Esposas Perfectas S.L. (IV) - Despedida de soltero
Un juego peculiar en el que ninguna hembra quiere ser la ganadora
Este relato es la continuación de:
Esposas Perfectas S.L. (I): www.todorelatos.com/relato/106761/
Esposas Perfectas S.L. (II) - Aprendiendo el arte de la doma: www.todorelatos.com/relato/107760/
Esposas Perfectas S.L. (III) - Propiedad a estrenar: www.todorelatos.com/relato/111624/
El suave e hipnótico bamboleo de las nalgas de Lisa brillaba por su ausencia cuando entró en su cuarto dispuesta a
arreglarse para la fiesta. Su trasero, entrenado durante décadas, había logrado mantener el andar felino mientras
abandonaba el salón; pero sus pisadas flaquearon en cuanto el culo recién marcado dejó de sentir los ojos del macho
clavados en él. Era un hecho que conocía, una lección aprendida hacía tiempo: el cuero arde en la piel, pero la madera
penetra en la carne y la agarrotan. Tras una intensa sesión disciplinaria cada paso era una pequeña brasa sobre el
fuego que templaba su retaguardia.
La brisa colándose por la ventana refrescaba su piel agradecida, pero duraría poco: la fiesta iba a empezar
pronto y aún debían recorrer, paso a paso, el hoy larguísimo camino hasta el cercano club social. Tenía que
arreglarse: Sebastian esperaba, y un retraso recreándose en el alivio supondría echar más leña al fuego. Y nunca mejor
dicho.
El ligero vestido primaveral se deslizó sobre su cuerpo arremolinándose en torno a de sus tobillos. Las bragas
lo siguieron. Sujetador no llevaba: contrariamente a la mayoría de sus bien desarrolladas vecinas, lo escaso de sus
tetas lo convertía en innecesario e incluso desaconsejable. Se entretuvo en recoger y doblar la ropa usada antes de
empezar a rebuscar en su armario.
Su ropero era grande y olía a barniz; tenía dos espejos lacados en plata en el frontal y muchos más forrando
por completo el interior, donde una luz difusa lo impregnaba todo en cuanto se abría la puerta para saciar el hambre
femenina por un vestido favorecedor. La elegante esposa de un político milanés o la amante oficial de un abogado de la
City habrían matado por clavar sus garras esmaltadas en rosa furcia número 25 en aquel mueble. Sin embargo, Lisa aún
no se había acostumbrado a aquella imagen desoladora. En una antigua vida, el vestidor ocupaba dos habitaciones
contiguas con alfombras de lana y lámparas de araña de Murano. Hermann lo había ido llenando durante años con una
mezcla de alta costura, ropa casual y prendas deportivas de marca. A su difunto marido le gustaba resaltar la grupa de
su yegua con los mejores aperos, y no escatimaba en gastos.
Su magnífica colección de ropa fue donada a la beneficencia a la muerte de su esposo, del mismo modo que la
propia Lisa fue cedida a Sebastian para su uso y disfrute. Al fin y al cabo, las zorras negritas de alguna tribu del
culo de África también tenían derecho a vestirse de Channel para salir de caza por la selva.
La Sociedad le había permitido conservar un par de vestidos de luto, lencería negra de encaje y un conjunto
deportivo en licra, tan ceñido que rebelaba cada hendidura de su cuerpo. Hubo de paliar la escasez de vestuario
permaneciendo desnuda la mayor parte del tiempo. Las semanas que pasó en casa de Dimitri fueron las más molestas, con
una Sonya más arreglada de lo normal preguntándole constantemente si quería que pusiera la calefacción o si ya estaba
suficientemente caliente. Con Sebastian, en cambio, su breve periodo de desnudez fue más agradable, casi halagador,
con su nuevo hombre deleitándose en su cuerpo maduro y sobándole con firmeza los glúteos cada vez que ella pasaba a su
lado.
Sebastian había acabado proveyéndola de un surtido adecuado de vestidos de noche y casuales, junto con algún
que otro conjunto de putón. Lisa dejó en el armario los zapatos de tacón de andar por casa y se colocó unos altísimos
stilettos. Volviéndose de espaldas al espejo valoró el estado de su trasero. Su nuevo dueño había resultado ser un
administrador de disciplina metódico, y las líneas rojizas, bien definidas, adornaban su piel, perfectamente paralelas
desde el nacimiento de las nalgas hasta medio muslo.
Eligió un vestido ceñido, blanco para realzar sus volúmenes, y con la longitud justa para esconder las marcas.
No era esta una norma de La Sociedad, pues una esposa bien disciplinada era un orgullo, incluso una exigencia: los
miembros no tenían problema en demostrar que sus mujeres recibían la atención necesaria. No. En realidad era un código
no escrito del propio sector femenino, en tanto que las damas preferían no mostrar ante sus iguales en qué medida
debían ser merecedoras de las atenciones correctivas.
Como ropa interior, un tanga blanco, brasileño, que apenas alcanzaba a tapar su coño depilado y no se marcaría
a través de la tela. El vestido pasó con facilidad por sus hombros estrechos, pero las dificultades de costumbre
llegaron por debajo de la cintura. A base de tirones logró embutir sus nalgas en una tela suave que por momentos le
pareció papel de lija.
Sus posaderas volvieron a protestar cuanto se sentó frente al tocador. Se había acostumbrado a usar poco
maquillaje: pese a su edad, conservaba una piel tersa y recordaba de su juventud las poco agraciadas consecuencias de
un exceso de rímel cuando un atracón de carne la hacía llorar lágrimas negras. En lo que más tiempo empleó fue en
realzar con pincel el volumen de sus labios. Siempre le gustaba llevarlos apetecibles, pero los eventos sociales
requerían un exquisito cuidado de los detalles. Sabía que podría ser su última fiesta, que pronto la joven putita
sería la esposa y la desplazaría. Estaba dispuesta a despedirse de la vida social dejando el listón bien alto. Esposa
o no, su sucesora perdería en la comparación.
Había mucho de exposición en los eventos sociales, de valoración de las hembras por parte de los hombres y de
ellas mismas. Dejar en mal lugar a tu esposo delante de los vecinos ameritaba un castigo particularmente severo. En
algún momento, años atrás, uno de los miembros se planteó disciplinar a su pareja de manera preventiva y la práctica
se extendió con facilidad hasta convertirse en norma de facto. Por eso ahora Lisa no podía sentarse a gusto mientras
terminaba de maquillarse.
"Mi esposo Dimitri y yo misma nos enorgullecemos en invitarle
a la despedida de soltero de nuestro vecino el Dr. Sebastian Sanz.
El evento tendrá lugar a las seis de la tarde en el club social.
Se recuerda a los caballeros que no necesitan vestir etiqueta y se
recomienda que sus acompañantes vengan adecuadamente disciplinadas.
att. Sonya Vodosliva"
Había llegado aquella misma mañana, entregada en mano por la propia anfitriona. Fiel a su papel como primera dama,
Sonya había salido a repartir personalmente las invitaciones. Dada la exigente vida laboral de los hombres, una
veintena no estaban disponibles para la despedida, aunque todos estarían el día de la boda.
Lisa no necesitó leer la pequeña nota en tipografía dorada que le tendía la sonriente noruega para saber de
qué se trataba.
—Tranquila —había dicho Sonya—, tú no tienes que venir.
—¿Y por qué no tengo que ir?, si puede saberse.
—Cielo, no es tu primera despedida. Ya sabes que el homenajeado no lleva acompañante.
Era cierto. Los asistentes irían con sus esposas y lo normal en una despedida de soltero es que la novia no
estuviese invitada. Las otras mujeres agasajarían al novio antes de entregarse a los demás invitados. Unas veces lo
hacían en grupo; otras, una o dos chicas eran las elegidas. La imaginación se imponía y las ocurrencias variaban en
cada fiesta.
En una ocasión las colocaron contra la pared con los culos al aire y votaron cual había recibido la mejor
sesión de disciplina preventiva. Lisa recordaba las caderas de sus compañeras pegadas a las suyas y la multitud de
manos masculinas deslizándose sobre un mar de nalgas, pasando sin detenerse de un trasero al siguiente mientras hacían
comentarios expertos sobre su textura y suavidad. La ganadora fue una joven pelirroja que un par de años antes había
llegado a la comunidad con una actitud que se podría considerar, cuanto menos, insolente. Sin embargo, cuando su
esposo, lleno de orgullo, la cedió al homenajeado, la muchacha se abrió con facilidad, demostrando por qué había
ganado.
En otra ocasión pasó lo contrario, y fue el trasero más intacto el cedido al nuevo novio. Antes de
disfrutarlo, y por sugerencia del esposo, se procedió a una nueva sesión de disciplina para dejarlo en el estado
conveniente.
Hubo muchas más. A veces las agrupaban por raza; otras ofrecían al novio una selección multicultural, o una
combinación de juventud y madurez. En ocasiones le pedían a Hermann que llevara el material ginecológico. Una vez,
recrearon un antiguo espectáculo romano llevando a la fiesta un simio de buen tamaño. Y no fue la más extraña.
Estos recuerdos la invadían mientras se dirigía al despacho de Sebastian con la invitación en la mano. Cuando
atravesó la puerta, estaba decidida. Ningún socio había acudido a su propia despedida de soltero acompañado, pero
nunca un socio había dispuesto de una segunda hembra a la que poder llevar. Quizá se esperaba que Sebastian acudiera
solo, pero él no tenía por qué saberlo y, una vez allí, ningún vecino lo pondría en evidencia. Lisa iba a colarse en
su última fiesta sin estar siquiera invitada. En cuanto su nuevo dueño hubo leído la nota, la sonriente mujer plantada
delante de él se apresuró a tomar la iniciativa:
—¿A qué hora quieres que traiga la vara?
Después, el tiempo pasó rápido. Continuó sirviéndole como cada día mientras la proximidad de la fiesta agitaba
su corazón. A la hora señalada, se encontró inclinada sobre el escritorio, en una postura ya habitual. Con su cuerpo
desnudo pegado a la madera y las piernas juntas, rectas sobre los zapatos de tacón, exhibía ante Sebastian su culo en
pompa, una diana blanca y tersa donde descargar la simple aunque efectiva disciplina que asegurase el adecuado
comportamiento de la hembra durante la velada.
Hombre precavido, y cada vez más conocedor de la idiosincrasia de la comunidad, Sebastian se mostraba
partidario del "mejor que sobre a que falte". Esa tarde, la madera de avellano corto el aire con más frecuencia de la
habitual, con un silbido agudo que tensaba subconscientemente las nalgas de Lisa anticipando el relámpago de fuego que
iba a recorrer su cuerpo en cuanto la madera se clavara en la carne. La mujer aferraba con fuerza el borde de la mesa
mientras se mordía el labio intentando no gritar; aguantó hasta el final, con la espalda elegantemente arqueada y las
piernas firmes, exponiendo siempre su madura y sólida retaguardia en su máximo esplendor. Podría decirse que ganó
aquella batalla, pues el final lo marcó la propia vara al quebrarse, después de impactar por última vez contra la
carne.
Sebastian, poco experimentado en el arte de la doma, no había previsto aquella posibilidad y decidió dar por
terminada la sesión mandándola a arreglarse con sendas palmadas en las nalgas enrojecidas.
Ahora, Lisa se balanceaba sobre el asiento intentando aliviar el escozor mientras la vara quebrada descansaba
en el fondo de la papelera del despacho. Era la primera de muchas, y en el futuro, un Sebastian más precavido y con
dos hembras que mantener contaría con repuestos para no verse interrumpido por la falta de herramientas. El regalo
envenenado de la zorra noruega había sido lo bastante grueso y duro como para durar más de dos meses. La rama se había
vuelto más ligera al secarse, y el brillo de la corteza se había desgastado sobre la piel de Lisa; pero también se
había vuelto más rígida y rugosa y, al final, picaba tanto o más que al principio. Ahora, reseca, apagada y rota,
estaba tirada en la papelera mientras Lisa terminaba de maquillarse para acudir a una fiesta.
Olía a azaleas; el jardín estaba plagado de ellas. En su nueva casa no existía el miedo a que un ladrón le robara todo
lo que tenía, ni a que un violador le quitara el resto. Por la ventana sólo se colaba la brisa. Candy podía sentirla
junto con el olor a vómito seco y saliva que se deslizaba por su pecho formando un charquito entre sus muslos
abiertos.
El día había empezado con un sobresalto, despertándose en la oscuridad con su macho encima. La lengua del
hombre se había colado entre los labios de la muchacha mientras su peso la aplastaba y la gruesa verga perforaba una
y otra vez, a ritmo lento pero profundo, las irritadas paredes de su coño.
El escozor entre las piernas había sido una constante desde que, una semana antes, Sebastian la convirtiera en
mujer. La había montado a diario y su ayudante también la había lamido con frecuencia por orden del médico. Todo esto,
unido a la depilación integral, era demasiado roce para una vulva juvenil acostumbrada únicamente a autoexploraciones
ocasionales.
Tras la cabalgata de primera hora, la mañana había continuado bajo la atenta mirada de la cuarentona,
realizando sus ya habituales ejercicios aeróbicos, con especial atención a piernas y glúteos. La comida había sido
excelente. Lo había sido desde que llegó, pero hoy Lisbeth parecía haberse empleado a fondo.
Por la tarde llegó su entrenamiento habitual de lo que Sebastian llamaba “el arte de la felación”; aunque la
primera vez, Lisbeth le había susurrado al oído:
—Significa que vas a aprender a comer poyas.
Desde que llegó, al menos una hora cada día, Candy había estado arrodillada delante de un soporte metálico
lleno de puntos de enganche. Lisbeth había ido colocando consoladores cada vez más grandes, a diferentes alturas, y
había permanecido a su lado mientras ella succionaba los falos de goma, agarrándola por la nuca y forzándola a tragar
cuando estimaba que no ponía el empeño suficiente.
Hoy era distinto. Lisbeth parecía acelerada. Había traído cuerda de cáñamo y ahora las manos de la muchacha
estaban atadas a la espalda y una lazada unía los muslos y los tobillos obligándola a permanecer de rodillas. Un nudo
enganchado a su pelo bajaba por la espalda y se colaba entre sus piernas antes de enrollarse a la cintura, forzándola
a permanecer derecha. Si bajaba la cabeza o se inclinaba hacia adelante, el rugoso cordaje se colaba en su ya
lastimada intimidad.
—Aprieta mucho —se había quejado la joven.
—Lo sé. Pero hoy no tengo tiempo para vigilar niñas. Vas a comer tu solita.
La vieja se había ido. Sin supervisión, Candy se cansó pronto de lamer plástico. Empezó a distraerse con el
canto de los pájaros y los silbidos apagados que llegaban del otro lado de la casa. Los estallidos, espaciados y
constantes, continuaron un buen rato y pararon de pronto. Después, una puerta que se habría y el sonido característico
de los tacones de Lisbeth, aunque algo diferente. A continuación el silencio, otra puerta y los tacones cada vez más
cerca. La joven volvió a reanudar su labor succionadora.
—Vaya. Te estas empleando a fondo, ¿verdad?
Lisbeth sonreía con un toque irónico. Se había maquillado y arreglado el pelo y llevaba un vestido blanco muy
ceñido. Bajo el brazo traía una caja de plástico y en la mano una especie de collar de perro con una cadena de apenas
un palmo. Dejó la caja sobre la mesa y colocó el collar en el cuello de Candy.
—¿Puede desatarme las piernas? Las rodillas me duelen.
—Ya te acostumbraras, cielo. Vas a pasar arrodillada buena parte de tu vida.
Volvió a la caja y se puso a buscar en su interior. El sonido de objetos duros chocando entre sí llenó la sala
como unas maracas.
—Aquí hay algunos juguetes... de los que funcionan con batería. Ya los iras conociendo. Éste —la mujer sacó un
largo misil de plástico— puede programarse para que vibre a intervalos regulares o aleatorios. Ahora está en
aleatorio, para que sea menos aburrido.
Lisbeth cogió el vibrador y se lo llevó a los labios. El grueso trozo de plástico entró en su garganta con
facilidad y salió empapado de saliva. La mujer lo sustituyó por el que estaba enganchado en el soporte y, agarrando a
Candy por la nuca, la empujó contra el instrumento. Entonces pulsó el interruptor.
Al principio no pasó nada, pero instantes después el aparato comenzó a dar sacudidas dentro de la boca de
Candy. Sintió primero la arcada y luego el sabor agrio subiendo por la garganta. Intentó echarse hacia atrás, sacar el
consolador de su boca, pero Lisbeth continuaba agarrándole la cabeza. El vómito escapó por la comisura de sus labios
abiertos mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.
La vibración cesó de pronto, mientras los últimos hilillos caían sobre el pecho desnudo de Candy. Lisbeth
enganchó la corta cadena del collar al soporte, obligando a la joven a permanecer con media verga de plástico alojada
en su boca.
—Así nos aseguramos de que no te distraerás de tu adiestramiento mientras estoy en la fiesta.
Un nuevo temblor volvió a provocarle arcadas. Candy intentó alejarse del vibrador, pero la cadena tensa hacía
que el collar se le apretara en torno al cuello.
—Ah mira. Este es muy divertido.
Lisbeth había vuelto a rebuscar en la caja y sostenía un huevo metálico. Arrodillándose junto a la chica, le
separó los labios vaginales y las cuerdas que tenía incrustadas y comenzó a introducirlo.
—Se mete por aquí. Y también por el otro, pero ya llegaremos a eso. Y tranquila, que no se caerá. Las cuerdas
lo mantendrán en su sitio, ¿ves? Funciona con este mando a distancia.
Lisbeth balanceaba el pequeño interruptor colgando de una cinta. Pulsó el único botón y al momento comenzó un
cosquilleo entre las piernas de Candy, que lanzó un gritito ahogado por el plástico que ocupaba su boca.
—¿Ves? Es fácil. En cuanto pulsas empieza a vibrar y a calentarse y sigue así hasta que vuelves a pulsar.
Lisbeth anudó la cinta a la base del consolador. El único botón del pequeño mando quedó a una poya de
distancia de los labios de Candy.
—Ahora tengo que irme, cielo. Lo dejo encendido para que no te aburras. Es agradable, ¿verdad? Aunque dentro
de una hora o dos puede que se vuelva algo molesto. Si es así solo tienes que meterte todo el vibrador en la boca y
pulsar el botón con la barbilla. Quizá no lo logres, pero te aseguro que lo intentarás.
En ese momento Sebastian apareció en el salón y dirigió una mirada hacia las dos mujeres. Lisbeth se levantó
de inmediato, alisándose el vestido.
—¿Lista?
—Claro, querido.
Echó a andar hacia su hombre, meneándose como una gata en celo ante los ojos de Candy. Se pegó a él mientras
se volvía de nuevo hacia Candy con una sonrisa. Sebastian deslizó una mano sobre el vestido de la mujer y agarró con
fuerza una de las soberbias nalgas. Un rictus de dolor cruzó durante un instante el rostro de Lisbeth y, aunque
Sebastian no pudo verlo, Candy sí.
La perfecta anfitriona se deslizaba entre los invitados ofreciendo cócteles y canapés, interesándose por el trabajo de
los hombres y haciendo comentarios picantes acerca de los vestidos de las mujeres. Dimitri observaba desde la barra,
bebiendo vodka solo, directo de la botella, siguiendo la tradición rusa de no mancillar con hielo una bebida nacida
para entrar en calor. A su lado estaba François, el joven psicólogo canadiense, un tipo realmente curioso.
Dimitri era grande. Desde joven había advertido la tensión en los demás, un estado de alerta instintivo que se
da en todas las criaturas ante la presencia de un espécimen más poderoso. François, en cambio, siempre se mostraba
relajado. El muchacho parecía haber suprimido voluntariamente algunos instintos primarios al tiempo que realzaba
otros, todo ello bien oculto bajo una brillante capa de elevadas aptitudes intelectuales. Era, en esencia, un
narcisista incorregible que intentaba disimular su elevada opinión de sí mismo por el sencillo método de conseguir que
el resto del mundo la compartiera. A Dimitri le caía realmente bien.
—Mírala, viejo. Tu hembra sí que sabe moverse. No es capaz de dar tres pasos sin rozar con ese culazo a alguno
de tus vecinos.
—No seas malo, muchacho —dijo Dimitri—. Cuando posees una mujer alta y de buenas caderas tienes que aceptar
que los accidentes ocurren.
—Cuando ocurren con regularidad no son accidentes. A estas alturas deberías tenerla mejor enseñada… Si quieres
te echo una mano.
El ruso soltó una risita grave, apagada. Le encantaba el nivel de grosería que podía alcanzar el joven si se
le daba pie. La mayoría de sus vecinos no tenían tanta facilidad para esquivar los modales asociados a una educación
selecta. Volvió a dar un largo trago antes de fijar sus ojos claros en la neumática silueta de su esposa.
—La tengo enseñada, muchacho. La tengo muy bien enseñada —la voz de Dimitri llegaba desde lejos, desde la
distancia de los años—. Tendrías que haberla visto al principio. Esa niñita tímida. Aún la recuerdo chillando como una
cerda abierta en canal la primera vez que le partí el culo. Fue hace mucho; más o menos cuando el idiota de tu padre
se follaba a la que seguramente era su prima para acabar trayendo al mundo un mierdecilla arrogante.
—Sólo digo lo que veo, vejestorio. Parece que tu niñita tímida acabó aprendiendo algunas cosas por sí misma.
Fíjate ahora: se acerca a Johnson por la espalda; apoya una mano en el hombro y lo rodea mientras con la otra le
ofrece la copa. ¿Crees que es un accidente que le roce el brazo con las tetas? Supongo que sí, con unas ubres de ese
tamaño... Aunque no parece que se dé mucha prisa por quitarlas.
—Sonya tiene una admirable habilidad para invadir el espacio personal de los demás sin resultar agresiva.
—Desde luego tus invitados no parecen molestos...
—A veces, a las mujeres hay que soltarles las riendas, muchacho. Desarrollan mejor su talento natural. Aunque
admito que he tenido que corregir en más de una ocasión su exceso de celo.
François asentía mientras seguía a la mujer con la mirada. El socio japonés acababa de llegar junto con su
elegante esposa africana y Sonya se acercó a recibirlo.
—Con las chicas es distinta, ¿verdad? Fíjate como saluda a la mujer de Hatori: se acerca de frente, beso en la
boca con lengua y hace como que admira su vestido para poder sobarla bien. Y palmadita en el culo en plan camaradas;
la negrita casi pega un bote sobre los tacones.
—Una hembra alfa de nuestra manada. Si domas bien a la tuya, quizás algún día también lo sea.
—Oh, Ivanna tiene buenas cualidades, pero aún tengo que darle mucha caña para que aprenda —François dejó la
bebida sobre la barra y se volvió hacia el ruso—. Por cierto, viejo, voy a dejártela unos meses para que la mantengas
en forma. Salgo en dos días.
—¡Claro! Tu proyecto. ¿Ya es la fecha? Casi lo olvido. ¿Tienes todo lo que necesitas?
—Todo. Las instalaciones están listas y probadas.
—Mejor —el ruso resopló antes de dar un largo trago de vodka—. Nos hemos gastado una fortuna.
—Cierto. Pero piensa en todas las fuentes de ingreso posibles. En las películas. El canal de televisión. El
turismo exclusivo...
—Y las hembras.
—Y las hembras, por supuesto. Cuando vendes placer siempre tienes clientes.
Los rusos suelen decir que el vodka es un peligroso enemigo y hay que acabar con él. Apoyado en la barra, Dimitri
seguía el dicho apurando la botella al tiempo que contemplaba el espectáculo que se exhibía ante sus ojos: una
exquisita muestra de belleza femenina, un puñado de hembras selectas arrodilladas ante sus dueños, con el culo en
pompa y la espalda grácilmente arqueada mientras las elegantes cabecitas entraban y salían a buen ritmo entre un
peludo bosque de piernas masculinas.
La manera en que una mujer se arrodilla, como baja la cabeza hasta ponerla frente a la verga de su macho, es
única. La mirada expectante mientras la boca empieza a llenarse de saliva, lubricando la entrada, es como una huella
dactilar: hace a cada mujer una propiedad exclusiva. Dos gemelas, idénticas, instruidas al mismo tiempo en el arte de
la felación por su madre o su dueño, se arrodillarán frente al hombre de un modo completamente distinto.
Algunas apoyan el peso sobre las rodillas; otras, sobre los talones. Las hay que permanecen acuclilladas y
otras que se sientan sobre los pies, bajando el culo hasta casi tocar el suelo y cargando toda la presión sobre los
muslos. Algunas mantienen la espalda recta, rígida. Otras la arquean, exponiendo sus pechos. Las más esbeltas y
flexibles saben contonearse al ritmo marcado por las irrupciones orales.
Lisbeth, por ejemplo, mantenía las rodillas ligeramente separadas y los tobillos juntos. Dejaba caer su
espléndido trasero sobre los talones, que se incrustaban entre sus nalgas como el fino sillín de una bicicleta.
Sonya no participaba en esta ocasión, pero cuando le tocaba tragar se apoyaba sobre las rodillas, juntas, con
la espalda muy arqueada, exponiendo al aire el rotundo trasero con que la había dotado la madre naturaleza.
Fátima parecía una mecedora, desplazando el peso: la punta de los pies, las rodillas, las manos y otra vez
hacia atrás, balanceándose al compás de su hombre.
Las nalgas de Ivanna botaban contra el suelo entre los tobillos separados. La joven rusa solía mantener las
rodillas juntas y las manos a la espalda, mientras su elegante anatomía subía y bajaba con ese ritmo tan peculiar,
lento pero seguro.
Pamela era un caso aparte. La postura de la americana no era natural, sino aprendida. Dimitri la recordaba
años atrás, con los tobillos separados y apoyando cada nalga sobre un talón. Las espuelas habían corregido su postura
y ahora el culo rollizo se elevaba en el aire, más al alcance del látigo.
Precisamente Pamela había sido la primera en terminar, pero aún continuaba aprisionando entre sus labios
regordetes la verga napolitana de su esposo, que se recostaba satisfecho en el butacón mientras descargaba las últimas
gotas en la boquita obediente enganchada a su entrepierna.
Aquella californiana pecosa, pelirroja y suculenta, había entrado en La Sociedad con diecinueve años, lo que
la convertía en la novata más veterana. No era ningún secreto que La Sociedad, por regla general, tenía predilección
por bocados más tiernos y adaptables, por lo que la elección produjo algunas dudas en Dimitri, que se acentuaron en
cuanto conoció a la muchacha, con esa actitud engreída y condescendiente típica de las jóvenes yankis de clase alta.
Pero Carlo parecía satisfecho y pronto se demostró que el proceso de selección había vuelto a acertar.
El italiano siempre había sido un machista empedernido con una marcada preferencia por las mujeres dóciles,
pero con Pamela descubrió que disfrutaba más domando una que no lo fuese. Prefería marcarle el culo que follárselo.
Durante los primeros años de matrimonio, la energía que aplicó en pulir el carácter de su esposa rozaba los generosos
límites que La Sociedad consideraba adecuados. Con el tiempo, acabó superándolos ampliamente, sin que nadie se lo
criticara en vista del resultado obtenido.
Carlo seguía con devoción religiosa los numerosos consejos de su abuelo, un labriego y conductor de burros que
ganó dinero y respeto transportando en sus alforjas cartuchos de libertad rellenos de pólvora y plomo, las llaves que
abrieron las puertas de San Pedro a un buen puñado de sicarios del Duce. Con el tiempo, acabó siendo uno de los
mejores amigos de los amigos, lo que en Sicilia equivalía a pertenecer a una familia muy numerosa pero sin parentesco
entre sí.
El buen hombre solía decir, entre otras cosas, que el único hoyo de una mujer en el que no hay que meterse es
el de la tumba, y que si crees que a la mula la has apaleado demasiado, es que no la has apaleado suficiente. Treinta
años después de su muerte, sus enseñanzas aun dejaban huella en las ahora acogedoras carnes de una americana pecosa.
Pamela era, con diferencia, la esposa más odiada por el resto de mujeres. En esa camada de gatas en celo había
tiranteces, claro; viejas rencillas, rencores y rivalidades cortésmente disimuladas con ocasionales escarceos de
lesbianismo forzado. La propia Sonya, tan coqueta, tan directamente ambiciosa, provocaba el recelo y las envidias de
algunas veteranas. Con Pamela era distinto; no la envidiaban. En absoluto. De hecho, las mujeres no sintieron sino
lástima por la chica arrogante que llegó hace catorce años, pero abrigaban un rencor profundo hacia la hembra dócil y
bien templada en que se había convertido. Comparadas con Pamela, el resto eran tratadas con demasiada suavidad y los
hombres, inconscientemente, tendían a compensarlo siendo más estrictos con sus propias esposas. Para cualquier dama,
una visita social a casa del italiano, con la pelirroja moviéndose con cuidado mientras servía el café con la cabeza
gacha, significaba un par de semanas de estricta obediencia o severos correctivos, o generalmente de ambos. Las cosas
acababan volviendo a la normalidad, pero las huellas de rencor quedaban grabadas.
Sobre el butacón, los testículos descargados de Carlo daban fe de que el esfuerzo invertido en educar a su
esposa no había sido en vano. La mujer yacía desnuda, recostada de lado entre las piernas de su marido, con la mejilla
pecosa apoyada en el muslo del hombre que le acariciaba el pelo rojizo al tiempo que tomaba un trago de vino y
suspiraba satisfecho.
Dos butacas más allá, los jadeos ahogados de Takasuke indicaban que otra participante quedaba eliminada de la
primera ronda del juego. La enorme boca de la pantera africana engullía con facilidad la verga y los huevos del
japonés que, agarrando el pelo corto y rizado, descargaba con violencia en su interior.
Dimitri se entretenía adivinando quién sería el siguiente. Una tarea difícil, ya que dependía tanto de la
habilidad de la montura como del aguante del jinete. La motivación previa también influía, claro. Sobre todo en las
hembras jóvenes —las veteranas acostumbraban a rendir a un nivel más constante, independiente de lo mucho o poco que
las hubiesen azuzado—. Sin embargo, no era un factor tan determinante. Prueba de ello eran las dos primeras
eliminadas. Por detrás y por delante, desde los hombros hasta las pantorrillas, Pamela era un muestrario de los
efectos de una amplia variedad de herramientas disciplinarias. La generosa aplicación reciente de la vara se
superponía con huellas anteriores del látigo, la pala y lonjas de cuero de diferente grosor. La africana, que había
terminado unos instantes después, apenas presentaba unos pocos latigazos sobre la grácil espalda. Lo mismo ocurría con
las nalgas de la joven princesa árabe cuya cara sonriente recibía en aquel momento la semilla grumosa del viejo
Goldman.
Una a una, fueron quedando eliminadas conforme recibían el premio de unos hombres complacidos. Las restantes
continuaban, incansables en apariencia, aunque la tensión empezaba a notarse en la rigidez de las espaldas arqueadas.
La última, la ganadora, se clasificaría para la siguiente ronda. Por eso querían acabar lo antes posible.
Al final, todas las miradas estaban centradas en las tres últimas parejas. François intentaba mantener una
respiración pausada mientras la rubia cabellera de Ivanna se pegaba a su entrepierna en una succión prolongada. Con
poco más de dieciocho años, la esposa hindú de Johnny era la más joven de las asistentes. La muchacha había empezado
bien; su técnica no era mala y poseía una boquita pequeña, de piñón, con labios gruesos, perfectos para comer poyas;
pero se la notaba más nerviosa que las demás y, poco a poco, había ido decayendo. Al otro lado del salón, la verga de
buen calibre del homenajeado entraba con profundidad en la boca más veterana de las tres.
Lisbeth había sido valiente —eso al menos tenía que reconocerlo— colándose con descaro en una fiesta a la que
no estaba invitada. La mujer, literalmente, se había jugado la piel con una baraja que sabía trucada. Debía estar
bastante segura de que los hombres no iban a poner reparos a su presencia. Al fin y al cabo, otro bonito trasero del
que disfrutar nunca había sido motivo de quejas. De las mujeres probablemente ni se preocupó, pues sabía por
experiencia que las hembras tenían bien marcados los límites de sus protestas.
Pero una cosa era colarse en la fiesta y otra muy distinta acabar siendo la protagonista. Por eso, la sombra
de la duda atravesaba la cabeza de la mujer tan profundamente como la verga de Sebastian. Dimitri la entendía
perfectamente. En las competiciones de La Sociedad, ninguna hembra demostraba ambición por la victoria. En ese aspecto
todas eran muy humildes.
Al ruso le habían chupado la poya más mujeres de las que le habían hablado. Sabía leer el lenguaje corporal de
la hembra mamadora, y el de Lisbeth lo conocía con creces. Hermann había sido un buen amigo, el primer veterano caído
de la vieja guardia. El propio Dimitri se había preocupado de mantener a su viuda bien cuidada mientras se decidía qué
hacer con ella.
El ojo experto detectaba arrepentimiento emanando de cada poro del cuerpo menudo de la polaca. Bajo la
elaborada mecánica, bajo la técnica pulida por años de succión, podía palparse la inseguridad. Sentía la tensión y la
rigidez, como zarpas heladas e invisibles aferradas a las macizas nalgas. A Lisbeth se le notaba en el culo.
Las hembras podían ser bocas obedientes, meros agujeros que cada macho perforaba a su manera; pero también
devoradoras, animales hambrientos que se abalanzaban sobre la verga buscando su comida. Cuando las dejabas hacer, cada
veterana tenía su ritmo, dentro y fuera, dentro y fuera, siguiendo su propia cadencia. El de Lisbeth estaba acelerado.
No mucho; lo justo para que Dimitri lo notara. La mujer sabía controlar sus ansias... pero era evidente que estaba
ansiosa.
Sebastian se recostaba en el butacón, aparentemente ajeno a las dudas de su boca de segunda mano. Se había
dejado caer, deslizándose sobre el suave cuero, y yacía relajado, con los ojos cerrados y las piernas abiertas. Entre
ellas, el cuerpo menudo y delgado bailaba como una serpiente al son de la flauta de su encantador.
No hacía falta un ojo experto para darse cuenta de que, de las tres candidatas, Lisbeth era la que más tiempo
había pasado de rodillas a lo largo de su vida. La felación es un arte difícil que nunca se termina de aprender.
Requiere más que una boca cálida y acogedora. Como muchas veteranas, Lisbeth sabía usar todo su cuerpo para comerse la
poya de su hombre.
La portentosa mitad inferior de la mujer aportaba el impulso firme para estampar la cara una y otra vez contra
la entrepierna del macho. Muchachas menos experimentadas se movían a base de cuello y hombros, pero en Lisbeth se
apreciaba la carne firme de sus cuartos traseros tensándose al compás de la succión, como una pantera a punto de
saltar sobre su presa. Su espalda no era tan rígida como otras, sino que aprovechaba su estrechez natural,
contoneándose con vida propia y transformando el impulso en suaves movimientos circulares, un baile entre los labios y
la verga que hacía cada paso distinto del anterior. Las manos se entrelazaban en la espalda, echando los hombros hacia
detrás y abriendo la garganta, para que la carne masculina pudiera adentrarse con suavidad en lo más profundo de ella.
Sebastian sonreía complacido, dejándose llevar por la agradable sensación de su verga buceando en un mar de
saliva caliente. La boca de la mujer le aprisionaba, poniendo a prueba su dureza. La lengua experta jugaba con el
tronco, bañándolo, dirigiendo su avance hacia el fondo acogedor donde hacía sonar la campanilla. Los labios carnosos,
rojo cerezo de Dior, se cerraban sobre la piel de Sebastian, sellándola, deslizándose con suavidad en un movimiento
ascendente, recogiendo los excesos de saliva y aumentando la succión.
Una vez arriba, Lisbeth se recreó saboreando la punta, que había empezado a latir presagiando una descarga
inminente. La boca descendió una vez más, hambrienta y desesperada, alojando completamente en su interior al hombre al
que ahora servía. Las lágrimas de alegría inundaron sus ojos cuando la buena mujer estampó la nariz contra el vientre
de Sebastian, tragando agradecida la descarga que el macho depositaba en el fondo de su garganta.
Lisbeth permanecía en su sitio, con la verga perdiendo rigidez en su boca, cuando Sebastian abrió los ojos. El
hombre había vuelto de su viaje al placer de los labios femeninos con una sonrisa en los suyos. Acariciaba la delicada
cabeza mientras los ojos brillantes de la mujer buscaban los suyos en busca de aprobación. Dimitri se dio cuenta
entonces de que Sebastian había notado perfectamente la desesperación de su hembra. Quedaban dos.
La joven hindú poseía un rostro adorablemente aniñado y labios sabrosos. El cuerpo era pequeño, atlético; su
figura, agradable, con tetas simétricas, ni grandes ni pequeñas, y trasero firme. Destacaba más por su apariencia
exótica y su piel aceitunada que por otra cosa. Ivanna, en cambio, era digna del catálogo de Victoria’s Secret. Medio
nórdica y medio eslava, altísima, rubia y elegante, poseía una belleza fría y una extraña combinación de delgadez y
rotundidad. El cuerpo alargado, la cintura estrecha y los hombros pequeños, hacían resaltar aún más el trasero redondo
y esos pechos pálidos, densos y llenos. Sobre la grácil estructura que las soportaba, las ubres se erguían arrogantes,
con los pezones grandes y oscuros coronando su agradable forma de pera.
A simple vista el desafío parecía injusto. Ivanna iba camino de los treinta. Su experiencia prácticamente
cuadruplicaba a la de su rival. Y eso se notaba. La técnica y compostura de la yegua rubia de François eran muy
superiores. De hecho, en el cuerpo menudo de la joven hindú había empezado a aparecer un leve temblor después de la
eliminación de Lisbeth. Sin embargo, esta era una competición para montura y jinete. Y a François no le gustaba
perder.
Tenso, con el puño apretado y controlando la respiración, el hombre seguía firme en su asiento, aguantando los
intentos de su esposa por hacer que se derramara. Los envites de Ivanna eran lentos pero poderosos, siguiendo la
máxima de cuanto más tiempo dentro, mejor. Se tragaba la verga completa, hasta acariciar con el labio la bolsa de los
huevos. Entonces se mantenía así, con la carne de su hombre atravesada en la garganta mientras los segundos iban
pasando. Muchas hembras podían dar una docena de chupadas en el tiempo que Ivanna completaba una.
Dentro de la boca de la mujer la lengua se movía con una mezcla de suavidad y firmeza. Saboreaba la carne con
el gusto gourmet de una dama acostumbrada a platos selectos, recorriendo su forma, disfrutando la textura, al tiempo
que la garganta entrenada vibraba masajeando el glande.
Una de esas larguísimas degustaciones acababa de finalizar cuando el gruñido satisfecho de Johnny indicaba que
la competición ya tenía ganadora. Entre las piernas de su marido, la joven hindú lloraba y temblaba con la tensión
liberada mientras el fruto de su esfuerzo se escurría sin control por la comisura de sus labios. Sin duda, la muchacha
sabía que este pequeño fallo iba a suponer una reprimenda, pero no le importaba.
Ivanna dejó de succionar. Su cuerpo permaneció inmóvil un par de segundos, con el glande de su hombre atrapado
entre los labios. Fue una pausa breve, casi imperceptible en la tranquilidad natural de sus movimientos, mientras su
mente asimilaba la victoria. Supuso el mayor lapso que la verga permaneció fuera de su boca. Enseguida reanudó su
labor.
Instantes después su marido le aferraba la cabeza con ambas manos y, empujando la pelvis contra su rostro, se
corría con un grito de triunfo.
François se dejó caer en el sillón lanzando un suspiro satisfecho. Ivanna continuaba entre sus piernas,
dejando impoluta la carne masculina, mientras el espeso sabor de la victoria se escurría lentamente por el fondo de su
garganta.
Mientras los invitados premiaban con un aplauso espontáneo a la ganadora, Dimitri, desde la barra, buscaba con
la mirada a su mujer. Sonya era la única hembra vestida. Durante esa primera ronda del juego se había dedicado a
pasear entre los butacones, animando a sus compañeras. La fértil imaginación de la noruega había ideado el
entretenimiento de esa noche. Los hombres lo habían aprobado y, además, le concedieron el honor de ser una de las dos
clasificadas para el segundo acto. Ahora conocía a su rival, y la sonrisa que habitualmente iluminaba su cara había
desaparecido.
Briosas y flexibles, las yeguas cabalgaban una sobre la otra en un mar de luz blanca. Enlazadas en una postura
imposible para cualquier hombre, gemían y se restregaban sobre el altar que había visto correr la sangre de tantas de
sus hermanas. Al otro lado del espejo, en la oscuridad de los asientos dispuestos como un cine lujoso, los miembros se
recreaban en el espectáculo. Las perdedoras también estaban allí, algunas arrodilladas y otras en pie, atentas para el
caso de ser requeridas.
La veterana estaba encima de su rival, intentando imponer su dominio por la fuerza. Hembra alta y atlética,
acostumbraba a someter a otras mujeres con su cuerpo cuando disfrutaba de ellas. Sin embargo, su compañera era más
alta; la diferencia era escasa, pero existía. Ciertamente era más delgada, menos voluptuosa, sin el peso ni el temple
de la carne madura; pero poseía el empuje de la juventud y no se dejaba domar con facilidad.
Salvo por esas diferencias, las dos eran muy parecidas. El pelo de la veterana era castaño, de tonos
imprecisos que cambiaban con la luz; le daba un aspecto cálido frente a la fría belleza rubia de su rival. Pero ambas
eran altas y elegantes, de cuerpo firme y formas suaves, sin aristas. Ambas tenían grandes ojos claros y piel pálida.
Sobre todo, ambas destacaban por la generosidad de sus pechos.
Las ubres de Sonya eran sencillamente grandes. Grandes y jugosas, hechas para meter la cara entre ellas y para
alimentar al hambriento. Eran tetas para chupar.
Los pezones de Ivanna, altos y desafiantes, incitaban al mordisco. Los pechos eran más compactos, más firmes
que los de su rival. Eran grandes pero bastante más pequeños, manejables frente a la rotunda generosidad de Sonya. Los
hombros delgados y la fina espalda los hacían destacar espectacularmente. La mano se distraía con facilidad moldeando
su curvatura, sopesándolos, estrujándolos como la bocina de un coche antiguo.
Los pechos de Sonya se aplastaban contra los de Ivanna, pezón contra pezón, mientras introducía la lengua en
la boca de la joven ahogando sus jadeos. Ivanna contraatacaba, con la mano metida a presión entre los cuerpos pegados.
Había encontrado el clítoris maduro y lo retorcía clavándole las uñas.
Ambas se conocían perfectamente. Se conocían de un modo íntimo, físico. En lo más profundo de la mente de
Ivanna estaba grabado el suave tacto del coño de Sonya, la húmeda calidez de su interior, el sabor de los gruesos
pezones en la lengua. La noruega había acariciado, había masajeado y besado cada centímetro del cuerpo de la joven más
veces de las que podía recordar. No eran pocas las mañanas que se habían despertado abrazadas, con el consentimiento
masculino y para su disfrute.
La joven sabía que su rival no era una flor delicada. Sonya necesitaba sensaciones fuertes, un trato rudo que
lograra superar el umbral de una piel acostumbrada a la severidad. La agarró por el pelo y tiró con fuerza hacia
arriba, separando sus labios de los de ella. El cuello de la noruega quedó expuesto, vulnerable. Los dientes de Ivanna
se apresuraron a clavarse en la carne tensa al tiempo que Sonya lanzaba un grito mezcla de placer y dolor.
Sonya respondió colocando una de sus piernas entre las piernas de su rival. Adentro y afuera, presionando, la
cálida piel se deslizaba sobre la sonrosada apertura de la joven. Sonya continuaba sin misericordia, aceleraba
aumentando el roce y el calor entre las piernas de Ivanna, a medida que la humedad iba empapando su muslo.
Ivanna empezaba a estremecerse. Sentía el calor emanando de su coño que amenazaba con extenderse a todo su
cuerpo. A la desesperada, intentó un último ataque.
Al colarse entre sus piernas, la noruega había dejado sin defensa la misma zona que ahora atacaba en el cuerpo
de la joven. Ivanna golpeó con fuerza, lanzando el muslo contra el sendero entreabierto de la intimidad femenina. Su
propia mano, firmemente aferrada al clítoris de Sonya, hizo de yunque, clavándole las uñas en el pubis.
Sonya lanzó un gruñido. Y luego otro. Y otro. Los leves quejidos de placer se sucedían mientras el muslo de
Ivanna continuaba golpeando su intimidad como un mazo. La propia Sonya respondía aumentando la presión entre las
piernas de la joven. Las yeguas habían tomado posiciones y continuaban galopando desbocadas en el último sprint hacia
la meta.
Ivanna fue la primera en sentir la sacudida. La ola de calor nació en su bajo vientre y se propagó como un
chispazo eléctrico recorriendo su espalda. Los dientes, clavados en la carne de su rival, aumentaron la presión en un
intento por ahogar el aullido satisfecho de la derrota que empezaba a formarse en su garganta. Podía sentir en los
labios el pulso firme y regular latiendo en el cuello de Sonya. En ese preciso instante, la noruega empezó a
estremecerse.
Sonya ni siquiera intentó frenar el largo gemido de placer. El grito de guerra de la hembra satisfecha brotó
de su boca abierta como un torrente interminable mientras, con los ojos cerrados, se recreaba en las sensaciones del
orgasmo. La intensa melodía retumbando en la habitación fue el gatillo que terminó de disparar a Ivanna. Los gemidos
de la rusa, amortiguados por el cuello de Sonya, se perdieron entre el largo aullido de la veterana. Sus convulsiones
quedaron disimuladas, aplastadas bajo el peso de la carne madura.
En la sala contigua, los espectadores empezaron a aplaudir otra excelente actuación. Todos, excepto Dimitri,
que apretaba con fuerza la botella de vodka y contemplaba la escena con ojos de hielo.
A la vista de los jueces, Sonya había sido la primera en caer. Ivanna había ganado. Su elegante cuerpo se
entregaría al homenajeado para que disfrutara de una de sus últimas noches de soltería. Para ella sería sólo un rato,
una poya más visitando sus agujeros antes de poder descansar.
A Sonya le aguardaba una noche más larga. La perdedora iba a recibir las atenciones del resto de invitados.
Debía complacerlos a todos, uno a uno o varios a la vez, las veces que fueran necesarias hasta que cada hombre hubiese
quedado completamente satisfecho. Nadie tenía prisa. La maratón amenazaba con prolongarse hasta bien entrada la
madrugada, o más allá.
Terminado el concurso, las dos mujeres permanecían inmóviles, echadas una sobre la otra, recobrando el aliento
sobre la cama de la habitación blanca. Ivanna levantó la vista hasta los ojos claros de Sonya. La mujer besó sus
labios con suavidad y empezó a acariciarle el pelo.
—¿Por qué?
La pregunta fue apenas un susurro, un leve movimiento de los labios de Ivanna. Era una conversación intima de
la que no quería que nadie se enterara.
—Porque te quiero, mi vida.
Sonya la miraba con ternura, como tantas veces a lo largo de su vida. Era una hembra superior, un manantial de
sexo convertido en carne de mujer y moldeado por los hombres. Conocía el amor femenino mejor que ninguna otra. Ivanna
había intentado competir de igual a igual, limpiamente, aun sabiendo que no estaba a la altura. Pero Sonya no la había
dejado perder.
Sentía el peso de la mentira sobre sus pezones aplastados. El cuerpo de la noruega seguía tenso por el placer
interrumpido. El desahogo frustrado vibraba en su interior. Sonya era una actriz consumada, con décadas de
experiencia, pero no podía engañarse a sí misma.
La joven devolvió el beso a los labios carnosos que se le ofrecían. Los ojos le brillaban por el llanto
contenido. La voz susurrante sonaba entrecortada.
—Te quiero... mamá
Vista desde fuera, se podría pensar que la pequeña comunidad era un organismo heterogéneo, una amalgama de razas,
culturas y clases conviviendo en armonía en el sueño húmedo de un hippy colocado. Como un anuncio de Benetton o el
reparto políticamente correcto de una teleserie americana actual. Sin embargo, la realidad era distinta.
Los hombres eran mayoritariamente caucásicos, con antepasados europeos, desde nórdicos hasta latinos. También
asiáticos, sobre todo japoneses y surcoreanos. Sólo había un árabe. Y dos negros que, de hecho, eran norteamericanos.
No era racismo: estaban muy por encima de los odios que las maquinaciones políticas habían imbuido en la plebe.
Tampoco cuestión de dinero: ni un dictador africano ni un rico heredero serían invitados, jamás. Era la propia
injusticia del mundo. Los miembros eran hombres hechos a sí mismos, que habían dejado huella a base de talento. Se
necesita una educación accesible y un entorno con pocos prejuicios para que un genio desarrolle su potencial. No todas
las culturas reunían esas condiciones.
El caso de las mujeres era distinto. Las había altas y bajas; rubias, morenas y pelirrojas; de todos los
colores posibles. Pero todas eran hermosas, todas cálidas y acogedoras. Abundaban, por supuesto, los pechos grandes y
simétricos, los culos firmes y las piernas bien torneadas.
La belleza de las monturas contrastaba con el físico desigual de los jinetes. Eran, por lo general, veinte,
treinta o hasta cuarenta años mayores que sus esposas. Altos y bajos, gordos y delgados, calvos muchos de ellos. Había
algún adonis bien formado y unos cuantos galanes maduros. Y frente a la habitualmente generosa dotación de las
hembras, los miembros de los miembros exhibían variedad de tamaños y grosores.
Los que mejor había conocido Ivanna a lo largo de su corta existencia habían sido espléndidos. El primero era
precisamente el que le dio la vida. La verga de su padre era la más larga que había visto, y una de las más gruesas.
Había cincelado su imagen de la masculinidad mientras la pequeña niñita se iba desarrollando hasta convertirse en una
apetecible muchacha. ¿Cuántas veces había visto a su madre arrodillada como una sacerdotisa pagana ante el altar de la
gran serpiente? ¿Cuántas la había visto conteniendo un grito mientras el inmenso tubo de carne rusa se habría paso por
sus entrañas?
La primera vez con su marido cualquier otra chica se habría asustado ante el tamaño de aquel monstruo, pero a
ella le pareció normal. François no tenía nada que envidiar a su padre en cuanto a grosor; incluso parecía más dura
que la vieja verga rusa. Pero era visiblemente más corta. Nada que pudiera impresionarla tras una vida en casa de su
padre.
El nuevo miembro de La Sociedad también pertenecía al grupo de los bien dotados. Sebastian la había ensartado
de golpe, abriéndole el culo sin delicadeza. Estaba acostumbrada. El tremendo ardor que acompañaba a las
introducciones bruscas era una sensación que conocía bien, pero aun así había acabado mordiendo el suave lino blanco
para ahogar un grito mientras su ano forzado se tensaba sin estar preparado para ello. Al menos, el hombre había
tenido la delicadeza de escupir en el agujero antes de perforarlo.
Ivanna estaba a gatas, con la cara hundida en el colchón y el culo ofrecido en alto, sobre uno de los extremos
del camastro donde un rato antes su madre había impartido una lección de cómo fingir un orgasmo. En el otro extremo,
también a gatas y en pompa, la perdedora atendía por primera vez al primero de la larga lista de machos que iban a
montarla esa noche.
Empezaba a amanecer cuando Sonya llegó al bosquecillo. Podía sentir el frescor del rocío bajo los pies descalzos.
Llevaba los Manolo's en la mano, consciente de que sería totalmente incapaz de usar tacones.
Apenas podía andar. Cada paso inseguro acalambraba sus piernas agarrotadas. La espalda le dolía después de
tantas horas de postura forzada. La brisa de la mañana, por lo general agradable, le quemaba al introducirse por su
ano abierto. Sentía el flujo grumoso escurriéndose por sus muslos y el rímel y el pintalabios corridos sobre la cara.
La habían limpiado, claro. Varias veces a lo largo de la noche. Unos cuantos manguerazos directamente en el coño y en
el culo para desatascarle las cañerías antes de volver a llenarlas. Pero cuando se cansaron la dejaron tal cual
estaba, abierta y rellena como un pastel de crema.
Había cierta ironía en los gustos masculinos, y esta noche Sonya había podido comprobarlo una vez más. Por un
lado estaba el hecho de que la sodomía atraía más, precisamente, a los machos mejor dotados. Por otro, que eran los de
mayor aguante los que más se animaban a repetir. Algunos socios la habían montado dos o tres veces, probando sus
agujeros a conveniencia. Otros, especialmente los jóvenes, no se habían conformado con tan poco. Que una vieja yegua
como ella recibiera tantas atenciones no dejaba de ser halagador.
Su hija se había comportado admirablemente. La imagen de su pequeña arrodillada, con la grupa bien arriba y la
espalda arqueada, tan grácil, tan elegante, la habían llenado de orgullo. Había mantenido el culo en alto, en su
sitio, mientras la pelvis del hombre lo martilleaba con energía una y otra vez. Ni una queja había salido de los
labios de su niña, aunque al principio pensó que iba a destrozar el colchón a mordiscos.
Su rajita aguantó con menos problemas. La nena incluso se permitió algún gemido mientras pegaba sus tetas
estupendas contra el torso del macho. Y su cara... Puso esa expresión pícara de hembra necesitada de sexo que tan bien
había aprendido de la madre que la parió. Sebastian no aguantó demasiado en el cálido y apretado coño de su pequeña.
La boca siempre había sido el punto fuerte de Ivi. Desde pequeña le enseñó cómo debía mirar hacia arriba, con
esos ojos abiertos e inocentes que a un hombre le gusta ver cuando le chupan la poya. Sus amorosos dedos maternales
enseñaron pronto a la muchacha a controlar las arcadas. Arrodillada ante el nuevo socio, con la verga atravesada en la
garganta mientras el hombre la agarraba del pelo, su hija parecía más una veterana que una de las jóvenes.
Ivi le había dedicado una última mirada de cariño antes de abandonar la habitación blanca, dejando tras de sí
a un Sebastian cansado pero satisfecho. Pero para el homenajeado la fiesta no había acabado aún.
—Oye, Seb. Espero que te hayas guardado algo. Aun tienes que catar a la vieja —había dicho François mientras
disfrutaba su primera parada en el culo de Sonya.
El médico acabaría animándose. La fiesta continuó, sus ilustres pelotas tuvieron tiempo de recargarse y, ya de
madrugada, acabó compartiendo montura con el yerno de Sonya, que iba ya por la tercera ronda.
Y entre medias, las ocurrencias variadas que el alcohol y cierta monotonía incitaban en la mente de los
hombres: sesiones regulares de azotes a mano para animarla, pruebas variadas de introducción de objetos, escenas
lésbicas con algunas de las esposas presentes... Había descubierto que los enemas de champagne y whisky escoces
también producen embriaguez. Y estaba casi segura de que en algún momento de la madrugada, un premio nobel de
literatura borracho había escrito un relato corto sobre sus nalgas usando su ano abierto como punto y final.
Había salido del club tambaleándose, con sus orificios en carne viva. A cada paso parecía como si un hierro
candente se le metiera en las entrañas. Le dolía la espalda. Le dolía la cabeza. Le dolía la mandíbula y tenía la boca
seca. Irónicamente, la embriaguez rectal la había mareado, lo que no ayudó en la difícil tarea de llegar a casa.
Dimitri estaba en el jardín, fumando en la oscuridad. Esperándola.
—¿Aún estás despierto, amor mío?
El gigante tardó en contestar. Siguió fumando, con esos ojos claros, escrutadores, clavados en ella.
—El juego es el juego, Sonya. No me gustan los tramposos.
—¿A qué te refieres? —preguntó ella, aunque lo sabía perfectamente.
De nuevo otra pausa, un suspiro largo y cansado del ruso.
—Mujer... no empeores la situación. Tú me perteneces. No me importa cederte a mis amigos, y puedo aceptar una
derrota justa... pero no soporto las trampas.
—Es mi niñita, Dimitri —replicó Sonya mientras las lágrimas empezaban a correr por sus mejillas.
—Es una mujer. Es de François. Que él se ocupe de mantener a su esposa como es debido. Yo me ocuparé de la
mía.
El ruso dio otra calada a su habano y añadió:
—Te aseguro que no volverás a hacer algo así.
Por eso ahora Sonya estaba en el bosquecillo. Había sido una dolorosa caminata desde su casa, y aún quedaba la
vuelta. La mujer contemplaba su árbol favorito, el viejo avellano que plantara cuando era poco más que una niña.
Buscaba la rama adecuada, una particularmente larga y gruesa, mucho más de lo habitual.
En casi cuarenta años de matrimonio Dimitri le había aplicado unos pocos correctivos particularmente severos.
Los recordaba todos en detalle. El primero fue a los doce años de casada, cuando la conducta rebelde y altiva de la
muchacha ya no podía achacarse a la inexperiencia de la juventud. El último, seis años atrás, cuando una riña con otra
veterana la llevó a insultar al marido de esta.
Sabía lo que le esperaba. Dimitri la tumbaría bocabajo, desnuda sobre la cama del sótano. Le pondría un cojín
mullido bajo la pelvis, para dejarle el culo bien expuesto. Usaría las correas para inmovilizarla, porque en ocasiones
como esta ella no podía aguantar la posición por sí misma. El castigo en sí sería duro, unos minutos interminables con
la vara subiendo y bajando con fuerza, dejando en cada viaje una marca profunda grabada sobre la piel. Dimitri
empezaría en el nacimiento de las nalgas e iría bajando, poco a poco, macerando su carne hasta casi llegar a las
rodillas. Ella gritaría, claro. Y suplicaría y lloraría y moquearía y le daría un ataque de hipo. Tendría tiempo de
sobra para hacer muchas cosas. Dimitri se lo tomaría con calma, dejándola degustar cada azote antes de pasar al
siguiente. En algún momento, la zurra acabaría. Después vendría el resto.
Sabía por experiencia que iba a estar tres o cuatro días sin poder andar, tumbada bocabajo sin levantarse de
aquella cama. Cuatro días con su retaguardia ardiente latiendo con pulso propio, meando en una cuña un líquido rosa
que escocería como ácido. Lo peor serían las curas, el algodón cogido con pinzas y empapado en antiinflamatorio,
restregándose como papel de lija sobre su piel marcada. Dimitri solía delegar estas tareas de enfermería en alguna de
las esposas de sus amigos, lo que no hacía sino empeorar la situación.
Por supuesto, debería seguir complaciendo a su hombre. Y tumbada inmóvil bocabajo, la forma de hacerlo era
bastante evidente. Se emplearía a fondo, como buena esposa. Al fin y al cabo, su estado no le evitaría nuevos castigos
si era merecedora de ellos.
Mientras acariciaba la larga y gruesa vara que había elegido, echó cuentas. En total serían unos minutos
interminables de castigo, tres o cuatro días sin poder moverse y unos cuantos más moviéndose con dificultad, dos o
tres semanas sin sentarse y puede que un par de meses hasta que las marcas hubiesen desaparecido por completo. Y con
todo, volvería a hacerlo por su pequeña. Lo único que lamentaba era no fingir mejor un orgasmo.
Empezó a cortar la vara. Había llevado una sierra de mano japonesa, porque a partir de ciertos grosores se
requieren herramientas adecuadas. No oyó el ruido a su espalda. Cuando se volvió dispuesta a marcharse se topó con el
delgado y sonriente rostro de Lisbeth.
—Buenos días, Lisa.
La mujer se acercó al árbol y empezó a acariciar las ramas rojizas antes de responder.
—¿Qué tal estas, Sonya? —preguntó—. Tienes mala cara. Se te ha corrido el pintalabios. A tu edad no deberías
trasnochar tanto.
—Las mujeres casadas tenemos ciertas obligaciones, cielo. Supongo que lo recuerdas.
—Por supuesto —la sonrisa de Lisbeth se ensanchó—. ¿Eso es una vara o es que necesitas leña?
—Una vara. ¿Quieres que te ayude a elegir una? —se ofreció Sonya.
—Gracias, querida. La última que elegiste fue más que suficiente.
—Espero no haberme excedido, cielo. Llévate una más fina. Seguro que a Sebastian le parece bien.
—Puede que sí, pero no quiero ponérselo tan fácil a esa zorrita sudaca que le habéis comprado.
—Sí... Las esposas de verdad son un engorro.
—Desde luego.
Lisbeth permaneció un momento en silencio, mordiéndose el labio mientras recorría la maltrecha anatomía de
Sonya con la mirada. Miraba con descaro el peinado deshecho, el rímel y el pintalabios corridos, los zapatos en la
mano, las rodillas amoratadas… finalmente centró la vista en la rama que sostenía Sonya.
—Supongo que tu gran actuación no convenció a Dimitri.
—Eso parece. Y supongo que Sebastian se dio cuenta de que no deberías haber ido a la fiesta.
—Pero fui.
Lisbeth agarró una de las ramas del árbol y tiró con fuerza, arrancándola de cuajo. La hizo silbar en el aire,
sopesándola.
—Esta servirá —susurró—. En fin, querida. Vuelvo a mi casa. No debemos hacer esperar a nuestros hombres. Sobre
todo tú.
Y empezó a marcharse. Antes de internarse en el sendero se volvió una última vez.
—Sabes, Sonya: creo que me pasaré por tu casa más tarde. Tu esposo necesitará una mujer se ocupe de atenderte
los próximos días.
—No es necesario que te molestes —dijo Sonya.
—Oh, no es molestia, querida. Al fin y al cabo, se supone que soy la ayudante del médico de la comunidad.
—Eres muy amable.
—Es lo mínimo que te mereces. Siempre has sido tan atenta conmigo...
Y se fue. A Lisbeth le aguardaba un hombre enfadado, aunque no tanto como el que esperaba a Sonya. La polaca
se perdió por el sendero, con su vestido blanco ceñido a las caderas brillando bajo las primeras luces del día. Las
sólidas nalgas de Lisa bailaban con su suave e hipnótico bamboleo, consciente de que, para ellas, la fiesta aún no
había terminado.
- continuara-
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