ESTHER (capitulo 40)
Largo viaje de Esther a Camboya al encuentro de Moncho.
Capitulo 40
Según sus cálculos, llevaban cuatro días de navegación cuando de madrugada vio luces de una línea de costa a lo lejos al mirar por la claraboya. Para ella no significaba nada porque no sabía por donde navegaban ni en que dirección. Al día siguiente pensó que seria Italia, pero no podía asegurarlo.
Esa tarde el capitán entró en el camarote y se sentó en una silla al lado de Esther que estaba en el camastro.
– Mire señorita, se lo voy a poner muy claro, –la dijo suavemente en inglés–. La vamos a sacar del barco y podemos hacerlo de dos maneras. La atamos, la drogamos y la llevamos como un fardo, o colabora y no sufrirá ningún daño. A mi me da igual, usted decide, pero la queda un viaje muy largo y puede sufrir algún daño. Yo la aconsejo que colabore.
– ¿A dónde me llevan?
– La llevaremos a tierra y la entregaremos a otras personas. Solo quiero saber como debo tratarla.
– Colaboraré, –le dijo apesadumbrada. No quería darles excusas para hacerla daño.
Eran las dos de la madrugada cuando la puerta se abrió y su cuidador entró con un tosco jersey de lana de la mano. Hacia rato que Esther esperaba vestida con sus vaqueros y la camiseta grande. Se puso el jersey, que la estaba enorme, y salio del camarote seguida por su cuidador. Bajaron un par de tramos de escalera y al final de un pasillo llegaron a una escotilla situada un par de metros por encima del agua. Por una escala con peldaños de madera, bajó hasta una lancha grande equipada con cuatro motores fueraborda. Tres hombres ocupaban ya la barca. Su cuidador bajo tras ella y entonces reparo en que llevaba una pistola en la cintura, en la parte de atrás. Se acomodó junto a ella en el centro de la barca y la arropo con una manta. Mucha barca para tan poca gente pensó, pero supuso que seria porque tendrían que recorrer mucha distancia. Y así fue, casi cuatro horas de navegación después varios, de los motores se apagaron y continuaron con uno solo. Veía luces de costa y como parecía que entraban en una especie de bahía. Navegando con sigilo, media hora después llegaron a la orilla en una especie de península. A su izquierda, como a un kilómetro, veía una zona enormemente iluminada. La barca se paró sobre una zona de arena y los hombres saltaron fuera y la sujetaron. Esther bajo con la ayuda de su cuidador, se acercaron a la línea de árboles y se agacharon. Unos segundos después regresó uno de los hombres que había ido por delante y les hizo una seña. Emprendieron la marcha hasta que encontraron una carretera y reparo en un cartel medio roñoso “Aerodrom Tivat”. Esperaron ocultos entre los árboles hasta que apareció una furgoneta que paro en la cuneta a escasos diez metros de ellos y apago las luces. Esperaron unos segundos y cuando la puerta lateral se abrió, salieron de su escondite, se dirigieron a ella, subieron y encendiendo las luces arranco. Desde el interior vio como parecía que bordeaba el aeródromo y ya al otro lado siguieron por la carretera hasta unas naves situadas a la espalda de lo que podía ser la terminal. Cuando llegaron, se bajaron y por una puerta auxiliar entraron y se acercaron al un pequeño avión Falcon que había estacionado a escasos metros de la valla. Subieron a él, y el cuidador estuvo unos momentos hablando con los cuatro hombres que había dentro. Después dio media vuelta y se marchó. La sentaron en uno de los sillones, la abrocharon el cinturón y despegaron hacia un destino desconocido para ella.
Isabel me llamo de madrugada, tenía noticias. Una hora después me reuní con ella en su despacho. Por video conferencia tenía a nuestro hombre en Camboya.
– Los de Pinkerton han rastreado un carguero que salio de Valencia tres días después del secuestro con destino a Albania. El barco es propiedad de la mafia moldava. Con el sistema de posicionamiento han descubierto que se desvío mas de doscientas millas al norte de su ruta, antes de llegar a su destino.
– ¿Y ahora donde esta? –pregunte.
– Llegando a su destino.
– Muy bien, ¿qué hacemos?
– Podríamos asaltar el barco, puedo organizarlo, pero no lo aconsejo, –intervino el de Pinkerton–. Seguro que ya la han desembarcado y un asalto les pondría al tanto de que estamos tras ellos.
– ¿Sabemos donde la han desembarcado?
– Afirmativo, solo hay una posibilidad, Montenegro. Buscamos un aeródromo tranquilo que este cerca de la costa. Mi gente ya esta en ello.
– Bien, pero cuando todo esto finalice, quiero que destruyas ese barco, –le ordene–. No quiero que sobreviva nada que tenga relación con esto. ¿Está claro?
– Perfectamente, se hará como quieres, –y después de una pausa añadió–. Me está entrando información. Hace dos horas ha despegado del aeródromo de Tivat un Falcón 2000 sin un destino claro.
– Solo nos llevan dos horas de ventaja, –dijo Isabel.
– Sí pero, ¿a dónde van? Un Falcón tiene una autonomía de unas cuatro mil millas, tienen que hacer escalas, como mínimo dos. La cuestión es donde, –dijo pensativo.
– En principio una ruta por Grecia, Turquía, Irak, parece muy conflictiva, –razoné.
– Soy de la misma opinión, –afirmo el de Pinkerton. A través de la pantalla del ordenador le veíamos consultando los mapas en compañía de un hombre y una mujer. Esta ultima de hizo una indicación señalando algo en los mapas y el de Pinkerton asintió–. Lo mas seguro seria realizar una ruta por el sur, a través de Egipto y repostar en algún lugar de Eritrea o Yemen. De ahí lo lógico seria la India y luego a Camboya.
– Muy bien, entonces ¿qué hacemos? –pregunte. En la pantalla vi como los tres se miraban y cambiaban impresiones.
– Sara, infórmanos, –dijo en el Pinkerton a la mujer.
– No podemos hacer nada salvo controlar la India. Los territorios al sur de Egipto, Sudan, Eritrea son como el oeste americano, podrían aterrizar incluso en una carretera que nadie se enteraría. Yemen es parecido. La India es otra historia. En cuanto a aeropuertos, esta bien equipada y hay muchos. Será como buscar una aguja en un pajar, pero se puede intentar.
– ¿Podemos tener un equipo preparado en la India? –pregunte.
– Si, –dijo el de Pinkerton–. ¿Pero donde? Aunque tengamos un equipo en Delhi, por ejemplo, si aterrizan en el sur, o en la costa, hay varios miles de kilómetros de distancia, no llegaríamos.
– Y reduciríamos fuerzas aquí, –intervino Sara.
– ¿Lo tienes todo preparado allí? –le pregunte–. ¿Falta algo?
– Todo está preparado.
– En una hora, Isabel y yo cogeremos un avión que he fletado para ir allí. Vamos directos, espero que lleguemos a tiempo, quiero estar presente. Cuando llegue, hablamos.
– De acuerdo, le estaremos esperando. Es mejor tomar precauciones.
Esther miraba por su ventanilla, pero solo veía desierto. Habían aterrizado en una pista, pero no se veía terminal. Por las ventanillas del otro lado veía unas casas a medio derruir o a medio construir, no lo podría asegurar. La pareció entender que estaban en Eritrea, que es lo mismo que si hubieran dicho cualquier otro lugar. Un camión cisterna del mismo color que el resto del paisaje, se había acercado al avión para repostarle, mientras los pilotos y sus secuestradores, menos uno que la vigilaba, fumaban en el otro lado. Esther los observaba a través de la ventanilla y ellos la observaban a ella. Hablaban entre ellos y en ocasiones la miraban y soltaban grandes risotadas. Eso le daba escalofríos y tuvo la certeza, que antes de llegar a donde fueran, algo malo la ocurriría. Despegaron levantando una gran nube de polvo. Cuando alcanzaron altura, uno de ellos se levantó, la soltó el cinturón de seguridad y cogiéndola de la camiseta la levanto. Esther se agarró instintivamente al brazo del hombre que reacciono dándola un bofetón.
– ¡No la pegues! –intervino en inglés otro de los hombres–. Recuerda lo que nos advirtieron.
– Ya esta muy marcada, –respondió riendo–. Alguno ya se lo ha pasado bien con ella. Un par de ostias mas no importa.
– Si, y ese ya está muerto. Recuérdalo, – y enseñándole la cacha de la pistola que llevaba al cinto, añadió–. No me la voy a jugar por ti. Esto ya lo hemos hablado.
– Vale, vale, no te pongas nervioso, –respondió mirando amenazador a su interlocutor. La fue quitando la ropa usando dos dedos de cada mano a modo de pinzas.
– Esta buena la puta enana esta, –dijo cuando la tuvo desnuda–. Arrodíllate zorra.
Esther obedeció de inmediato y el hombre, sacándose la polla se la metió en la boca. Olía mal, y tuvo que hacer esfuerzos para no vomitar el bocadillo que la habían dado durante el vuelo anterior. No duro mucho, a los pocos segundos se corrió en su boca chillando como un cerdo. Esther no sintió nada. Desde que estaba conmigo no había estado con ningún otro hombre y la preocupaba que pudiera sentir placer en medio de este horror. No sentía placer, solo asco, náuseas y un profundo odio.
– Ven aquí chica, –la ordeno el de la pistola. Esther se acercó y se arrodilló entre sus piernas tras una indicación de él–. Sácamela y chupa, zorra.
Estaba chapándosela al de la pistola, cuando hoyo abrirse la puerta de los pilotos.
– ¿Todavía estáis así? –pregunto uno de ellos–. Venga que nos toca.
Cuando el de la pistola terminó, uno de los pilotos la puso a cuatro patas y la penetro. Cuando termino de follarla, el otro piloto ocupó su lugar. Durante todo el vuelo hasta la siguiente escala, la estuvieron follando alternativamente y por todos sus orificios. Unos minutos antes de aterrizar la dejaron ir al baño a hacer sus cosas, a lavarse un poco y a llorar desconsolada.
Estuvieron casi dos horas en esa nueva escala. Cuando despegaron, el primer hombre la volvió a desnudar y sentándola en el suelo, entre sus piernas, la obligo a chupársela y a restregársela por la cara durante el resto del viaje ante la indiferencia de los demás.
Aterrizamos en Tailandia, en el aeropuerto de Nang. Nos estaba esperando el de Pinkerton, acompañado de Sara y varios hombres discretamente armados. En un antiguo helicóptero de la época de Vietnam nos trasladamos a Koh Kong, al otro lado de la frontera. Desde cierta distancia sobrevolamos la zona donde se ocultaban los túneles. Era una zona de ribera con las construcciones sobre palos tipo palafitos, típicas de la zona. Me explicaron que debajo de las casas estaban las entradas a los túneles que se extendían un par de cientos de metros en dirección al interior, hasta desembocar en un complejo de varios túneles y bóvedas. Tenían localizadas cuatro entradas bajo las casas y dos en el interior del pueblo. Según la información de que disponían la longitud total entre túneles y pasadizos era de unos cinco kilómetros. Después de dar un gran rodeo, el helicóptero se dirigió al barco aproximándose desde altamar para no llamar la atención. Visitamos el barco, conocimos a los mercenarios, y a continuación nos reunimos en un camarote con sus ayudantes.
– Hace tres horas, el Falcón ha aterrizado en Bangalore, y un par de horas después ha vuelto a despagar, –comenzó el de Pinkerton–. Calculamos que en tres horas llegaran aquí.
– ¿Dónde aterrizaran? –pregunto Isabel.
– Esta organización tiene una pequeña pista oculta en la selva para sus historias de drogas, –respondió Sara–. Lógicamente aterrizaran allí, el problema es que no sabemos donde esta.
– Entonces hay que esperar a que la traigan aquí, –razoné para preguntar a continuación–. ¿Cómo sabremos que han llegado?
– Tenemos instalado en un monte cercano un sistema portátil de radar, detectaremos en avión cuando llegue.
– Nada mas que tengamos la certeza de que Esther esta en los túneles, hay que actuar, no podemos perder tiempo, –insistí–. No sabemos los planes que tendrá Moncho.
– No habrá problemas. Cuando anochezca comenzaremos con el despliegue en tierra pero sin aproximarnos a la zona. Desde que decidamos atacar, pasaran quince minutos hasta que se produzca.
– Entonces vamos a dejar varias cosas claras, –les dije–. Primero. Rescatar a Esther con vida en lo más importante y los posibles secuestrados que encontremos en el interior también. Segundo. No se va a detener a nadie, no va a escapar nadie, ni se va a coger prisioneros. Nadie va a sobrevivir al ataque, y los túneles serán dinamitados para que no se vuelvan a usar. Tercero. Moncho es mío, el o los que me lo traigan con vida, tendrá una gratificación de 50.000 $ cada uno. Y cuarto. Ya sabéis que sospechamos que hay en esos túneles una gran cantidad de dinero. Lo quiero, junto con todo el material informático que se encuentre, discos duros, ordenadores, todo. Posteriormente, una parte de ese dinero se repartirá entre su gente y entre ustedes, por supuesto. ¿Ha quedado claro? ¿Alguna pregunta?
– ¿Dónde va a seguir la operación? –pregunto Sara.
– Desde los túneles. Iré detrás de ustedes, en retaguardia, –y sonriendo añadí–. No se preocupen por mí, no les voy a estorbar. Necesitaré una pistola.
Cuando la estación de radar avisó sobre la presencia de un avión volando bajo en la zona, todas las fuerzas ya estaban en posición a la espera para iniciar el asalto. Yo, equipado con un chaleco antibalas, un arnés, un cuchillo militar y una pistola automática, esperaba junto al hombre de Pinkerton y Sara, la confirmación de la presencia de Esther en el interior de los túneles.
– En algo menos de una hora aterrizaremos, dijo uno de los pilotos abriendo la puerta de la cabina–. ¡Joder! ¿Todavía te la sigue chupando? Estás obsesionado, tío.
– Y si me dejarais dejarla sin dientes de un par de ostias, la chuparía mejor, –respondió con una risotada, y levantándose añadió–. Todavía me da tiempo a darla por el culo.
La coloco a cuatro patas y la penetro brutalmente por el ano. Esther sintió un dolor terrible en su maltrecho ano a causa de la sesión anterior. Sintió como algo se desgarraba y no pudo remediar soltar un chillido de dolor. Imperturbable, el animal que tenía detrás siguió fallándola a pesar de la sangre que visiblemente emanaba del ano de Esther, que no paraba de llorar. Cuando se corrió, se levantó mientras Esther se acurrucaba en el suelo atravesada por el dolor.
– Te advertí de que no la hicieras daño, –hablo el de la pistola dándole una toalla a Esther–. ¡Joder! Lo has puesto todo perdido de sangre.
– No te preocupes, no pasa nada.
– Si yo no me preocupo, porque el que la va a entregar al jefe, vas a ser tú, –dijo el de la pistola empuñándola con una sonrisa.
Esther se vistió como pudo, colocándose un trozo de la toalla a modo de compresa para intentar parar la hemorragia. Aterrizaron en medio de la selva en una pista rodeada de árboles y sin iluminar. Acompañada por su violador principal, bajaron del avión y subieron a un todoterreno que le esperaba. Con las luces apagadas, circularon por senderos accidentados dando tumbos y saldos descontrolados que la producía un dolor indescriptible. Casi media hora después, el vehículo se detuvo y se apearon de él. Agarrada con fuerza por el brazo, su acompañante la obligo a entrar por una especie de caverna que conectaba con los túneles. Estuvieron mucho tiempo recorriéndolos hasta que por fin entraron a una pequeña estancia. En el centro, Moncho la miraba fijamente. Su acompañante la soltó y Esther sin poder evitarlo cayo al suelo. Esther no tenia fuerza ni para devolverle la mirada. A pesar del odio que sentía hacia él, se sentía derrotada y solo quería llorar o morir.
– Advertí que no la tocarais en el avión, y ya me han informado de que no me has obedecido, –le dijo Moncho al violador, y levantando una pistola que tenía en la mano le disparó entre los ojos.
Su cuerpo se desplomó ante la indiferencia de Esther. Estaba convencida que la próxima seria ella. Solo esperaba que fuera rápido.
– Hola cariño, cuanto tiempo sin vernos, –la saludo Moncho con una sonrisa malévola en los labios.