Estaciones

La mayoría de la gente contamos anécdotas, momentos tristes o alegres buscando la sonrisa, la empatía o la comprensión de nuestro interlocutor. Con Julia no era así.

Sobre el negro azabache de la bandeja de pizarra un puñado de dados de queso curado, regados con un fino hilo de aceite de oliva, y tres uvas moradas de un aspecto carnoso, y a su lado, una copa de cristal fino y transparente sin ningún tipo de talla ni dibujo, tras el cual se apreciaba el intenso color granate del vino. Era uno de esos días en los que el tiempo se consumía entre sorbos de mencía y conversaciones.

La mayoría de la gente contamos anécdotas, momentos tristes o alegres buscando la sonrisa, la empatía o la comprensión de nuestro interlocutor. Con Julia no era así, entre sus palabras, sus pausas y sus expresiones inconscientes se escondía su percepción del mundo que la rodeaba, un mundo que estaba cambiando a un ritmo que ya no podía controlar, cuando lo hacía no buscaba mi compresión, ni mis consejos, pocos podía darle de todos modos.

Tras darle un sorbo a la copa, cogió uno de los dados de queso y se quedó sonriendo como pidiéndome permiso para llevárselo a la boca, no tuve que esperar mucho para ver como aquella pequeña porción de color amarillo pálido y de aspecto rugoso desapareciese entre sus labios.

– Uvas y queso saben a beso, nos repetía una monja en el comedor del colegio cuando era una niña, no entendía bien lo que quería decir, aun así, no me atrevía a preguntar y en aquellos tiempos tampoco había probado el sabor de los besos.

– Hay que cumplir algunos años para comprobarlo.

– No creo que aquella monja supiera mucho de besos.

– Bueno, hay muchos tipos de besos no todos son apasionados, los hay paternales, robados, largos, cortos, reverenciales. El repertorio es amplio.

Julia volvió a tomar otro sorbo de vino, giró la cabeza hacia el cristal y con una mano desempañó el vaho que se había formado en el vidrio de la ventana, dejando visible el suelo empedrado de la calle sobre el que la lluvia caía con fuerza. Me percaté de ese murmullo que produce la lluvia al caer, que había estado sonando de fondo durante nuestra conversación. Aquel suave runrún de las gotas me volvió a resultar familiar, casi lo había olvidado después de meses sol y calor, al escucharlo recordé que había estado presente casi siempre en nuestros primeros encuentros y que, poco a poco, había ido desapareciendo engullido por los días de sol. Pero ahora había vuelto, anunciando que el otoño ya estaba entre nosotros.

– El verano se acabó. – dijo Julia con cierto aire de melancolía dejando la copa de vino en la mesa.

– Dentro de poco las luces de Navidad nos llenarán de alegría y buena esperanza.

– Nos conocimos en Navidad. ¿Te gustan las navidades?

– Digamos que me han gustado más y menos de lo que me gustan actualmente. De niño claro que me gustaban, era tiempo de vacaciones, de levantarse tarde y de regalos. Supongo que eso era lo que más me gustaba de las navidades, los regalos.

– ¿Navidad o Reyes?

– En mi casa éramos más de Papa Noel, aun así algún pijama caía el seis de enero.

Los restos de un moreno quedaron al descubierto cuando Julia acercó la copa de vino a su boca, y el pequeño volante de la manga de su vestido se deslizó suavemente por su antebrazo. Es curioso como algunos pequeños detalles te evocan momentos pasados, como ese ligero broceando de su muñeca me recordó un día de agosto, el único de todo el verano que fuimos juntos a una pequeña cala escondida del Morrazo.

La recordé sentada entre mis piernas, su espalda estaba cubierta por una fina película de arena blanca sobre la cual algunas gotas de agua iban formando senderos irregulares.

– ¿En qué piensas?

Su pregunta me hizo volver cálido ambiente de la taberna, que se había convertido aquel año en nuestro cuartel general.

– En el verano.

– Primero el otoño, después el invierno y ahora el verano, te has dejado la primavera.

– No, solo he dado un salto hacia atrás.

– Estás pensando en el día que fuimos a la playa.

– Sí. ¿Cómo lo sabes?

– No lo sé, creo que te voy conociendo. A mí me pasa lo mismo, cuando veo caer las primeras lluvias es cuando empiezo a añorar el verano, y me arrepiento de no haberlo aprovechado mejor.

Aquella tarde el mar estaba en calma, y sobre él en mitad de la Ría, las bateas se alineaban formado un entramado rectangular de avenidas de agua y pequeñas casitas de madera. Eran como pequeñas aldeas deshabitadas moviéndose al ritmo que le marcaban el mar.

El sol ya se había escondido tras la barrera que formaba una península de tierra, una de las muchas que daban forma a la Ría de Vigo. Julia cogió uno de sus auriculares y me lo puso en la oreja. El aroma salado del mar y la sensación de restos de arena pegada contra mi piel, de alguna manera iban a quedar vinculados para siempre con aquella melodía.

– Casi se nos hizo de noche en la arena.

– Siempre se nos hace de noche. – dijo, sacudiendo la cabeza con una sonrisa y apurando un nuevo sorbo de vino de su copa.

– Por tu sonrisa te estás acordando de algo.

– Me estaba acordando del tipo de la piragua que se hizo varios largos frente a nosotros.

– ¡La madre que lo hizo!.

– El tío estaba entrenando, ni se había fijado en nosotros, desde aquella distancia era imposible que pudiese ver nada de lo que hacíamos.

– Posiblemente aquella tarde hizo los peores tiempos de su carrera como piragüista. ¿Solo recuerdas eso de aquella tarde?

– Recuerdo tus dedos golpeando mi vientre al ritmo de la música.

Ahora fui yo el que bebió un poco de vino, mientras lo hacía pensé en el contraste de ambientes por un lado la claridad de un día de verano, el frescor del mar y la arena, y por otro, las paredes de piedra, los estantes de madera vieja, repletos de botellas de vino y paquetes de multitud de colores con delicatesen de todo el país.

– Tu mano estaba ardiendo.

– Tu sexo estaba frío.

– Yo no lo estaba.

– Nunca lo estamos

Recordé como mis dedos buscaron su sexo bajo la tela del bikini, adentrándose entre los pliegues de sus labios, su espalda encontrando acomodo en mi pecho, la melodía de un tema que no conocía sonaba en mi odio derecho marcando el ritmo de mis dedos. Julia suspiró, mientras el sol marcaba el final de la tarde.

– ¿Qué piensas?

Dijo a la vez que la copa se volvía a acercar a sus labios.

– Me gustan tus labios.

– Eso no es lo que estabas pensando.

– Ahora sí.

Volví a callarme, observando la sensualidad que desprendía la tonalidad, entre fucsia y rosa de sus labios, colores que le daban un toque de poder y, sobre todo, de felicidad. Ese poder que ejercía sobre mí, como aquella tarde de agosto, rodeando lentamente mi sexo con ellos, hasta verlo reaccionar y pasar su lengua sobre las comisuras de mi glande, con esa mezcla de sensualidad y poder lo fue introduciendo lentamente en su boca. La lentitud con la que lo hizo, me permitió sentir la tersura  de sus labios al recorrer mi sexo desde la punta hasta que consiguió que su garganta lo acogió por completo.

De fondo el sonido de las olas, de la marea creciente que iba ganando metros a la playa, adueñándose de ella, acercándose cada vez más a nosotros, acariciando los dedos de los pies de Julia mientras succionaba y apretaba sus labios sobre el tronco, y su lengua seguía jugueteando sobre mi capullo.

Entre sus labios desapareció uno de aquellos trozos de queso curado, Julia sonrió al morderlo, a veces tenía la impresión que podía leer mis pensamientos. Observé ese brillo en sus ojos, ese que me quitaba el frío cuando la veía, y que conseguía que todo se volviese sencillo.

El sol de la tarde se reflejaba en infinitas gotas de agua que cubrían de brillos su piel morena, con una mano agarró uno se sus pechos acercando su pezón a mi boca, estaba frío y mojado, y mis labios ardieron cuando el salitre del mar, que cubría su piel, se coló entre las comisuras. Después su mano derecha se adueñó de mi sexo y fue penetrándose suavemente con él, dejando que ambos sexos se fundiesen. Mis manos recorrieron su espalda, todavía mojada por el mar, hasta aferrarme a su cintura y ayudarla que con sus movimientos circulares sentada sobre mí. Fue aumentando el ritmo de sus movimientos, y sus gemidos retumbaban en mis oídos, a la vez que su aliento caliente acariciaba mi oreja. Con cada movimiento, los restos de arena, entre nuestros sexos, rasgaba mi piel provocando una mezcla de dolor y placer, hasta llevarnos a un orgasmo salvaje pero contenido que se fue acompasando con el sonido de las olas.

Mientras mi mente divagaba entre recuerdos de un verano pasado, Julia me observaba en silencio dejando mi mente volar. Entre nuestros silencios, se oía la voz de Pepe, el dueño de la taberna, explicando las excelentes peculiaridades del último vino que había adquirido. Julia siempre tenía alguna pregunta cuando nos servía, preguntas a las cuales Pepe contestaba encantado explicándonos la historia de aquel vino y sus aventuras para conseguirlo, mientras, Julia disfrutaba viendo mi incomodidad cuando lo hacía.

Sobre el negro azabache de la bandeja solo quedaba un reguero de aceite que se mezclaba con pequeños trozos de queso, gracias él, mi dedo se deslizo con facilidad sobre la rugosidad de la pizarra, bajo la atenta mirada de Julia.

La puerta se cerró, ya fuera una suave lluvia de otoño caía sobre las empedradas calles del casco viejo, hoy vacío y silencioso. Caminamos entre callejuelas iluminadas por farolas de hierro forjado clavadas en muros de piedra y musgo verde, sorteando los pequeños charcos de agua que se formaban entre los adoquines. Julia se aferró a mi brazo buscando protegerse de las leves pero frías ráfagas de viento, y entre el silencio de la noche con un susurro dijo.

– Tenemos que volver a esa playa.

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(Recopilación de los 3 primeros relatos)