño estaba allí, gateando por el suelo, más pendiente de mis combas que de dar con nada.  Finalmente, frente a frente y a escasos centímetros, nuestras miradas se encontraron y no pudo más que sonrojarse… para seguir buscando en otro lado.  Mucho después me confesaría que aquella exposición le había resultado altamente reveladora, y que aquella noche había seguido buscando en cuatro patas, sencillamente porque no podía lograr que menguara la poderosa erección que había experimentado.

La segunda aproximación que pongo en relieve se desarrolló poco después, y fue más osada todavía. Mauro normalmente se acostaba temprano, para levantarse temprano e ir al colegio al día siguiente.  Una noche, luego de ducharme, esperé que apagara el velador de su dormitorio, esperé prudencialmente, y luego fui hasta su habitación, que queda en extremo de un pequeño pasillo.  Fui vestida con un camisón corto, casi transparente, bajo el cual llevaba puesta solamente la tanga.  No entré a su pieza, me limité a detenerme en la cajonera próxima a la puerta, y allí me dediqué largamente a buscar y acomodar ropa en silencio.  Yo no podía verlo debido a la oscuridad de su cuarto, pero sabía que desde su cama me estaba mirando, y que la luz de la lámpara de pie del pasillo le debía estar permitiendo ver el contorno de mi cuerpo, mis formas, a través de la traslucencia de mi corto camisón.  Me exhibí en cuantas poses pudieras imaginar, con la naturalidad propia de una mujer que está haciendo otra cosa: apoyé ambas manos en el borde de la cajonera y le permití que apreciara mis glúteos y mis mamas de perfil, me incliné varias veces a recoger prendas caídas, y así.  La tensión en el aire era increíble, yo sabía que me estaba mirando, y lo confirmé deliciosamente al escuchar sus resoplidos... Al cabo de un largo, largo rato, guardé la ropa, apagué las luces y me fui.  No tengo que decirte que yo misma me había calentado mucho con todo aquello, y que busqué sola la forma de aliviarme.  Lo que sí tengo que decirte es que para entonces ya me deleitaba durante el tocamiento con la fantasía recurrente de iniciarlo, de hacerlo debutar conmigo, de irlo "educando". Hoy comprendo que el deseo subyacente a aquellas fantasías era poseerlo para siempre, hacerlo mío, dominarlo.  De muchas formas Mauro estaba viviendo algo similar, pues luego me confiaría que aquella noche, amparado por la oscuridad y las sábanas, se masturbó despacio mientras me miraba

Finalmente, cuando me sentí absolutamente segura, di el gran paso que me había sugerido la psicóloga.  Ella me había dicho que el incesto era siempre una relación bipolar, y yo pensé para mis adentros que, así y todo, Mauro no estaría listo para admitir que yo le gustaba, pues esa negación era precisamente la raíz del conflicto.  Entonces decidí plantear el tema en el escenario inverso.  El disparador fue, curiosamente, el asunto de la cajonera y la ropa.  Una mañana, que debe haber sido sábado o domingo pues de lo contrario él estaba en el colegio, estábamos desayunando en la cocina y le comenté sin ninguna intencionalidad que estaba interesada en despejar un poco el placard y que por favor me ayudara con su propia ropa.  Su respuesta fue algo así como:  " Yo te ayudo con todo lo que quieras, pero te pido que seas tú la que la guarde en la cajonera ". La referencia a lo vivido fue directa y evidente, y yo no pude hacerme la desentendida.  " ¿Te gusta cómo guardo la ropa? " le pregunté con un osado tono de malicia y él, escudado en que estábamos hablando del orden de la ropa, se atrevió a responderme algo así como " Sí, me fascina la forma en que lo haces ".  Era todo lo que yo necesitaba, estaba todo dado para conversar en caliente sobre el asunto, y yo no perdí la oportunidad.  " ¿Te molesta si ordeno un poco en la cajonera todas las noches? ".  " No, mamá, hazlo todas las veces que quieras " fue su respuesta.  Sin medir ninguna consecuencia, me lancé al vacío.  " Mira, Mauro, no puedo vivir más con esto.  No lo soporto más.  No puedo ocultarlo ni mentirme tampoco.  Desde que tu padre no está han cambiado muchas cosas.  Han cambiado muchas cosas en mí.  Te veo... diferente.  Te siento... diferente.  No sé lo que me pasa.  Te percibo cerca y me incendio.  Has venido a llenar un lugar que pensaba que estaba vacío, y me encanta que seas tú, quiero que seas tú, necesito que seas tú.  No tengo ojos para ningún otro hombre que no seas tú.  Siento que te amo.  No estoy hablando de amor de madre.  Siento que te amo como mujer.  Siento que estoy enamorada de tí, te deseo, me siento completa contigo, quiero entregarme a ti.  Quiero que seas mi hombre, mi único hombre, y yo quiero ser tu mujer ".

No olvidaré nunca la cara que en ese momento puso.  Asombro mezclado con perplejidad mezclado con emoción mezclado con satisfacción mezclado con terror, todo en una misma cara y en un mismo momento.  Se le cayó la mandíbula como se le cayó el cuchillo con el que estaba poniéndole queso a una tostada.  Se rió.  Se retorció de nervios.  Todavía recuerdo sus primeras palabras:  " ¿Qué te pasa, te has vuelto loca? ".  Se paró, tomó distancia, experimentó una repulsión violenta.  Pero yo sabía lo que estaba viviendo, sabía que no estaba preparado para aquello, que no lo habría podido imaginar o anticipar nunca, y que en esos momentos estaba experimentando su máximo grado de confusión.  Volví a hablar, tratándole de transmitir toda la contención afectiva de la que fui capaz: " No me digas nada.  No estás obligado a decirme nada.  Esto es lo que siento, probablemente no es lo que sientes tú, pero ya no puedo vivir más con ésta mordaza y este agobio.  No hagas nada, no me contestes nada.  Sólo quiero que lo sepas, quiero que sepas que tu madre te ama, que esto no cambia nada, que no lo busqué ni lo pude controlar, que me supera, pero que no puedo vivir ocultándolo.  No es necesario que hagas nada, no estás obligado a hacer nada.  Sólo te pido que consideres, sólo que consideres, la posibilidad de ejercer sobre mí los derechos que ha dejado de ejercer tu padre.  Necesito saber que cuento con una presencia masculina.  Necesito que me pongas límites, que me corrijas, que me des órdenes si es preciso.  Necesito que me contengas, que me reprendas, y que cuando quieras ocupes el lugar vacío que ha dejado tu padre en mi cama ".

Mauro estaba petrificado, estático, no me sacaba la vista, teníamos una conexión perfecta, tenía toda su atención.  Pensé que saldría corriendo, pero no, se quedó allí parado junto a la mesa, en pijamas, el cabello revuelto, hecho una estatua.  Por dentro pensé que había dado un gran paso, que yo había dado un gran paso, pues estaba allí, me seguía prestando atención, estaba totalmente focalizado en mí, no había huido.  Con un tono más dulce, menos desesperado, más medido, dí el siguiente paso, mintiéndole deliberadamente:

" Mira, Mauro, en este último tiempo he averiguado mucho, he leído bastante.  Todo lo que he leído dice lo mismo, que lo que estoy viviendo es normal, que toda mujer separada vive una crisis equivalente luego del divorcio. Algunas ya tienen pareja, ya tienen amigos, y canalizan sus necesidades por ese lado.  Otras, como en mi caso, idealizan al hijo, que es el hombre que más aman, que normalmente es el que tienen cerca.  Y en tu caso, bueno, eres buen mozo y tan viril... No pude evitarlo, y ahora te confieso que tampoco quiero evitarlo.  Quiero sentirme tuya. Deseo sentirme tuya.  Necesito sentirme tuya.  No tienes que preocuparte, no tienes que hacer nada.  No tiene por qué haber contacto físico.  Me basta conque lo sepas y que yo pueda comportarme en consecuencia.  Cuando te digo de visitarme en la cama, bueno, quiero decirte que me gustaría contar con tu presencia.  ¿Qué habías pensado?  Bueno... si habías pensado eso, también eso.  No me avergüenza decírtelo ".

Entonces, aunque no lo creas, Mauro volvió a sentarse.  Temblaba como un corderillo.  Se refregaba las manos.  Indudablemente estaba digiriendo lo que le había dicho y, a la vez, estaba buscando exactamente las palabras.  Me encantó aquello, verlo expuesto, nervioso, atrapado, necesitado de expresarse también, de liberarse.  Estaba exactamente en el lugar y en la situación en que había querido ponerlo, sin margen para la elusión, la evasión o la mentira.  Nunca imaginé que me tomara las manos. Siento lo mismo ", empezó diciendo.  " Ayúdame ".  Y dos lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.  Lo jalé hacia mí, me incorporé y terminamos abrazados junto a la mesa, estrechamente abrazados, afectivamente unidos.  No pudo contenerse.  Se largó a llorar.  Y yo, que tampoco pude contenerme, lloré con él.  Lloré mientras lo besaba en las mejillas y en la frente, mientras lo estrujaba contra mi pecho, mientras lo volvía a besar en la mejilla y en la frente.  Hasta que, en medio del llanto, los dos comenzamos a reír.

Lo que vino después fue lo más maravilloso que pueda recordar de la relación que comenzamos a construir con Mauro.  Lo más hermoso, lo más maravilloso, lo más romántico. Es difícil de explicar, porque fue muy íntimo, muy especial.  Sabíamos que nos gustábamos, sabíamos que estábamos completamente atraídos, teníamos algo muy poderoso en común, algo que nacía de la relación materna, del vínculo de madre a hijo, pero que lo superaba, lo transformaba, de alguna forma lo sublimaba.  La caída de la barrera, el corrimiento del telón, produjo una mejora instantánea en la relación, que hasta el momento se había mantenido muy tensa, más allá incluso de la propia tensión que genera la adolescencia.  Te diría incluso que desapareció absolutamente aquella tensión, yo había dejado de ser su madre, o sólo su madre, y había pasado a ser también su confidente íntima, su mejor amiga, su compañera.  No tienes idea hasta qué punto elevó nuestra relación la mutua aceptación del deseo carnal recíproco.  Nos buscábamos para estar juntos, para charlar de cualquier cosa, sabíamos que nos entendíamos porque cada cual estaba experimentado lo mismo... fue maravilloso.

Fue también muy platónico, pues todo se mantuvo a nivel sentimientos, a nivel emociones, ninguno de los dos se atrevió a llevar la cosa ni un milímetro más allá.  Luego del abrazo emotivo que tuvimos, luego de las lágrimas y la risa compartida, luego de la liberación de la tensión, no hubo más proximidad ni más contacto, ni entonces ni en las semanas siguientes. Realmente no lo necesitábamos, o por lo menos yo no lo necesitaba.  Aunque te parezca mentira, dejé de sentir el tremendo ardor sexual que había sentido hasta el momento, que fue reemplazado por una continua y agradable tibieza, una estabilidad emocional que no había experimentado hasta el momento.  Sabiendo que estaba cerca, que lo tenía cerca, teniendo segura su proximidad, ya no tuve el deseo de tocarme, ni volví a tocarme... Es extraño pero es así, la presencia que tanto deseaba anuló el deseo.  Es difícil de explicar, quizá sea difícil de entender.  No es que perdiera todo deseo sexual, sucede que de repente había sido reemplazado por algo distinto, no sé cómo decírtelo.  El deseo sexual volvería después, más fuerte y descontrolado que antes, y se integraría perfectamente con las nuevas emociones. Pero en ese momento yo no lo percibía, estaba en una suerte de mar tibia y calma, absolutamente conforme con el nivel de conexión que había alcanzado.  No necesitaba nada más.  Quizá tampoco necesitara nada más Mauro, pues en aquellas semanas no percibí de su parte nada más que acercamiento a través de charlas o conversaciones.

Las conversaciones, eso sí, fueron subiendo de tono.  Siempre en un marco de respeto, por supuesto, pero cada vez nos atrevimos a hablar de ciertas cosas un poco más.  Todavía me daba cierto pudor admitir que tenía deseos sexuales por él, me costaba decírselo, explicitarlo en palabras.  Y a él le debe haber costado muchísimo más pues no tenía absolutamente ninguna experiencia con una mujer, ni había tenido una conversación tan próxima con una mujer tampoco. Fue encantador comprobar su completa inexperiencia en aspectos que a ti o a mí podrían parecernos básicos, como la postura para una relación sexual.  Fue enternecedor también percibir el pudor que le generaba la sola idea de quitarse la ropa frente a una mujer, y advertir simétricamente que jamás había visto a una mujer desnuda.  Hasta te confieso que me resultó graciosa la reacción que le produjo encontrarse frente a ciertas cosas que sólo conocía por referencias, como un preservativo.  De hecho, el primer contacto visual con una caja de preservativos lo perturbó muchísimo.  Llegó a transpirar cuando traje algunos desde el dormitorio.  Supongo que aquella muestra, que de mi parte sólo pretendió ser didáctica, lo puso frente a la posibilidad concreta de poder utilizar uno de aquellos preservativos conmigo.  Se puso muy nervioso, como si yo lo estuviera empujando, o poniéndolo a prueba.  Me alegro de haber advertido a tiempo aquella reacción, porque me permitió tranquilizarlo, contenerlo, quitarle presión, de modo que pudiéramos dar el siguiente paso juntos (un paso que, te insisto, yo no tenía ningún apuro en dar).  Concretamente, le dije que yo no haría nada que él no quisiera, que las cosas como estaban bien, que no teníamos por qué llevar nuestra relación a los hechos, y que a mí me bastaba con saber que compartíamos el mismo sentimiento mutuo.

Eso lo tranquilizó, me permitió mostrarle que no tenía que rendir ningún examen, por lo menos ante mí.  Curiosamente, nuestro primer acuerdo para una relación fue prometernos que no habría relación, que no cruzaríamos la línea de los hechos. Creo que aquella actitud mía fue acertada, pues en definitiva consolidó la confianza y, aunque yo no lo buscaba, aceleró los tiempos.  A partir de entonces las conversaciones permitieron acotar los miedos, disipar los temores concretos, diseñar juntos el tipo de vínculo, el tipo de relación, que queríamos construir.  No pienses en un diseño frío, calculador, no es eso.  Se trataba de definir más o menos cómo nos amoldaríamos a lo nuevo, a la nueva sensación y a la nueva realidad.  A mí me preocupaba mucho no perder el rol de madre, de rectora materna, seguir siendo tratada como su mamá, él todavía era un púber.  Y me preocupaba también la reserva, el secreto, porque estaba segura que la sociedad, el entorno, no entendería nunca lo que estábamos viviendo.  Así que nuestras conversaciones iban por ese camino mientras, muy lentamente, muy despacio y sin querer, nos íbamos preparando internamente para el desenlace, para la cristalización en la realidad de lo que estábamos experimentado platónicamente en el plano ideal.

Aquella cristalización, aquella "bajada a tierra" se produjo luego de varias semanas y precisamente a partir de nuestras conversaciones íntimas, a partir de nuestro abordaje progresivo de temas íntimos. Charlábamos largo tiempo y la cosa empezó a ponerse cada vez un poco más caliente. No me refiero a los temas que abordábamos, sino a las emociones que nos generaba, por ejemplo, la sola idea de que alguna vez podíamos besarnos en la boca. La sensibilidad y la confianza dieron lugar a la tensión erótica compartida, las charlas fueron subiendo cada vez más de tono.  Nos planteamos varias veces la posibilidad concreta de besarnos en la boca, sólo para experimentar qué se sentía.  Yo incluso llegué a decirle que, si él estaba de acuerdo, le permitiría que su primera experiencia sexual fuera conmigo.  De los dos lados empezamos a "jugar con fuego", hasta que finalmente dimos el paso siguiente, que fue de absoluta liberación.

Estarás pensando que nos liberamos en un encuentro sexual, en la cópula.  No.  Te aseguro que entonces ni siquiera pensábamos en ello, por lo menos yo no lo hacía.  Estaba dispuesta a ser su primera mujer, a que debutara conmigo, y él lo sabía, pero no lo incitaba a ello.  La liberación se produjo a partir de explicitar las fantasías, fue la consecuencia, te diría la culminación, de las charlas que mantuvimos a lo largo de aquellas largas semanas maravillosas de conexión platónica.  En determinado momento me atreví a confesarle mi máxima fantasía sensual, por lo menos la máxima fantasía erótica que tenía en aquel momento, que era traerlo a mi cama, que compartiera mi cama, que ocupara el lugar de su padre en la cama matrimonial.  Mi fantasía no era que nos acopláramos, sino sólo sentir que él ya estaba en la cama.  Sabía en mi fuero íntimo que lo que tuviera que ocurrir ocurriría, y yo no iba a negarme, pero te confieso que ardía con la sola idea de saberlo deslizado bajo mis sábanas.  Esa idea, esa fantasía,  me tenía obsesionada, no me dejaba dormir.  Mauro, por su parte, se atrevió a confesarme su mayor deseo, su aspiración más fantástica conmigo.  ¿Sabes cuál era? Verme desnuda. ¿Puedes creerlo? Tenía la fantasía de verme sin ropa, quería saber cómo era mi cuerpo bajo mi ropa interior.  Supongo que ya me habría visto en bikini en las vacaciones, pero él quería saber qué había debajo... Me dijo que no quería tocar, que no se atrevería a ponerme un dedo encima, pero que necesitaba ver, que quería conocerme así.  Cuando me lo dijo casi lanzo una carcajada, pero felizmente no lo hice, pues hubiera herido sus sentimientos.

Acordamos dar el gran paso de la mano... y esa misma noche.  Recuerdo que fue entre semana, la víspera de un día feriado, el momento menos pensado y el día menos pensado. Fue muy hermoso, pues después de acordar que ocurriera nos preparamos de muchas formas para aquello.  Ambos sabíamos que era un momento especial.  Lo más obvio fue el aseo, porque cada cual se dio un baño por su cuenta.  Lo menos obvio fueron algunos reparos que decidí tomar, como apagar el celular, llamar a mi madre para decirle que saldría, desconectar el teléfono y colocar doble cerrojo a la puerta del departamento, pues no quería molestias ni interrupciones. Lo que íbamos a hacer era demasiado íntimo, demasiado trascendente, demasiado importante.  Mientras esperaba a Mauro sentada en la cocina, cubierta por mi toalla, no pude evitar evocar mi primera vez, mi primer encuentro sexual.  Me sentía igual de nerviosa, igual de primeriza, igual de tensa. Y eso que, lo sabía, aquello no iría más allá de una desnudez, de exhibir mi cuerpo.  Sin embargo la situación estaba a punto de superarme y comencé a temblar, a tiritar de la expectación.  Me sentía como si estuviera a punto de rendir un examen que no podía fallar. Y sabía que él debía estar sintiendo lo mismo.

Mauro entró a la cocina ya vestido con su pijama.  El corazón le debe haber dado un respingo al verme con la toalla, yo no me había puesto ropa interior, ni camisón... sólo la toalla me separaba de su máxima fantasía. Vamos al dormitorio , fue todo lo que le dije, y luego lo tomé de la mano. Caminamos juntos la distancia que nos separaba del living, y de allí al pasillo.  Noté que se detenía.  " ¿Estás segura? ", me preguntó. " Sí. ¿Tú estas seguro? ".  Asintió con la cabeza.  Al llegar a la puerta de la habitación matrimonial volvió a detenerse, justo en el umbral, justo en la línea que separaba el parquet del pasillo con la alfombra del dormitorio.  No llegó a pisar la alfombra.  Se quedó como petrificado.  No lo forcé, pero íntimamente me sentí muy sorprendida, sentí incluso algún temor.  Bajó la vista y sólo dijo.  " Tenía prohibido entrar ". Era verdad, yo ni siquiera había reparado al respecto, y aquello lo explicaba todo. Desde niño, su padre le había prohibido entrar al dormitorio matrimonial.  De hecho, aquella pieza siempre permanecía cerrada.  No con llave, pero cerrada. El padre había sido bastante severo al respecto, bastante estricto y por razones obvias. Y yo ignoraba que aquel límite en el que no había reparado demasiado, aquella impronta, hubiera calado tan hondo en mi niño.  " Ya no tienes prohibido entrar " me limité a decirle, y a la par cruzamos el umbral.

Dejé que Mauro se adaptara al nuevo ambiente.  Caminó descalzo en torno de la cama, se sorprendió con el terciopelo de una refinada silla Luis XV que recibí como regalo de casamiento, se miró varias veces en el gran espejo que cubre toda la pared, miró a través de la ventana, realmente estaba explorando un mundo nuevo.  Yo no podía creer que no hubiera entrado nunca antes a mi habitación, pero para mi desconcierto era cierto.  Descubrir eso me enterneció justo en un momento en que estaba muy tensa, muy expuesta.  El temblor se me fue y los ojos se me llenaron de lágrimas.  " Ahora es tu cuarto ", le dije con una sonrisa, " puedes venir cuando quieras ".  Me devolvió la sonrisa desde el otro extremo de la habitación.  Mientras seguía curioseando, caminé descalza hasta la ventana y cerré el doble cortinado.  " Anda, ocupa tu lugar ", le dije señalándole su lado de la cama.  Con delicadeza, con cuidado, separó el cobertor y luego la sábana superior.  Se quedó un segundo mirando el espacio, aquel lugar, la almohada de su padre.  Luego se deslizó dentro y se tapó hasta el cuello.  Yo me estremecí.  Me estremecí hasta la médula.  Estaba en mi cama. Estaba ocupando la cama matrimonial. Estaba comenzando a hacer realidad mi fantasía.  Decidí hacer mi parte.

Me paré de su lado, no encima, próxima pero a cierta distancia, entre el borde de la cama y el sofá.  Me di vuelta, no sabía cómo hacer exactamente aquello.  Ya de espaldas, deshice el nudo que había hecho con la toalla a la altura de mi pecho, y fui bajándola hasta la cintura, donde lo anudé nuevamente.  Así, pues, le mostré la parte superior de mi espalda. Alcé ambos brazos para sujetarme el cabello mojado, para mostrarle la nuca, y al hacerlo le permití que viera desde atrás el contorno de mis mamas.  Se rió, se rió aprobando, era una risa suave de satisfacción. Aquello realmente me alivió.  Dejé caer el toalla y, entonces, recibí uno de los halagos más dulces que jamás hubiera recibido: su silencio.  Había logrado enmudecerlo.  No me sentía incómoda, no me sentía expuesta.  No me sentía desnuda.  Me di vuelta cubriéndome los pechos con un brazo y el pubis con una mano.  Fue la primera vez que aprecié su rostro, transido de asombro, sus ojos abiertos, sus pupilas dilatadas como para absorberme toda, su mandíbula colgando... Despacio, lentamente, bajé un brazo y fue dejando expuestos de a poco mis dos globos.  Por primera vez en mi vida advertí la lujuria reflejada en sus ojos y por primera vez también experimenté la turbación que aquello me hacía sentir, al verme deseada de esa forma por mi propio hijo.  Sus ojos no dejaban de rodear mis mamas, sólo mirarlas le producía un deleite sin igual. Retiré la otra mano de mi pubis, dejando expuesto el bajo vientre, la cicatriz de la cesárea por la que vino al mundo y el vellón raleado que denota mi adultez.   El tiempo se detuvo e ignoro si pasaron diez segundos o diez minutos, realmente no lo sé.  Sólo sé que, juntos, habíamos hecho realidad nuestras dos máximas fantasías, sin saber ninguno de los dos que serían sólo las primeras, y sin saber tampoco que así, de aquella forma suave y natural, comenzábamos a transitar el camino de lubricidad que nos llevaría al abismo del placer y al laberinto de las culpas. Pero entonces no lo sabíamos.  En aquella noche mágica no había lugar para más nada que una madre desnuda frente a su hijo, y eso, sólo eso, ya era pleno, completo y suficiente.  Nunca, nunca, olvidaré las primeras palabras que salieron de la boca de mi hijo en aquel, que definitivamente fue nuestro máximo momento. Con un hilo de voz, apenas un hilo, alcanzó a balbucear: " Mamá, eres hermosa ".

Apagué las luces principales del dormitorio, caminé hasta mi lado de la cama, abrí el cobertor, corrí la sábana, y me acosté a su lado.  El silencio era mágico.  No me salía decir nada, y creo que en definitiva nada había para decir.  Apagué la luz de mi velador y le pedí que hiciera lo mismo. De repente, quedamos rodeados de oscuridad, bañados apenas por el reflejo de una de las lámparas que nos llegaba desde el living.  Recuerdo perfectamente la tibieza que me empezó a llegar desde su cuerpo, próximo pero todavía distante, ninguno de los dos quería moverse ni un centímetro hacia el otro lado.  Ninguno quería cometer un error que rompiera el encanto.  Sentía su respiración, y supongo que él sentiría la mía.  Me sentí tranquila, relajada, en paz.  Me sentía plena.  Pese a que la fantasía de tener a mi hijo en la cama había tenido un claro contenido erótico, en el momento no me sentía excitada sexualmente.  Sentía, sí, un pleno disfrute, un pleno placer, la plena satisfacción de la realización.  Estaba exultante, pero no excitada.  No sé si logro explicarme, no sé si puedes entenderme.  Me sentía feliz.

Aquella noche no hicimos nada.  No había margen para ello.  Creo que fue lo mejor, porque necesitábamos tiempo para digerir aquello que estábamos viviendo, que costaba mucho asimilar, pero que nos hacía tan bien.  Pienso en conciencia que, de habérnoslo propuesto, tampoco hubiéramos sabido exactamente qué hacer.  Y no me tomes por una mojigata, te lo estoy diciendo en serio. Porque al margen de nuestras conversaciones, incluso de nuestras charlas más osadas, no imaginábamos siquiera que realmente pudiera ser posible tocarnos de verdad.  Aunque yo misma me había ofrecido para iniciarlo en el sexo, la cópula en sí misma me seguía pareciendo algo abstracto, lejano e impensable. Supongo que para Mauro estaría mucho más lejana todavía, sobre todo aquella noche y sobre todo cuando ambos pensábamos, ilusos, que con aquella fantasía realizada se saciaban para siempre aquellos apetitos ocultos surgidos del Complejo de Edipo.  Estábamos equivocados.  Aquello no era el final del sendero, sino el principio, apenas nos estábamos mojando los pies descalzos en un océano de abismos insondables.  Para bien y para mal, lo que vendría sería mil veces más intenso.  Pero aquella noche no lo sabíamos ni podíamos imaginar cuán cerca estábamos de las caricias y de los roces, de los besos enamorados, de los jadeos ahogados...

Tampoco sabíamos cuán cerca estábamos de la desviación, sobre todo yo, que curiosa y extasiada frente a la novedad, deseosa de conocer todavía más sobre mí misma (y sobre lo que estaba experimentado Mauro), comencé a bucear en cuanto repertorio encontré sobre el incesto, desde textos clásicos de psicología hasta obras de historia que lo referían.  Leía con fruición, y absorbía en consecuencia, pues me sabía una especie de laboratorio existencial.  Recalé así en varios portales de literatura erótica, donde llegué a saciarme en la lectura de textos que ilustraban relaciones familiares mórbidas, muchos de ellos reflejo de insanas fijaciones obsesivas de hijos insatisfechos, pero muchos otros confesiones sinceras de madres descarriadas.  Fue así, por mail, que conocí a Sofía, una madre incursa en el incesto, a quien me atreví a confesar mis primeras impresiones, mis primeros tanteos temerosos, incluso mis miedos, amparándome en el anonimato.  Ella, que ya tenía una relación desviada con su hijo, me incitó a cruzar la línea y de a poco, con habilidad y paciencia, fue haciéndome exteriorizar mis más oscuras fantasías, al tiempo que iba sembrándome el cerebro de nuevos apetitos, de delicias que luego se cumplieron cabalmente, incluso en exceso.

Pero aquella noche Mauro y yo sólo yacíamos de espalda lado a lado, cada cual pendiente de la respiración del otro en la oscuridad.  Yo, desnuda como él había imaginado; y él, tendido en el lecho conyugal, como había sido mi deseo.  Ni mi niño se sentía incómodo o impostado en aquel lugar, ni yo sentía vergüenza de mi desnudez.  No teníamos mapas, ni planos, ni guía para afrontar lo que vendría, íntimamente confiábamos que juntos podríamos afrontar todo. Era perfecto y no necesitábamos nada más.  Hoy, mirando en retrospectiva, caigo en la cuenta de que estábamos jugando a las chispas sobre un mar de gasolina.  Menos de una semana después, en el living del departamento, a escasos metros del dormitorio marital, terminamos desgarrados en una confusión desesperada de manos temblorosas y lenguas ansiosas, su boca devorando mis mamelones inflamados, la mía prodigándole la primera de muchas mamadas... Fue todo exceso y, después, todo remordimiento, el inicio de una larga sinusoide repetitiva de encuentros y desencuentros, el comienzo de una espiral descendente que nos terminó hundiendo cada vez más en arenas movedizas, arrastrándonos más abajo en cada intento de salir.  Porque del incesto no hay escapatoria, como tampoco hay retorno de las diversas perversiones que anima y provoca.

Pero para nosotros era imposible saberlo.  El veneno que venía dentro del fruto prohibido era más dulce todavía que el propio fruto y ambos nos intoxicamos hasta la propia alienación.  Recuerdo perfectamente la primera vez que entró en mí, cuidadoso y vacilante, y recuerdo también muchas noches hermosas en las que nos acoplamos en silencio, con amor y ternura. Pero no sé exactamente en qué momento terminé desorbitada, escupiéndole su propio semen en la boca.  Tengo presente cuando le permití lamerme la entrepierna, solazarse en mi vulva, pero no se cuándo terminé arrodillada frente a él, sosteniéndome las mamas para que eyaculara sobre ellas... No nos dimos cuenta, no lo percibimos, pero resultó que al cruzar la primera línea, encontramos el método para cruzarlas todas, porque vencido el prurito inicial ya no hubo más pruritos, ni límites, ni razones para no ir cada vez más lejos.  Y eso era así, tajantemente así, aunque aquella noche, tendidos lado a lado, no lo supiéramos.  No sabía Mauro que yo habría de convertirme en su puta privada, ni yo sabía que terminaría siendo tratada como tal por mi propio hijo.

Porque lo que siguió fue tremendo, perverso y enfermizo.  Lo corrompí, anidé en su mente, disfruté desviándolo y, en el proceso, me desbarranqué como madre y como mujer.   Todo fue secreto, íntimo, doméstico, casi siempre vivido en nuestro departamento, en particular en el dormitorio conyugal, porque allí se sentía particularmente a sus anchas asumiéndose el ganador de la presa, el joven padrillo reproductor que montaba a la yegua andada, el reemplazo de su padre ausente.  Aquella misma habitación, aquellos mismos muebles, fueron testigos de un romance lleno de emociones, pero también de excesos y de aberraciones.  Sobre la alfombra mullida que Mauro había dudado pisar viví el acople más dulce de mi vida, tumbada de espaldas, mis uñas clavadas en sus glúteos, incitándolo a poseerme mientras cerca titilaba la luz del velador que habíamos tirado sin querer al suelo mientras nos besábamos ansiosos y desesperados.  Tiempo después, sobre esa misma alfombra experimenté por primera vez su perversión, mis rodillas separadas, su puño cerrado en mi nuca, mi respiración ahogada contra el suelo mientras se solazaba en una cópula lúbrica, usando mi vulva para masturbase... usándome de condón.   Tendido en el sofá del dormitorio, sus brazos extendidos sobre el respaldo, me acostumbré a brindarle arrodillada deliciosas sesiones de sexo oral, sólo para liberarlo antes de dormir de la tensión que había acumulado en el día.  Meses más tarde, a cuatro patas sobre el mismo sofá, me oriné por primera vez durante un orgasmo brutal mientras era sodomizada despacio por mi niño, quien al tiempo que me penetraba por detrás me iba susurrando al oído vulgares obscenidades irrepetibles... Jugando con la silla Luis XVI posé cien veces para él, sin tocarlo, sólo sabiendo que aquello lo incendiaba.  Hincada sobre la misma silla, vestida sólo con mis tacones y un collar de pasear perras, viví la deliciosa experiencia de ser disciplinada como esclava de mi joven amo, las manos y los tobillos atados con las corbatas de su padre...  Y en la cama, en la misma cama donde aquella noche nos dormimos sin habernos tocado siquiera, llegué a retorcerme de placer, mordiendo la almohada o sujetándome de los barrotes de la cabecera.  En esa misma cama viví el paroxismo de suplicarle que me preñara... para luego unirme a él estando embarazada de su propio hijo.    Pero eso vino después.  Aquella noche, aquella primera vez, sencillamente nos quedamos dormidos.

Mirando hacia atrás, no termino de entender en qué lugar desviamos el camino, cuál de todos los eslabones de la cadena resultó el fallado, pues nunca nos dimos cuenta cabal de los que nos estaba ocurriendo.  Pudo haber influido la edad, me refiero a la edad de cada uno y a la diferencia.  Tengo cuarenta años, el 28 de marzo cumplo cuarenta y uno.  Mauro ahora tiene veinte, pero cuando accedió por vez primera a mi tálamo tenía dieciséis.  Mi divorcio lo agarró en plena pubertad, entrando a la adolescencia, y sé que mis primeras conversaciones con la psicóloga ocurrieron cuando él ya había "pegado el estirón", cuando había comenzado a tomar altura.  Asumo que su Edipo eclosionó cuando ya estaba desarrollado, pues de lo contrario la pulsión sexual no se le habría producido, pero tengo presente que cambió la voz cuando ya estaba conmigo, cuando nuestro vínculo ya estaba consolidado.  Pienso que su edad y la mía, su despertar intempestivo y mi madurez ansiosa, hicieron que fuera tan hermoso lo que siguió al colecho.  El amor que vivimos resultó luminoso y extraño como un sol de medianoche, y nos deslumbró hasta el punto de enceguecernos e impedirnos ver, prevenir o evitar o que venía.  Porque la contra-cara de aquel sol de amor incandescente fue una luz negra que nos fue sumergiendo progresivamente en una oscuridad profunda en la que perdimos toda directriz, todo patrón, toda referencia moral.  Bajo esa luz de sombras, durante el coito me reflejé en los ojos turbios de lujuria de mi hijo, me solacé en la contemplación de su mirada vacía, deleitándome viciosa al saber que era yo misma quien le había quitado la claridad y el brillo. Le dediqué mis mejores gemidos de hembra en celo, mis más ahogados alaridos de puta satisfecha, y de a poco lo fui llevando hasta esa zona muerta en la que ya no había lugar para el romance, sino para el acople salvaje, para la cópula descarnada.  La penetración suave, elaborada, de los primeros meses dio paso luego al coito ansioso y primitivo, al acto lúbrico consumado sin amor, por el sólo placer de disfrutar del acto mismo.  Yo consentí aquello y lo incité, pues me autoproclamé madre y rectora, maestra e institutriz de aquel muchacho que, me juré, tendría el privilegio de experimentarlo todo conmigo. No le prohibí nada, no le puse límite alguno, quise saber hasta dónde era capaz de llegar para saciarse un joven potrillo desbocado.  Y en el proceso resulté satisfecha y complacida, pero a la vez corrompida y desviada.

Experimenté el deleite único de sentirme llena, completamente llena, por aquel hombrecito que estaba descubriéndolo todo, viví el placer único de tenerlo encima, empujando incansable una y otra vez, llegando hasta el fondo mismo de mi ser, colmándome y vaciándome a intervalos, y te aseguro que la sola evocación de aquella presión corporal, de aquella desesperación, de aquella respiración jadeante y aquel bombeo, me llenan hoy de emoción y ternura.  Sumisa lamí sus pies y solícita acudí a masturbarlo cada vez que lo pidió, cualquiera fuera el lugar o el momento en que se le antojara.  Así vi salir expulsada su simiente tibia entre mis yemas húmedas, e incluso entre mis mamas aceitadas con las que (estoy segura) le prodigué las mejores cubanas que jamás experimentó en su vida.  Antes incluso de que aprendiera a conducir, accedí a mamársela en el auto, estacionados en la oscuridad a la vera de primaverales caminos rurales o palpitando el peligro de ser descubiertos en plena peladura mientras estábamos aparcados en la playa de estacionamiento de nuestro edificio de departamentos. Acepté su mano en mi cabeza, sus dedos entre mi cabello, guiándome durante el sexo oral y hasta me excité al recibir sus poluciones en la boca, sintiéndolo gemir y sollozar de gozo, una debilidad que sólo se permitía evitar cuando hablaba telefónicamente con su padre, yo arrodillada frente a él o tendida a su lado, meretriz servil y agradecida, chupando despacio y en silencio mientras él atendía aquellas llamadas que yo no quería contestar, o dándole a mi ex marido excusas de mi ausencia, o negociando con él mejores mensualidades para nuestra manutención.

Me permití, también, mis propias delicias, como tocarme descaradamente en su presencia, completando a veces de esa forma la plena satisfacción que me había negado su egoísmo o, a veces, su eyaculación precoz.  En el momento no lo sabía, pero al darme frente a él a estas prácticas intrínsecamente solitarias, fui venciendo frenos y pudores, lo que me facilitó participarlo luego de ocultas fantasías, como ser obligada a chupar, o ser poseída en el suelo, o ser penetrada de pie contra la pared, prácticas que Mauro perfeccionó al punto de hacerme correr en forma salvaje la mayoría de las veces.  Al confesarle mis deseos íntimos, y al conocer los suyos, fui entrando de a poco en su mente cristalina, y una vez adentro me esmeré en irla torciendo y retorciendo hasta llevarlo al límite de la desesperación.  Descubrí las situaciones y expresiones que lo estimulaban y las fui perfeccionando hasta literalmente hacerlo enloquecer.  Me excitó iniciarlo, pero mucho más me excitó desviarlo... y al final me descubrí deleitándome por la forma en que lo estaba corrompiendo.  En determinado momento ya no me importó su integridad, ni las consecuencias, sino mi propio deleite y satisfacción, y así fue que comencé a manipular su subconsciente, defecando y orinando en el lugar donde, como madre, debería haber construido, educado y edificado...  Para cuando terminé, la prístina biblioteca que podría haber florecido y fructificado en la cabecita de mi niño se había convertido en una cueva oscura con libros corroídos por termitas.  Millones de termitas cuyos huevos diminutos yo había ido introduciéndole de a poco cada vez que copulábamos, cada vez que fornicábamos como posesos, cada vez que nos dábamos al trato carnal.  No es de extrañar, por eso, que al final Mauro no tuviera reparos en sodomizarme, incluso contra mi voluntad, o que se hubiera solazado sin culpas con mi cuerpo hasta el noveno mes de mi embarazo.  Embarazo que él mismo me había provocado...

No te niego que gocé, no te niego que fui disfrutando a pleno cada paso, incluso más cuando fui consciente del vacío.  Pero tampoco te negaré que hoy, si tuviera la posibilidad de volver el tiempo atrás, no volvería a transitar el camino que transité.  Porque el dolor resultó mil veces más frecuente que el placer, porque la angustia generada por la culpa ocupó siempre el territorio inmenso ganado por el orgasmo, porque el remordimiento terminó eclipsando cada momento de luz.  Me hablas de emputecerte y de pervertirte como Sofía lo hizo conmigo, y en realidad anhelas que lo haga, deseas que te conduzca por el sinuoso laberinto de la lubricidad.  Pero no lo haré.  A diferencia de aquella madre corrupta a la que me entregué en cuerpo y mente durante mi mórbida exploración curiosa, yo no me atrevería a recomendarte el incesto.  Ni a tí ni a ninguna madre o hijo que se viera inclinado hacia esa práctica sexual.  Termina siendo una trampa que ahoga hasta la asfixia, un pozo sin fondo del que nunca más se puede salir.  Si alguna madre dubitativa llegara alguna vez a pedirme consejo, le diría que consumara la fantasía de manera simbólica, acostándose con un joven de la misma edad que su hijo, pero nunca jamás con su propio hijo.  La cópula bajo esa circunstancia fingida sería lícita y hasta edificante para los dos amantes, y en su fuero interno ambos podrían disfrutar tanto o más, seguros de que nunca habría consecuencias personales, ni para el vástago ni para la progenitora.  Para el resto de las madres inclinadas al incesto, para aquellas que ni siquiera estarían dispuestas a un acople adúltero con un "hijo" postizo, recomiendo buscar refugio en la lectura, porque a veces la literatura erótica provee sustitutos que resultan ser tan buenos como la propia experiencia lúbrica.

¿Comprendes ahora por qué tu fuente apetecida se encuentra envenenada?  ¿Comprendes ahora mi contrariedad, mi sensación bifronte, el conflicto entre el halago y la advertencia?  He querido ser sincera contigo, pues mal favor te haría perjudicándote, y espero que tomes a bien mi cautela y mi reticencia.  La elaborada meretriz que habita en mí me incita a conducirte allí hacia donde quieres, pues conozco las mil formas en que terminarás pidiendo más.  Pero la experta sobreviviente de la catástrofe me obliga a prevenirte, pues nadie vuelve a subir luego de haber caído, nadie puede volver a unir el cristal roto, nadie está por encima de las leyes del tabú, ni puede cambiarlas, ni puede jugar con ellas.  Hay puertas que nunca deben ser abiertas.

Tuya,

Ana Lía