Esta vida tan hermosa

La calentura exacerbada de su mujer gozando con otros hombres le produjo una sensación nueva bastante agradable.

ESTA VIDA TAN HERMOSA

Infidelidad consentida, hetero. La calentura exacerbada de su mujer gozando con otros hombres le produjo una sensación nueva bastante agradable.

La intuición de las mujeres es, sin duda, algo que no puede estar en discusión. Celia, mi esposa, descubrió de manera intuitiva mucho antes que yo mi verdadera sexualidad y descubrió, sobre todo, que calzaba perfectamente con su propio instinto de hembra que de otra forma jamás se hubiera manifestado. Ahora, a varios años de casados, todo está perfectamente claro para ambos, pero cuando recién iniciamos nuestra vida juntos yo no sabía y, estoy seguro, Celia tampoco, a donde iría a parar nuestra unión.

Celia es una mujer simplemente despampanante. Su cuerpo, de formas absolutamente perfectas, ha sido siempre el centro de la atracción de todo al mundo, habiendo ella dejado, por casarse conmigo, una promisoria carrera de modelo que estaba iniciando cuando nos conocimos. Por otra parte, hay que decir que el amor, ese sentimiento sublime que en nosotros se independizó de las degradaciones de la carne, no sólo nos llegó a ambos por primera y única vez, sino que hasta este mismo momento en que escribo llena cada minuto de nuestra vida de pareja. Pero no ocurrió así con el sexo, como lo verán más adelante.

Desde el comienzo hicimos instintivamente una clara separación entre amor y sexualidad. Nuestras relaciones en la cama fueron siempre extrañas, violentas, áridas, de un placer brutal sin que el amor llegara jamás a mezclarse en ellas. Celia desnuda y abierta de piernas, se convertía en una puta real, viéndome únicamente como el macho que la iba a ensartar, dispuesta sólo al placer sin freno. Ni siquiera me nombraba porque simplemente en ese instante yo era, como lo dije, un hombre más entre sus muslos. Saciada la lujuria, volvíamos a la ternura inefable que nos une hasta ahora de manera indisoluble. Desde esos inicios supe, sin embargo, que junto a mí tenía un volcán que un día iba a estallar, y la curiosidad, y, por qué no decirlo, el temor que me recogía el estómago, me hacía preguntarme siempre cuál iba a ser mi reacción cuando ello ocurriera.

Nuestra vida de casados se desarrolló casi sin altibajos en los primeros años salvo por un incidente que, a decir de Celia mucho más tarde, le abrió a ella los ojos respecto del camino que debería tomar nuestra sexualidad. Este hecho, que pudo destruir nuestra relación, pero que al final fue casi una anécdota sin trascendencia, fue la vez que ella me engañó con otro hombre habiéndola sorprendido en plena relación sexual en un viaje que hicimos a Miami. Soy un hombre con un gran sentido de practicidad y entendí de inmediato, por los antecedentes, que se trató sólo de una calentura pasajera pues el sujeto era un vecino de pieza conocido esa mañana y que esa misma tarde retornaba a su patria en Europa. Era, pues, un engaño sexual, una aventura vacacional, y no una sórdida historia de amantes. En esa ocasión, en vez de irrumpir furioso en el living donde ambos restregaban sus cuerpos desnudos, me alejé silencioso para regresar más tarde cuando Celia estaba ya duchándose sola en nuestra pieza de hotel. Sin ningún preámbulo, le dije que había presenciado su engaño. Su reacción fue, obviamente, dramática lanzándose a mis brazos para jurarme entre lágrimas su amor y que aquello había sido sólo una calentura por un tipo al que ni siquiera le llegó a saber el nombre completo. La confirmación de mis apreciaciones terminó por borrar la poca molestia que me causó el hecho.

Debo aclarar que la escena tampoco me sorprendió mucho porque estaba más o menos prevenido a que alguna vez ocurriera algo semejante por la calentura exacerbada que tenía mi mujer. Ella no era virgen cuando la conocí y en varias ocasiones habíamos hablado, como algo anecdótico y simpático, de su vida licenciosa anterior a mí en la que múltiples amantes ocasionales habían pasado entre sus piernas. Sin embargo, la comprobación que mi mujer tenía la potencialidad de gozar con otros hombres me produjo una intensa sensación nueva, indefinible en ese entonces, pero que estaba muy lejos de ser desagradable o ingrata. Por eso sus gimoteos y promesas de que aquello no se volvería a repetir los encontré innecesarios, fuera de lugar y durante un fugaz momento, pensé que hubiera sido mejor para mí que, al igual que sus relatos de su vida anterior, lo tomara a risa y con esa actitud descarada y fresca con que me relató sus aventuras antiguas y que yo tanto amaba. Y entonces le solté una pregunta sorpresiva en un tono de absoluta naturalidad que la dejó paralogizada helando el estado de desesperación en que parecía encontrarse:

-¿Y cómo estuvo?

Se quedó varios minutos silenciosa, contestando luego repentinamente serena, aunque aún sin saber bien qué terreno pisaba.

-Eh... bien, bastante bien.

No agregó nada más, pero sin terminar de secarse el cuerpo, en vez de vestirse, salió conmigo tiernamente abrazada y desnuda hacia la terraza de nuestra suite, por primera vez sin importarle ser vista desde los otros balcones. Tomamos el té sin que aludiera para nada el hecho, yéndonos luego al dormitorio donde hicimos el amor con mayor frenesí incluso que lo habitual.

Jamás durante los tres años siguientes volvimos a tocar el tema. Simplemente como si nunca hubiera ocurrido, aunque Celia cambió su actitud cotidiana volviéndose muy sensual, provocativa, audaz. Respecto de mí tanto su amor como su calentura se acentuó también notoriamente, Vivíamos muy compenetrados sin que ningún asomo de problemas perturbara nuestra relación. Pero su calentura estaba ahí, cada vez más obsesiva, latente y lista para cambiar nuestras vidas cuando la ocasión fuera propicia.

Y sucedió aquella vez cuando por cuestiones de trabajo nos tuvimos que ir por un año a una ciudad lejos de la capital. Teniendo todas nuestras cosas ya cimentadas, y por lo transitorio de nuestra estadía, decidimos vivir en un motel de pequeñas cabañas amuebladas muy cercanas unas de otras. Justamente en la contigua vivía Miguel, un soltero casi cuarentón y solitario, de buena pinta, alto y fornido, que pronto se convirtió en nuestro amigo íntimo haciendo de las tertulias nocturnas algo cotidiano en nuestra cabaña. La actitud de Celia ante su irrupción en nuestras vidas fue de verdad sorprendente, distinta a la que había mantenido hasta ahí desde el año del incidente en Miami, sin haber mostrado sentirse atraída por otro hombre, incluso las veces que algún amigo mío o conocido de ambos trató de conquistarla. Ahora, en cambio, inició un coqueteo con Miguel que fue simplemente descarado desde el primer momento, como si en nuestros encuentros diarios estuviera sola y no con su marido al que, como ya dije, amaba fuera de toda duda. Su actitud fue tan brutal y descarnada, que junto con dejarme desarmado, sin iniciativa para oponerme al avance diario de la conquista del macho que iba a gozarse a mi mujer ante mis propios ojos, me empujó sin remedio al placer apasionante y sin límites del sometimiento de un hombre por una hembra.

Desde el primer momento Celia se preparó para las visitas de Miguel delante de mí, como si yo fuese invisible o un sirviente al que no valía la pena ni siquiera comentar sus intenciones. Acortaba sus faldas hasta dejarlas cubriendo apenas sus nalgas, abría los escotes y se colocaba minúsculas bragas momentos antes que él entrara a nuestra cabaña. Una vez que estaba junto a Miguel, iniciaba el coqueteo mostrando sus largos muslos hasta dejarle ver su sexo en rápidas y fugaces aberturas de piernas, sentándose en su falda con cualquier pretexto, restregando su cuerpo contra la entrepierna de Miguel que se veía abultada y a punto de estallar, no obstante los esfuerzos que él hacía por disimularlo. Luego, cuando él se iba, la actitud de Celia conmigo seguía su desconcertante naturalidad, atenta, tierna en el amor, y delirante en el sexo. No había comentarios sobre las escenas que me tocaba presenciar. Después comprendí que su actitud era el fruto inconsciente de la verdadera cara de su sexualidad: mi presencia era y es hasta hoy el aliciente enardecedor de su perversión; convertirme en testigo pasivo de su depravación sexual la lleva a cimas increíbles de un placer morboso y frenético... tan frenético y cautivante como lo es para mí jugar el papel que ella tanto adora.

Pero sigamos. Una noche, habiéndose acabado el stock de bebidas de nuestro refrigerador, salí un momento de la cabaña, donde ya estaba Miguel con nosotros, para traerlas desde una pequeña tienda cercana. Demoré un poco, aunque no mucho, porque el local estaba a no más de cien metros de nuestro hogar transitorio. Al volver, comencé a buscar las llaves para entrar, pero antes de concretar mi acción la puerta se abrió apareciendo en ella la figura de Celia. Estaba completamente desnuda, desgreñada, con la cara contraída de placer y la respiración agitada por el esfuerzo.

-Andate -me dijo- Unas dos horas. Quiero follar tranquila...

-Pero... -alcancé a balbucear.

Entonces apareció Miguel detrás de ella. Venía como un poseído, también completamente desnudo y con su impresionante verga en ristre. Levantó por atrás a Celia y la dejó caer clavada en el palo enorme empezando el vaivén con la misma violencia con que seguramente la estaba poseyendo cuando yo llegué. Ella se inclinó para facilitarle la acción abriendo bien las piernas y aferrándose al marco de la puerta al tiempo que lanzaba un grito de placer.

-Te dije que te fueras, estúpido... -alcanzó a decirme al tiempo que me cerraba la puerta en la cara.

Me quedé por largo rato impactado frente a la hoja cerrada. Entonces dí la vuelta por detrás de la cabaña acercándome a la ventana del dormitorio que estaba ligeramente entreabierta. La escena era simplemente impactante. Miguel había llegado con ella ensartada hasta la orilla de la cama donde Celia quedó de pie, pero semi inclinada sujetándose con ambas manos al respaldo para no caer con cada embestida del macho que estaba parado detrás de ella. Se oían nítidos los gritos femeninos, sus obscenidades pidiéndole que le hiciera pedazos la vagina, alternadas con el golpe rítmico de la pelvis de Miguel chocando brutalmente contra sus nalgas cada vez que su descomunal miembro se perdía en la carne de la hembra. Cada cierto rato, Miguel le sacaba la verga de la vagina y, tomándola del pelo sin consideraciones, la daba vuelta metiéndosela en la boca hasta la garganta. Los gritos de Celia se volvían entonces guturales, ahogados, hasta que el hombre, a punto de acabar, la volvía de un empujón a su anterior postura clavándola otra vez con fiereza.

Me alejé casi tambaleando sin saber dónde ir, sintiéndome ridículo con las botellas de bebidas en mis manos. Saqué el auto y deambulé sin rumbo por la ciudad sumido en un mar de contradicciones. Había momentos en los que el furor me hacía ver todo rojo y sólo pensaba en volver y castigarlos a ambos sin importarme las consecuencias, pero de inmediato una voluptuosidad inmensa me aprisionaba el alma y el cuerpo recogiendo mi estómago y estremeciendo mi sexo de placer al recordar la escena presenciada de manera fugaz. Ahora todo era diáfano, diferente a aquella primera vez cuando la sorprendí en Miami y no supe entenderme yo mismo. Todos los detalles de Celia desnuda y parada junto a nuestra cama en la cabaña, abriéndose ella misma las nalgas para facilitar la entrada de la verga de Miguel que desaparecía y emergía poderosa de su vagina, volvían una y otra vez a mi mente provocándome el placer más sublime y terrible a la vez, en ese minuto en que comenzaba yo a nacer al apasionante mundo de la dominación. Había visto los gestos de placer sin límites en el rostro de mi mujer y sentido sus gritos de hembra poseída y, sobre todo, me había llegado hasta lo más hondo del alma su gesto autoritario y humillante de cerrar la puerta en mi cara como si yo fuera sólo un objeto molesto que se interponía entre ella y el macho al que se había entregado. Casi tres horas después, regresé. Mi vida había cambiado sin vuelta en ese lapso de tiempo y ahora comenzaba a vivir sin arrepentimientos un mundo pleno de placeres desconocidos, estremecedores, pero fascinantes que no me han abandonado hasta este minuto.

Me quedé una vez más frente a la puerta sin saber qué hacer. Ningún ruido venía ahora desde el interior. Finalmente abrí y con pasos tímidos ingresé a la sala ahora en penumbras. Me dirigí entonces al dormitorio que se veía con luz donde encontré a Celia, sola y todavía desnuda, tendida boca abajo leyendo tranquilamente una revista. Su actitud, llena de ternura y naturalidad, terminó por sellar para siempre mi nueva vida mostrándome como sería desde ahí en adelante.

-Mi niño -me dijo enderezándose y viniendo a mi encuentro- Me tenías muy preocupada. Te dije sólo dos horas. Lo que pasa es que Miguel no quería tu presencia para poder follarme a su antojo, por eso tuve que pedirte que te fueras. Pero no tenías que demorarte tanto.

La ternura de sus ojos y su preocupación eran auténticas como si nunca nada extraordinario hubiera ocurrido entre nosotros.

-Tengo una sed horrible -añadió una vez que me colmó con las mismas caricias de siempre y con la misma mirada de cariño, tomando una de las botellas que yo traía en mis manos al tiempo que se dirigía a la sala- Miguel debe estar igual. Voy a dejarle una de estas botellas. Si me demoro acuéstate, mi niño.

Cruzó desnuda la callejuela y tocó la puerta de la cabaña que estaba frente a la nuestra. Salió Miguel a abrirle y durante largos minutos se quedaron en el porche antes de desaparecer en el interior besándose con pasión, mientras él le acariciaba las nalgas e introducía su mano entre las piernas de Celia.

Una hora después la sentí llegar. Me paré a recibirla y su actitud volvió a ser cálida y tierna como cuando regresé yo la primera vez. Entonces un grueso goterón de semen se desprendió de su vagina y le corrió por los muslos.

-Préstame tu pañuelo -me dijo sonriendo- Tengo semen hasta en el pelo porque en un momento en que estaba acabando en mi boca, Miguel me lo sacó y terminó chorreándome la cara.

Ni una palabra más. El resto del día siguiente transcurrió como cualquiera de los días desde que nos conocimos, ella alegre y dulce como siempre, con el mismo ardor en la cama, aunque mi frenesí al poseerla había aumentado a límites increíbles. Sentía su vagina desmesuradamente abierta, inundada de semen ajeno, pero eso sólo acrecentaba mi lujuria imaginando las escenas vividas por ella en esa pieza y en esa cama que hasta pocas horas antes fuera el sitio sagrado de nuestro matrimonio. No le hice, sin embargo, ningún comentario del episodio, viviendo en silencio esa sensación fascinante que me sigue hasta hoy de no tener voluntad ni fuerzas para enfrentar la nueva situación, esa realidad que sumió mi vida en una mezcla de voluptuosidad e impotencia contemplativa. A la noche siguiente llegada cierta hora, comenzó a arreglarse prolijamente, alegre y excitada, pero sin que nada alterara su normal conversación conmigo. Terminaba de ducharse cuando me llamó desde el baño.

-Tienes que ayudarme -me dijo con una sonrisa alegre y cálida como si lo que me iba a pedir fuera lo más normal del mundo- Aféitame las orillas del pubis porque a Miguel le gusta sólo un triangulito de pelos.

Estaba con las piernas bien abiertas exhibiendo la vagina al tiempo que me pasaba una maquinilla de afeitar. Me quedé un momento titubeando, una vez más sin hallar que decir.

-¡Apúrate, mi bebe, que no tengo toda la noche! -me dijo riendo divertida.

Me arrodillé ante ella y comencé el trabajo con todo esmero. Entonces vi que los labios de su sexo estaban abiertos e intensamente mojados.

-Estás muy excitada...-balbuceé sintiendo yo mismo y de inmediato lo ridículo de mi comentario.

-Pero cómo quieres que esté, tonto -me respondió siempre risueña mientras se hundía un dedo rítmicamente en la vagina- Me espera mi hombre para esto, ¿ves?

Terminé mi trabajo en silencio. Se puso un minúsculo calzón enfundándose luego un vestido que le dejaba el comienzo de las nalgas al descubierto. Pude apreciar en todo su esplendor la enorme belleza de su cuerpo. Se situó entonces de espaldas a mí para que yo le ajustara el cierre.

-¿Vas a salir? -me atreví a preguntarle.

Su voz se hizo ahora seria y autoritaria al responderme.

-Debe quedarte bien claro que Miguel me hizo su hembra. El es desde anoche mi hombre y puede hacer lo que se le de la gana conmigo, a la hora y el lugar donde a él se le ocurra. Me lleva al centro, no me dijo dónde. Lo único que me importa es que me siga haciendo suya sin parar.

Tomó su cartera y, mientras me miraba con una cara irónica, añadió:

-Puedes masturbarte en el dormitorio mientras tanto imaginando lo que me estará haciendo. Lleva papel higiénico para que botes el semen y no manches la cubrecama.

En efecto, esa fue la primera de una larga serie de noches que he pasado hasta ahora de fiebre fascinante, con una calentura inacabable en donde la lujuria, los celos rabiosos y la impotencia total ante la hembra dominadora, se han confundido en una mezcla embriagante y alucinada de la que no puedo ni quiero escapar.

Amanecía cuando sentí llegar el auto de Miguel. Me levanté de inmediato y desde la ventana observé cuando entraron al antejardín y comenzaron a despedirse besándose con lujuria. Celia gemía mordiéndole los labios e introduciendo su lengua en la boca de él. Entonces Miguel le levantó el vestido hasta la cintura al tiempo que desnudaba el miembro que brilló nítido a la débil luz del amanecer. Comprendí que la iba a poseer ahí mismo. Celia abrió las piernas mientras corría el calzoncito hacia un lado para despejar la entrada de la vagina. Entonces la levantó como una pluma con sus dos manazas tomándola por las nalgas y la sentó en el miembro mientras ella cruzaba sus dos muslos alrededor de su cintura. Comenzó a hacerla saltar en el pene hasta que pocos minutos después, sentí los gritos característicos de los orgasmos de Celia y los gemidos de Miguel inundándole las entrañas de semen. Me volví entonces al dormitorio hasta donde pocos minutos después llegó Celia. Venía desmadejada, todavía trémula, pero gratamente cariñosa.

-No debiste esperarme despierto, mi niño. Vengo con el culo y el coño despedazados. Ibamos a ir a comer y a bailar, pero no nos aguantamos y nos fuimos directo al motel donde me dio toda la noche. Ah! Lo peor es que ayer no trajeron la ropa de la lavandería y no tengo calzones para mañana.

Se sacó el vestido de un tirón y luego se bajó los calzones con todo cuidado.

-Lávamelos y ponlos a secar con el secador de pelo, que yo me iré a dormir -me dijo al tiempo que me los lazó a las manos. El semen que los empapaba se escurrió también entre mis dedos y, sin protestar, me dirigí al baño a cumplir su mandato.

De ahí en adelante nuestras vidas se encadenaron de manera deliciosa en esta extraña unión donde ambos somos inmensamente felices. Su aventura con Miguel terminó de forma extraña, como lo contaré en otra ocasión. Ella es ahora casi una puta y por entre sus piernas han desfilado muchos hombres de cuyas relaciones he sido ese testigo obligado y pasivo que Celia tanto adora. Como reciprocidad, nuestro sexo entre ella y yo se ha elevado a niveles siderales. Pero son otras historias que enviaré más adelante a Todorelatos si deseáis conocerlas.

MI VIDA JUNTO A CELIA (ESTA VIDA TAN HERMOSA II)

Hetero, infidelidad consentida Las aventuras de su esposa con sus amantes eran muy frecuentes, ella podía llegar hasta límites insospechados por él

Volver al relato de mi vida junto a Celia me produce, debo reconocerlo, no sólo el placer morboso de exponer una realidad diferente y apasionante ante quien quiera leerlo, sino que me ayuda a ordenar mi vida, a enfrentarme con ella como ante un espejo, sin atenuantes, verificando así que si volviera a existir mil veces, en ninguna de esas vidas cambiaría ésta que hoy tengo. Mis inicios no fueron fáciles, como ustedes lo han podido comprobar en mi primer relato y también en éste donde describo los sucesos que siguieron a la experiencia vivida con Celia en la cabaña de aquella ciudad, lejos de la capital. Hoy, a varios años de aquello, las cosas están claras y vivo uno de los mundos más apasionantes que puede desarrollar, en el plano sexual, una pareja que se ama de verdad. Permanezco todos los momentos del día, esté donde esté, con una contracción en el estómago que es, sin ninguna duda, la expresión física de un placer indeleble y sin medida, pero un placer que es también terrible porque mezcla en un todo los sentimientos más contradictorios que pueden sacudir la esencia de un hombre. Mezcla, por ejemplo, la tortura lacerante de los celos más sombríos con la inefable felicidad de tener una mujer como Celia; la rabia e impotencia ante la impudicia y el descaro de una hembra desvergonzada que se entrega al sexo sin límites con cualquiera, teniendo al mismo tiempo con ella un placer sexual inagotable y un amor sin parangón, colmado de ternuras y felicidad como solo ella y yo hemos podido conocer.

Retomando el hilo de mi primer relato, dije que la relación de Celia con Miguel duró poco. Vivieron un par meses de sexo frenético teniéndome a mí como testigo casi invisible, pues jamás les importó desatar el vicio en mi presencia. Como ya lo manifesté en esa ocasión, se comportaban simplemente como si yo no existiera. Rara vez salían de la casa. Pasaban tardes enteras en el dormitorio entregados a las variaciones del sexo afiebrado, mientras mis oídos recibían la descripción de esas escenas traídas por los gritos de placer incontenible de Celia, sus obscenidades, o sus ruegos ficticios y teatrales de esclava sexual que enardecían a Miguel, como por ejemplo cada vez que la sodomizaba:

-¡No, por favor, mi amor, por ahí no, me vas a partir el culo, te lo ruego, mi vida, soy tuya, puedes usar mi boca, mi coño como tu quieras, pero no me vuelvas a romper el trasero, ten piedad!

Luego, invariablemente el grito de la penetración, agudo, estremeciendo hasta la última fibra de mis nervios tensados al máximo, seguidos de inmediato por los golpes brutales del vientre de Miguel pegando rítmicamente contra las nalgas de Celia, demostrando que se lo había encajado en el ano de un solo envión, efectivamente sin piedad, como ella adoraba que él lo hiciera. Más tarde, estando ya sola conmigo, Celia se tendía boca abajo en la cama levantando bien las nalgas, y sin siquiera pedírmelo, mientras me comentaba cualquier asunto trivial del día, me pasaba una crema suavizante para que yo le embetunara ese hoyo que se veía descomunalmente abierto, escurriendo un hilillo de semen que bajaba a mezclarse con el que salía de su coño inflamado y tumefacto de tanto sexo.

Su separación de Miguel fue abrupta. Me pidió, o mejor me ordenó, que no le dijéramos nada del día de nuestro regreso a la capital. Comprendí entonces que había planificado todo desde el principio pues nunca me dejó entregarle ningún dato nuestro, ni siquiera en los primeros tiempos cuando recién llegamos a la cabaña, antes de la irrupción brutal de la nueva vida que comenzamos a compartir con Celia. Partimos cuando Miguel no estaba y jamás volvimos a saber de él en todos estos años que han pasado desde entonces. Viví durante un tiempo seriamente impactado de la facilidad de Celia para borrar esa experiencia de su vida de un plumazo, sin volver a mencionar ni siquiera el nombre de Miguel. Me costó convencerme que, en efecto, esa, como todas las otras que han venido más tarde, fue una aventura que no tocó ni tangencialmente la estructura interna de su alma, y que su olvido era real y absoluto.

Inmediatamente de vuelta en la capital el comportamiento de Celia cambió drásticamente respecto de la misma Celia que salió conmigo apenas tres meses antes rumbo a aquella ciudad de la costa. Su independencia sexual se hizo absoluta, desarrolló una personalidad provocativa y descarada frente a los hombres, creo un vocabulario desenfadado e hizo de su vestimenta una vitrina para su desnudez, es decir, nada de ella tenía ahora ninguna relación con la Celia de nuestros primeros años de matrimonio. Al poco tiempo comenzó a salir junto conmigo cuando yo me dirigía a mi trabajo en las mañanas, vestida sencillamente de puta, de la manera más escandalosa, pero hermosa como un capullo, lo que me hacía quedar con su imagen de incomparable belleza durante toda la jornada, hasta que al regresar la encontraba siempre radiante, tierna y caliente, pues jamás volvía después que yo. ¿Qué actividades realizaba durante esas horas? No me lo decía y yo tampoco lo preguntaba, tal como quedó tácitamente establecido desde su aventura con Miguel, donde las cosas las hacía sin tomarse la molestia de siquiera comentarlas conmigo.

Todos los días a mi regreso, encontraba su sexo invariablemente empapado en semen, dilatado, aún palpitante, así como su ano y la caspa blanquecina de semen seco que cubría su piel en los pechos, en torno a la boca, en su pelo o sobre su vientre terso y hermoso. No sólo no se molestaba en borrar esas huellas de sus depravaciones cotidianas, sino que hacía una clara ostentación de ello, aunque no lo comentaba con palabras, poniéndose, por ejemplo, a leer desnuda y con las piernas abiertas para que yo apreciara en toda su magnitud las huellas de sus correrías. También invariablemente aquello me ponía frenético de calentura tomándola en largas y bestiales sesiones de sexo brutal y feroz a las que ella se entregaba gozosa y rendida. No sabía, sin embargo, y tal como ya dije, cuáles eran sus experiencias cotidianas ni dónde las desarrollaba, hasta que me enteré de ello de la forma más cruel y sorpresiva.

Para comprender la perversidad de Celia tengo que contar que la empresa de mi propiedad, próspera y en expansión, la compartía con un socio minoritario, Rafael N., a quien detestaba profundamente. Era un sujeto petulante, vulgar, fanfarrón de sus conquistas amorosas, con un concepto de las mujeres teñido de un machismo despreciable, a quienes consideraba como entes destinados a servir a su lujuria insaciable. Por su pene habían desfilado secretarias y funcionarias de la empresa, casadas o no, que sorprendentemente se rendían como muñecas sin voluntad a su dominio. Luego este sujeto hacía público alarde de sus conquistas sin importarle las consecuencias. Mis tratos con Rafael se reducían a una fría y protocolar relación de negocios, para lo que él era, por lo demás, muy hábil. Rafael había conocido a la Celia recatada de antes de nuestra estadía en la cabaña lejos de la capital y la actitud de ella hacía los solapados avances que Rafael intentó entonces, fue de indiferencia y en algunos casos cortante y casi grosera. Luego de nuestro regreso, la nueva Celia no había vuelto a ir a las oficinas de la empresa y yo no hice nada para que ello ocurriera, temiendo a su nueva personalidad que podría llegar a ser el cominillo del personal. Por eso el golpe me tomó totalmente desprevenido.

Un día, inesperadamente Rafael me invitó a almorzar a un restaurante cercano a las oficinas. Acepté con reticencia, extrañado de esas familiaridades poco comunes entre ambos, pero atribuyéndolo a la necesidad de plantearme un tema privado de la empresa como había ocurrido un par de veces antes. Pero no se trataba de eso.

El almuerzo fue tenso, esperando yo que en cualquier momento me dijera el motivo de esa inusual cita. Hasta que ya en los cafés me lo soltó.

-Hace más un mes conocí una hembraza -comenzó con su aire habitual de insoportable suficiencia- Una puta, trotona de calles, pero preciosa y caliente como perra. Me la encontré cerca de las nueve de la mañana buscando clientes a una cuadra de las oficinas, lo que comprenderás es extraño porque esa no es zona de putas. Pero eso no importa. Me llamó la atención, eso sí, su belleza y su vestimenta tan provocativa, además que parecía esperarme a mí porque se atravesó frente al auto obligándome a parar. Lo concreto es que la hice subir y me la llevé a mi departamento. A los cinco minutos la tenía en pelotas chupándome la verga. Me di el gusto de hacerla comerse mi semen para forzarla a saber que a partir de ese momento yo sería su amo. Tu sabes que las putas sólo se comen el moco de su macho, casi como un rito de aceptación de su sometimiento. Luego la clavé y me la llevé ensartada hasta el dormitorio donde le di sin misericordia, aunque debo confesar que esta basura es insaciable, una puta enferma de caliente con la que puedes hacer lo que se te de la gana. Yo entré al mundo fascinante del macho cafiche con esta puta; la exploto durante el día en mi departamento mandándola a la calle a buscar clientes, aunque también suelo enviarle a amigos míos, o conocidos de mi círculo. En la empresa hay ya un buen número de sujetos que han pasado por entre sus piernas. No me interesa la plata, pero me fascina que cada día me entregue hasta el último centavo esperando ansiosa mi veredicto. Si es poco, me doy el placer infinito de castigarla desnuda hasta que se arrastra por suelo pidiéndome piedad. Luego me la tiro a lo bestia, lo que la hace gozar casi hasta la locura.

Se quedó en silencio mirándome con la más desagradable de sus expresiones irónicas. Yo estaba tenso hasta lo insoportable, con un vago presentimiento que me impulsaba a pararme y salir huyendo sin escuchar el fin de su historia. No lo hice, sin embargo. En cambio, musité:

-¿Y por qué me cuentas esas bajezas de tu vida que no me interesan en absoluto?

Volvió a sonreír y con toda calma apagó el cigarro deteniendo mi gesto de levantarme de la mesa.

-¿No quieres ir a tirártela? No cobra mucho y sólo pide que se la forniquen sin parar, ojalá por el culo que le fascina...

Me jaló suavemente por el brazo insinuando que volviera yo a mi asiento.

-Déjame describírtela, amigo mío, antes que te vayas. Es bellísima, con un coño todavía apretadito, a pesar de lo corrompida que es. Sus nalgas, sus pechos, sus caderas, sus piernas, son simplemente perfectas. Pero lo que más me excita es ese lunar maravilloso que tiene cerca de la entrada de la vagina, donde termina el muslo izquierdo. Y ese tatuaje divino, la pequeña mariposa en la nalga que me solazo contemplando cuando me la ensarto por el culo poniéndola de rodillas...

Ahora me miraba fijo, sin apartar sus ojos de los míos, con la crueldad curvando sus labios en una mueca que quería ser una sonrisa. Me quedé paralogizado, sin que sus palabras lograran abrirse paso total en mi mente: ¡el lunar y ese tatuaje que, por broma, lo incorporamos a su nalga una vez que en Miami nos topamos con un grabador gitano, eran de Celia! Si yo no sabía en ese momento describir el cúmulo de sensaciones que me embargaron, Rafael me lo aclaró sin misericordia:

-¡Eh, eh, no, socio! -dijo alegremente deteniendo mi mano que se alargo para asirlo por el cuello- No hagas lo que no deseas, viejo. Quieres matarme, pero atiende mejor a ese palo duro que tienes en este momento entre las piernas. Se te paró, estúpido, incluso antes, cuando ya intuías el fin de mi historia y supusiste que la puta era tu mujer. El pene te palpita incontrolable, cornudo, pensando, imaginando a Celia cabalgando en mi verga y en las vergas de su larga lista de clientes. Estás condenado, viejo. Esa furcia corrompida te puso el pie en el cuello hace tiempo, en complicidad con tu pene que en este minuto te exige correr al baño a masturbarte. Escúchame, socio: esta noche y las que vienen te vas a tirar a Celia como nunca, descargando tu rabia junto con tu semen pensando en lo que le hice... y en lo que le haré puesto que vas a verme muy seguido, porque desde hace un mes soy el dueño de tu mujer.

Fue Rafael el que se levantó ahora alejándose mientras silbaba una alegre canción, dejándome, en efecto, sumido en el cúmulo de sensaciones que él describiera con demoledora certeza. No volví a la oficina esa tarde. Una vez más, como aquella noche cuando en la cabaña Celia me dio con las puertas en las narices para que la dejara fornicar tranquila con Miguel, deambulé por la ciudad acosado por pensamientos contradictorios con el denominador común de la voluptuosidad sexual que, tal como dijera mi detestable socio, me mantenía el pene en una erección palpitante que amenazaba con convertirse en un orgasmo convulsivo a causa del roce del pantalón. No me molestaba que Celia optara por la prostitución. Por el contrario, eso no sólo me excitaba enormemente, sino que era una consecuencia inevitable que yo veía venir desde hacia un tiempo, pensando incluso proponérselo para que diera de este modo rienda suelta a su sexualidad cada vez más apremiante. No era esa, sin embargo, la forma como yo lo había previsto; es decir, no como una callejera expuesta a peligros y también a ser descubierta por algún conocido. Tenía yo una vieja amiga que regentaba un prostíbulo de alta clase, reservado y elegante, en el que Celia hubiera podido refocilarse con otros hombres algunos días de la semana sin ser molestada por miradas indiscretas. No había resultado como yo quería, pero, aún así, no era su condición de callejera lo que me tenía conmocionado, sino el que su relación se hubiera establecido precisamente con el sujeto que yo más detestaba y el menos indicado para mantener el secreto de la sexualidad de mi esposa que yo guardaba con gran esmero. ¿Por qué lo hizo? Era evidente que todo lo premeditó pues su rondar cerca de la oficina y su cruce en el camino de Rafael había sido sin ninguna duda intencional. Hoy, como ya dije desde mi primer relato, todo está perfectamente claro: su mayor placer sexual lo obtiene de la más perversa humillación de la persona que ama, y esta persona, que soy yo, alcanza a su vez la cima del goce retorcido del sexo mientras más es humillado por la mujer que adora. Extraño, ¿verdad? Depravación, dirán algunos, inexplicable incluso para la petulancia doctoral de sicólogos sexuales. Pero, lo repito, somos inmensamente felices y cuidamos y adoramos nuestra perversidad tanto como cuidamos y amamos nuestra maravillosa ternura.

Cuando volví esa noche a casa, a diferencia de aquella vez en la cabaña, ya sabía lo que iba a ocurrir, por eso no me extrañó ver al auto de Rafael estacionado ostentosamente frente a la casa. Pero también había otros dos vehículos que yo no conocía. Entré con la incertidumbre de la escena que me esperaba. Sentados alrededor de la mesa, jugando cartas en medio de una densa nube de humo de cigarros y una profusión de copas de licor, había tres sujetos desnudos, uno de los cuales era Rafael.

-¡Hola, socio! -me gritó alzando una mano y sin quitar la vista de sus cartas- Llegas junto a tiempo porque no sabemos dónde guardas más trago. Tu mujercita está muy ocupada ahí adentro para molestarla. Tráenos dos botellas de whisky y si no tienes, vuélvete por donde llegaste y ve a comprarlas al centro.

Los otros dos sujetos ignoraron mi presencia sin siquiera destinarme una mirada. Sin contestarle a Rafael, me dirigí al dormitorio. Celia estaba desnuda, con las piernas en los hombros de otro individuo desconocido que la tenía ensartada por la vagina y que iniciaba su orgasmo justo en el momento en que yo entré en la pieza. El tipo manifestó su placer con violentas embestidas al tiempo que gritaba incoherencias groseras a Celia:

-¡Toma, puta sucia, recibe toda mi leche en tu hoyo reventado!

Había un quinto sujeto junto a ellos que a todas luces esperaba su turno acariciándose lentamente el pene mientras lamía una de las tetas de mi mujer. En efecto, el que venía de acabar dentro de ella se retiró con un aire de infinita satisfacción mientras el otro ocupaba de inmediato su lugar entre las piernas de Celia que tenía la vagina groseramente abierta y exhibida, pues debajo de su trasero habían ubicado un gran cojín. Sin perder un segundo hundió su miembro hasta el fondo iniciando un vaivén brutal que casi botaba a Celia de la cama. Ella estaba trémula, con los ojos turbios e idos, como si estuviera en trance, emitiendo gruñidos sordos, guturales, roncos como los de una bestia jadeante, férreamente asida de los bordes de la cama y levantando rítmicamente las caderas para salir al encuentro del miembro que aparecía y desaparecía en las carnes tumefactas.

-Hemos estado tirándonos a tu mujer toda la tarde -sonó la voz de Rafael a mis espaldas- La puta está semi inconsciente de tanto gozar y ya ni sabe quién es el que se la está clavando. Hazte a un lado que es mi turno de darme el gusto con su boca.

Me arrodillé al lado de Celia y tomé su cara volviéndola hacia mí mientras el otro sujeto seguía impertérrito el mete y saca.

-¡Por favor, Celia, soy yo, tu marido! No te entregues a Rafael. Haz lo que quieras con los otros, ¡pero no con él, te lo ruego!

Pareció volver en ese momento del éxtasis de su aturdimiento. Pero sólo para darme un violento empujón poniendo su mano en mi pecho. Tomó entonces la verga de Rafael que se ubicó de pie junto a su cara y, con una fruición infinita, comenzó a mamarle el miembro mientras él se reía diciéndome:

-¡Estúpido cornudo! Cómo la vas a privar del placer de chupar el palo de su dueño, de comerse el jugo de su amo. Con esta mierda hago lo que se me antoja, entiéndelo.

Al salir de la pieza alcancé a ver todavía como la acomodaban ubicándola entre ellos para penetrarla, por el ano y la vagina, ambos al mismo tiempo. Cuando crucé la puerta de salida de la casa, logré también a oír que los gruñidos roncos de Celia se transformaban en chillidos agudos de placer recibiendo la doble penetración.

Volví cerca del amanecer tras cerciorarme que ninguno de los vehículos continuaba aún frente a mi casa. La sala era un caos de botella vacías, colillas de cigarrillos, sillas volcadas, además de lagunas de cerveza con las que habían bañado el cuerpo de Celia en medio del recinto, lamiendo luego cada rincón de su bella anatomía. En el dormitorio ella dormía profundamente con el trasero aún sobre el almohadón, las piernas totalmente abiertas, tal como la dejó el último que la ocupara. La vagina estaba cubierta de una gruesa nata blanca y espesa que se perdía hacia dentro pues la tenía desmesuradamente abierta. De ahí nacía un hilo de semen que terminaba en una abundante poza sobre el cobertor justo entre sus piernas. La calentura, mezclada con aquellos sentimientos contradictorios ya descritos, se apoderó incontrolable de mí. Me desnudé frenético y, ubicándome yo ahora entre sus muslos, la ensarté de un solo envión mientras el semen escapaba de su coño mojando mi vientre y sus muslos. La entrada para ella fue impactante porque tengo, afortunadamente para esas circunstancias, un miembro bastante desarrollado, además que la inflamación de la vagina la estrechaba un poco contrarrestando la gelatina de semen que la bañaba. Dio un grito agudo abriendo desmesuradamente los ojos; sin embargo, de inmediato enrolló sus largas piernas en mi cintura respondiendo delirante a la posesión. Iniciamos una de nuestros encuentros sexuales más intensos y frenéticos de los que tengo memoria. Aquello fue algo sin precedentes en cuanto a la exacerbación del límite de los sentidos; la furia y el éxtasis borraban de una plumada cualquier raciocinio mientras nos embestíamos en un descontrol total de gritos e improperios, besando, mordiendo y succionando la carne del objeto de placer en lo que nos habíamos convertido el uno para el otro. Un extraño fenómeno se posesionó esa noche de mi sexo: no podía acabar, no podía llegar al orgasmo como si un nudo insoluble bloqueara el desenlace de mi placer ahí en el límite, justo donde se desata el descanso sublime de la eyaculación final. Eso convertía mi calentura en algo glorioso, pero terrible; agobiante, pero prodigioso, inenarrable y sin parangón. Aunque a Celia le acontecía algo similar, para ella no era extraño ese estado hiperestésico sin orgasmo culminante. Varias veces en su vida le había ocurrido ser poseída por muchos hombres en tardes o noches completas sin descanso. Entonces ella, que es multiorgásmica por lo que no requiere descanso entre cada macho, caía paulatinamente en una fase de delicia ininterrumpida, sin la intensidad del espasmo final, pero con un goce interminable y sostenido que se concentraba en la zona interna de la vagina. Eso la sumía en una especie de letargo en el cual perdía la conciencia del espacio y el tiempo, viviendo sólo para aquel placer que no se agotaba mientras tuviera una verga ensartada, que fue el estado en el que la encontré cuando ingresé al dormitorio y la descubrí con esos tipos.

Durante lo que quedó de noche, y aún con las primeras luces del alba, estuve embistiendo a Celia sin un segundo de pausa. No pude acabar quedando derrumbado sobre ese cuerpo de diosa que aún convulsionaba, ya con el día iluminándolo todo, pero sintiendo ambos que habíamos vivido una de las noches más sublimes de nuestro sexo. Nos dormimos dulcemente abrazados mientras la lujuria se retiraba con discreción dando paso a nuestro amor sin límites que nos hacía derramar toda la ternura del mundo el uno sobre el otro.

Me desperté en el momento en que Celia se levantaba de la cama para dirigirse al baño. Me estremecí fascinado contemplando ese cuerpo de hembra perfecta cuyas nalgas oscilaban armónicamente al ritmo de sus pasos de gata que cruzaban la pieza. Ella, como siempre, sabía que mis ojos estaban aferrados a su piel, lo que la hizo exagerar la lentitud y la voluptuosidad de su marcha, ya de por sí naturalmente sensual. Volvió al poco rato, siempre desnuda y con el pelo estilando el agua de la ducha. Se sentó junto a la cama y tomando mi cabeza entre sus brazos, me besó intensamente, mojando mi rostro con su cabello humedecido, al tiempo que musitaba con una voz pletórica de emoción:

-¡Te amo! Te amo como mujer alguna amó jamás a un hombre. Te amo por todo lo que eres, pero sobre todo por eso, porque eres tan hombre, y yo me siento tan tuya, tu objeto de placer, la hembra que has querido moldear, porque has hecho de mí lo que tú has querido tener. Jamás podría concebir mi vida sin ti...

Sin dejar de mirarme con toda la ternura inundando sus ojos, tomó el teléfono y discó un número. Ya antes que ella hablara yo sabía quién sería el interlocutor.

-¡Hola! Sí, soy yo... No, pelotudo, no te llamo por eso. Te llamo para agradecerte esta noche vivida con mi dueño... ¡No, tarado! -se rió con sarcasmo- Tu no alcanzas ni para aprendiz, pobrecito Rafael! Hablo de mi único dueño. Pero no importa; tu escaso coeficiente no alcanzaría si yo te explicara, por lo que olvídalo. Te llamo para decirte que no quiero verte, ni oírte, ni olerte y ni siquiera presentirte cerca de mí... Sí, así de simple, estúpido, te estoy dejando caer porque ya no nos sirves, adiós.

Aquella vez di un paso más en la comprensión de la fascinante personalidad de Celia. Jamás tuve duda alguna de su amor que alcanzaba niveles siderales demostrados, incluso, hasta en su disposición de dar su vida por mí, como ocurrió en cierta ocasión que relataré en otra oportunidad. En cambio su actitud sexual, que hacía que mi existencia se encadenara todavía más a ella, era un pozo de misterios que quizás nunca llegaría a dilucidar por completo, pero que adivinaba lleno de fascinantes y maravillosas sorpresas que me correspondía a mí ir descubriendo y para lo cual no me bastaría la vida entera.

Pasamos todo el resto de ese día retozando entre mimos y ternuras que sólo conocen los verdaderos enamorados, alternándolas con el frenesí de un sexo animal en el que ella se transformaba en una simple puta de la cual extraía yo el máximo placer que su carne podía ofrecerme, mientras ella me insultaba de la manera más soez que su perversidad podía sugerirle:

-¿Estas rabioso, cabrón cornudo? ¡Todos me toman igual que tú, hijo de puta! Se gozan a tu hembra como les da la gana, hacen lo que ellos quieren y yo los dejo, tal como lo has visto porque soy una furcia reventada, corrida por el que se me quiera montar. ¿Quieres saber cuáles de tus amigos se han instalado entre mis piernas abiertas?

Se reía sarcástica mientras yo loco de celos y furia, pero en medio del placer más sublime y excelso, le hundía el pene sin misericordia en el ano y la vagina que ella me ofrecía levantando el trasero. No, mis queridos lectores; nada en este mundo me haría cambiar un ápice de mi vida maravillosa junto a Celia, cuya calentura, pero también inteligencia, la hizo construir este mundo glorioso que compartimos y en el cual calzamos ambos a la perfección.

A la mañana siguiente, después de la afiebrante jornada vivida con Celia en casa, entré a las oficinas de la empresa con el alma serena y rebozando mi alegría de vivir. Sabía que tras el saludo respetuoso y adulador del personal, estaba la maledicencia de los comentarios sobre mi escandalosa mujer y la lástima hipócrita por el pobre marido engañado. Pero sabía también que todos ellos y ellas, si hubieran tenido la valentía, darían media existencia por cambiar la cruz de sus matrimonios fracasados en los que arrastraban mujeres frígidas y monótonas, hombres frustrados y vomitivos, parejas aplastadas por los prejuicios y los miedos. Pasé directo a la oficina de Rafael ingresando a ella bruscamente sin tocar la puerta.

Se quedó anonadado mientras una ráfaga de miedo cruzó por sus ojos. Sin decirle nada lo agarré por las pecheras de la chaqueta y casi en el aire lo saqué de su asiento. Mi metro noventa y mi condición de instructor de artes marciales que practicaba por hobby, le hicieron temer lo peor.

Sin embargo, me reí en su cara por el terror que desorbitaba sus ojos. No obstante mi gesto violento de mantenerlo alzado de la solapa, le hablé con jovialidad, casi de manera amigable:

-Hermano, ya lo oíste ayer: mantendrás muchos metros de distancia de Celia de aquí y para siempre, a menos que ella decida algún día cambiar de opinión y quiera abrirte otra vez las piernas. Si no es así, quédate con el recuerdo de haber conocido una hembra de verdad, y agradece al cielo haber tenido ese trasero para tu goce. ¿Está claro, verdad?

Movió la cabeza en señal de asentimiento lo que me hizo soltarlo suavemente y, mientras le ordenaba la ropa, le dije como si nada hubiera ocurrido entre ambos.

-No te olvides que en media hora más comenzamos la junta de directorio. No te atrases.

Esa misma mañana, llegado el mediodía, apareció Celia en la oficina para pasarme a buscar pues habíamos quedado de almorzar juntos. Su entrada fue simplemente impactante, apoteósica. Sus largas piernas enfundadas en medias negras caladas podían verse casi desde su mismo nacimiento, pues la falda, si a eso se podía llamar falda, no alcanzaba a cubrir la curva final de las nalgas, en tanto que, al caminar, el triángulo del pubis, apenas cubierto por el minúsculo calzón negro que hacía juego con el portaligas y las medias, aparecía y desaparecía en cada uno de los pasos voluptuosos con los que cruzó el largo pasillo jalonado de escritorios y que conducía hasta mi oficina. Hacia arriba, una blusa de tenue encaje rojo, de transparencia absoluta y anudada en el estómago, dejaba plenamente visibles sus dos pechos cuyos pezones se veían erectos por el placer que le causaba esa situación. Un silencio sepulcral fue la tónica que se apoderó del ambiente escuchándose sólo el armoniosos repiqueteo de sus zapatos de altísimos tacos aguzados. Sólo algunos pudieron reaccionar más prestamente y balbucearon un tímido saludo a la esposa del principal accionista y dueño de la empresa que se presentaba vestida como una puta, hermosa y fascinante, pero una puta al fin.

La recibí en la puerta de mi oficina besándonos con infinita ternura, aunque con un dejo de voluptuosidad porque mi mano cayó deliberadamente sobre su nalga derecha atrayéndola todavía más hacia mí, gesto que no pasó desapercibido para nadie. Cruzamos el mismo pasillo ahora en sentido inverso sin apresurarnos. Llevaba a Celia enlazada por la cintura mientras ella apoyaba con dulzura su cabeza en mi hombro al mismo tiempo que comentaba risueña trivialidades del diario vivir.

Su éxito en la oficina, en la calle y en el restaurante donde fuimos a almorzar era también mi éxito, sintiendo la envidia silenciosa de los hombres que no podían despegar la vista de sus pechos y luego de sus nalgas. Sabía que Celia no se detendría en esa experiencia y que algunos de esos hombres que hoy la veían pasar como una diosa inalcanzable, estarían más tarde gozando ese trasero a su pleno gusto ya que su caliente imaginación urdiría nuevas y más estremecedoras aventuras, pues tal como siempre me lo repetía, su sexo no podía ser de un solo macho. Pero ya lo dije: es nuestra existencia y nada en este mundo podrá compararse al orgullo que siento de tener una hembra como Celia, no sólo por su belleza que no es en último término lo más importante, sino por esta felicidad que su forma de ser trajo a mi existencia.