Espiando a Bea: diez años después (15)
Continuación del relato Espiando a Bea, donde su novio Carlos, la descubre siéndole infiel. Una vuelta anticipada de un viaje,le hace encontrarse con su novia y dos amigas en casa. Y no están solas.Una noche agónica, escondiéndose por toda la casa y asistiendo al cortejo finalmente consumado de Bea
XV-Dos epílogos.
Epílogo I: La sala de espera.
El vuelo salía con retraso. No era una situación infrecuente en aquella zona, como bien sabia Carlos. Le quedaba al menos una hora de espera extra, en aquella desangelada sala. Eligió una butaca al lado del ventanal, en el extremo más distante y solitario. La gente solía concentrarse junto a las pantallas y en la entrada, pero él prefería intimidad. Y esa mañana aún más. Todavía le daba vueltas a lo acontecido la noche anterior.
Por fin se había encontrado de nuevo con Bea. El pulso se le trastocaba solo de pensarlo. Muchas veces había pensado como sería ese reencuentro, pero nada lo había preparado para el aluvión de sentimientos que lo recorrieron. Todos sus cálculos, todos sus planes, todas sus estrategias, pensadas al milímetro año tras año, se vinieron abajo tras apenas unos minutos con ella.
Debería haberlo supuesto. Las cosas nunca son sencillas.
Fuera, tras el inmenso cristal, el tiempo era desapacible. Húmedo y ventoso. El aire esparcía gotas de chirimiri por toda la superficie transparente, como si fuera la paleta traslucida de un pintor sin color. Posiblemente ese mismo viento sería el causante del retraso.
Carlos necesitaba intimidad y tiempo para pensar. Tras una noche infame, en la que recorrió la cama de una esquina a otra, insomne y atolondrado tras vaciar el minibar del hotel, ahora tocaba hacer balance.
Él pensaba que sería Bea el objeto del mismo. Podría analizar sus reacciones, comprobar hasta dónde había conseguido llevarla, qué sentimientos había provocado en ella... Pero no. Las cosas no habían salido como él había calculado. La vida era imprevisible, y más aún, estando Bea de por medio.
Era él mismo, el que no había actuado según lo previsto. No se había ceñido al plan. Porque sí, efectivamente había un plan. Pensado, calculado y ejecutado casi desde el mismo día en que fue testigo de cómo Bea se echaba en brazos de Quique. O más bien, habría que hablar de planes, porque a lo largo de los años había ido deshaciéndolos y rehaciéndolos, una y otra vez.
Nada era lo que parecía. Nadie era tan inocente en esta historia. Él, el que menos.
Pero eso solo podía saberlo Carlos. Los demás tenían su trocito de verdad, su parte de la historia, pero solo él tenía el puzle completo.
La mayoría, lo consideraban como una víctima de todo lo que había sucedido, pero Carlos sabía que había sido actor principal y causa de muchos de los acontecimientos. Era un relato complejo, donde uno podía ser a la vez víctima y responsable, causa y consecuencia.
Todo había empezado como un juego. Un juego que se les había ido de las manos. ¿O mejor debería decir que se le había ido a él de las manos? Si, ante los demás, o incluso ante la misma Bea, podía tratar de ampararse en una responsabilidad mutua, donde los dos habían aceptado participar voluntariamente. Una travesura compartida, dónde ambos mandaban por igual. Pero Carlos sabía que no era así. Todo aquello tenía un ideólogo, un inductor, alguien que había diseñado la estrategia y había manipulado a Bea para seguirla. Y ese era él.
Tampoco procedía a estas alturas engañarse respecto a las motivaciones. Podían fingir que la cosa comenzó como un juego morboso y excitante, que al final les rebasó, saliéndose de los límites. Pero Carlos estaba allí solo consigo mismo, así que resultaba inútil hacerse trampas al solitario.
La excusa inicial fue que sus relaciones sexuales ya no eran tan explosivas como al principio, cosa perfectamente lógica en cualquier pareja. En el fondo, el inicio vino de la falta de confianza en sí mismo y en su relación con Bea, concluyó Carlos.
Era imposible estar con una chica así, que atraía la atención de todos, hermosa, guapa, seductora… y no percatarse de las miradas de envidia de los demás… y no darse cuenta del asedio permanente a que la mantenían otros hombres, que deseaban ocupar su lugar. Tarde o temprano, alguno podría conseguirlo. Habría otro más guapo, más descarado, más poderoso que él…y Bea tomaría una decisión.
¡Qué terrible y que desgraciado es algo que te lleva a perder la persona que quieres, precisamente por miedo a perderla! Él pensaba que mantener el listón en todo lo alto en la cama, le permitiría tenerla siempre a su lado. Pero había señales que indicaban quizá en otra dirección. Al principio Carlos pudo engañarse y engañar a su novia, pero luego, una vez pasado el tiempo, no pudo menos que darse cuenta de que, ya desde el principio, solo la mera posibilidad de que otros hombres se acercaran a Bea, lo ponía cachondo.
Era una sensación que no sabría explicar. Como la adrenalina que recorre a un motorista cuando circula a 200 kilómetros por hora al borde del accidente fatal, pero tan vivo, tan emocionante, tan auténtico, que no puede parar de meter gas.
Al principio, las cosas fueron bastante inocentes. Simples fantasías compartidas que mejoraron levemente sus encuentros sexuales: ¿qué harías tú sí un chico te propusiera follar?… ¿quién te gusta? ¿Con quién lo harías?
Rienda suelta a las quimeras. Eso reactivó la vida de pareja y lo que es más importante, Bea parecía disfrutarlo, lo que le impulsó a dar un paso más, a saltar de lo imaginario a lo real. Iniciar coqueteos, miradas, pequeños roces, generalmente con desconocidos, para evitar problemas. Luego se contaban el uno al otro con quien habían estado, hasta dónde habían llegado y cómo conseguían evitar que la cosa fuera a más.
Ya empezaban a andar sobre el filo de la navaja, a practicar un juego que al final les podía quemar y sobre todo, cuando el juego comenzó a circunscribirse exclusivamente a Bea.
Porque al final todo giraba en torno a ella.
A Carlos no le resultaba excitante la posibilidad de acostarse con otras. Él solo quería a Bea. Algo de emoción si podía haber: a quién no le gustaba otro cuerpo, otra cara, otro sexo… pero nada comparable con lo que sentía cada vez que su chica se ponía en el disparador, al alcance de otros hombres.
¿Se estaba convirtiendo Carlos en un cornudo consentido? ¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar? , se preguntaba. No lo sabía. Ignoraba qué era lo que se iba a encontrar a cada paso más lejos que llegara. Solo sabía que aquello era demasiado fuerte y que no podía dejarlo: era como una droga.
Y él se estaba enganchando. Y también había conseguido picar el gusanillo a su novia. ¿A qué mujer no le gustaría probar otras posibilidades, volver a sentirse deseada por otros hombres, morbosear con la eventualidad, entrar de nuevo en el juego de la seducción? ¿A quién no le gusta exprimir hasta la última gota de morbo y luego volver con tu pareja para desahogarse? ¿Una pareja que te lleva hasta el límite? ¿Qué hay de malo si ambos están de acuerdo en el juego?
Eso es lo que hay de malo, que es un juego que no siempre se puede controlar y que nunca tienes claro hasta dónde te puede conducir. Avanzas un paso más por el filo, hasta que un día pierdes el equilibrio y te caes sin poder evitarlo.
Sobre todo cuando el juego era cosa de dos y luego se centró exclusivamente en Bea. Al fin y al cabo, pronto quedó claro que el morbo que le producía a Carlos intentar otras conquistas, no compensaba. Era bastante reducido y a Bea tampoco le ponía especialmente ver a su chico tontear con otras mujeres, más que otra cosa, porque estaba tan absolutamente segura de él, que ni por un instante le daba morbo el riesgo de que pudiera acabar en brazos de otra. Bea no tenía competencia y ella lo sabía, pero al revés era distinto.
Con una mujer como Bea, libre y provocando, cualquier cosa era posible. Y esto era precisamente lo que le subía la libido a los dos.
¡Qué gran error pensar que estaba todo controlado! ¡Qué gran error pensar que cuando eligieron a Quique para jugar con él, era la víctima ideal! Un tipo que rebosaba testosterona. Un ligón en estado puro, guapo, muy bien dotado según les había contado Carol, pero lo suficientemente simple, chabacano y previsible, como para que no interesar a Bea más allá del aspecto sexual, propiamente dicho.
Los dos pensaban que si no peligran sus sentimientos, todo lo demás estaba controlado. Si ellos seguían queriéndose, ¿cómo iban a cometer una infidelidad? ¿Cómo no iban a dar marcha atrás en el momento justo? ¿Cómo no iban a tener controlada la situación?
¡Qué estúpido fui!… pensaba amargamente Carlos. Ahora sabía perfectamente que la infidelidad no tiene por qué estar asociada al cariño, al amor, incluso ni siquiera al respeto que sientes hacia tu pareja: a veces, simplemente puede ser un acto casi reflejo; puede ser un impulso irrefrenable; puede ser una locura momentánea.
Él fue quien animó a Bea a acercarse a Quique; a ir a clases de baile; a hacerle concebir esperanzas y ya puestos, a ponerlo cachondo iniciando un juego que terminaba cada noche cuando hacían el amor, tras contarle ella las últimas novedades de su relación. Los intentos directos de Quique de derribar la muralla y después, viendo que se estrellaba una y otra vez, sus cambios de táctica, inasequible al desaliento, asumiendo que tendría que ganar aquella batalla de otra forma. Una forma que incluso implicaba cambiar su forma de ser.
Había subestimado a aquel tipejo. No solo actuaba por puro egoísmo, encelado por la posibilidad de enrollarse con Bea e incentivado por sus negativas a consumar. Carlos jamás supuso que estuviera dispuesto a tanto; a cambiar, al menos durante un tiempo, su forma de ser; a conseguir realmente enamorarla, o al menos, aprovecharse del vacío que todo esto generó en ella y de su confusión, para convertirla en su pareja. Sí, realmente lo había subestimado. Un error que había pagado caro y que le había impedido poner en marcha su plan antes. Un error que lo había enviado al exilio.
Y lo bueno del exilio es que tienes mucho tiempo para pensar, para analizar. Pero no adelantemos acontecimientos. Carlos no se fue sin pelear. Meditó durante esos dos días que estuvo fuera, dándole largas a Bea, su venganza. Qué era lo que iba a hacer. Se sentía herido y arremetería contra todos y todas.
Solo él tenía la culpa, pero todos pagarían por lo que había pasado. El rencor lo empujaba, incapaz de asumir que la mayor responsabilidad era suya.
Un nuevo retraso era anunciado por megafonía. Carlos lo asumió con resignación, en contraste con las protestas airadas de la mayoría de los pasajeros ¿Qué más daban otros 15 minutos? Él no tenía prisa. Ni prisa, ni ilusión por llegar a ningún sitio. Decidió empezar por el principio. Y el inicio que lo había llevado hasta allí, comenzaba en otra sala de espera. Justo en la mañana en qué, con las imágenes de Bea abierta y entregada a Quique todavía clavadas en su retina, Carlos se sentó la estación de autobuses. Había aparcado el coche al tercer volantazo que había tenido que pegar para no estrellarse. El temblor que lo recorría le impedía conducir. Nunca supo por que fue allí. Quizás, porque había sido el punto de partida cada vez que él había intentado crearse un futuro.
Un futuro que hasta ese momento había pasado por Bea. Desde que la conoció ya había dejado de fantasear con coger un autobús e ir a comerse el mundo. Sobre sentarse en aquella estación de autobuses a hacer planes. A pensar qué destinos le aguardaban, que éxitos cosechar y qué aventuras viviría.
Todo quedaba en suspenso porque lo que más le importaba estaba allí. Hasta que se encontró a su novia entregada a otro. Sin equívocos, sin reservas. Totalmente abierta y con una mirada de lujuria que era como una llave, que le abría paso a Quique hasta su más profunda intimidad, a sitios dónde tan solo había llegado él antes. Y lo peor de todo, es que él había sido el culpable. Cada vez que la imagen de Bea, gimiendo mientras era ensartada por ese chulo, le martilleaba la cabeza, se repetía a si mismo que era su culpa. Él lo había iniciado todo.
Carlos se levantó dejando una copa a medias y se puso a pasear nervioso. Su primer impulso fue coger un autobús y marcharse lejos. No quería enfrentarse a Bea, no podía. Estaba tan dolido…y tan enfadado consigo mismo, como con ella. ¿Cómo había sido capaz?
Y sus amigas formaban parte del desastre. Ni que decir tiene que la zumbada de Carol tenía que ser la inductora, ya fuera voluntaria o involuntaria. Allí durmiendo mientras ese hijoputa de su novio le metía mano a Bea. Daba igual que lo supiera o no, ella había incitado a Bea, la arrastraba siempre a sus juergas, la empujaba al desfase.
Y Nerea, poniendo los cuernos a Javi, y casi seguro que encubriendo a su novia.
Solo pudo encontrar una salida a la presión que sentía, al dolor y a la ansiedad. Tenía que dar un escarmiento. Debía vengarse, de todos y cada uno de ellos. Bea lamentaría lo que había hecho. Y volvería pidiéndole perdón de rodillas. Y el decidiría si la admitía o no…
Fue entonces, durante dos días, cuando meditó su plan y volvió para ponerlo en práctica.
Empezaría por debilitar al enemigo. No se enfrentaría directamente a su novia. La dejaría sin sus escuderas. Se tenía que sentir sola, confundida y sin apoyos. Para que cuando llegara el momento de enfrentarse a ella, no tuviera refuerzos de ningún tipo. Así que comenzó por Nerea.
Sí, porque fue él quien la delató a Javi.
Bastó un correo electrónico desde una cuenta anónima creada al afecto. Presentándose como una ex despechada de Claudio. Insinuando que Nerea le había quitado a su chico. Avisándole de una posible infidelidad. Lo suficiente para crear la duda, para dejar a Javi pensativo y que contestara preguntando quien era y porque le contaba eso. Un cruce de correos donde le pedía discreción si quería que le contara más y que estuviera atento al correo una tarde en concreto. Y finalmente…la delación. Sabía que ese día iban a ir donde Quique. Carlos tomó posiciones antes, apenas abrieron, comprobando que llegaba Claudio. Entonces envió el correo definitivo.
¿Estaría Bea enrollada en ese momento con Quique? ¿Sería Javi también testigo de su infidelidad? Lo dudaba. Bea no lo haría delante de sus amigas y en un sitio público. Además, Carol las acompañaba, así que era descartable que le pusiera los cuernos en su propia cara.
Fue testigo de cómo Javi abandonaba el sitio desencajado, con Nerea intentando darle alcance.
Lo demás vino rodado, abriendo oportunidades insospechadas. Carlos se fue sin dar más explicaciones, creándole ansiedad y confusión a una sorprendida Bea. Nerea, por una carambola del destino acabó refugiada en su casa. Una ocasión de dar otra vuelta de tuerca a un plan de castigo que se iba modificando sobre la marcha. Ella estaba vulnerable y confusa también, y Carlos, no desaprovechó la oportunidad de devolver a Bea su infidelidad. Pensó en ese momento confesarle que lo sabía, pero resultó aún más interesante dejarla creer que su amiga era la causa de su separación. Que no supiera de donde le venían los tiros.
Carlos recordó el extraño placer de follarse a Nerea. No solo porque le hizo bien, sino por el morbo de follarse a la amiga de Bea, a la novia de Javi. Amante y cornudo a la vez, que extraña combinación…
Y el golpe de efecto de Bea sorprendiéndolos en el parque…no estaba del todo calculado, pero resultó una coincidencia genial. Ahora Bea sentía lo mismo que él. Su confundida cabeza daba vueltas sin cesar, igual que la suya. Y el corazón en un puño… ya eran dos. La cosa empezaba a igualarse y Carlos parecía encontrar un cierto sosiego en extender el daño, en no ser el único que sufría.
La siguiente fue Carol. Ahora debía delatar a Bea, para que su alocada amiga también se distanciara. Debía quedarse sola. Y entonces él reaparecería. Ella estaría hundida y él en una posición de fuerza. Sería el momento de decirle que todo era culpa suya. Que se había echado en brazos de Nerea por su infidelidad previa. Dejarla acabada del todo y entonces, decidir si la abandonaba o recogía los pedazos y volvían a empezar. Sobre esto último, cada vez tenía menos dudas. No podía dejar a Bea. En el fondo, a pesar de la rabia y del dolor, la quería demasiado. La necesitaba ¿Qué sentido tenia hacer todo esto, molestarse en una venganza tan refinada para luego dejarla?
Sin embargo, a partir de ahí, las cosas ya no salieron como él pensaba y esta vez, la diosa fortuna giró en una dirección inesperada.
Nunca supo cómo acabó Bea yéndose a vivir con Quique, pero no tardó en averiguar que estaban juntos. Jamás hubiera imaginado que llegara a sentir por él algo más que atracción física. No era ni mucho menos el tipo de Bea. Ni por asomo pensó que pudiesen congeniar o sentir algo más que deseo corporal. Entonces ¿Qué narices hacían juntos? Eso trastocaba todos sus planes.
Tardó en comprender que en esa situación de angustia, se hacen extraños compañeros de viaje. Él mismo con Nerea, por ejemplo. Habían llegado a desarrollar cariño (que no amor) y el sexo que practicaban era muy bueno y les hacía bien, relajando y dando un escape a la tensión que ambos sufrían. ¿Le había ocurrido a Bea algo parecido con Quique?
De cualquier forma, ya no tuvo que chivarse a Carol, ella se enteró solita. Y la reacción no pudo ser más típica de Carol. En un par de meses habían vuelto a ser amigas.
Toda su estrategia se vino entonces abajo. Ahora Bea era la que no quería saber nada de él. Estaba con el abominable Quique. No podía enfrentarse a eso. ¿Cómo ponerse delante de ella y pedirle cuentas? ¿Cómo, sin tener que pasar por la barrera de un Quique que se había hecho con lo que era suyo? Tendría que soportar la vergüenza, someterse a sus puyas, y ¿con que resultado? ¿De qué habría servido tratar de hacer sentirse culpable a Bea, si ahora tenía una tabla de salvación? Eso suponiendo que ella quisiera escucharlo.
Fue consciente de que había perdido su oportunidad y decidió poner tierra de por medio. Unos meses, lo de estos dos no podía durar más. Era inconcebible. Luego, el volvería. Tarde o temprano, Quique mostraría su verdadera cara, la única que tenía…y defraudaría a Bea. Entonces podría retomar su plan. Tendría su oportunidad.
Pero esa oportunidad tardó casi diez años. Contra pronóstico, Bea tardó todo ese tiempo en romper con él. Carlos, incluso pensó en irse a Londres cuando supo que ella se marchó allí sola. La vigilaba en la distancia. Pero no pudo por motivos laborales. No podía jugarse su futuro a una apuesta tan poco segura. Años en los que intentó olvidar y rehacer su vida, pero no encontró el amor. Ese sentimiento le habría permitido superarlo todo y comenzar de nuevo, pero al no hallarlo, nada sustituyó el recuerdo de Bea como la única mujer de la que se había enamorado.
Por eso, al enterarse por Nerea de que por fin habían cortado, una vieja brasa se reactivó en su interior ¿Era posible aun poner en práctica su plan? Decidió intentarlo.
Llegó con la idea de venganza, y esta parecía cumplirse. Consiguió la cita con Bea. Ella se derrumbó al conocer que Carlos había sido testigo de todo e incluso asumió que lo había echado en brazos de Nerea. Pero no había sido capaz de ejecutar dicha venganza. No hasta el final. Porque había algo más.
Algo muy importante a considerar. Era todo el pecado de Bea o ¿él también tenía responsabilidad? Responsabilidad y culpa. Pero con mayúsculas. No solo porque hubiera participado en el juego. Sino porque lo había diseñado y puesto en marcha, y el juego iba mucho más allá…
¿Hasta dónde hubiesen llegado de haber tenido el control él mismo en todo momento? ¿Habría acabado Bea igualmente en la cama con Quique u otro igual, pero esta vez con Carlos de testigo voluntario?
No podía responder a esas preguntar y por tanto: ¿era lícito culpar a Bea?
Había causado daño a Nerea, a Javi, a Bea, a sí mismo… ¿Qué derecho tenia ahora a volver y reclamar nada a su exnovia?
Él también había meditado antes de la cita. Y decidió sincerarse consigo mismo. Sacaría todo lo que tenía dentro, pero el encuentro tendría un final diferente. Esta vez la decisión no sería suya como había planeado, sino de Bea. Había querido explicárselo, pero ella estaba bloqueada por los sentimientos. No quería escucharle y con razón. Estaba convencida que volvía solo para hacerle daño, por rencor. Y tenía motivos para pensarlo, aunque Carlos no lo admitió.
Solo pudo dejarle el sobre en el banco, a su lado. Esperaba que lo leyera cuando se tranquilizara. Era su forma de decirle lo que no había podido cara a cara. Pero ¿lo había leído? ¿Quizás lo arrojó a una papelera, ofuscada y enfadada? ¿Lo había hecho trizas para romper definitivamente con su pasado?
Ahora ya no podía hacer nada más que coger ese avión y volver. Había vuelto a jugar mal sus cartas y posiblemente ya no habría otra partida.