Esteban
Amó traicionado por su pasión
1.-
Como un señorito toqué la puerta en la casa de Esteban intuyendo que saldría como una señora.
Me había pedido que fuera a su casa a acompañarlo el fin semana porque sus padres habían salido de viaje y no quería estar solo.
Y yo le creí, aunque no del todo.
Debo reconocer que en ese tiempo ya tenía alguna experiencia. Los hombres siempre me atrajeron y mi primo, y algunos de sus amigos, me daban por el culo cada tanto, algunas veces dejándome satisfecho y otras, la mayoría, quedaba más caliente que antes.
Adivinaba que a esas relaciones les faltaba algo. Me calentaban un poco tocándome el culo o haciendo que les masajee sus vergas, pero no las percibía más allá de un juego de amigos, sin sentimientos, en la que yo era el objeto al que le dejarían su leche, pese a la simpatía que ellos me generaban. Faltaba algo en esos encuentros fugases y reiterativos.
Esa tarde era distinto; Esteban era un compañero apuesto, tontolote, que, en son de juego, me tocaba el culo cuando podía y yo le hacía lo mismo. Pese a lo efímero de sus caricias, sus manos se hacían sentir en mis glúteos y esa sensación perduraba en mis carnes por largo rato.
Éramos amigos, lo que se dice amigos. Me contaba lo que sentía, sus recuerdos, sus placeres, sus gustos coincidían con los míos en la mayoría de las veces.
Nunca nos habíamos visto en pelotas ni pasamos de esos tocamientos de jóvenes calenturientos.
2.-
Tras abrir la puerta, Esteban apareció ante mí como el amable gigante que era, extendiéndome los brazos.
Cuando se cerraron sobre mí, fue el abrazo del oso fuerte, continente, abarcador y dominante.
Mi cabeza se hundió en su pecho; mi nariz me embriagó con su olor a macho y me supe más puto que nunca.
Sus duros brazos casi me rompieron, pero eso fue agradable.
Los segundos de su apretón de bienvenida fueron una hermosa eternidad.
Sin saberlo, hizo que me concibiera como la necesitada mujer que nunca podré ser.
No me soltó, me giró hacia el interior de la vivienda y, al oído, largó un “gracias por venir”.
Oí que la puerta se cerraba a mis espaldas y con mis ancas palpé su bulto, calentándome el trasero.
Sin sacarme los brazos de encima me guió a su pieza, diciéndome “ponte cómodo, la vamos a pasar de maravilla”.
La frase me hizo imaginar en milisegundos todas las fantasías eróticas imaginadas y supe que esa sería la noche.
Me largué al agua preguntándole si podía bañarme, me contestó con un sí rotundo indicándome dónde quedaba el tocador y agregó “estás en tu casa”.
Calculó que me encontraría en la ducha, cuando el tontolote se presentó a mi par diciéndome “acá está la toalla, ¿puedo ducharme contigo?”, “sí”, respondí.
Su desnudez absoluta mostraba un lindo cuerpo que ya casi conocía, pero del que ignoraba su calibre, el matorral ornamental de su herramienta, la sensibilidad de su cutis y el fuego de su pasión.
Se metió, le cedí mi lugar bajo la ducha; el placer del agua sobre su cuerpo le sacó una expresión para el recuerdo; me pidió que lo enjabonara, lo que hice con toda corrección hasta que se dio la vuelta, diciéndome, “me toca a mí”, tomó el jabón de mis manos y emprendió un grácil manoseo sobre mis carnes disfrazado de enjabonada.
A pesar del agua, su mano sobre mi piel me excitaba y mi verga se puso al rojo vivo.
Por falta de experiencia, en la enjabonada, me detuve ante su raja y no toqué su morcillona pija. Por el contrario, el avanzó sobre la mía expresando “¡cómo estamos esta noche!”; después de regodearse con mis nalgas, llegó a mi ano y lo lavó enjabonándome hasta quien sabe dónde.
Tuve que hacer lo mismo con las partes colgantes de su sexo y una reacción eléctrica placentera me produjo el enjabonar su pene descubriendo la fina seducción de su glande en flor.
Fue la primera vez que me bañé a solas con un macho. Con los otros solo había culeadas, la mayor parte de las veces en una casa abandonada o entre matorrales. Uno me empotraba mientras el otro u otros vigilaban. Cuando terminaba el primero venía el campana a seguir dándome.
Nos secamos mutuamente y nos encaminamos a la cama.
-Yo siempre duermo en bolas, acostémonos así, total somos iguales y ya nos conocemos sin nada, dijo Esteban; le pedí que me prometiera que se portaría bien; “sí” contestó, y caímos en su cama. Era evidente que ambos queríamos lo mismo.
Le pedí que apagara la tele para que durmamos y él lo hizo.
Ambos estábamos boca arriba, pegados por los hombros; su mano dejó el control y se posó en mi muslo. Estaba cálida, hermosamente tibia, más templada que mi carne.
“Tienes una hermosa piel”, dijo, palpándome con sus yemas.
“Mentiroso”, respondí mimoso mientras sus dedos acariciaban mi muslo; cuando se encontraron con lo mío, declaró “la tienes chica, toca la mía” y llevó mi garfio a su entrepierna.
Fue un satisfactorio descubrimiento el tomar en mi palma su verga tan venosa, caliente, grande, capaz de hacerme saber lo que, en silencio, había anhelado en esos momentos de calentura en que me sentía mujer, tan distinta a las otras que había tocado. Masajearla ahora, con todo el tiempo del mundo en mis manos, me causaba una sensación de plenitud que no había notado cuando la enjabonaba.
El calor de su choto denostaba la virilidad del macho y la dulzura de la hembra, macho por lo duro, hembra por la suavidad de su tez. Duro e impenetrable por dentro y suave y atractivo por fuera. Todo un unicornio.
Yo era un volcán y él era el otro. Un Krakatoa sobrevendría.
Sin pedir permiso alguno, Esteban se lanzó sobre mis tetillas haciéndome sentir tetona al ser mamadas por sus labios.
Su mano derecha enfiló a mi verija para meterse entre mis piernas, acariciarme el perineo y el ojete mientras sus labios consumían mis pechos, despertándome un cúmulo de sensaciones que siempre había esperado, pero nadie me había proporcionado.
Mi calentura estaba más allá de lo nunca previsto, y la suya estaba fuera de todo control.
Levantó mis piernas a sus hombros y, después de dedearme y envaselinarme un rato el culo, acercó su bálano enviciándome con su calor.
Lo sentí como el conquistador que no era e, instintivamente, mi ano goloso se abrió para acoger la lanza que burdamente (era su primera vez) empujó.
El dolor fue casi tan inconmensurable como el placer provocado al abrirme y penetrarme con una mecha petrolera.
Y me tuvo acurrucado, como mujer con las piernas arriba, con mi culo perforado, mis gambas abrazándolo, faz a faz, mi orto soldado a su verija, diciéndole entre gemidos dolorosos y de placer “eres hermoso, es grande, quiero que seas ni macho, te siento hasta en la garganta quiero que mi culo te guste” y otras delicias que, pensaba, eran su glamour.
El me miró profundamente a los ojos y selló mi boca con la suya, haciendo su lengua estragos en la mía.
Me tuvo ensartado como un insecto todo lo que quiso; quieto hasta creer que mi cueva se había amoldado a su macana, luego comenzó su vaivén intuitivo haciendo de mi traste su violín.
Y me hizo vibrar cual puta de camarín arrancándome mi leche sin tocarme.
Una sensación especial de ardor y gusto me causaba su pistoneo, entrando, saliendo, cadenciosamente de mi culo, era el arco que hacía sonar mi instrumento cúlico.
La sacaba casi hasta salirse y la metía de nuevo expandiendo mi anillo, empujándola cada vez más adentro.
El dolor y el ardor continuaban, pero la sed de probar era más fuerte que sólo decía “sí, más, me duele, sigue”.
Y el continuaba diciéndome “serás mi hembra, soy tu macho, te voy a dejar un boquete en el culo, cómo te gusta la verga”
Mi pene había perdido su excitación, el placer y el dolor estaban concentrados en el culo y en la vehemencia de su cuerpo al hacerme suyo.
Su vaivén se aceleró, se hinchó más su poronga y su pasión estalló en trallazos que inundaron de esencia de macho mis entrañas.
Acabados sus estertores, con lo que quedaba de su verga en mi culo, con su cabeza en mi pecho, flácido, abrazado por mis brazos apretándolo desde la espalda, y mis piernas encadenándolo desde el culo, me dijo “te amo”.