Esther encendida 03
Una cuestión de carrera profesional
- ¿En serio?
- Ni lo dudes.
- No sé… ¿Y cómo? Hija, es que dices unas cosas… No me veo entrándole así a la brava.
- Vamos a ver, bobita ¿A ti no se te frota en cuanto puede o no?
- Claro, como a todas.
- Bueno, a todas no. Pues eso: que, en vez de apartarte, mueves el culito un poco, y ya verás que pronto te lo pone fácil.
- ¡Qué cosas dices!
Aquella misma mañana, en el archivo, tuvo ocasión de poner en práctica aquella idea de Nati que, en un primer momento le había parecido absurda y un mes antes hubiera sido ofensiva, pero, sin embargo, en aquella especie de nueva vida en la que estaba enfrascada, encajaba con cierta estructura lógica y resultaba coherente.
- ¡Ay! Perdone, don Pedro.
- No, Esther, no se preocupe. Hay tan poco espacio aquí.
- Sí, es muy estrecho.
- Por cierto, pase usted por mi despacho… Tengo una reunión importante ahora… Pase en unos treinta minutos.
- Como mande, don Pedro.
Como cada vez que andaba cerca y entraba en el archivo, don Pedro, el director gerente, la había seguido para, con la excusa de buscar un documento por encima del cajón en que ella estuviera archivando, restregarle el paquete en el culo, pero aquella vez, en lugar del habitual apartarse sobresaltada y tener que esforzarse para no darle una bofetada al jefe, se había apretado contra él sintiendo la presión de su polla dura durante unos segundos, tras los cuales se había disculpado con su tono más tímido e inocente fingiendo estar avergonzada y, tal y como había vaticinado Nati, había surtido efecto.
- ¿Da su permiso?
- Pase, pase, Esther. Y cierre la puerta, por favor.
Don Pedro, a sus cincuenta y tantos, no dejaba ser un hombre atractivo. Hacía deporte, y se mantenía en forma, y, aunque tenía una forma de arreglarse clásica, probablemente demasiado elegante y formal, con un cabello demasiado gris, unas patillas demasiado largas, y un bigote demasiado poblado, tenía un punto de macho alfa que resultaba interesante.
- Siéntese, póngase cómoda.
- Como guste.
La invitó a sentarse en una de las sillas de cortesía frente a su mesa y, en lugar de ocupar su sillón de cuero de dirección, se medio sentó frente a ella en el borde de la mesa quizás demasiado cerca como para pensar que se trataba de algo inocente. Con don Pedro nunca sucedía nada inocente. Acostumbrado como estaba desde niño a hacer su voluntad, tenía fama de ir al grano. Aunque con unos modales exquisitos, era resolutivo y gozaba de una gran seguridad en sí mismo, que le permitía exigir sin que lo pareciera.
- Se preguntará usted por la razón por la que le he pedido que viniera.
- Bueno, no es habitual, pero tendrá usted sus razones.
Esther exageró un poco el respeto que le imponía y fingió una ingenuidad que en aquel momento de su vida había perdido ya.
- Bien, pues le explico: supongo que ya habrá notado, porque estas cosas no se me da bien disimularlas, que hace tiempo que estoy interesado en usted.
- Muchas gracias, don Pedro.
- Y el caso es que esta mañana, en el archivo, me ha parecido verla… Digamos que “receptiva” a mi interés.
- ¡Ay! Perdone… No quisiera parecer… Es que… Últimamente mi marido… ¡Qué vergüenza! Un impulso… Usted perdone…
- No, mujer, no se preocupe ¿Qué le pasa con su marido? Si puedo yo ayudarla…
- Es que… Es que…
- Vamos, Esther, tranquilícese.
Se había inclinado hacia ella y colocado la mano sobre su cabeza para consolarla. A Esther le parecía increíble estar siendo capaz de montar aquel teatrillo. Tenía a pocos centímetros la bragueta de su jefe, y su polla abultaba mucho el pantalón, muchísimo. Colocó su mano encima y comenzó a acariciarla mientras seguía fingiendo aquel disgusto.
- Hace meses que no me hace caso… Chatea en internet con otras mujeres… Habla con ellas de hacerlo con hombres… Si hasta está planeando quedar con un zorrón para chupársela a su novio…
- ¡Vaya! Y la tiene desatendida, claro…
- Claro… Y una tiene… sus necesidades… ¡Dios mío, qué vergüenza…!
Ante la mirada comprensiva de don Pedro, abrió su bragueta y deslizó la mano dentro. Cuando comprendió que no podría doblarla para hacerla pasar por ella, desabrochó el cinturón y el botón de la cinturilla para encontrarse frente a frente con la mayor polla que había visto en su vida, y lamió su capullo mirándole a los ojos. Mantenía la mano en su cabeza acompañando con ella sus movimientos.
- ¿Sabe, Esther?
- ¿Mmmmmm…?
- Siempre he pensado que estaba usted desaprovechada en esta empresa.
Había empezado a mamársela. Se metía el capullo en la boca, grueso, de bordes prominentes, y lo apretaba con la lengua contra el paladar sintiendo aquel fluir del liquidito denso y suave que manaba en abundancia; casi lo sacaba envolviéndolo en sus labios para, al instante, volver a engullirlo cada vez un poquito más adentró hasta sentirlo empujando en su garganta. Don pedro ya no hablaba.
- No sabe… lo agradecida que le estoy…
Había apoyado las manos en sus muslos y los notaba duros, tensos y temblorosos cuando se decidió y, sacando la lengua por debajo, comenzó a deslizarla garganta adentro haciendo aquel movimiento de deglución que Nati le había enseñado, sintiendo en sus labios y en su lengua el relieve venoso y rugoso, hasta que notó en la nariz el cosquilleo de su abundante vello púbico. Tuvo la sensación de ahogo que ya sabía controlar, el lagrimeo que le enturbiaba la vista, y lo aguantó un momento, hasta sentir que se formaban aquellos fosfenos verdes luminosos con que su cerebro respondía a la hipoxia antes de sacársela poco a poco, para centrarse en el grueso capullo, recorriéndolo con los labios hasta rebasar su borde una vez tras otra, adentro y afuera, con la lentitud precisa para acentuar el roce y acompañando su caricia con la lengua. Don Pedro se limitaba a emitir un jadeo ronco. Esther le miraba a los ojos, y él parecía hipnotizado por los suyos. Había deslizado las manos por su escote, bajo las copas del sostén, y acariciaba sus tetas. Se notaba mojada, caliente, y percibía el roce de sus palmas en los pezones como un cosquilleo enervante.
Volvió a engullirla, a tragársela entera muy lentamente dejándola entrar en su garganta y sintiendo aquel ahogo y aquella excitación que le causaba la impresión de irrealidad de la asfixia momentánea. Cuando la sacó, babeaba sobre el suelo, pero evitaba mancharse. Mantenía un extraño control sobre sí misma. Aquello no era sexo, era carrera profesional.
- Deme… deme… lá… Por… favor…
Apretó el capullo con la lengua e hizo el vacío en su boca succionándola. Sintió acelerarse aquel temblor de piernas. Gruñía. Notó el latido en su boca, un palpitar violento que hacía que pareciera inflamarse más ponerse más rígido aquel tronco grueso. Recibió el primer chorro de esperma en la garganta. Se tragaba su lechita, que brotaba a borbotones. Sus manos parecían crisparse en sus tetas. Le hacía daño.
- Gracias… Muchas gracias, don Pedro. Usted no sabe… Me hacía tanta falta sentirme… deseada… Muchas gracias…
- Por favor, criatura, no… Tenga, arréglese un poco, que no vayan a verla así al salir.
Ofreciéndole su pañuelo, le señaló la puerta de su aseo personal. Esther, frente al espejo, se secó las lágrimas con cuidado de no estropearse el maquillaje y reparando los pequeños estropicios que el rímel había dejado en sus párpados. El enrojecimiento de los ojos no tenía arreglo. Pensarían que había llorado. Se repasó el carmín con los dedos extendiendo el que quedaba por donde se había desvanecido. Bien, podría salir tranquila.
- Con su permiso, don Pedro, voy a volver a mi trabajo.
Había vuelto a su sitio y revisaba papeles como si nada hubiera ocurrido. Levantó la mirada por encima de las gafas de leer y sonrió levemente.
- Como quiera, Esther.
- Gracias.
- Oiga… Usted es administrativo ¿Verdad?
- Sí.
- Ya… Hay una vacante de jefe de administración en recursos humanos… Ya sabe que Natalia no es una mujer amable, pero es muy profesional, creo que es una buena oportunidad para usted. Si quiere… Hablaré con ella.
- Como guste, don Pedro. Muchas gracias.
- Las que usted tiene, Esther, las que usted tiene…
Cuando llegó al despacho de Nati, estaba colgando el teléfono y la sonreía con una sonrisa socarrona. Cerró la puerta a su espalda, la cogió de la mano y, a tirones, la medio arrastró hasta su aseo personal. Se sentó en el lavabo abriéndose de piernas y subiéndose el vestido.
- Tú se la has chupado, picarona.
- Me comes el coño ahora o me tiro por la ventana.
- ¡Menuda polla que tiene, eh!
- ¡Comemelo…! ¡Asíiii…!
- Y menuda zorra estás tú hecha, mosquita muerta.
Lamió su coño empapado hasta hacerla lloriquear suplicando que parara. Restregó su cara en él sin miedo a estropearse el maquillaje. Ella no se maquillaba. Al terminar, mientras se recuperaba todavía jadeando, olió sus bragas y se las guardó en el bolso.
- Estas me las quedo de recuerdo. Huelen a putón.
- Te quiero.
- Claro, gordi ¿Cómo no ibas a quererme?
- Oye… ¿Y tú cómo lo sabes?
- ¿El qué?
- Lo de su polla.
- Hay que saber de todo en este oficio, cariño.
- ¡Menuda zorra estás tú hecha!
- Un respeto, que soy tu jefa.
- Oye ¿Y cuando me incorporo?
- Mañana te mando el nombramiento y puedes traerte tus cosas.
- ¿Sabes?
- ¿Sí?
- Me da un morbazo…
- Oye, no empieces otra vez, que tengo mucho trabajo.
Camino de su mesa en administración, sintió el frío colársele bajo la falda. Durante la noche, jugando en la ducha, Nati se lo había depilado. “Tengo que pensar en el trabajo o voy a dejar charco en la silla”. Era muy difícil ir sin bragas y pensar en el trabajo. No recordaba haber ido nunca sin bragas, salvo aquella tarde, en navidades… “Pensar en el trabajo, pensar en el trabajo…”.
Mientras tanto, en aquel preciso momento, en el geriátrico donde trabajaba, Jorge, encerrado en el retrete, se masturbaba recordándolas ¿Qué estaría haciendo Esther? Hubiera dado un mundo por tener una polla como la de Nati. Había dormido mal. Estaba somnoliento y dolorido, y se sentía extraño. Ojalá viniera Esther a dormir aquella noche. Quería escucharla contándoselo.