Esposa entregada
Un desalmado entrega a su esposa para disfrutar perversamente contemplando el abuso de que es objeto por tres individuos.
Respetables lectores: A continuación os ofrezco, con una sonrisa y con los ojos brillantes, un texto cuya lectura completa -y consiguiente disfrute- acaso os hiciera perder algo de respetabilidad si los vigías y censores que pululan a vuestro alrededor se percatasen. Tomad vuestras precauciones, por lo tanto. Si vuestro espíritu sensible se viese atormentado con esta historia no lo dudéis, dejad su lectura y echadla al fuego, borradla también de vuestra imaginación si podéis. Pero si llegarais hasta el final y, sobre todo, si algo disfrutarais con mi narración, entonces nada me habréis de reprochar. Seréis casi tan culpables como yo. Venga.
Ella saldría de la consulta del dentista ya anochecido y todavía algo adormecida por los efectos del anestésico. Para acortar camino hasta el estacionamiento donde dejaba el coche y además pasar por una tienda que siempre visitaba cuando iba al centro, cruzaría por un tramo de calle solitario y mal iluminado. Un lugar de viejos edificios decrépitos, completamente abandonados la mayoría, habitados por unos pocos viejos los otros.
Ella pasaría por allí muy probablemente, porque otras veces lo había hecho. Yo conocía sus costumbres. Y allí había un edificio cuyas obras de rehabilitación quedaron interrumpidas hace un tiempo. La parte de abajo estaba cerrada por una valla de tablones en que una vieja puerta fue instalada provisionalmente para cerrar el acceso y así había quedado desde hacía dos o tres años. En el interior, muy profundo, había montones de arena, ladrillos, escombros. Y al fondo, cerca del patio interior pero todavía dentro del edificio, un cuarto que fue utilizado por los albañiles para cambiarse de ropa y guardar herramientas. Por eso estaba en mejores condiciones que el resto de la planta baja. Tenía buenas paredes, una puerta sólida, una ventana pequeña y bien cerrada cuyo sucio cristal estaba cubierto por una contraventana de madera descolorida y unos pocos muebles.
Hacía ya tiempo que yo había previsto la situación y que cuidadosamente lo había preparado todo. Por eso al fondo de ese cuarto había un colchón sobre el suelo y por eso había allí una estufa y lámparas de gas, una alfombra y otras cosas. También por eso había sido instalado en el interior de aquella habitación un viejo armario grande en cuyos lados se habían hecho varios agujeros adecuados para ver a su través. Y también por eso cuando ella pasó por la calle, la puerta de entrada a aquel edificio estaba sólo entornada y a mi mujer la estaban esperando.
Cuando pasó frente a la puerta, un individuo que no había visto, oculto tras una furgoneta aparcada, se lanzó bruscamente contra ella y de un fuerte empellón la introdujo en el oscuro interior de aquel edificio. Allí había otro hombre que la sujetó y tapó la boca. Un tercero, que vigilaba desde un portal enfrente y que, con gestos acordados, había dado los avisos necesarios, entró detrás rápidamente.
Eran hombres jóvenes y fuertes. Sin dificultades la redujeron, amordazaron, vendaron los ojos y -tras cerrar con un candado la puerta que daba a la calle- la llevaron al cuarto del fondo, ya preparado, en el que había estado encendida la estufa desde hacía varias horas, pues el día había sido frío y la noche lo iba a ser más. Apenas emitió algunos gemidos apagados. Debía estar aterrorizada.
Tras ellos entré yo, que había esperado dentro de aquella casa junto con aquellos hombres y les había visto cumplir lo planeado. Me metí inmediatamente dentro del armario. Desde allí, a través de unos agujeros realizados con tal propósito, podía verlo todo sin que ella me pudiera ver a mí. Me había costado encontrar tipos como aquellos, que estaban dispuestos a casi todo para ganar algún dinero, tenían muchas ganas de hembra y, además, me habían demostrado ser de confianza en algunos trabajos anteriores de otra índole. Eran extranjeros, morenos y rudos. Uno, el más joven, era alto y lampiño, con cabello negro y liso. Los otros dos, rondando la treintena, eran de mediana estatura y con barba de dos o tres días, uno con rizado pelo negro y otro casi rapado. De los tres, el rapado era quien tomaba la iniciativa y se hacía obedecer, mostrando a veces alguna tendencia violenta. Casi sin hablar, con gestos, dirigió la acción.
Mi mujer estaba de pie sobre una alfombra de color rojizo, amordazada y con los ojos tapados por bandas de tela negra y espesa. Los tres hombres estaban a su alrededor. Dos la sujetaban por los brazos. El rapado la tomó durante unos instantes con ambas manos por el cuello, apretándoselo un poco; entonces hizo un gesto y rápidamente le quitaron el abrigo, que tiraron encima de una silla. Estaba vestida con unos pantalones de color marrón oscuro y un ajustado jersey rojo. Me pareció muy atractiva con aquella ropa, mucho más que otras veces.
El rapado, con una voz ronca que no ocultaba su acento extranjero, le dijo: -¡Puerca!, ¿vas a obedecer o prefieres que te follemos y luego te matemos?, contesta-. Le dio un bofetón y le volvió a preguntar: ¿Vas a obedecer?. Ella contestó que sí moviendo la cabeza. -¿En todo?- Ella volvió a asentir con la cabeza. El individuo se colocó tras ella, le puso las manos sobre los pechos y le dijo: -Si intentas vernos la cara te mataremos. Ahora quítate los zapatos-. La soltaron para que pudiera quitárselos. Tras un momento de duda se agachó y se los quitó. -Quítate esto-, le dijo el rapado tocándole el jersey justo encima de un pezón. Ella emitió un sonido, inclinó un poco la cabeza y cruzó los brazos sobre el pecho. Enseguida la tomaron otra vez por los brazos. El rapado se rió un poco y le dijo: -¡Perra|, yo te voy a enseñar-. Entonces tomó una fusta de una repisa y la pasó por la cara y por el cuello de la mujer cautiva, bajándola luego por su pecho para introducirla finalmente entre las piernas de ella, juntas una con otra. -¿Quieres que te pegue?- Ella no dijo nada. Entonces los dos hombres que la sujetaban, rodeándole uno el cuello con un brazo, la obligaron a inclinarse y la cambiaron de posición para que su trasero estuviera frente a mí. El rapado se puso a un lado y le dio tres fustazos en las nalgas. Debió hacerle daño porque ella, incluso amordazada, emitió tres gritos apagados.
Volvieron a la posición anterior y, mientras uno de los que la sujetaban la obligó a levantar la cabeza tirándole del pelo, el rapado se acercó a ella, le recorrió con sus labios el cuello, besó su oreja izquierda y le dijo: -Ya quítatelo-. De nuevo la soltaron y ella se quitó el jersey, con cuidado al sacárselo por la cabeza para no arrastrar la venda que le cubría los ojos. El rapado tomó el jersey y los zapatos, que puso sobre el abrigo. Llevaba una blusa blanca de manga larga. El mismo jefe de los asaltantes comenzó a sobarle los pechos con las dos manos, bajando a veces hasta las caderas. Al mismo tiempo, los dos que la sujetaban le tocaban la espalda y el culo, bajando también la mano de vez en cuando hasta metérsela entre las piernas. Eso duró varios minutos.
Cuando pararon el rapado le preguntó: -¿Quieres que te follemos o que te peguemos?- y le quitó el trapo con que estaba amordazada. Ella contestó: -No me hagan nada, por favor, por favor-. Pero el rapado le agarró la cara apretándole las mejillas con su fuerte mano: -¡Calla, ramera! Contestarás sólo lo que te pregunte y no hablarás nada más. ¿Entendido?-. Ella contestó que sí mientras él todavía la tenía sujeta por la cara. El rapado la soltó y repitió la pregunta hablando despacio, recreándose en las sílabas: -¿Quieres que te follemos o que te peguemos?-. Ella dijo: -No me peguéis, por favor-. El rapado le dio una bofetada y replicó con voz colérica: -¡Contesta bien, perra! Dí "quiero que me folleis" o "quiero que me peguéis", ¡venga, contesta!-. Pasó un instante. Observé que ella temblaba. No contestó.
Los dos que la sujetaban le tomaron con más fuerza, metiendo cada uno uno de sus brazos bajo el sobaco de ella y levántandola un poco. El rapado la amordazó de nuevo y acercándose por delante, en un momento, le desabotonó el pantalón, bajó la cremallera y tirándo por los lados se lo bajó hasta los tobillos. Ella intentó patalear, pero todo había sido rápido y el pantalón bajado le dificultaba mover las piernas. Mi mujer intentó gritar, pero la venda estaba atada con fuerza y su grito apenas se oyó. La levantaron en vilo unos instantes y el rapado le sacó por completo el pantalón y los calcetines, echándolo todo sobre la ropa que ya le habían quitado. Se apartó un poco para mostrármela. Sus piernas desnudas eran blancas y largas. Llevaba unas bragas negras.
Entonces, de nuevo uno de ellos pasó su brazo por encima del cuello de ella y la obligó a agacharse, girándola hacia mí. Los tres hombres comenzaron a reirse. El culo de mi honorable esposa se ofrecía en una posición muy tentadora. El rapado lo recorrió con el extremo de la fusta, que le introdujo entre las piernas. Acercó su cara a ella y le pasó la lengua por un muslo hasta llegar a las bragas. Entonces la besó sobre una de las nalgas y, apartándose, le dio una fuerte palmada en el culo y le dijo: -¡Ramera!, tienes que decir "quiero que me folléis" o decir "quiero que me peguéis"-. Enseguida la golpeó con la fusta en un muslo. Ella seguía agachada a la fuerza. Le retiró la tela de la boca y ella dijo en voz baja: -Quiero que me folléis". La levantaron y voltearon para que su cara estuviera frente a mí y el rapado le acarició el pubis por encima de las bragas y le dijo: -Dilo fuerte y dilo tres veces-. Entonces mi mujer tragó saliva y dijo tres veces, alto y claro, que quería que la follaran.
La soltaron sin alejarse de ella más que dos pasos. El rapado le dijo: -Quítate la blusa y dinos que eres nuestra puta, dinos que eres nuestra puta y que te jodamos por todas partes-. De nuevo ella dudó y recibió un fuerte azote con la fusta sobre los muslos, muy cerca del pubis. Enseguida obedeció y lo dijo: -Soy vuestra puta. Quiero que me jodáis por todas partes-. -¡Repítelo fuerte, puta!- Ella gritó: -¡Soy vuestra puta. Quiero que me jodáis por todas partes!- Y con las manos temblorosas se desabotonó la blusa y se la quitó. Uno de ellos la tomó y la puso donde la ropa.
Mi mujer estaba vestida sólo con unas bragas y un sujetador negros, rodeada de los tres individuos, que la miraban con lascivia, incluso relamiéndose, y que se reían de ella. Los tres le decían: "Eres una putita. Eres nuestra perra. Te vamos a follar como nunca te han follado. Ramera" y algunas otras cosas que no pude entender porque se las decían en voz baja. Durante dos o tres minutos ella estuvo así, de pie, quieta, mientras los tres hombres a su alrededor la miraban, diciéndole marranadas y excitándose cada vez más, pero sin tocarla. Me dí cuenta de que los pantalones de los tres tipos estaban muy hinchados en la bragueta.
Luego comenzaron a sobarla los tres a la vez, recorriendo su cuerpo con ambas manos, por todas partes, desde los tobillos hasta la boca, amasándole los pechos y las nalgas, acariciándole el pubis y los pezones, metiéndole los dedos en la boca, sobándola sin parar y cada vez más deprisa durante cinco minutos o más. Finalmente se pusieron todos detrás de ella y a los lados, mordisqueándole las nalgas, tocándola por debajo y por los costados, dejándola frente a mí para que la viera completa. Tenía los pezones erectos y por su boca entreabierta emitía leves gemidos. Estaba excitada.
El rapado, con voz terriblemente ronca por el deseo, pero sin gritar, como acariciándola con las palabras, le dijo: -Quítate todo, putita mía-. Sin pensarlo ella se quitó primero el sujetador y luego las bragas, que cayeron sobre la alfombra. El más joven se adelantó y le pasó la mano por la entrepierna. La sacó húmeda y los tres hombres lo celebraron con gritos de júbilo, risas y palabras que no pude entender. Los dos más jóvenes se lanzaron a lamerle y morderle las tetas, sobándole frenéticamente el culo y la entrepierna. El mayor se quitó cuidadosamente los pantalones, que colgó de una percha en la pared, y los zapatos, que apartó a un lado. Entonces se inclinó y la tomó levantándola en vilo, sosteniéndola con un brazo bajo los muslos y con el otro por la espalda de modo que con esa mano le tocaba una teta. Dio unos pasos acercándose a mí, mostrándomela desnuda y excitada, y la besó en la boca largamente, sin que ella manifestara rechazo.
Entre tanto los otros habían acercado el colchón y lo habían puesto sobre la alfombra. La pusieron de nuevo en pie sólo el tiempo de ajustarle la venda, que algo se había aflojado. El rapado le ordenó con su voz cavernosa: -De rodillas-. Ella se arrodilló. La movieron un poco para que quedara algo de costado frente a mí. El rapado tomó las manos de ella y se las puso sobre sus abultados calzoncillos, a la altura de la cara de mi asustada y excitada esposa. -Quítamelos, perra-. Ella, obediente, le bajó los calzoncillos tomándolos por los lados. Cuando llegó abajo él los tomó y los echó sobre sus zapatos. Ella volvió a enderezarse, expectante. El rapado tenía el pene completamente tieso y se lo acercó a mi querida esposa hasta rozarle la mejilla. Ella dio un respingo y apartó hacia atrás la cara. Los tres se rieron.
El rapado se apartó un poco y le preguntó: -¿Quieres joder con todos?-. Ella negó moviendo la cabeza. Entonces la pusieron en pie tomándola por los brazos. El rapado la agarró por las tetas y se las apretó. Ella gritó. Entonces la sujetó por las muñecas y los otros dos hombres se arrodillaron y la agarraron por las nalgas, mordiéndole en ellas. De nuevo gritó y dijo: -No, no me hagáis daño-. No le contestaron. Otra vez la sujetaron fuertemente los dos más jóvenes y la volvieron de espaldas a mí. El rapado se acercó a sus nalgas con una aguja y le dio un pinchazo. Ella chilló y salió una gota de sangre. Volvió a pincharla. Ella volvió a chillar y salió otra gota de sangre. El rapado tomó la fusta y le dio dos golpes. Ella suplicó: -Por favor, no me hagáis daño. Haré lo que queráis-. Le contestó el rapado: -¿Todo?-. -Sí, sí, todo-. La soltaron y ella quedó de pie, frotándose el trasero y con la cabeza agachada.
-¡Arrodíllate! ¿Quieres que todos te jodamos?-. La contestación fue rápida: -Sí, sí-. -Dí lo que quieres-. Y ella: -Quiero que todos me jodáis-. -¿Eres nuestra putita?-. -Sí, soy vuestra putita-. -¿Te gustaría chuparnos el pene a todos?-. Aquí tardó un instante en contestar: -Sí-. -¿Sí qué?-. -Sí que me gustaría chuparos el pene a todos-. En ese momento los tres prorrumpieron en exclamaciones de júbilo y en aplausos.
A unos gestos del rapado sus compañeros se quitaron los zapatos. A mi mujer, que ya era suya y más que lo iba a ser, le dijo: -Quítales los pantalones y los calzoncillos a estos-. Uno tras otro se pusieron frente a ella que, obediente y tanteando, les desabotonó los pantalones, les bajó la cremallera (esto con alguna dificultad porque a esas alturas la tenían muy dura y abultada) y luego les bajó y quitó los pantalones, para a continuación quitarles también los calzoncillos. Ellos se reían y le acercaban los tiesos y brillantes penes a la cara.
El rapado dijo: -¡Tócanos la polla, puta. A los tres!- Se colocaron juntos frente a ella que, arrodillada, les iba tocando con las manos los penes. El más joven lo tenía muy largo y grueso. Un miembro como ese no había catado ella en su vida.
Lo que sucedió a continuación, queridos lectores, podéis imaginarlo. Permitidme aplicaros el título de queridos lectores, pues a estas alturas de la historia es más apropiado que el inicial, aquel tan distante de respetables lectores. No tenéis responsabilidad, ciertamente, en la violación de que fue víctima mi querida esposa, pero sí lo sois de la lectura -espero que atenta- del relato de su violación. Y si habéis llegado hasta aquí es por pura curiosidad o acaso porque os hubiera apetecido estar allí, en el deleitoso papel de los violadores o, quién sabe, en el también interesante del esposo que observa cómo tres machos fornican violentamente con su mujer, en virtud de su consentimiento y ante su complacencia por la forzada posesión colectiva y brutal humillación de la propia esposa por mano ajena (o por penes ajenos, para ser más preciso).
Voy a terminar la relación, en atención especialmente a aquellos de vosotros que gustan de ver escrito lo que de todas formas ya se imaginan, pero también para ofrecer algunas noticias que precisen con más detalle aquel suceso.
Después de que mi chica, obediente y de rodillas, tocase con sus manos aquellos miembros duramente viriles y palpase también los tres pares de cojones, aquellos tipos apagaron un par de lámparas, dejando encendida solamente una, sobre la que pusieron una especie de pantalla de chapa metálica, de forma que la luz iluminaba el suelo dejando bastante oscuro lo demás. Entonces el rapado le dijo a mi desnuda y sometida mujer que mirase solamente hacia abajo, que no mirase hacia arriba o le cortaría los pezones. A continuación los tres empalmados mozos se cubrieron las cabezas con unas medias que en la penumbra ocultaban totalmente sus rasgos y le quitaron la venda de los ojos. Ella no se atrevió a levantar la vista. Ante sus ojos estaban los genitales de tres machos llenos de deseo.
En primer lugar, mi dulce esposa lamió y chupó aquellos tres penes. Ni siquiera hicieron falta más amenazas. Bastaron unos gestos que ella obedeció. ¡Qué bella y qué sumisa mi dulce esposa sirviendo a los machos, provocando y recibiendo con los labios, con la lengua, con toda la boca y con toda su cara y pechos unas eyaculaciones largas y abundantes. No voy a decir que hiciera su labor con completa profesionalidad de ramera pero sí cumplió bastante bien. El resultado fue, digamos, más que aceptable para su falta de experiencia. Y en cierto sentido pude considerarlo una justa retribución a su sentido de la dignidad, pues a mí siempre me negó por las buenas lo que a aquellos tres hombres concedió por las malas. El miedo fue más fuerte que el afecto conyugal.
Los dos más jóvenes se corrieron en su boca mientras la sujetaban por los pelos. La mandaron tragar y tragó. La mandaron limpiarlos y con su lengua limpió a lametones los lustrosos penes. En cambio el mayor, el rapado, aguantó.
En ese punto la sometieron a una sesión de grabación de su cuerpo desnudo y entregado. El rapado le dijo que posara como le dijeran y que sonriera a la cámara. Ella tenía la cara, los labios y los pechos sucios de semen. Se apartaron, la enfocaron con la luz de la lámpara y la grabaron con una cámara de vídeo durante un rato. No consiguió sonreir de modo convincente, pero sí ofreció ante la cámara su sexo, su boca, sus buenas nalgas, su entero cuerpo desnudo en muy variados perfiles y posturas. Tuvo que tumbarse y abrirse de piernas cuanto pudo. Tuvo que abrirse con las manos el coño, meterse dentro varios dedos, acariciarse las tetas, sacar la lengua, chuparse los dedos y simular que besaba. Finalmente le dieron un cubo con agua, jabón, esponja y una toalla grande. Tuvo que lavarse la boca, la cara, el cuello y todo el cuerpo incluyendo la vagina y el culo. Entretanto la siguieron grabando hasta que terminó, momento en que apagaron la cámara y le pusieron dos anchas vendas sobre los ojos, una encima de la otra.
Después se fueron tumbando, por turnos y a ella la mandaron colocarse encima. Y sobre uno detrás de otro, encima se colocó y cumplió con el trabajo que le habían encomendado. Arriba y abajo, arriba y abajo, agarrada por las caderas y con un bailoteo de tetas que a todos encantaba (a mí también), hasta que consiguió que los tres se le corrieran dentro. Bueno, el último fue el más joven y parece justo señalar que eyaculó muy, muy dentro de mi querida mujercita.
Y entre unas cosas y otras, y al mismo tiempo que otras y que unas, hubo sobadas magníficas, fregoteos intensos de tetas y de nalgas, manos que la agarraban, lenguas y labios que la recorrían, mordiscos en toda su anatomía, dedos que se le metían en el ano, dedos que frotaban su clítoris, dedos que de a uno o de a varios se le introducían en el coñete, en su habitualmente íntimo y reservado chocho, abierto aquel día de modo magnífico a un público apasionado y entregado (¡día de puertas abiertas, pasen adentro, hasta el fondo por favor!). Si no me engañó la vista -y creo que no porque la tenían espatarrada justo frente a mí para que no perdiera detalle- hasta una mano casi entera llegó a tener en la vagina varias veces, los cuatro dedos más largos y la palma hasta donde comienza el pulgar entrando y saliendo de aquel mojado coño mientras ella lamía una que otra verga.
Durante aquella fiesta en la que tres machos la chingaban frenéticamente mi querida mujercita no estuvo callada. Chilló, gimió, suspiró y de su boca salieron sonidos incesantes, variados y representativos de cómo ruge una hembra mientras la poseen bravamente. No creo engañarme si digo que gran parte de aquellos ruidos no fueron exactamente gritos de dolor, de miedo, ni de lamento. Los tres tipos la calentaron mucho, la pusieron como una loca y tras los primeros momentos de rabia, de dolor y de impotencia la hicieron disfrutar un orgasmo detrás de otro. Nunca en su vida había sido más y mejor follada.
Antes del final hubo un momento en que la tumbaron boca arriba y miembras los otros le trabajaban las tetas, el más joven, el del miembro largo y grueso, se le puso encima y la cabalgó con todas sus ganas -que eran muchas y que se habían renovado de modo ciertamente admirable- y les aseguro, queridos lectores, que aquella mi indefensa esposa que al principio estaba siendo indudablemente violentada, forzada, violada por tres fuertes desaprensivos, se abrió de piernas de un modo apasionado y generoso que parecía bien voluntario, facilitando y favoreciendo el acople de aquel bien dotado macho en la plenitud de su potencia sexual. Y bramaba, queridos lectores, mi mujer era la hembra de aquellos tíos y bramaba de placer mientras la penetraba aquel hombre joven y los otros dos le sobaban las tetas, le chupaban y mordíanlos pezones, los brazos y el cuello, le palpaban los muslos y el culo. En cierto modo, pensé yo, estaba ella recibiendo sin saberlo mi regalo para su ya próximo cuarenta cumpleaños. Un bonito modo de celebrar el fin de la treintena para una mujer que todavía estaba bastante guapa y, por lo que veía ante mí, muy apetecible para los hombres.
De dolor, en cambio, gritó -y mucho- en la escena que podríamos considerar como el fin de fiesta. La pusieron a cuatro patas con el culo levantado y mientras los dos más jóvenes la sujetaban y le tocaban el coño y las tetas, el rapado, que se había reservado corriéndose tan sólo una vez -dentro de su vagina- le puso a mi chica una crema lubricante en el ano metiéndole primero el dedo corazón para, a continuación, clavarle el rabo, poco a poco, hasta que todo entero entró en aquel hasta entonces virginal recinto. Y allí dentro lo tuvo, empujando y empujando, hasta que ella dejó de gritar y él se corrió, agarrado a sus caderas y diciéndole unas palabras en su idioma que no entendí. Así fue como la trasera vía de mi mujer quedó, por así decir, inaugurada.
Luego todo fue vestirla -aunque sin el sujetador y sin las bragas, que no le devolvieron- amenazarla de muerte, recoger todo y llevarlo a la furgoneta que había en la puerta, sacarla de aquel cuarto y dejarla en un rincón lejano del mismo edificio desde donde no nos pudiera ver y atada de modo que se pudiera soltar sin dificultades, provocar un incendio en aquel cuarto para borrar huellas y marchar de allí cautelosa y rápidamente, dejando abierta la puerta exterior para que ella pudiera salir.
A la tarde del día siguiente yo volví a casa de un viaje motivado por el trabajo -así le había dicho- y apenas advertí un mínimo apartar sus ojos y no abrir los labios mientras yo me acercaba a besarla. En la cara y cuello apenas tenía unas leves señales de la fiesta que con ella habían hecho, disimuladas con maquillaje. Los arañazos y moratones más notorios los tenía por casi todo el cuerpo, pero fue bastante cuidadosa durante muchos días para no mostrarlos, cerrando por dentro la puerta del cuarto de baño y ayudándose de la ropa de invierno. Nunca dijo nada.