Esposas Perfectas S.L. (V) – Una novia virgen

Final de la serie. Llega la boda. Tiempo de lectura aproximado: 1 hora.

Esposas Perfectas S.L. (V) – Una novia virgen

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No iba a gritar. No lo haría. Sentía la garganta irritada por las ganas y los ojos húmedos del llanto contenido, pero se había prometido a sí misma que pasara lo que pasara no le daría esa satisfacción a la vieja bruja. La mano seca y huesuda de Lisbeth caía con dureza sobre sus nalgas desnudas, una y otra vez, llenando la habitación con el elástico sonido de la carne joven recién macerada. Echada sobre las rodillas de la mujer, Candy se aferraba con ambas manos al tobillo de su verdugo y se mordía los labios en un esfuerzo terco por permanecer en silencio.

Roja y radiante va la novia. Así era el dicho en La Sociedad, la tradición; o al menos eso le había explicado Lisbeth. La veterana la había colocado sobre sus rodillas y los azotes empezaron, lentos y metódicos, firmes, pesados. La mano caía, hundiéndose sobre la carne firme de sus glúteos, sin prisa por retirarse, dejándola sentir todo su efecto. Así una y otra vez, con regularidad suiza, los minutos pasaban despacio y el calor inicial iba dando paso a una sensación ardiente que crecía y crecía.

–Lamento tener que hacer esto, querida. Pero es la tradición –decía Lisbeth, aunque Candy sabía bien que no lo lamentaba.

La mujer se mostraba tranquila. Profesional. Pero su voz no era la de alguien que cumple a regañadientes con una obligación aburrida y a veces, sólo a veces, la comisura de sus labios se curvaba hacia arriba durante un instante.

Cada cierto tiempo se detenía y empezaba a sobarle el trasero, agarrando la carne enrojecida para comprobar el calor y la textura que iba cogiendo. Y agarraba con fuerza. Candy ya había probado el escalofrío de las uñas clavándose en sus nalgas al rojo.

La pausa duraba unos segundos: un momento de descanso para Lisbeth; un respiro para Candy, que notaba su trasero latiendo con pulso propio a medida que el ardor de los últimos azotes se iba desparramando por toda su piel. Unos segundos de relajación antes de que Lisbeth reanudara la percusión y el sonido de la disciplina volviera a llenar el aire.


La mañana del día de la boda Lisa se despertó con el pelo de Candy acariciándole la cara. Había dormido con la muchacha, abrazándola, sujetando sus manos y con una rodilla entre los muslos de la joven para ayudarla a mantenerlos separados.

Ya hacía un mes desde que aquella cría de piel acaramelada y tetas enormes irrumpiera en su vida; un mes desde que Sebastian la convirtiera en mujer y la metiera en el hogar de Lisa. Desde entonces, el hombre de la casa disfrutaba de su joven adquisición, separando con regularidad las piernas de la muchacha para enseñarle uno de los principales deberes de la buena esposa.

Pero su hombre llevaba tres días sin follarse a la niña, tres días sin dejarla entrar en su cama y, lo que es mejor, tres días en los que la cría se iba a dormir con la lengua de Lisa incrustada entre las piernas.

Lisa sabía bien lo que tenía que hacer. Veinticinco años de experiencia en el mundo del placer femenino la avalaban. Sus instrucciones eran claras: llevarla a las puertas del orgasmo, no más allá.

Se empleó a fondo. Durante tres días, la muchacha vio emerger su cara pringosa, relamiéndose sonriente entre los muslos abiertos, temblequeantes por la frustración. Acabó con la lengua agotada. Al despertarse y al irse a la cama, y varias veces entre medias, se colocaba entre las piernas de su futura señora, trabajando a conciencia y escabulléndose antes de tiempo. Después le ponía un cinturón de castidad: una braga gruesa como un pañal, de tela rugosa, ceñida con una cinta asegurada por un candado. Ella tenía la llave. Cada vez que la joven necesitaba ir al baño, debía avisarla para que fuera con ella. Se duchaban juntas y era Lisa quien la enjabonaba. Durante tres días, cada vez que se veía libre del cinturón de castidad, Lisbeth estaba allí, vigilante.

Hoy habían ido al baño juntas por última vez antes de la boda. La chica había orinado y Lisa la había limpiado. En la ducha, tuvo especial cuidado de no frotarla demasiado. Después le puso un cinturón de castidad limpio, la ayudó a vestirse y salieron juntas hacia la Iglesia de La Sociedad.


El camino al altar parte del bosquecillo de la disciplina, donde árboles de todo el planeta ofrecen sus ramas para corregir la conducta de las hembras de la comunidad. No es casual que las novias conozcan el bosquecillo y el Templo el mismo día: el día de su boda.

El Templo de La Sociedad es un lugar apartado del resto del complejo, escondido tras la senda serpenteante que, partiendo del bosquecillo, se interna en el verdadero bosque.

En un principio, muchos años atrás, el Templo había consistido en un sencillo espacio circular al aire libre, ajardinado y con toldos que amortiguaban, sin eliminar por completo, la luz de las montañas. Una roca, que esperaba allí desde los albores del mundo, fue tallada hasta darle forma de púlpito. Dos de los árboles retirados para formar el claro no fueron arrancados por completo y sus tocones aun permanecían delante de la roca, ofreciendo a los futuros novios un asiento para la ceremonia.

Cuatro décadas después, el jardín, la roca y los tocones permanecían, pero el resto del Templo había crecido. Los toldos fueron sustituidos por una bóveda de cristal inteligente cuya transparencia podía regularse mediante un interruptor, o por bluetooth. Rodeando el jardín, un enorme edificio circular de una planta albergaba habitaciones de distinto tamaño, desde la gran sala de banquetes hasta el pequeño vestidor de la novia, pasando por la alcoba nupcial para la noche de bodas. Todo decorado con referencias a las religiones y mitologías del mundo, como las figuras eróticas de los templos hindúes o la intrincada geometría musulmana, las vidrieras católicas y la elegante pintura sintoísta. Pero el espacio central seguía perteneciendo a la Madre Naturaleza, que también se acabó adueñando del exterior conforme las plantas trepadoras se apoderaron de las paredes de granito.

Ahora el Templo era un enorme círculo de piedra recubierto de  verde, con una brillante esfera de cristal en su centro. Entre sus paredes, en el pequeño vestidor de la novia, Candy permanecía sentada con las piernas en tensión, intentando apoyar lo menos posible las nalgas sobre el asiento sin acolchar de la silla. A su espalda, Lisbeth se afanaba en trenzar con simetría perfecta la larga melena azabache.

Fuera de la habitación las risas habían cesado, pero Candy aun sentía la presencia de las mujeres al otro lado de la puerta, las orejas pegadas a la madera, los cuchicheos. En el vestidor las paredes son finas y Candy pudo escuchar las risas amortiguadas, el murmullo que crecía conforme la zurra se prolongaba en el tiempo, con algún que otro silbido impresionado cuando, después de un descanso en silencio, el castigo volvía a reanudarse.

Ahora, como cualquier novia nerviosa a pocos minutos del enlace, se mostraba atenta a todo lo que la rodea. Los azotes la aislaron del mundo durante un rato, y el ardor de sus nalgas contra el asiento se impuso al principio al resto de los sentidos, pero se fue amortiguando… y volvieron los nervios. De nuevo percibía el leve tic tac del reloj mientras el poco tiempo de que contaba para preparase se iba escapando. Era plenamente consciente de la presencia femenina al otro lado de la puerta y no podía evitar el intentar discernir las palabras tras los murmullos amortiguados. Inconscientemente volvía el oído hacia la puerta para escucharlos mejor, pero enseguida Lisbeth la colocaba de nuevo derecha.

La mujer había empezado la trenza a partir de los hombros, dejando que buena parte del cabello de Candy se moviera con libertad, al estilo de las antiguas princesas árabes. La trenza en sí era compacta, y Lisbeth tiraba de su pelo en cada lazada para dejarla lo más prieta posible.

–¿No queda demasiado tensa?

Lisbeth sonreía.

–No, pequeña, no. Debe quedar bien apretada. Una yegua joven necesita una brida firme.

Uniendo las palabras a los hechos volvió a tirar provocando un quejido por parte de la muchacha.

–Vamos, vamos, pequeña. No es para tanto. Yo no tuve quien me ayudara. Me dieron unos azotes, me señalaron la ropa y dijeron: ¡vístete!

Acabada, la trenza le llegaba por debajo de la cintura. Lisbeth la enrolló alrededor de su cuello y tiró desde la nuca para comprobar la firmeza. Candy empezó a sentir la falta de aire a medida que su propio pelo le apretaba la garganta.

–¿Lo ves? –Lisbeth tensó más el lazo–. Firme y resistente. Útil. Así ya llevas incorporados todos los aperos para que Sebastian te monte. Es mejor que una correa estranguladora, créeme.

Liberó la presión y Candy lo agradeció con un acceso de tos. Mientras recuperaba el aliento, las manos de Lisbeth se movían en torno a su cuello colocando con cuidado la trenza en su sitio. Cogiendo un espejo, se puso delante de la muchacha.

No pudo contener la emoción al ver el resultado. La mujer sabía bien lo que hacía. Candy nunca pudo permitirse ir a la peluquería; durante toda su vida, sus amigas y ella se habían peinado y cortado el pelo mutuamente, con más entusiasmo que habilidad. Desde que llegó a La Sociedad, su piel y su melena habían recibido tratamientos de belleza que antes ni soñaba que existieran. Había ganado peso y su aspecto era más saludable. La chica que le sonreía desde el espejo parecía mayor, más sana y más femenina. Su piel lucía suave y su pelo negro y brillante como nunca, con una trenza larga y prieta que caía con elegancia por su hombro quedando atrapada entre unos pechos más grandes de lo que recordaba. Por un momento deseo que la mujer que le sonreía desde el espejo fuera en realidad otra persona para estirar los brazos y agarrar con ambas manos esos frutos maduros que se le ofrecían.

–Espejo, espejito, ¿quién es la más bella del reino? –dijo Lisbeth con sarcasmo.

Candy jugueteaba con la punta de su trenza y giraba la cabeza comprobando como la parte suelta de su pelo se ondulaba con el movimiento. Se apretaba los pechos y cambiaba de pose ante el espejo, viendo como resaltaba su recién descubierto volumen sobre el marco de la melena trenzada.

–Te hace comprender a los hombres, ¿verdad? –susurró Lisbeth–. Ahora casi pareces una mujer.

Candy dejó de posar ante el espejo y miró a la veterana.

–Soy una mujer.

Lisbeth negaba.

–No. No lo eres, niña. No lo eres… El blanco te sentará bien. Sigues siendo virgen, sólo que aún no lo sabes.

"Pero lo sabrás", añadió en un susurro mientras le daba la espalda, dejaba el espejo y abría el armario. Cogiéndolo entre sus brazos como un hombre coge a una mujer, Lisbeth le mostró por primera vez a su futura señora el vestido de la novia.

Candy estaba maravillada. Acarició la tela con timidez, apenas rozándola. Era suave al tacto y a la vista, de un blanco translucido salpicado de pequeños puntos plateados que brillaban como una cascada de estrellas. La falda era larga y suelta; se ceñía a la cintura, le daba forma como un corsé, aunque no se apreciaba ningún tipo de refuerzo y todo parecía hecho de una sola pieza, como si hubiera sido moldeado en lugar de cosido; no tenía mangas y llegaba hasta el cuello, sin escote.

Había pensado que Sebastian elegiría un vestido escotado para lucirla ante sus amigos, pero no iba a ser necesario. La tela era una niebla tenue: lo bastante blanca para ser blanca y no tanto como para ocultar su contenido. Irónicamente, lo más opaco era el velo. Aquel no era el vestido de sus sueños, pero en cierto modo era mejor, más hermoso de lo que nunca hubiese podido imaginar, un diamante puro: perfecto, pero transparente. Era un verdadero vestido de princesa. Una princesa desnuda, pero princesa al fin y al cabo.

Entre la tela, sostenidas con pinzas en la posición que ocuparían una vez puestas, unas braguitas blancas recubiertas con brillantes, un liguero a juego y medias de encaje se dejaban ver como única ropa interior.

–¿Y el sujetador? –preguntó.

–No lleva. Sería una lástima que con un vestido tan revelador nadie pudiera ver tus encantos, ¿verdad?

–Al menos llevo bragas.

–Claro, niña. Para que el novio pueda quitártelas, como manda la tradición.


Todas las religiones del mundo tienen alguna bebida sagrada, desde las más comunes como el agua o el vino a las exóticas, como las infusiones alucinógenas de los chamanes. En la antecámara de la novia del Templo de La Sociedad se estilaba el margarita.

La primera dama miraba con desdén maternal a sus hermanas más jóvenes y degustaba su bebida junto a otras veteranas, todas sentadas con elegancia, comentando los pormenores del futuro enlace mientras tomaban una copa.

"Novatas", pensó Sonya. Sus jóvenes vecinas permanecían pegadas a la puerta como viejas chismosas, tapándose la  boca para ocultar esas risitas cursis y cuchicheando al más puro estilo de la maruja doméstica. "Está visto que la clase se pierde un poco con cada nueva generación".

Sonya estrenaba vestido, una elegante tela plateada que dejaba los hombros al aire y se sujetaba con facilidad a su generoso busto. Sentada con una pose cuidadosamente informal, sostenía la copa con dos dedos de una mano mientras la otra descansaba sobre sus piernas cruzadas. Sonreía y charlaba con sus compañeras, sin que ninguna notase que aún arrastraba las secuelas de la última despedida de soltero. No veía el momento de ponerse en pie, pero permanecía en su sitio.

Para su alivio, empezaron a sonar las campanas. Las jóvenes se separaron con rapidez de la puerta mientras adoptaban un aire distraído. Se levantó sin prisa, pero en su interior suspiraba agradecida por librar a sus nalgas del ardiente roce de la silla.

La novia apareció, radiante y nerviosa, dando pasos inseguros sobre unos tacones finísimos. La chica venía de los suburbios urbanos de una pequeña ciudad del Caribe, así que, con toda seguridad, el calzado más elegante que había llevado en su vida sería unas deportivas desgastadas. Sus nuevos zapatos eran los más estrechos y altos que jamás se había puesto, y eso se notaba.

La lencería tampoco daba demasiadas facilidades de movimiento. Sonya no sabía si la elección era de Sebastian o una pequeña maldad de Lisbeth, pero las bragas de la muchacha parecían una talla más pequeñas de lo adecuado, o puede que dos. La tela de encaje con pedrería se ceñía a las caderas, apretaba los labios y se incrustaba entre las nalgas como si fuera un tanga. Colocada detrás de la novia, Lisbeth la invitó a adentrarse en el rebaño aplicando un sonoro azote sobre el trasero enrojecido y apenas cubierto. No sería el último de la noche.

Las mujeres se apartan, dejando a Sonya el privilegio de ser la primera en saludar a su nueva hermana, porque en La Sociedad se respetan las tradiciones, y las tradiciones femeninas las habían creado las veteranas. La antigüedad marca la jerarquía.

Así que se acerca a la futura esposa.

–Bienvenida, hermana –susurra.

Y la besa en los labios.

La muchacha se sorprende con el contacto y su sorpresa aumenta cuando la lengua se introduce en su boca y se entrelaza con la suya, jugueteando. Las manos de la noruega se posan sobre los pechos juveniles y buscan los pezones. Los atrapa entre los dedos y aprieta con suavidad sobre la fina tela. La muchacha se deja llevar, con los ojos abiertos por la sorpresa. No sabe cómo actuar en esta situación. No se atreve a retirarse, pero tampoco tiene la experiencia necesaria para abrazar a la noruega y disfrutar del contacto.

Sonya se aparta, dejándola boquiabierta y con los labios húmedos por la saliva. Otra veterana ocupa su lugar apoderándose de la lengua y los pechos de la chica. Para cuando todas hayan acabado, una novia sonrosada y jadeante estará lista para dirigirse hacia el altar con sus durísimos pezones en punta.


"Camina despacio", le sugieren sus nuevas hermanas; "Pasos cortos, colocando un pie delante del otro, como si anduvieras sobre una línea imaginaria", susurran justo antes de entrar; "deja que se muevan las caderas, que se note que eres una mujer", le dice la rubia alta pellizcándole una nalga.

Atraviesa la puerta y, de pronto, el mármol se convierte en tierra húmeda y musgo y la música empieza a sonar.

Los murmullos de las mujeres a su espalda se atenúan a medida que sus hermanas entran en el bosquecillo y bordean el espacio circular para colocarse al lado de sus esposos.

De pronto se encuentra sola, con todas las miradas fijas en ella. Sigue andando con pasos cortos, femeninos, con los tacones hundiéndose en ese tapiz irregular y húmedo mientras intenta recordar todos los consejos y trata de mantener su ramo de flores en la posición adecuada. Es un ramo pequeño, exquisito, de flores blancas con una única rosa roja en el centro. Debe llevarlo ligeramente inclinado, a la altura del ombligo: llevándolo más bajo los invitados no podrían valorar la finura de su lencería, y más alto les privaría de disfrutar de sus pechos.

Al final del camino, junto a una gran piedra, su prometido espera acompañado por un canadiense joven y guapo con el que ha llegado a congeniar y que ahora ejerce de padrino. Candy no sabe su nombre. No conoce a nadie salvo a Sebastian… y a Lisbeth. En La Sociedad, la vida social es para las esposas, y ella aún no lo es.

Había coincidido con el padrino en una ocasión, cuando Sebastian quiso mostrarle a su nuevo amigo los encantos de la mujer que había seleccionado. El había contemplado a la muchacha con agrado, alabando sus virtudes. Pero Candy en ningún momento fue invitada a unirse a la conversación.

Ahora, los ojos de ambos están fijos en ella, igual que los de todos los demás. Las miradas de los hombres la evalúan; las de las mujeres la juzgan. Algunos caballeros asienten mostrando su aprobación. Las damas sonríen y cuchichean con sus vecinas. Los comentarios se alzan a su paso alabando su piel y sus pechos. Siente el rubor invadiendo sus mejillas y baja la mirada de modo inconsciente. Intenta acelerar el paso sin que se note, para llegar cuanto antes junto a su hombre.

Su esposo la recibe ofreciéndole la mano, una mano masculina a la que ella se agarra antes de alzar de nuevo la mirada buscando la de su hombre. Pero Sebastian no la mira. Los ojos del macho se están recreando en el leve balanceo de sus pechos atrapados en el vestido transparente. Sus pezones le devuelven la mirada endureciéndose y el hombre sonríe, satisfecho.


"… uníos, pues, en el amor, con humildad y paciencia, como un solo Cuerpo y un solo Espíritu. Sin fingimiento...”

La voz del decano resuena poderosa pese a la edad, lo llena todo, amplificada por la bóveda de cristal. Sus más de ochenta años lo convierten en el miembro más anciano de La Sociedad, aunque no el más veterano. Su vejez, unida a una notable oratoria, le adjudicó de facto el papel de maestro de ceremonias. El evento no importa: desde actos sociales a sacramentos religiosos, sea cual sea el dogma, guarda en su vestuario la parafernalia adecuada y conoce a la perfección todos los ritos. Para la boda de Sebastian, dado que la novia proviene de una cultura católica, ha elegido su túnica blanca con bordado de oro y una selección cuidadosamente escogida y traducida de las cartas de San Pablo.

"... y Dios creó a Adán, del que procede Eva, creada para él en la carne. Esa creación gime hasta el presente y sufre dolores de parto, pues es deudora de la carne. Nosotros, que poseemos el Espíritu, anhelamos el rescate de su cuerpo. Por eso la entregó Dios a pasiones inflamables y declara digna a la que las practica, pues se hizo la comida para el vientre y el vientre para la comida..."

Pronuncia con claridad, despacio, recreándose en la última frase. Sea cual sea la religión escogida, en todas las lecturas de todas las bodas menciona la comida. Una forma burda pero efectiva de lograr que a su hambriento auditorio se le haga la boca agua ante el inminente banquete. Para cuando empieza a hablar de las obligaciones del esposo, todos están pensando en la comida.

"... es necesario que el hermano sea irreprensible, educado, hospitalario, que gobierne bien su propia casa, mantenga sumisas a sus mujeres y eduque a sus hijos; si no es capaz de gobernar su casa, ¿cómo cuidará la de todos? Ha de someter, para que la libertad no sirva de tropiezo a las débiles.

Maridos, amad a vuestras mujeres como Dios amó a su Iglesia, llenándola con su esencia. El que ama a su mujer se ama a sí mismo, porque nadie aborreció jamás su propia carne.

No seáis ásperos con ellas sino comprensivos, pues es un ser más frágil. Dad a vuestras siervas lo que es justo, pues también vosotros servís a un propósito superior. Porque está escrito: No pondrás bozal al buey que trilla..."

El decano conoce los ingredientes necesarios. Sabe lo que quiere –lo que necesita– oír la futura esposa. Así que primero expone ante las muchachas las obligaciones del hombre. Les dice que su futuro esposo está obligado a poseerlas, que ellas son parte de él. Sólo después menciona los deberes de ella.

"... pues aunque sirva con obediencia y entregue su cuerpo, si no tiene amor, nada se aprovecha.

El amor es paciente, es servicial, es decoroso; no busca su interés; todo lo excusa; todo lo soporta. Mujer, porque amaste a tu marido sin haberle visto, alcanzaste la fe, la salvación en quien te ha elegido de entre todas las demás. ¿No sabes que en las carreras del estadio todas corren, más una sola recibe el premio? Vive entonces contenta, pues has sido bien comprada.

Examina qué agrada a tu señor, da gracias, "hija de Dios sin tacha en medio de una generación perversa": vive como luz, según tu señor, enraizada y edificada en él. Acaso Rajab, la prostituta, ¿no quedó justificada dando hospedaje a los mensajeros y haciéndoles marchar por otro camino?..."

Las palabras fluyen con dulzura, como un susurro, mientras el anciano mira a la futura esposa y asiente igual que lo haría un padre orgulloso, felicitándola por haber sido la elegida.

"... como mujer ya no es esclava, sino esposa, parte de la voluntad del marido.

Abraham tuvo dos hijos: uno de la esclava y otro de la esposa. ¿Qué dice la Escritura? "Despide a la esclava y a su hijo, pues no ha de heredar el hijo de la esclava junto con el de la libre".

Obra como mujer libre, no como quienes hacen de la libertad un pretexto para la maldad, sino como sierva. Ama a los hermanos, enseña a las jóvenes..."

Es la voz de la razón llamando al instinto, y el anciano lo sabe. Las nuevas adquisiciones de La Sociedad llevan dos, tres, cuatro años siendo fértiles. El proceso de selección tiende a preferirlas así, y no es casualidad. Cuando el decano era joven, antes de que la modernidad alterase el ritmo natural de la vida, las mujeres se casaban pronto, a esa edad en la que el instinto susurra, en lugar del grito desesperado de las más viejas. El cuerpo de la muchacha está maduro, aunque ella no lo sepa. Siente la necesidad de ser llenado.

"… porque 'has sido rescatada' no con algo caduco, oro o 'plata', sino con una sangre preciosa, de oveja sin mancillar. Te exhorto a que ofrezcas tu cuerpo como una víctima viva: tal será tu culto espiritual. Que penetre el Sumo Sacerdote a través de una Tienda perfecta y consagre el santuario una vez para siempre, no con sangre de cabras ni palomas, sino con tu propia sangre, pues tampoco la primera Alianza se inauguró sin sangre.

Apresúrate a unirte a tu hombre, porque la tierra que recibe frecuentes lluvias y produce buena vegetación para los que la cultivan participa de la bendición de Dios. La que produce "espinas y abrojos" es desechada. Por eso, afánate por agradar. Y entrégalo todo. En una casa no hay sólo utensilios de oro y de plata, sino de madera y barro; todos tienen su uso. Limpios de faltas, serán para uso noble, útiles para su Dueño.

Mira la lengua, que es un miembro pequeño y puede gloriarse de grandes cosas. Mira qué pequeño fuego abrasa un bosque tan grande. La lengua, encendida por la gehenna, prende la rueda de la vida desde sus comienzos. Toda clase de fieras, aves, reptiles y animales marinos han sido domados por el hombre; en cambio ninguno ha podido domar la lengua de la mujer; de una misma boca proceden la bendición y la maldición. La que come dudando, se condena, porque no obra conforme a la fe. Como niña recién nacida, desea la leche espiritual, a fin de que, por ella, crezcas para la salvación, si es que "has gustado que el Señor es bueno". Pues las que comen ¿no están acaso en comunión con el altar? Comedlo todo sin plantearos cuestiones de conciencia, hacedlo para gloria de vuestro señor.

La que come, no desprecie a la que no come; y la que no come, tampoco juzgue a la que come, pues su señor así lo ha acogido. ¿Quién eres tú para juzgar lo ajeno? Eso sólo interesa a su amo. Este da preferencia a la boca; aquél lo disfruta todo por igual. La que lo entrega todo, lo hace por su Señor; la que come, lo hace por su Señor y da gracias: y la que no come, lo hace por su Señor, y da gracias.

Por tanto, hermana, entrega tu cuerpo por completo. Así nunca caerás, pues ofrecerás numerosas entradas en el Reino eterno a tu Señor…"

El decano intenta disimular una sonrisa. Lo consigue, pero sus compañeros ni siquiera hacen el esfuerzo y el gesto fluye con naturalidad, con miradas cómplices entre los hombres. Todos son geniales en varios aspectos, adorados en sus campos como auténticos profetas. Y a todos les encantan los libros sagrados, de cualquier religión: su descarada ambigüedad, las múltiples interpretaciones, la facilidad para defender una idea y la contraria encerrada entre las tapas en rústica negra con letras doradas que contienen la palabra verdadera de cada uno de los múltiples dioses que han nacido y muerto a lo largo de la Historia… Dimitri le dijo una vez que la palabra de un dios era un libro de autoayuda para los que aspiraban a ser reyes. El ruso siempre ha demostrado saber bien de lo que habla.

"… sed sumisas, como la Iglesia es sumisa a Cristo. Obedeced, no por ser vistas, sino de buena gana. Amos, obrad de la misma manera con ellas, dejando las amenazas. Si ponemos a los caballos frenos en la boca, dirigimos así todo su cuerpo. Mirad también las naves: aunque sean grandes y vientos impetuosos las empujen, son dirigidas por la caña del timón a donde la voluntad del piloto quiere. Así, queridas mías, obedeced siempre, no sólo cuando el amo estaba presente sino mucho más cuando está ausente.

¿Eras esclava cuando fuiste llamada? No. ¿Quién eres tú para pedir cuentas a tu señor? ¿Acaso la pieza de barro dirá a quien la modeló: 'por qué me hiciste así'? ¿Es que el alfarero no es dueño de hacer de una misma masa vasijas para usos nobles o para usos vulgares? Porque ninguna de vosotras vive para sí misma, pues del Señor sois.

Os suplico por la mansedumbre y la benignidad. Es mejor ser maltratada con el pueblo de las elegidas a disfrutar el efímero goce del pecado, pues sois mujeres de fe. Por la fe la esposa debe someterse a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios. Quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino.

No hay temor en el amor; los maridos no son de temer cuando se obra el bien, sino cuando se obra el mal: no en vano existe la vara. Por tanto, es preciso someterse, no sólo por temor al castigo, sino también en conciencia.

¿Cuánto castigo pensáis que merecerá la que pisoteó su deber, y tuvo como profana "la sangre de la Alianza" que la santificó? Necesitáis paciencia en el sufrimiento para cumplir la voluntad y conseguir así lo prometido.

Escuchad la exhortación que como a hijas se os dirige: "Hija mía, no menosprecies la corrección del Señor; ni te desanimes al ser reprendida por él". Pues quien ama, corrige. Si quedáis sin corrección, cosa que todas reciben, señal de que sois bastardas y no "hijas", extrañas y no "hermanas".

Cierto que ninguna corrección es de momento agradable; pero produce fruto apacible. Por ello, sed sumisas no sólo a los dueños indulgentes, sino también a los severos. Porque bella cosa es tolerar penas, por amor, cuando se sufre injustamente. ¿Pues qué gloria hay en soportar los golpes cuando habéis faltado? Erais "ovejas descarriadas", pero ahora habéis vuelto al pastor."


Candy lleva una semana ensayando ante el espejo, diciendo "Sí, quiero" de todas las maneras posibles a una gemela que siempre está de acuerdo. Pero a la hora de la verdad, delante del altar de piedra, sus ensayos se muestran innecesarios. Sebastian acepta tomarla por esposa; su respuesta a la pregunta del sacerdote suena natural, espontánea, como el que contesta algo obvio. Pero para Candy no hay pregunta. En su nuevo hogar, la respuesta de la novia se da por hecha.

Entonces el sacerdote le indica que se levante la falda. Sebastian se arrodilla ante ella y le baja las bragas hasta medio muslo. Una hermana trae la bandeja de plata con los anillos y unas pequeñas tenazas. Sebastian las coge y toma con ellas el más pequeño, un sencillo aro de platino. El dedo masculino juguetea con su clítoris, incitándolo a asomarse, mientras su hombre repite las palabras del sacerdote:

–Con este anillo yo te desposo y te hago mía para siempre.

Primero llega el calor, el fuego entre sus muslos cuando las tenazas se cierran con un chasquido y el platino traspasa la carne elástica de su clítoris. Las rodillas empiezan a temblarle, pero la mano de su hombre se cuela entre sus muslos y la sostiene hasta que sus piernas recuperan la fuerza. Después llega el frío: sus sentidos se recobran, vuelve a ser consciente de su vulva palpitante, y se da cuenta de que el metal que la atraviesa esta congelado.

El segundo anillo es más complejo. En realidad, son dos anillos unidos por la montura, cada uno de ellos más amplio y robusto que el que ahora adorna su clítoris. Sebastian lo coge y vuelve a arrodillarse ante ella. Esta vez no hay palabras ceremoniales, sólo un grito de Candy cuando el metal la perfora. Es más grueso que el anterior y las tenazas rechinan mientras atraviesa la parte más carnosa de sus labios vaginales colocando un sólido candado en la puerta de su templo.

Cuando Sebastian queda satisfecho con la fijación, gira la parte libre y separa las monturas unidas. Entrega la pieza recién liberada a Candy y el sacerdote indica lo que debe repetir a la vez que coloca el anillo en la mano de su esposo:

–Con este anillo yo te desposo y te entrego la llave de mi cuerpo para siempre.


En el gran salón de banquetes del Templo, en la mesa del fondo, una Lisa pensativa da vueltas al anillo de su dedo. Sólo ella puede hacerlo porque, de las mujeres presentes, es la única que luce la alianza de boda en la mano.

La Sociedad es un organismo vivo, que aprende y cambia sus costumbres y con una inagotable capacidad para aceptar las innovaciones. Cuando Lisa se casó aún seguía la tradición de colocar una alianza en el dedo de la esposa. Poco después, a un nuevo socio se le ocurrió un modo más íntimo de anillar a su prometida y el resto de hombres estuvieron de acuerdo en que aquella era una buena idea. Los anillos de las veteranas fueron modificados para adaptarse a su nueva ubicación y, desde entonces, la tradición ha venido manteniéndose.

Ahora, Sebastian, conocedor como pocos de los labios femeninos, ha ideado un nuevo anillo para su boda. Uno doble. La mitad que luce el médico parece un anillo normal, hecho a medida en metales nobles. Pero su corona es en realidad una llave que abre y cierra la mitad que ahora atraviesa los labios de su esposa.

La muchacha parece incómoda sentada sobre las dos piezas de orfebrería que adornan su zona femenina, pero acabará acostumbrándose. Todas acabarán acostumbrándose. Entre las risas de la celebración y los ademanes coquetos, Lisa llega a percibir cierta inquietud en las posturas de sus hermanas. Parece como si los asientos les quemaran, como si cuatro decenas de coños sintieran por anticipado los fríos aros de metal que pronto iba a atravesarlos.

Pero Lisa no se preocupa. Su alianza de boda ha vuelto a su mano después de veinte años adornando un clítoris que ahora tiene nuevo dueño. No habrá más anillos para ella. Por eso está en la mesa del fondo.

En la principal, los novios brindan por primera vez con champan entre los aplausos de sus vecinos. Al lado de la novia se sientan Dimitri y Sonya. Al lado del novio, François y el decano. En el resto de mesas, salvo en la del fondo, los invitados se sientan con sus esposas. Al fondo, Lisbeth, Ivanna y Jasmine se sientan solas. Una no tiene esposo y los de las otras dos acompañan al novio en la mesa principal.

Jasmine es la mujer del decano. Egipcia, negra de piel y de culo, hace poco que entró en la segunda mitad de la treintena. Entre las chicas tiene fama de mojigata y, con su marido en el otro extremo de la sala, Ivanna se distrae provocándola.

La rubia extiende la mano y pellizca el trasero de la camarera que les sirve el aperitivo. Guiña un ojo y la chica responde con una sonrisa tímida. Es asiática, probablemente tailandesa; joven y pequeña, pero bien desarrollada para una hembra de su raza. Como el resto de sus compañeras, ha sido traída desde una de las empresas de capital humano que posee La Sociedad. Después del banquete estará a disposición de los invitados.

Jasmine niega con la cabeza con un reproche silencioso.

–Deja en paz a la muchacha.

–Es que me encanta cuando son tan pequeñitas –responde Ivanna con un suspiro–. Creo que convenceré a Fran para jugar con ésta más tarde.

–Comecoños.

–Chupapollas.

–Quien fue a hablar…

–Lo que tú digas. Ambas sabemos que sólo eres una auténtica chupapollas cuando te molesta más que se corran en tu pelo que tu cara. Y tú, chica, tienes un pelo precioso.

–Señoras –tercia Lisbeth–, dejadlo ya. Las dos ganáis. Sois igual de zorras.

–Ojalá –Ivanna mira la verdura de su plato con tristeza–. Las zorras son cazadoras, no comen ensaladitas. ¿Por qué en las bodas nunca nos sirven carne?

–Porque luego vas a hartarte, cielo –contesta Lisa.

Ivanna responde a la puya sacándole la lengua con una pedorreta. Jasmine sonríe con altanería ante el gesto infantil de su compañera pero desvía la mirada, indignada, cuando la rusa le guiña un ojo y su lengua húmeda empieza a bailar con lentitud lamiendo una vagina imaginaria.

El pique en la mesa del fondo se ve interrumpido cuando se abre la puerta y el plato principal hace su entrada entre las ovaciones de los invitados. Empujada sobre un carrito por dos camareras, la enorme bandeja de plata cruza por entre las mesas hasta acabar delante de los novios.

Natsuki es japonesa, pequeña y flexible, y aun no ha cumplido los dieciséis, lo que la convierte en la esposa más joven de La Sociedad. Era la novata hasta que llegó Candy y por ello, siguiendo la tradición, se la sirve convenientemente sazonada como principal en la boda de su sucesora.

La han colocado bocarriba, con las rodillas dobladas sobre el pecho y las muñecas atadas a los tobillos con cuerda natural de cáñamo. Sostiene entre los labios un fresón de gran tamaño, que suele estar reservado para que la novia lo coja sin usar las manos. Sobre su cuerpo calentado a fuego lento se ha dispuesto un menú degustación de alta cocina. Lisa lee la composición en la carta: pezones de milhojas de salmón, lentejas salteadas con salsa de menta en el escote, un toque picante de guindilla caramelizada asomando en el ombligo... La lista es larga y comprende una veintena de platos y guarniciones colocados sobre y alrededor del cuerpo humeante de la muchacha.

Para los novios, el plato fuerte de la cena es coño relleno de carne de ostra cruda especiada al estilo japonés. Si se atreven con el sabor picante, una espita insertada en el ano de la chica libera salsa wasabi; wasabi puro, auténtico, obtenido de granos verdes y brillantes de los montes de Okinawa, no esa salsa sintética que venden en los supermercados.

Años atrás, cuando era Lisa la que estaba en la bandeja, también la rellenaron de salsa. En su caso fue salsa de boletus y, aunque no era picante, estaba caliente. La espita también lo estaba, y aun recuerda el tubo roscado entrando en su cuerpo, un giro tras otro, hasta quedar afianzado con firmeza en su interior.

Su preparación, como la de todas las hembras que fueron cocinadas antes y todas las que lo serían después, empezó con semanas de antelación, con una dieta diseñada para hacerla más jugosa. A algunas de sus hermanas, las mejor dotadas, les estimulaban los pezones hasta inducir la lactancia para que sus ubres repletas saciaran con su néctar la sed de los novios; pero a Lisa no le aplicaron este tratamiento. Luego llegaba el día de la boda y el plato principal era depilado y exfoliado a conciencia. Se las limpiaba por dentro y por fuera, en cada orificio, con productos que aseguraban que al final del proceso sólo quedaba carne de hembra libre de impurezas. La limpieza extrema escocía, pero los ingredientes no pueden quejarse.

Después las ponían a fuego lento, atadas al asador que giraba sobre las brasas, sudando los jugos que la dieta les había dado mientras los cocineros vertían sobre ellas las salsas y condimentos adecuados al plato elegido hasta que la carne cogía sabor. Pero los orificios se rellenaban con hielo que se sustituía con frecuencia para mantener su frescura.

Una vez bien asadas, iban a la bandeja. Cuando se cocina una esposa, la primera decisión, que condiciona el tipo de plato que se preparará, es colocarla boca–arriba o boca–abajo. Por lo general, a las más delgadas se las coloca boca–arriba: al ser menos curvilíneas la superficie es más regular y se presta a la exposición de una gran variedad de entrantes. Las más exuberantes suelen acabar con la cabeza abajo, el suculento culo en alto expuesto para los mordiscos y las tetas bien aplastadas desparramándose sobre la bandeja. Las salsas y las bebidas fluyen sin parar por su espalda, desde el nacimiento de las nalgas hasta el cuello, como un tobogán de sabor del que los novios beben directamente. Y aunque Lisa era delgada, cuando le llegó el momento decidieron que su culo merecía estar en pompa. Y le pusieron una manzana en la boca, como a todas las que acababan en la misma posición. No pegaba con el resto del plato, pero a los miembros de La Sociedad les gusta demostrar su sentido del humor.


Sonya también había estado en la bandeja. También sostuvo la manzana en la boca. Su culo, marcado por la vara como la parrilla marca un buen asado, fue ofrecido en pompa a un novio que lo mordía disfrutando de su carne bañada en salsa picante. Y antes de eso había sido la novia nerviosa, aunque en su boda no hubo plato especial, por falta de una predecesora que servir en bandeja.

Recuerda el hambre del día de su boda. Muchas novias sienten un vacío en el estomago pero, en La Sociedad, existe además la costumbre de que la futura esposa ayune durante veinticuatro horas. Los dos días anteriores sólo toma alimento líquido. Le dijeron, y por aquel entonces lo creyó, que era una dieta depurativa, que estaría más ligera y le quedaría mejor su vestido. Pero lo cierto es que una muchacha vacía es más fácil de llenar, y una boquita que salivea por el hambre lo traga todo con eficacia.

La pequeña Candy se debate entre el apetito y la timidez que suelen mostrar las jóvenes a la hora de pasar la lengua sobre el cuerpo desnudo y suculento de una desconocida. Sebastian ya ha probado el salmón sobre los pezones y todas las salsas y platos, y ha mordido la piel que hay debajo, recreándose en el sabor de la carne femenina. Las marcas de sus dientes adornan los muslos de chica. Hurgando entre las piernas de la japonesa, saca una de las gelatinosas ostras que rellenan su vagina. El hombre la impregna con el jugo de los labios antes de llevárselo a la boca con deleite. Se chupa los dedos mientras emite el veredicto:

–Deliciosas. El marisco fresco es mi debilidad. ¿No serán gallegas, por casualidad?

–Exacto –confirma Dimitri–. De las Rías Altas. Ostras salvajes de roca, no de las criadas en batea. Aunque preparadas al estilo oriental.

–Lo he notado –dice Sebastian mientras desliza un dedo sobre los labios de la japonesa y lo saborea–. Sí, lo he notado. ¿Quieres probar, pequeña?

Sonya se inclina sobre la novia y le señala los pezones de la asiática.

–Empieza por el salmón, cielo. Te aseguro que nunca has probado un pescado tan sabroso.

Ante la expectación de su esposo y de Sonya, Candy come de un bocado el milhojas de salmón sobre el pecho de Katsumi y acaba saboreando la textura suave y crujiente mientras los jugos bajan por su garganta y su estómago le pide más alimento. Poco a poco se anima y va recorriendo el vientre de la chica, plato a plato. Cata el puré picante que se amontona bajo las nalgas marcadas y bebe champagne. Las burbujas le hacen cosquillas en la garganta y acaba sorbiendo ostras con wasabi de los dedos de su esposo. El alcohol sube rápido en una cabecita poco acostumbrada y en un estómago vacío. Al final, entre los aplausos de los invitados, muerde el fresón que la japonesa sostenía en la boca y acaba comiéndolo directamente sobre los labios de la muchacha.

Los invitados la vitorean. Se oyen gritos pidiendo besos y Sebastian atrae a su joven esposa apretándola contra su cuerpo y saborea la fruta en sus labios. Y Candy sonríe con timidez y se aprieta contra el cuerpo del macho haciéndole sentir el calor de sus pechos, se agarra al cuello de su nuevo dueño y le devuelve el beso mientras los invitados aplauden y el champan sigue fluyendo.

La fiesta continúa y una Candy sonriente, agarrada al brazo de su esposo, flota en una nube ajena al paso del tiempo. Sentada al lado de la novia, madrina más por posición que por cercanía, Sonya siente como la enorme mano de Dimitri se posa sobre su muslo y aprieta con suavidad. La noruega toma a la novia de la mano y la invita a levantarse entre risas y, agarrando a su hermana de la cintura, la conduce hacia la parte trasera, a la pequeña puerta que da acceso a la alcoba nupcial. A espaldas de las dos mujeres la celebración continúa ajena al hecho de que la novia ha abandonado la sala.

El ruido de la fiesta parece lejano a través de la puerta cerrada. Sonya se detiene en el centro de la habitación circular, delante de la cama de matrimonio. Sonríe con tristeza y acaricia la mejilla de la muchacha.

–Mi niña... mi pobrecita niña.

–¿Qué hacemos aquí? –pregunta Candy. Los ojos de la muchacha van de la cama a Sonya y de Sonya a la cama–. ¿No volvemos a la fiesta?

–Quizá más tarde, para la última copa. Ahora debes prepararte para cumplir con tus deberes de esposa.

Sonya termina de quitar el velo que la muchacha ya llevaba recogido. Con un suave movimiento el vestido brillante se desliza por el cuerpo de la joven y acaba arremolinándose en torno a sus tobillos. El novio se ocupará de las bragas y las medias. Y los tacones son un privilegio femenino. Contempla el cuerpo que pronto será entregado al macho. La chica es preciosa. Pese a la lencería y las joyas, pese a la trenza azabache y los labios apetecibles, son los pechos bamboleándose al compás de la respiración los que atrapan la mirada. Sonya extiende la mano y agarra uno. Lo encuentra firme y lleno, deliciosamente cálido.

–Mi niña, mi joven hermanita que está a punto de convertirse en mujer. Escúchame. Escucha a esta vieja que sabe de lo que habla: cuando llegue el momento, respira hondo y aguanta. Pasará rápido, aunque no lo parezca. A mí se me hizo eterno, pero créeme: al final, pasa. Tú relájate, déjate llevar, que la polla haga su trabajo. Perder la virginidad es doloroso, pero sólo se pierde una vez. Las siguientes son más llevaderas.

–Pero yo no soy virgen –susurra Candy.

–Todas creemos lo mismo, mi niña. Todas lo creemos.


En el salón, las camareras que no están siendo manoseadas terminan de recoger las mesas. La etiqueta se relaja: los invitados se levantan y empiezan a formar corrillos. Algunos se acercan al novio para felicitarlo. Sebastian recorre la estancia estrechando manos y escuchando consejos. "Abre camino con fuerza, que ésta lo va a poner difícil", le dicen. "Disfrútala la primera vez, camarada, que nunca volverá a ser lo mismo". El champagne sigue corriendo y los brindis se multiplican a su paso.

Lisa se escabulló en cuanto los hombres empezaron a levantarse. Su difunto esposo era ateo, pero adoraba al dios Baco y en su nombre veneraba el buen champagne y el mejor vino y todos los frutos nobles de la vid. Heredera de esa pasión, en las fiestas bebe demasiado. El alcohol no se le sube a la cabeza, pero en cuanto el protocolo lo permite tiene que escapar, apretando los muslos, directa al baño más próximo.

Las muchachas del aseo son jóvenes y negras, de bocas grandes, labios gruesos y las mandíbulas marcadas y prominentes tan propias de las africanas puras. Están de rodillas, alineadas hombro con hombro ante la pared de azulejos. A su espalda, una barra horizontal les traba los codos y las fuerza a mantener la posición y sacar pecho.

Lisa se dirige hacia la última, se levanta la falda y baja las bragas.

–Abre –ordena.

La negrita mira hacia arriba y abre la boca todo lo que puede para que Lisa pueda inclinarse y coloca su entrepierna desnuda sobre los gruesos labios. El líquido caliente baja directo al estómago de la muchacha mientras Lisa suspira con alivio. La negrita ha sido bien entrenada y, cuando su usuaria termina, la lengua se mueve con precisión limpiando la vulva. Lisa se relaja y cierra los ojos disfrutando del trabajo de la chica.

–Parece que te estás divirtiendo.

La voz la sobresalta. Pega un respingo y su coño húmedo resbala sobre la boca de la muchacha. Lanza un quejido ahogado cuando los dientes arañan su intimidad. Un Sebastian sonriente la mira divertido desde la puerta, le guiña un ojo y se acerca a una negrita delgada, todo ojos y boca.

El aparato de su dueño sale relajado pero consistente, pesado. La muchacha se abre y pronto la carne la llena hasta el paladar. Lisa recompone su vestido y va hacia él con su mejor andar felino. Le ayuda a sostener la verga y el hombre, con las manos libres, las enlaza tras la cabeza y gruñe satisfecho mientras se relaja con el alivio de la descarga.

–¿Demasiado champagne, doctor?

–Más bien demasiado marisco. Y un marisco muy jugoso, la verdad. Deberías probarlo.

–Dudo que haya sobrado algo –protesta Lisa.

–Admito que me he emocionado. Siempre me pasa con la comida exótica. Cuando un plato nuevo me sorprende empiezo a comer como si no hubiera un mañana. Casi devoro de verdad a la pobre muchacha.

–Bueno –susurra Lisa–, no serías el primero.

Sebastian la mira, inquisitivo. Arrodillada ante él, la negrita termina de recibir la primera micción de la noche. Sus labios y su lengua masajean la  verga, que sigue alojada en su interior a la espera de que el usuario decida retirarla. Lisa la acaricia con los dedos  y se inclina sobre el oído de su dueño.

–Veras, querido. A veces los hombres os emocionáis y… digamos que besáis con demasiado ímpetu. Pero esos accidentes le pueden ocurrir a cualquiera, ¿verdad?

–Muy cierto.

–Más de una y más de dos tienen las tetas adornadas con marcas de dientes. Y se dice que al menos uno de nuestros queridos vecinos probó el sabor de la carne de hembra con cuchillo y tenedor. Se dice que una de las chicas le preparó a su esposo un plato especial en su décimo aniversario. Dos minúsculos filetitos cortados, cocinados y servidos por ella misma. Es un rumor, por supuesto. De hecho, he escuchado varias versiones que no se parecen demasiado. Pero te aseguro que más de una y más de dos tienen un par de labios menos de los que tenían cuando llegaron aquí.


–Ponte aquí, cielo, delante de la cama… Arrodíllate… No, no. Junta los pies… y abre un poco las piernas, que se note que eres una mujer… No te encorves, la espalda recta, siempre recta… así, elegante… los hombros para atrás, deja que aprecie esas bonitas tetas, niña.

La señora había seguido corrigiendo todos los detalles hasta que su postura quedó perfecta. Le indicó que debía dejar los brazos pegados al cuerpo y las manos relajadas, descansando sobre los muslos. Así resalta el pecho y el cuello parece más suave. Las palmas abiertas, hacia arriba: ofreciéndose. Antes de marcharse le había agarrado la barbilla invitándola a levantar la mirada.

–No bajes la cara niña. Que vea que eres preciosa.

Candy espera. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Empiezan a dolerle las rodillas.

Su esposo, su hombre, entra sonriente envuelto en una ovación de los invitados. Avanza hacia ella y el sonido de una cremallera bajando despacio lo llena todo. Candy contiene la respiración cuando planta la verga ante su cara. La ha tenido entre sus piernas muchas veces, pero sólo una la ha saboreado.

En aquella ocasión, la estaca se presentó ante ella dura y palpitante, pringosa por la sangre y por los restos de su himen recién desgarrado. Se había comportado como una niña, negándose a abrir la boca, y un Sebastian a punto de explotar se la abrió a base de bofetadas justo a tiempo para descargarse en su garganta.

Ahora su esposo le ofrece un miembro limpio, relajado pero consistente. Es más grande que cualquiera de los falos de plástico con los que lleva semanas ensayando. Es auténtico. Nota su calor en la punta de la nariz cuando la cabeza acaricia sus labios y su boca se abre, obediente.

No hay palabras. Su hombre entra en ella en silencio, despacio, llenándola centímetro a centímetro de carne masculina. Lo siente hincharse en su interior, cada vez más duro, húmedo de su propia saliva. Crece y avanza. Su mandíbula se abre para acogerlo. Intenta sellar los labios sobre él para darle placer, pero le cuesta. Intenta juguetear con la lengua porque sabe que debe hacerlo, pero la siente aplastada bajo el peso del macho. La punta endurecida de la lanza acaricia su paladar y su campanilla y se interna en su garganta. Su nariz se aplasta contra el vientre de Sebastian, que agarra su nuca y la empuja contra el pubis masculino.

Intenta respirar y se llena del aroma de la virilidad. La saliva fluye por la comisura de los labios conforme su boca se llena más y más a medida que la verga crece en su interior. Su hombre está duro, firme. Le agarra la cabeza y aprieta. Quiere adentrarse en profundidad en el cuerpo de su esposa.

Candy quiere toser, pero no puede. Sebastian se mantiene dentro de ella, un segundo tras otro, disfrutando la humedad de su lengua y el abrazo de sus labios en la base de la verga. Nota el pulso tranquilo de su marido retumbando en su boca y su propio corazón acelerándose cada vez más conforme empieza a sentir la falta de aire.

Y entonces, la mano que aprisiona su cabeza tira hacia atrás y el miembro empieza a salir, emergiendo interminable entre sus labios, firme y lustroso, chorreante de saliva.

La punta se para besando sus labios y Candy tose porque le pica la garganta. Mira hacia arriba, a su hombre complacido y sonriente. Él acaricia su pelo y aprieta con suavidad y ella vuelve a besar la punta y la verga endurecida de su macho se interna de nuevo entre sus labios.


La camarera sonríe, pero tiene los ojos húmedos. Su cuerpo es menudo y, a su lado, la polla de François parece un brazo, con su puño apretado golpeando un pequeño orificio que ya debería estar acostumbrado a las incursiones de sus dueños. Ivanna posa los labios sobre la boquita asiática y François empuja con fuerza ensartando de golpe las pequeñas nalgas. Su mujer saborea el grito de la muchacha y su lengua se interna entre los labios abiertos buscando una compañera de juegos mientras su cuerpo desnudo se calienta sobre la piel juvenil.

Unos metros más allá, el viejo decano disfruta contemplando cómo se bambolea el trasero de la rusa. Está echado sobre un butacón. Su negrísima mujer, sentada sobre su regazo, aprisiona su miembro entre unas nalgas robustas que restriega al son de su sangre africana. Delante de ella, de rodillas, Lisbeth hunde la cara entre los muslos oscuros y juguetea con su lengua en la raja sonrosada al compás de los contoneos de la gacela.

La gran bandeja de plata se ha colocado en el centro del salón y algunos miembros y algunas de las mujeres apuran los restos del plato principal.

Delante de la mesa presidencial, sobre un pequeño altar improvisado con el tocón de un antiguo roble, se alza una enorme copa de cristal. Detrás de la mesa, sentado en el lugar de honor que poco antes ocupaba el novio, Dimitri contempla a sus camaradas, a sus bellas esposas de todas las razas, a las camareras desnudas y a algunas negras de los baños que los muchachos han decidido soltar para unirlas a la fiesta.

Colocada de pie detrás del ruso, Sonya masajea los anchos hombros y ofrece su pecho mullido como respaldo para que su esposo apoye la cabeza. Una camarera sentada sobre el muslo de Dimitri desliza sus manitas temblorosas por la enorme verga. El ruso se deja llevar por el placer de cuatro manos femeninas agasajando su viejo cuerpo y enciende un habano. Tras las volutas de humo contempla el mundo que ha creado y sonríe. La genialidad y la belleza están reunidas en su salón. Ante sus ojos, los hombres más inteligentes satisfacen sus instintos primarios en los cuerpos voluptuosos de hembras selectas. "Y vio que era bueno", piensa, y una carcajada acude a sus labios ante la blasfema ocurrencia.

Aquí y allá, hermosos traseros en pompa y muslos abiertos en su máxima extensión aceptan que su misión en este mundo es dar placer. Una joven princesa hindú y una negra de aseo se revuelcan comiéndose el coño mientras un escritor brasileño vierte vino sobre sus cuerpos entrelazados. Tres hombres de tres razas distintas juegan a pares y nones con los puños enterrados en los orificios practicables de una americana pelirroja y, a dos metros, el joven François perfora el culito de una camarera asiática mientras su esposa apoya la mejilla sobre las nalgas de la chica aguardando pare recibir el premio.

Y lo recibe. François descorcha a la camarera dejando un enorme pozo negro donde antes estaba el pequeño ano. Su verga palpitante encuentra los labios de Ivanna y se deja ir en la boca de su esposa. Ella espera, con los labios apretados contra la carne que se convulsiona descargándose en su interior, y sigue esperando hasta que las últimas gotas fluyen sin fuerza uniéndose al espeso néctar que atesora entre sus mejillas. Luego se levanta y va dando saltitos con los labios fruncidos hasta la copa situada ante la mesa principal, donde libera la descarga mezclada con su propia saliva.

Dimitri espera a que haya depositado todo el contenido. Entonces la llama a su lado, aparta las manos de la asiática y se señala la verga.

–Coge también mi ofrenda, pequeña.

Así que Ivanna se humedece los labios, se arrodilla y empieza a tragar como puede el enorme tronco mientras, a su espalda, los labios sellados de Lisbeth y Fátima acuden a depositar la parte del decano y llega, desde el otro lado de la pared, el grito desgarrado de una novia que ha dejado de ser virgen.

Los miembros de La Sociedad acompañan el grito con una ovación y Dimitri sonríe, satisfecho con el mundo que ha creado.


Candy había estado a punto de vomitar. El aire menguaba conforme crecía su hombre. A medida que aumentaba la dureza, ella debía volverse más flexible. Las ganas de toser con aquella masa sólida ocupando su garganta le daban arcadas. Pero había mantenido el control y, cuando Sebastian se retiró, la verga salió dura y brillante, dispuesta para la acción. Y era ella quien lo había logrado.

Después él la puso en pie y jugueteó con sus pechos empapados en la saliva que había ido derramándose con el bombeo constante de la follada bucal. Había mordisqueado sus pezones y acariciado su clítoris mientras la giraba y empujaba con suavidad hasta dejarla de rodillas sobre el borde de la cama.

Ahora está arrodillada, con la cara pegada a las sabanas, ofreciendo su trasero. Arquea la espalda todo lo que puede. Flexiona la pelvis. Intenta que su coño quede bien visible, que se levante y sobresalga entre sus nalgas abiertas. Quiere ofrecer una bonita estampa. Quiere lucir hermosa para él.

Su culo siempre la había acomplejado. Le parecía plano. Se miraba de perfil en el espejo y veía lo mucho que sobresalía por delante y lo poco por detrás y se sentía incompleta.

Su madre sabía hacer que los hombres se volvieran para mirarla, con su minifalda corta y suelta brincando al son que marcaban sus tacones. Todas sus amigas eran latinas. Latinas puras, en el sentido sensual de la palabra: cinturas estrechas donde la mirada que bajaba por ellas debía frenarse y derrapar como en un circuito de carreras. Algunas jugaban a voltear, a golpe de pelvis, vasos apoyados en el nacimiento de las nalgas. Cuando se sentaba con ellas, Candy deslizaba el culo hacia atrás y el cuerpo hacia adelante y arqueaba la espalda para ser una más del grupo.

Pero desde que llegó a La Sociedad había mejorado. Llevaban semanas alimentándola con pescado azul y aceite de oliva virgen y le habían puesto un plan de ejercicios, dos sesiones al día, para fortalecer y ganar volumen. La última vez ante el espejo la curva era suave, pero se marcaba con firmeza y ella se veía equilibrada.

Siente la mirada complacida de su hombre y la verga dura por el espectáculo que le ofrece. Arquea más la espalda para levantarlo. Él coloca las manos en su cintura y las desliza hacia sus glúteos. Los soba con fuerza, apretándolos, comprobando su firmeza. Agarra y separa. Escupe. Candy siente la saliva caliente resbalando por el surco y el dedo de su hombre empujándola hacia su entrada trasera.

Juguetea con su ano, presionando la lubricación hacia el interior. Vuelve a escupir y a empujar; dos, tres veces, hasta que Candy siente la humedad dentro y el dedo colándose despacio, a presión, una falange tras otra. Lo tiene dentro y empieza a girar empapando su gruta con la saliva de su dueño.

–Eso bastará –dice Sebastian retirando el dedo. La mano vuelve a agarrar con fuerza el glúteo y lo separa. Candy está abierta, expuesta. Fuera anochece y siente el frescor del aire en su ano humedecido y el calor de la verga que se apoya sobre él y empuja.

Sebastian libera sus nalgas, que vuelven obedientes a su sitio arropando a su nuevo inquilino. Sigue apretando, con firmeza, sin brusquedad, apuntalando la entrada hasta que ceda a la presión.  Acaricia su espalda, su pelo.

–Relájate, pequeña –le dice–. Ábrete para mí.

Candy lo intenta. Quiere abrirse pero su cuerpo se niega, aunque sabe que su cuerpo pertenece a Sebastian.

–No puedo –solloza–. Es muy grande.

Se echa sobre ella y la besa en el cuello. Una mano baja otra vez sobre sus nalgas y aprieta. Nota el aliento cálido de su hombre susurrándole al oído.

–Tranquila, bonita. Mi pequeña y bonita Candy. Sólo déjate llevar. Sé mía. Eres mi esposa. MI ESPOSA. Y eso significa que puede entrar. Que tiene que entrar. No hay alternativa.

La presión aumenta. La verga palpita contra las arrugadas puertas de su entrada. Ella quiere abrirle paso, pero su esfínter se aprieta por instinto. La mano de Sebastian se levanta y cae con fuerza. El sonido es seco. Retumba en sus oídos mientras una oleada de calor pulsante se irradia desde su nalga. La mano sigue ahí unos segundos y se retira con lentitud, pesada, dejando una huella blanca. Candy no la ve, pero siente como va coloreándose: la marca sonrosada de los dedos de su hombre sobre su piel.

–Relájate –le dice, y la mano vuelve a caer con fuerza. No hay enfado en la voz, sólo una invitación. Son palabras de ánimo que pronuncia con dulzura al tiempo que la mano desciende de nuevo.

Su ano vibra con el impacto. Se reblandece. Cede. El círculo se ensancha un poco y la punta penetra. La mano vuelve a caer. Sus nalgas bailan al compás. Entra más. Cae de nuevo. Su hombre empuja y la cabeza se desliza en el interior de su culo. Siente como la resistencia se viene abajo y su ano se dilata de pronto. Un relámpago de electricidad recorre su espalda, desde el nacimiento de las nalgas a la nuca. Sus uñas se aferran a las sábanas y las retuercen. Inspira con profundidad y entonces, antes de que tenga tiempo de asimilar la situación, su hombre se afianza sobre su cintura, carga todo su peso y empuja.

Entra de golpe, abriéndola más allá de lo que creía posible. Siente que se parte en dos, que un hierro candente perfora sus entrañas. Nota los ojos húmedos y la boca abierta y oye el alarido antes de darse cuenta de que sale de su garganta.

Una ovación desde más allá de las paredes acompaña sus gritos. Los hombres y sus mujeres, las personas entre las que ahora vive, la están felicitando a ella y a su esposo por haber consumado su unión. Su lamento se transforma en un jadeo entrecortado a coro con ochenta voces que lo vitorean. Él sigue empujando, deslizándose despacio, explorando milímetro a milímetro el escaso tramo de su cueva que no ha logrado conquistar al asalto. La pelvis masculina se aplasta contra sus nalgas y se detiene, afianzándose dentro de ella, disfrutando la estrechura y calidez del último reducto que mantenía virgen.

Candy suspira cuando el movimiento cesa, y siente las lagrimas deslizarse por su mejilla. Su ano abierto palpita alrededor de la verga de su hombre, intentando sin esperanzas volver a la tranquila posición en la que se encontraba instantes atrás.

–Ya entró, pequeña. Ya entró. Sabía que podías hacerlo.

Sebastian habla con suavidad. Le acaricia el pelo. La felicita por su resistencia, por lo estrecho y cálido de su interior. Le susurra al oído que el dolor que siente es el precio del placer que le proporciona.

Su hombre empieza a retirarse despacio mientras su gruta recupera la posición entre espasmo y protestas. Siente el vacío cuando él sale, un frío que le eriza la piel y la hace tiritar. Sebastian la cubre. La besa en el hombro antes de volver a apoyar la verga sobre su entrada y empujar.

El segundo asalto es lento pero constante. Se abre camino a través de su cuerpo como un rompehielos, sin prisa por llegar a su destino. Candy tiene la boca abierta, muy abierta, pero esta vez no se escucha gritar, sólo el sonido apagado de una exhalación al ritmo de la acometida de su macho. Más allá de la pared la ovación se ha extinguido y los hombres han vuelto a disfrutar de sus mujeres igual que el suyo saborea lo más profundo de su interior.

Sale y vuelve a entrar. Empuja. Empuja con fuerza. Le hace apreciar toda su extensión, hasta la base. No tiene tiempo para sentirse vacía. Recorre su interior por completo, dentro y fuera, una y otra vez. Aplica sobre sus nalgas un martilleo persistente, pausado, al ritmo de una percusión primitiva que viene sonando desde que el mundo es mundo, desde que el primer Adán puso a cuatro patas a su Eva.

Poco a poco su ano se somete y deja de luchar contra el grosor que lo dilata. Ella apoya la frente sobre las sabanas. Intenta relajarse para recibir los envites de su hombre acompañado el tamborileo sobre sus nalgas con quejidos ahogados. Los minutos se pierden en el bombear constante que perfora su retaguardia como el tic–tac de un reloj suizo. Su cuerpo se deja llevar, adaptándose al grosor, al tiempo que el dolor disminuye sin llegar nunca a desaparecer.

Sabe lo que va a ocurrir antes de que ocurra. Lo siente dentro, en su ano abierto, tan sensible por el ir y venir, por ese roce constante al que aun no está acostumbrada. La estaca que la empalaba con firmeza empieza a temblar. Palpita. Tres, cuatro veces, siente como la vibración entra y sale de su cuerpo antes de que su hombre se eche sobre ella para hundirse en sus entrañas. Los latidos de su corazón se mezclan con el pulso propio de su ano, que late al compás del miembro que lo ocupa, mientras las descargas se suceden inundando su último reducto con la caliente y espesa semilla de su macho.


Al otro lado de la pared, en el salón de banquetes, una Lisa a cuatro patas ofrece sus mejores orificios al disfrute de dos miembros. Es un pollo en su asador, encajada entre ambos, ensartada por los dos extremos de su aparato digestivo. Dimitri y François conversan entre jadeos ahogados cual veteranos leñadores que charlan de sus asuntos mientras manejan sin pensar la sierra a dos manos, adelante y atrás, una y otra vez, con la perfecta sincronía de los que se sienten cómodos trabajando en equipo.

François ha separado sus glúteos y embiste con energía contra su retaguardia expuesta. En el otro extremo, la zarpa de su suegro agarra la delicada cabecita y aprieta.

– Bien, Lisbeth. Sólo un poco más. Ya casi está.

La saliva chorrea entre los labios de Lisa mientras intenta encontrar acomodo a los pocos centímetros que le faltan por engullir. Con cada acometida, su cara se acerca un poco más al vientre del anciano.

–¿Cómo podrá tragar tanto una muchacha tan delgada? –se pregunta Dimitri.

En el otro extremo, François descarga un fuerte azote sobre las nalgas abiertas.

–El misterio femenino, viejo –comenta–. Siempre les entra. Da igual el tamaño y lo pequeñas que sean. Se adaptan a todo. Piensa en esos coñitos apretados. La metes y cuesta trabajo, pero llegado el momento de parir dejan pasar criaturas de cuatro o cinco kilos.

–Cierto. Aunque con las criaturas suelen gritar un poco más. Más incluso de lo que ha gritado la nueva hembra de Sebastian. Debajo de esas tetas la niña tiene unos buenos pulmones.

–Se bueno, viejo: no parece que la muchacha lo haya hecho tan mal. Todas berrean como locas la primera vez que les abren el culo. Aunque luego se acostumbran. Supongo que perder la virginidad anal es como parir.

–O como nacer. Piénsalo, muchacho: un agujero que se abre más allá de lo que la mujer cree posible, azotes en el trasero, gritos y lágrimas y una inocente criatura llorando porque la han empujado a la realidad del mundo.

"Y Sebastian, además, es ginecólogo", piensa Lisa, pero no lo dice porque su boca está ocupada. En su retaguardia, François se aplasta contra ella y siente los espasmos del hombre, el calor que inunda sus entrañas en disparos cortos y espesos. Va perdiendo dureza en su interior. Cuando finalmente la descorcha, Lisa se apresura a taponar con la mano su ano abierto para evitar que el líquido escape por un esfínter que ha perdido temporalmente su capacidad para cerrarse.

–… Y ya sea pariendo o enculando, el agujero queda dilatado y rezuma líquido. –concluye François mientras acaricia las nalgas de Lisa. El joven levanta la  mirada del hermoso trasero y sonríe a su suegro, pero Dimitri está concentrado en los labios de la polaca. La follada bucal se acelera a medida que el enorme cuerpo empieza a temblar. Las manazas agarran con firmeza la pequeña cabeza.

– Así. Así, Lisbeth. Sácalo todo. Hasta la última gota –jadea el gigante cuando se derrama en su boca. Ella retiene el líquido y sella los labios sobre la punta de la verga mientras su lengua la estimula haciendo fluir los últimos goterones espesos aprisionados en el tronco. El hombre se retira cuando empieza a perder consistencia y la boca se cierra a su paso como un piñoncito rojo brillante relleno de leche.

La copa de cristal continua sobre el altar en el centro de la sala, con su contenido espeso y caliente como virutas de humo bailando a cámara lenta entre la niebla. Lisa se acerca, andando con dificultad por la mano que mantiene entre las nalgas, apretada contra su esfínter. Inclinándose sobre la copa, contempla la superficie entremezclada y cambiante de blancos y grises, brillantes bajo la luz ambiental que impregna la sala. Como un espejo manchado de leche, refleja su rostro de mejillas infladas y labios apretados. Abre la boca, y la última ofrenda de Dimitri fluye entre sus labios rompiendo la imagen. Cae despacio, espesa y grumosa, y cuando termina, Lisa se humedece con su propia saliva y repasa con la lengua los contornos de sus mejillas antes de escupir los restos. Y escupe una vez más: una ofrenda de su propia cosecha para su nueva señora. Entonces coloca su trasero sobre la copa y empieza a depositar la ofrenda de François justo a tiempo de ver como se abre la puerta de la cámara nupcial.


Sebastian la lleva cargada sobre el hombro cuando salen, y lo primero que ven sus vecinos es su culo en pompa recién abierto taponado por el pañuelo blanco que su esposo sostiene entre sus nalgas. Para Candy, el mundo está boca–abajo. El suelo pasa sobre su cabeza cuando se dirigen al centro del gran salón, donde una Lisbeth del revés está inclinada sobre una copa rellena de líquido blanco.

Pese a lo escaso de su experiencia, no necesita que le digan que es leche de hombre. Ya la ha probado. Cuando llegó a su nuevo hogar, su entonces futuro esposo le dio el néctar mezclado con la sangre fresca de su virginidad desgarrada. Desde entonces, Lisbeth le había ofrecido con frecuencia leche condensada tibia: la dejaba caer en largos hilos sobre su boca abierta, o disparaba gruesos goterones directamente al fondo de su garganta, para que se fuera acostumbrando al color y la textura.

Sebastian la inclina sobre la copa y quita el pañuelo que tapona sus nalgas. Su ano se ve al fin libre de la presión, con el aire fresco de la noche colándose entre sus pliegues dilatados. Se relaja y libera la carga de su macho, que cae a borbotones en la copa uniéndose a sus compañeros.

La deja en el suelo. Sus hermanas la rodean. Comienzan a abrazarla y los hombres hacen lo mismo con su esposo. Él contempla el pañuelo que instantes antes apretaba contra sus nalgas y sonríe al detectar un leve rastro rosado. Lo levanta, como la bandera de la victoria, y los hombres lo felicitan mientras ella camina con dificultad por la sala recibiendo los abrazos de sus mujeres.

La llevan al centro y todos la rodean. Ponen la copa en sus manos. Es pesada, cálida al tacto a través del fino cristal, con su contenido ondulante, vivo, tiritando al son de los latidos del corazón de Candy.

– ¡BEBE, BEBE, BEBE!

Todos la jalean. Sebastian está a su lado. Coloca la mano en la base de la copa, invitándola a llevársela a los labios. Su hombre empuja y la copa parece más ligera. Sube. Candy separa los labios con timidez para recibirla.

– Vamos, pequeña. Tú puedes –le susurra.

Coloca el filo sobre sus labios y el líquido comienza a entrar en su boca. La ofrenda de todos los hombres ha creado un ente sin forma, una cascada infinita de leche espesa que fluye despacio impregnando su lengua, y baja por su paladar ahogando sus sentidos con el sabor dulzón y acre de la masculinidad.

Su estomago se va llenando y nota el cuello cada vez más rígido por el esfuerzo constante de engullir. Siente arcadas cada vez que una nueva oleada entra de golpe dejando a su paso un hilillo viscoso enrollado en torno a su campanilla. Traga y traga, pero no se acaba nunca.

– ¡BEBE, BEBE, BEBE!

A su alrededor, todos continúan animándola. Y Sebastian sigue inclinando la copa sobre sus labios.

Siente la súbita falta de aire, el picor en la garganta que anuncia una tos inminente. Empieza a bajar la copa, pero Él vuelve a alzarla antes de que el flujo se corte y el impulso de toser queda ahogado por una nueva oleada de grumoso espesor.

Una lágrima se desliza por su mejilla cuando los últimos restos atraviesan su garganta y las ganas de vomitar vuelven con todas sus fuerzas. Sus nuevas hermanas la felicitan. Se deja llevar entre ellas sintiendo como el líquido que la rellena se agita a cada movimiento. Pasa de unos brazos a otros y al final acaba en los de Sebastian, que la lleva en volandas de vuelta a la alcoba nupcial. A su espalda, los invitados empiezan  a volver a casa con sus esposas, y un puñado de camareras desnudas comienza a recoger los restos de la fiesta.

La puerta se cierra. Retorna por fin el silencio. Recostada contra el pecho de su hombre se deja llevar y él la deposita sobre una cama que vuelve a estar limpia y recién hecha.

Sebastian se desnuda y se tumba a su lado. La atrae hacia sí. La besa en la frente mientras su mano libre amasa una de sus tetas con delicadeza. Pega su cuerpo al de ella. Sobre la suave piel de sus muslos juveniles siente la dureza masculina que vuelve a ganar consistencia. Él agarra la mano de Candy y la baja hasta su miembro. La mira a los ojos.

–Chúpamela –le dice.

Y ella se desliza sobre el cuerpo de su marido y recuesta la cabeza sobre el duro estómago. La verga se levanta, desafiante, mirándola con su único ojo ciego y lloroso implorando por una boca que alivie su rigidez. En el estómago de Candy, las decenas de vocecitas de las ofrendas de todos los hombres se quejan por la falta de espacio, pero ella traga saliva y envuelve con sus labios la carne de su esposo mientras él le acaricia el pelo y se va quedando dormido en su boca.


Se queda dormida recostada sobre el estómago de su esposo, con el miembro relajado acariciando su mejilla y un hilillo de semen cayendo por la comisura de sus labios.

Está agotada, exhausta, dolorida por la intensa jornada, pero pronto se recuperará. Es joven, es fuerte, y fue seleccionada para ello, como todas sus antecesoras. Y como todas, acaba de ser alimentada con un montón de proteínas.

Aún no lo sabe, pero dentro de unas horas, cuando los pájaros sustituyan al canto de los grillos, se despertará abrazada al muslo de su hombre y una botella de champagne estará junto a la cama, en una cubeta de hielo, para ser su desayuno.

El champagne estará frío cuando Sebastian empuje la boca de la botella por su trasero. Las burbujas harán cosquillas en su interior y se sentirá llena antes incluso de que su hombre vuelva a sodomizarla. La verga entrará y saldrá como un pistón, presionando el licor en su entrañas y Candy probará la frescura en su vientre y el calor abrasador de su ano y la verga de su hombre entrando en ella como si fuera mucho más larga de lo que ya es de por sí. Y gritará, como gritó la vez anterior y lo hará las siguientes, hasta que acabe acostumbrándose y acepte que recibir a su hombre por detrás forma, desde ahora y para siempre, parte de su existencia.

Y en esa nueva mañana de La Sociedad, mientras Candy despierta en la alcoba nupcial, cerca, en su casa, alguien llamará a la puerta. Lisa abrirá para encontrarse a una Sonya sonriente que les lleva el regalo de bodas de Dimitri: un cuadro enmarcado donde se exponen el pañuelo de la noche anterior y un trozo pintado en rojo del lienzo donde, semanas antes, Candy se había convertido en mujer.

Y Lisa colgará el cuadro en la habitación de la pareja y lo mirará con lágrimas en los ojos mientras, en la alcoba nupcial, Candy contempla la silueta desnuda de su esposo saludando al sol desde la ventana y se lleva una mano a su ano abierto rezumante de champagne. Y se llevará la mano a los labios, probará el sabor de su hombre mezclado con el néctar francés y acabará aceptado que esa es, al fin y al cabo, la vida que ha elegido.

FIN

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