Esta tarde en el hotel (2)
Una elegante elegante mujer recibe un mensaje de su nuevo novio para que acuda a un hotel y siga unas instrucciones. Para los amantes del sexo elegante y con toques de dominación. Si deseas hablar de este relato, no lo dudes, envíame un mensaje a mi email. Saludos, Botijus
[La primera parte de este relato fué publicada en esta misma sección el 11 de Abril de 2016]
Raúl tenía la costumbre de enviarme los whatsapp justo en medio de mis reuniones más importantes, así que cuando noté la vibración del móvil sabía que era él. Aproveché que nuestro director técnico estaba largando nuestra presentación habitual acerca de nuestro servicio global para echar un vistazo a mi móvil:
“Esta tarde en el hotel, vete antes de las 7:00. Te enviaré instrucciones.”
Un calambre me subió desde los pies hasta mi entrepierna. Llevaba saliendo con Raúl unos pocos meses y solíamos vernos en el mismo hotel. Pero la única vez que me envió “instrucciones” tuve la mejor sesión de sexo de mi vida con un antifaz puesto todo el tiempo y sin saber siquiera si fue Raúl el que me estaba follando. Nunca hemos hablado de ese día, aunque hemos vuelto a ese hotel rutinariamente. Lo que estaba claro es que hoy íbamos a tener algo especial.
El resto de la mañana intenté concentrarme en mi trabajo en mi despacho, pero me venían los recuerdos de mí, tumbada en la cama del hotel, con las piernas abiertas y los pies estirados y apuntando a las esquinas de la cama, masturbándome mientras alguien (suponía que Raúl) me miraba. Y pensar en eso hacía que me empezase a mojar.
Antes de la hora de comer un mensajero me entregó un pequeño sobre abultado de esos que llevan burbujas por dentro. Lo enviaba Raúl. Dentro había una pequeña caja alargada, la abrí y dentro apareció un “clit clip”; una horquilla que se coloca en la vulva haciendo presión sobre los labios exteriores y cuya parte de arriba roza el clítoris. Había visto alguna brujuleando por Internet mientras buscaba contenido sexual. Los dos extremos inferiores de la horquilla llevaban unos pequeños adornos colgantes. Me subió un ardiente sofoco por el cuello y la cara y tuve que sentarme en mi sillón. Respiré fuerte. Esperaba que nadie entrara en un buen rato en mi despacho. Bebí agua y leí el mensaje que venía con el regalito:
“Póntelo antes de llegar al hotel”
Me dio la risa floja. Dónde quería que me lo pusiera, ¿en el taxi o en el metro?
No aguanté la curiosidad. Me dirigí hacia el baño. Me quité la falda y las bragas, puse un pie sobre el retrete y me puse la horquilla, sujetando la vulva con una mano y empujando la horquilla desde arriba con la otra mano hasta que el borde superior de la horquilla rozaba con el clítoris. Estaba muy mojada y tenía unas tremendas ganas de masturbarme. No podía pasar el resto del día en la oficina con aquello o terminaría tirándome al chico de la seguridad, así que decidí que me lo pondría más tarde. Me lo quité y volví a mi despacho, guardando la horquilla en su cajita y ésta dentro de mi bolso.
Llegué a casa con tiempo para arreglarme tranquilamente y disfrutarlo. Me depilé el vello púbico cuidadosamente. Tuve que hacer grandes esfuerzos por no masturbarme. Me duché y perfumé adecuadamente. Me puse la ropa que más le gusta a Raúl: una blusa sin mangas y una falda ajustada por encima de la rodilla. Era verano, así que no me puse medias, y opté por un unas pequeñas bragas y un sujetador a juego muy escotado. Tan escotado que casi dejan los pezones a la vista. En los pies, unas sandalias muy abiertas con finos tacones plateados y adornos brillantes. Estas cosas le gustan a Raúl. El también suele ir bien vestido al estilo clásico. Y no sería la primera vez que estando él en traje, me quita toda la ropa –excepto los tacones por supuesto- sin dejarme que le quite ni la chaqueta. Nos daba morbo estar así. Y a él le gustaba hacerme sentir un poco desvalida e indefensa.
Poco antes de salir me coloqué la horquilla en la vulva. Anduve un poco por casa para ver el efecto. Con el movimiento de las piernas, la horquilla rozaba el clítoris y los 2 adornos que colgaban de los extremos inferiores me rozaban la parte de arriba de los muslos, provocando una deliciosa excitación. Las bragas amortiguaban el efecto, así que me las quité.
Salí a la calle y cogí un taxi. Mi aspecto era demasiado sexy como para pasar inadvertida, y notaba como la gente me miraba. Me preguntaba si podría alguien adivinar lo que llevaba en mi sexo.
Llegué al hotel anticipadamente y pedí nuestra habitación habitual. Siempre vamos a la misma habitación, con una enorme cama de dos por dos metros, una mesita pequeña con 2 cómodos sillones y un magnífico ventanal con vistas al Paseo de la Castellana. En el frigorífico siempre había una botella de champagne. El recepcionista me dio un sobre donde estaba escrito mi nombre, aunque la letra no era de Raúl. Dentro estaba la llave. Ya habíamos utilizado el mismo procedimiento para dejarnos la llave de las habitaciones en otras ocasiones, aunque la letra con mi nombre en el sobre solía ser la letra de Raúl. A veces me preguntaba qué pensarían de nosotros el personal de recepción, aunque estaba seguro de que otras parejas hacían lo mismo.
Al entrar en la habitación estaba nerviosa. No sabía lo que me iba a encontrar. Eché un vistazo rápido y vi varias cosas que me hicieron acelerar el corazón. Del techo descendían dos barras metálicas rígidas con un aro en la parte inferior, y en el suelo debajo de las mismas había un pequeño escabel. Esto me ponía un poco inquieta. Un rápido cálculo espacial y supuse que todo estaba calculado para que yo pudiera tocar los aros si me subía de pie sobre el escabel. Creí adivinar cuál era el motivo por el que estaban ahí. Lo que encontré encima de la cama me lo confirmó.
Sobre la elegante cama había varias cosas. Dos muñequeras de cuero negro, anchas y con hebillas regulables, de la medida apropiada para mis manos, y con un enganche metálico para poder fijarlas. Además había una fusta y un látigo pequeño de varios flecos. Ambos eran elegantes, de color cuero, con mangos también de cuero trenzado para que se pudieran agarrar con facilidad. No eran artilugios baratos como los que se pueden ver en los sex shops de barrio, sino artículos elegantes, elegidos con cuidado. También había un antifaz de tela de color negro como los que te dan en los aviones en los vuelos transatlánticos para poder conciliar el sueño, y un sobre. Cuando abrí el sobre estaba hiperventilando:
“Desnúdate, ponte las muñequeras y el antifaz, súbete al escabel y engancha las muñequeras en los aros de las barras”
- Pero qué hijoputa… -pensé en voz alta. Pero quién coño se ha creído que soy yo. Un cosa es que me haga masturbarme delante de él y otra es que me azote con una fusta como una puta barata.
Me senté en uno de los sillones desconcertada. Necesitaba pensar. Seguía con la horquilla puesta en mi vulva y estaba muy excitada. Y tuve que reconocer que me había excitado aún más al entender las intenciones de Raúl. Recordé algunas películas de romanos, o piratas que había visto de adolescente en los que las mujeres eran atadas en público a un poste, les arrancaban la camisa y las azotaban en la espalda desnuda. Cada vez que veía una de esas películas me costaba después conciliar el sueño de la excitación; de alguna forma les tenía envidia. Me rebelaba reconocer que la idea de exponerme de esa manera y que me azotaran con una fusta me excitaba, pero era lo que estaba pasando. Por otra parte me parecía que esto era traspasar una línea roja, como darle a Raúl una carta blanca para que hiciera lo que quisiera conmigo, y esto contradecía todos mis principios feministas y progresistas. Y además no estaba segura de que realmente me gustara si ocurría. Una cosa era la fantasía y otra la realidad. Y no era el dolor, -yo soy una persona dura, aguanto bien el dolor- era fundamentalmente el hecho de que de repente me pareciera ridículo o molesto, quisiera terminar la escena y no pudiera.
Me levanté del sillón, me acerqué a la cama y me probé una de las muñequeras ajustándola con la hebilla. Me levanté la falda –con dificultad porque era muy ajustada- y me golpeé con la fusta en el muslo. Me quedé mirando como la piel se enrojecía levemente. Segregaba saliva, aunque tenía la boca seca. Tiré la fusta sobre la cama y tomé una decisión.
Me quité la falda y la blusa, dejando solo el sujetador y mis sandalias de tacones puestas. Pensé que tanto uno como otro eran lo suficientemente elegantes y eróticos como para llevarlos puestos por lo menos al principio del evento. La ropa la guardé cuidadosamente en el armario de la habitación. Me puse y ajusté la otra muñequera, cogí el antifaz y me acerqué al escabel que estaba debajo de las barras que estaban fijadas al techo. Era obvio que el escabel estaba puesto con la intención de que me subiera en él para enganchar las muñequeras en los anillos de las barras, de otra forma no hubiera llegado. Las barras estaban separadas lo justo para que el enganchar las muñequeras yo me quedara con los brazos abiertos en “V”. Las barras estaban entre la cama y el conjunto de la mesita y los 2 sillones, así que tenía la opción de ponerme de cara a la mesita y los sillones (y de espaldas a la cama) o bien al revés. Decidí que lo mejor para el espectáculo era ponerme de cara a los sillones. Me subí al escabel. La superficie era mullida, así que no era fácil guardar el equilibrio con los tacones que llevaba. Me estiré hacia arriba hasta poder enganchar la muñequera izquierda en el anillo de la barra, ayudándome con la mano derecha. No me costó demasiado. Miré el reloj: eran las siete menos diez. Con la mano derecha me puse el antifaz. Respiré hondo. Una vez que enganchara la muñequera de la mano derecha a la otra barra no habría marcha atrás, ya que ésta se enganchaba con un mecanismo de muelle y me sería imposible desengancharla. Si Raúl no venía por cualquier motivo, en unas horas iba a estar llamando a gritos al servicio del hotel para que me sacaran del aprieto. No sabía si reír o llorar. Levanté la mano derecha hasta tocar el anillo de la barra. A tientas fui moviendo la mano hasta que al tercer o cuarto intento acerté con el enganche y la muñequera quedó fijada al anillo de la barra. Me dejé colgar para estar segura de que las barras sostenían mi peso sin problemas: aquello era sólido como una roca. Me sentía un poco ridícula subida en el escabel, así que me bajé del escabel y le di una patada para que desapareciera de la escena. Noté como golpeó con la pared. Mi brazos en “V” y mis piernas quedaron completamente estirados, y estaba apoyada casi de puntillas con las sandalias en el suelo. Sabía que mi cuerpo era bonito, y que de esta manera mis formas quedaban expuestas de tal manera que cualquier hombre que entrara por la puerta de esta habitación sufriría una explosiva e inmediata erección. Y me atrevería a decir que cualquier mujer también.
Debían de ser ya las 7:00 y estaba tan estirada que empezaban a dolerme un poco las articulaciones, sobre todo los hombros y las muñecas. Oí pasos por el pasillo del hotel que se acercaban a la puerta de la habitación. De repente la puerta se abrió y alguien entró y cerró la puerta. Los pasos se movían por la habitación, pero yo oía dos pasos diferentes, ¡había dos personas en la habitación! Esto me hizo ponerme muy nerviosa.
- ¿Eres tú, Raúl?
Unos pasos se me acercaron. Eran los pasos de una mujer con tacones. Noté un perfume elegante cuando llegó cerca de mí, y una mano empezó a acariciarme las caderas. Nunca había tenido relaciones sexuales plenas con ninguna mujer, solamente algunos escarceos juveniles hace ya bastantes años, sin embargo estaba demasiado preocupada por otras cuestiones como para pensar en eso.
- Tranquila cariño que hoy lo vamos a pasar muy bien –me dijo con una voz que no me tranquilizó demasiado. Bonito sujetador –dijo mientras pasaba sus dedos por mis pezones, que estaban duros como piedras. Me apretó los pezones. Me hice la dura y no protesté, pero no pude evitar una mueca de dolor. Era una voz clara, atractiva, de una mujer que supuse que tendría mi misma edad. De ninguna manera parecía la de una prostituta –al menos del tópico que tenemos de la que debe ser la voz de una prostituta. Me pregunté qué relación tendría Raúl con ella.
- Sólo quiero saber si es Raúl quien está contigo –dije mientras me seguía retorciendo los los pezones; la voz me salía rara.
Me soltó los pezones, oí una risa sutil y a continuación una bola se instaló en mi boca y me ajustó la correa en la nuca. Empecé a salivar y noté cómo la saliva se acumulaba entre mis labios y la bola.
- Estarás más sexy calladita ¿verdad?
Siguió acariciándome las tetas, la espalda y los muslos. Movió la mano hasta mi vulva.
- Así que sigues con la horquilla puesta; me gustan las chicas obedientes –y se rió abiertamente. ¿Te has masturbado hoy? –negué con la cabeza. Muy bien –dijo.
Pasó los dedos por la vulva de abajo hacia arriba. Cuando llegó al borde superior de la horquilla, empujó ésta hacia mi clítoris, haciendo que me retorciera de placer. La excitación, los nervios y la adrenalina se acumulaban en mi cerebro; me sentía mareada. Oí como sus pasos se dirigían hacia la cama a mis espaldas, y al cabo de unos segundos volvía; imaginé que habría cogido la fusta o el látigo. Los pasos de la otra persona, que me habían parecido de hombre –suponía que Raúl- no había vuelto a oírlos; estaría sentado en uno de los sillones enfrente de mí preparado para disfrutar del espectáculo. Me pregunté cómo estaría su pene.
La mujer se me acercó por detrás:
- Levanta el pie.
No sin esfuerzo, ya que estaba casi de puntillas, levanté el pie izquierdo hacia atrás. Ella lo sujetó y me quitó delicadamente la sandalia de tacones tan sexy que me había puesto para el encuentro, dejándome el pie descalzo.
- Mantén el pie levantado.
Pasaron dos segundos y recibí un fustazo en la planta del pie. Todo mi cuerpo se sobresaltó y noté cómo las correas de mis muñecas rechinaban. Pasados unos segundos me recobré del shock y noté un escozor en la planta del pie. Me esforcé por mantenerlo levantado. Otro fustazo cayó en el mismo sitio, y unos segundos después un tercero. Después, con la misma delicadeza con la que me había quitado la sandalia, me la volvió a colocar. Noté cómo se movía y se ponía delante de mí mientras volvía a acariciarme por todo el cuerpo. Acercó su cara a la mía, y como en un susurro, me dijo muy cerca del oído:
- ¿Qué tal?
Asentí con la cabeza. Hizo un sonido de aprobación y volvió a colocarse detrás de mí.
- Levanta el otro pie.
Notaba como me ardía la planta del pie izquierdo. Levanté el derecho y repitió la misma operación. A cada fustazo el escozor de la planta de mi pie crecía. Mi excitación también. Cuando me colocó la sandalia y apoyé el pie en el suelo, ya tenía las dos plantas de los pies ardiendo. Me sentía totalmente entregada. Si hubiera podido gritar le hubiera dicho: ¡FÓLLAME! pero en lugar de eso, solo empujaba más saliva hacia la bola que cerraba mis labios y notaba como empezaba a babear. Era obvio que ella también lo vio, porque oí cómo sus pasos se alejaban despacio hacia el lavabo, volviendo al cabo de unos segundos, y me limpiaba la boca de saliva con una toalla.
Noté que se movía de nuevo detrás de mí. Me puse tensa. Un latigazo cayó sobre mi culo sin previo aviso. Gemí y me retorcí lo muy poco que me permitía mi posición. Noté que Raúl –o quien quiera que estuviera sentado en uno de los sillones enfrente de mí- se movía en el sillón. Un nuevo latigazo cayó sobre mi espalda: me acordé de las mujeres azotadas en público en las péplum que tanto me excitaban. Algo no le gustó a la mujer porque se acercó y me desabrochó el sujetador por detrás, y algo hizo sobre los tirantes –quizá los cortó con un cuchillo o unas tijeras- porque me lo quitó completamente y tuve la impresión de que lo echaba encima de la cama. Me acarició la espalda varias veces de arriba a abajo y de nuevo sin previo aviso descargó un latigazo sobre mis nalgas y luego sobre mi espalda desnuda y también sobre mis muslos, y así siguió varias veces golpeando en zonas distintas de mi anatomía. A cada latigazo yo me retorcía más. Las muñecas me dolían. Procuraba no gritar mucho y hacerme la valiente. Después de una serie de unos quince latigazos la mujer se tomó un descanso y se colocó delante de mí. Yo estaba completamente aturdida y me sentía como parte de una película. Me escocía todo el cuerpo, desde las plantas de los pies hasta el cuello. Me apretó las tetas y fue bajando hasta mi sexo. Metió la mano entre mis muslos, agarró la horquilla y tiró de ella lentamente hacia arriba, rozándome el clítoris.
- Ni se te ocurra correrte, cariño.
Moví uno de mis muslos intentando atrapar su mano en mi sexo y recibí un palmetazo. Parece que no me estaba portando bien. Terminó de deslizar la horquilla. Yo estaba al borde del orgasmo; sentía calambres por mis piernas, no sabía muy bien si se debían a la excitación sexual o al dolor de estar completamente estirada y de los latigazos que había recibido en la parte trasera de mis muslos.
Noté cómo me separaba las piernas y me las sujetaba con unas cuerdas. Ahora yo estaba en posición de cruz de San Andrés, todavía un poco más estirada que antes, y sabía porqué lo hacían: con las piernas abiertas mi orgasmo tardaría en llegar mucho más que con las piernas juntas. Querían disfrutar al máximo del espectáculo.
Me dieron unos minutos de descanso, probablemente para evitar que me corriera de inmediato. Durante este tiempo oí cómo ellos se movían por la habitación pero ni una sola palabra. Al cabo de un rato noté que la mujer se me acercaba por delante. Introdujo algo en mi vagina cuya sensación era como la de un consolador pequeño, pero algo tenía en su extremo exterior que se cerraba hacia arriba presionando ligeramente sobre mi clítoris. Al cabo de unos segundos aquello empezó a vibrar. Intentaba cerrar mis muslos pero las correas que sujetaban mis tobillos me lo impedían. Me dolía todo el cuerpo y la excitación que tenía me iba a volver loca. La vibración del aparato cesaba de vez de en cuando, momento que aprovechaba la mujer para limpiarme la saliva que salía de mi boca, los mocos, e incluso alguna lágrima que se deslizaba por mi cara. Cuando la vibración comenzaba de nuevo, yo volvía a retorcerme presa de la excitación y el dolor. Varias veces encendieron y apagaron el aparato y varias veces mi clímax parecía a punto de estallar. Al cabo de un rato, cuando el aparato acababa de empezar a vibrar de nuevo, recibí un latigazo en mis tetas. Aquello fue como una explosión en mi interior. Nunca imaginé que se podría estar tan excitada. A continuación otro latigazo en la parte delantera de mis muslos. Intentaba juntar mis piernas para llegar al orgasmo pero no podía. ¿Cuánto duraría esta agonía? Comencé a gritar lo que me permitía la bola que tenía en mi boca, iba a volverme loca. Esperaba con ansia los latigazos que caían sobre mi pecho y mis muslos porque era lo único que aliviaba un poco mi pasión, pero al mismo tiempo eso me producía también más excitación. Por fin llegó el orgasmo mientras me retorcía de dolor y de placer lo poco que me permitían las correas que me sujetaban. Fue un orgasmo interminable, increíble, que me dejó exhausta y dolorida colgando de las correas que todavía me sujetaban.
El aparato que tenía en mi vagina dejó de vibrar. La mujer se acercó a mí –seguía notando su presencia por el perfume- y lo retiró. Siguió acariciándome por todo mi cuerpo desnudo mientras me calmaba. Poco después noté cómo alguien me desenganchaba las muñequeras; mis brazos y yo mismo caímos como un peso muerto, pero alguien con unos brazos fuertes me levantó y me llevó hasta la cama dejándome sobre las sábanas y tapándome con delicadeza. Me quitaron la mordaza. Oí cómo los pasos se dirigían a la puerta, la abrían y la cerraban por fuera.
Estuve un buen rato medio adormecida mientras se me calmaban los dolores de haber estado estirada tanto tiempo y recuperaba la estabilidad mental. Después me quité el antifaz, me incorporé, me quité las muñequeras, observé mi cuerpo enrojecido por los latigazos. La excitación creció de nuevo en mí, me masturbé furiosamente, me di una ducha, me vestí, llamé a un taxi y me fui a casa.
A los dos días Raúl me llamó para ir a una nueva piscina que acababan de inaugurar en un hotel del centro. Quedamos en una habitación del hotel, hicimos el amor como siempre. Nadie mencionó lo que había ocurrido hacía dos días. Luego subimos a la piscina. Estuve escrutando su cara para ver si encontraba cualquier indicio que me confirmara que él había sido la persona que había estado disfrutando mientras a mí una mujer me masturbaba y me azotaba. Cuando ya estábamos a punto de marcharnos, hice una mueca de dolor al apoyar el brazo.
- ¿Qué te pasa en el brazo?
- No lo sé, me duele un poco, creo que son agujetas.
- Seguro que es del gimnasio. Pasas demasiado tiempo en el gimnasio – me dijo con una media sonrisa.
Si deseas hablar de este relato, no lo dudes, envíame un mensaje a mi email. Muchas gracias,
Botijus