Esther encendida 02

Esther y Nati siguen a lo suyo, y Jorge paga las consecuencias.

-          ¿Qué tal te lo has pasado?

-          De muerte.

-          ¿Con Nati?

-          Y con Javier. Hemos ido a tomar algo a su casa al salir del trabajo.

-          ¿Habéis follado?

-          Mira.

Se había acostumbrado a aquello, y le divertía. Le enseñaba el coñito irritado, o las huellas de azotes en sus nalgas grandes y blancas, y a él se le ponía como una piedra.

-          Anda, que ahora que paso de ti, hay que ver cómo se te pone cuando te cuento mis cosas.

-          Ya…

-          Si se te hubiera puesto así antes… Igual no andaba jodiendo por ahí.

-          ¿No?

-          Oye, cabrón, no te toques.

-          Perdona.

-          Bueno, no sé, porque la verdad es que Nati… Me pone mucho más que tú.

-          Claro.

-          Es que no sé como he podido pasar tantos años jodiendo contigo de mala manera. Si lo llego a saber antes…

En realidad, no era tan cierto: los primeros años de su matrimonio habían estado bien. Jorge la tenía más dura, y la follaba bien, se divertían, pero tampoco era mentira que hacía mucho, que se había convertido en un amante de mierda y que la mitad de las pocas veces la dejaba a medias y con el coño pingando de leche justo antes de ponerse a roncar.

-          Esta mañana le he hecho una paja a Tomás en la oficina. Hemos coincidido en el aseo y me he encerrado con él en un retrete. El muy cabrón quería que se la comiera, pero he pasado. Como me había olvidado el cepillo de dientes… Pero bueno, se la he meneado y él me ha metido los dedos debajo de las bragas. Es una pasada como se le pone de dura. La de la limpieza habrá alucinado esta tarde.

-          Pobre…

-          Pues está rica, la tía. Es una indiecita que tiene un culazo y unas tetas para comérselas.

-          ¡Ay!

-          Que te he dicho que no te toques, gilipollas.

-          Perdona.

-          Ya, mucho “perdona” y, en cuanto me descuido… Seguro que cuando no te veo te pasas el día meneándotela como un mono.

-          Mujer, tanto…

-          Oye ¿Y cuándo te animas a quedar con la Susana esa para comerle la polla a su novio?

-          No es su novio.

-          Igual da.

-          No sé… No me decido…

-          Maricona y cobarde. La verdad es que eres un piltrafilla, cielo.

-          Ya…

-          Venga, apaga y a dormir.

-          Hasta mañana.

-          Como me despiertes meneándotela te mato.

Y así se pasaba la noche, el pobre, como Tántalo en fugitiva fuente de oro, con Esther al lado, la polla como un palo, y sin atreverse ni a meneársela, no fuera a ser que al final un día se hartara de él y le dejara.

-          Oye ¿Y si vamos a tu casa?

-          ¿A mi casa? ¿Y Jorge?

-          Jorge… ya veremos.

Habían comido juntas y, tras los postres, tomaban una copa en la misma terraza. De un tiempo a aquella parte, comían juntas a menudo, a veces para pasar la tarde dando una vuelta, de compras, o tomando unas copas; otras como preámbulo de una tarde o una noche loca. Cada día con más frecuencia, Esther no volvía a casa. No avisaba a Jorge ni le daba explicaciones. Tan sólo le contaba sus aventuras la siguiente noche que pasaban juntos, o cerca, para ser precisa, cada vez con mayor detalle, provocando su excitación para torturarle. Le divertía aquella angustia que se le notaba en la cara cuando le prohibía tocarse mientras se las contaba, porque de tocarla a ella ya ni hablaban. Aquel “nos llevamos muy bien” había adquirido un sentido nuevo.

-          Así que este es el maricón de tu marido.

Jorge se quedó de piedra. Habían llamado al timbre para que tuviera que salir a recibirlas, y se quedó paralizado viéndolas junas en la puerta. Nati era muy parecida a la imagen mental que se había hecho a partir de las descripciones de Esther, quizás no tan alta ni tan corpulenta. Ella siempre destacaba que era muy “fuerte”, y no se había planteado que su figura resultara tan estilizada. La simple idea de tenerla cerca, de tener a ambas cerca, le causo un estado de excitación que, además de convertirle en un bobalicón taciturno y tartamudo, le provocó una erección más que evidente, dado que andaba por casa con un pantalón de pijama. Nati, con un elaborado gesto de desprecio, se lo palpó sin disimulo.

-          Pues si que es verdad que no vale gran cosa.

-          ¿Ves? Ya te lo decía yo.

-          Por lo menos no está muy gordo.

-          No, mucho no.

-          Anda, cielo, prepáranos unas copas mientras nos ponemos cómodas.

-          ¿Qué… qué os apetece?

Se fue a la cocina a preparar dos gin tonic procurando esmerarse y, cuando llegó a la salita con la bandeja, los dejó en la mesa baja frente al sofá donde Nati y Esther charlaban. Dudó un momento y decidió no sentarse. Sin saber cómo comportarse, se apartó a un lado y se quedó de pie, como si esperase una invitación que no llegaba. Nati llevaba una falda muy corta, que le permitía, aunque no se atreviera a mirarla directamente, apreciar la longitud de sus piernas morenas. Estaba bien musculada, como decía Esther, pero no era una grandullona. Más bien una mujer elegante, alta -bastante más que él-, y delgada, muy estilizada, que exhibía mucha seguridad en sí misma y lo que parecía un dominio sutil sobre su mujer. No podía evitar aquella erección inoportuna. Aunque se la había colocado en la cocina lo mejor que había podido, resultaba muy evidente, y le causaba inseguridad y una cierta humillación.

-          ¿Y le tienes a dos velas?

-          Bueno, más o menos. Cuando no estoy se toca.

-          ¡Qué cerdo!

-          Por lo menos, ya he conseguido que no lo haga en mi cama.

-          Algo es algo.

Había un algo en su lenguaje corporal que le fascinaba, una complicidad muy íntima y afectuosa, un cariño palpable que se manifestaba en sus movimientos, en sus actitudes y en sus gestos. Esther parecía admirarla, buscar su abrigo, como si la hiciera sentirse a salvo, y ella se lo proporcionaba de alguna manera con aquel aplomo que, en cierto modo, envidiaba. Charlaban repantingadas en el sofá, Nati con los pies en la mesita y las rodillas flexionadas, con su brazo rodeando los hombros de Esther, acurrucada en ella. A veces, entre frase y frase, se besaban en los labios. Recordó que hubo un tiempo en que ellos eran así.

-          Dime donde esta el baño, Jorge, por favor.

La acompañó por el pasillo hasta llegar a la puerta y la abrió apartándose para franquearle el paso. Cuando fue a retirarse, Nati lo paró en seco.

-          No, entra.

Se sentía atemorizado por aquella mujer imponente que le trataba con tal autoridad que no dejaba opción a la desobediencia. En aquel espacio reducido, la vio subirse la falda, bajarse la mínima tanga roja y sentarse en la taza con ella en los tobillos y las piernas abiertas. Tenía el pubis depilado y un triángulo de piel blanca. Le dolía la polla, y le avergonzaba aquella erección que no podía disimilar. El sonido del chorro de pis al golpear el agua le excitaba todavía más. Sentía una angustia intensa.

-          ¿No tienes nada que decir?

-          ¿Qué?

-          Sobre que te haya robado a tu chica.

-          No… Yo… Si ella quiere…

-          Eres un mierda, cielo. Anda, límpiame.

Con manos temblorosas, cortó un pedazo de papel higiénico, lo dobló cuidadosamente, y lo pasó entre sus piernas. Se hubiera arrodillado si se lo hubiera pedido. Apartó la cara para no acercarla a ella más de lo imprescindible. Le intimidaba.

-          ¿Me follarías?

-          Yo… no sé…

-          Un mierda de mucho cuidado, sí señor. Anda, deja de tartamudear y ayúdame a ponerme esto.

Había sacado del bolso, que Jorge pensó que llevaba por “uno de esos asuntos de mujeres”, un strapon de muy notables dimensiones. Aparentaba ser una polla real de, al menos, 25 cm de longitud y una circunferencia de en torno a veinte. Tuvo que examinarla hasta comprender cómo se colocaba ante la mirada impaciente y airada de Nati, que jugaba a asustarle con su actitud reprimiendo la risa. Cuando, por fin, comprendió el “mecanismo”, tuvo que esforzarse para contener el temblor de sus manos al introducirle en el coño el pequeño accesorio destinado a dar placer a la portadora, abrochar y tensar las correas que lo fijaban en su sitio. Cuando terminó la enorme polla de goma levantaba ostensiblemente su falda.

-          ¿Es para mí?

-          Es para follar tu culo de putita.

-          ¡Ains…!

Coqueteando, Esther se puso a cuatro patas sobre el sofá. Nati levantó su falda, le bajó las bragas, y palmeo su culo sonriendo, indicando a Jorge con un dedo que se acercara para, agarrándolo por el pelo, meter su cara entre las nalgas amplias, mullidas y pálidas de su mujer.

-          ¿Quieres comérmela, zorrita?

Se sentó sobre el brazo del sofá ofreciéndosela. Esther comenzó a lamer el capullo enorme, que le cabía en la boca a duras penas. Jorge acariciaba su chochito por indicación de Nati haciéndola gemir.

-          ¿Vas a hacerme daño?

-          Voy a hacer que llores.

-          ¿Me follarás muy fuerte?

-          Sí.

-          ¿Te gusta que llore?

-          Si es por mí sí. Mucho.

-          Te quiero.

-          Trágatela, putita, no busques excusas.

Empujó su cabeza forzándola a tragársela hasta más allá de su mitad. Había aprendido mucho durante los últimos tiempos, pero aquello era más de lo que sabía hacer. La sintió entrar en su garganta ahogándola. Se le saltaban las lágrimas, que dibujaban regueros de rímel en sus mejillas. Cuando se le sacó, agarrándola del pelo, la hizo incorporarse para morderle la boca y lamió sus lágrimas mientras metía dos dedos en su coñito.

-          Estás caliente y mojada.

-          Como una perra.

Jorge, que con muy buen tino se había apartado discretamente, pudo verla rodeándola, colocándose a su espalda, empujándola para volver a ponerla a cuatro patas, apuntar con aquella polla terrible a su culito, y empujar arrancándola un quejido.

-          ¡Aaaaaay! Es… muy grande…

-          Es tremenda.

-          ¡Cláva… mela…!

Se había incorporado, y Nati, tras subirle el jersey, amasaba sus tetas grandes y pálidas mientras mordía su hombro y empujaba hasta clavar entera la polla de goma en su culo haciéndola gemir y quejarse al mismo tiempo. Hiperventilaba con los ojos y los dientes apretados. Esther se masturbaba frenéticamente, como si pensara que así podría conjurar el dolor. Se dejó caer.

-          ¡Fóllame! ¡Fóllameeeeee!

Agarrándose a sus caderas, comenzó un movimiento de vaivén que aceleraba cada vez que volvía a clavársela. Jorge veía con los ojos desorbitados el rostro contraído de Esther, que chillaba con la cara apoyada en el asiento del sofá sin dejar de acariciarse, de frotarse el coño como con rabia. Nati golpeaba su culo una y otra vez haciendo que su carne dibujara ondas, como olas que la recorrían. La mancha de humedad en el pantalón de su pijama era ya escandalosa. Su polla cabeceaba rozándose con la tela, causándole una sensación extraña, enervante. Jadeaba y sentía una intensa ansiedad, una opresión en el pecho y el latido de la sangre en las sienes. “Es Esther. Es Esther” resonaba en su cerebro como si le costara hacerse a la idea de que era a su mujer a quien follaba aquella zorra haciéndola chillar de dolor y, pese a ello, temblar excitada, caliente.  Nati le miró a la cara.

-          ¿Ves cómo se hace, maricón?

-          … sí…

-          Pues aprende, por si alguna vez pillas a otra idiota que te haga caso.

Le hablaba jadeando. Follaba ya a Esther frenéticamente. Transpiraba, y su blusa mojada permitía vislumbrar sus pezoncillos oscuros. Cuando Esther pareció tensarse y estallar, y su cuerpo comenzó a sacudirse espasmódicamente haciéndola caer al suelo con la mano entre los muslos y los ojos en blanco, Nati, sencillamente, se sentó a contemplarla con una sonrisa radiante. Su polla de goma vibraba en el aire asomando por debajo de la falda, que se le había arrebujado sobre ella. Temblaba. Gimió muy quedo cerrando los ojos por un momento y mordiéndose el labio inferior.

-          ¡Ay, Nati! ¡Qué tremenda! Te adoro.

-          Mira que eres zorra, cariño.

-          ¿Te gusto?

-          Me encantas.

-          ¿Nos vamos a la cama?

-          ¿Sin cenar?

-          Sí.

-          ¿Y este?

-          Tiene una colchoneta de gimnasio. Si quiere, que se eche en el suelo.

-          Venga, vamos. Pero le atamos las manos, que no quiero que se toque viéndonos.

Aquella noche, durmieron y jodieron como novias adolescentes. Antes de acostarse, Nati sacó el vibrador de sus correas y lo dejó en el suelo, de pie, junto a la colchoneta de Jorge.

-          Creo que hay tipos que se corren estimulándose la próstata, por si quiere probar.

Le habían amordazado. Se sentía enfermo, ardiendo. Le dolía la polla. La tenía morada. Mientras dormían abrazadas, desnudas, con las piernas entrelazadas, miró hacia la terrible polla de goma…