Esperma (9)
Rosa, una ama de casa hastiada de su rutinaria vida, se reencuentra con Mariola, su amor de la adolescencia, separadas hace treinta años por una tragedia llena de secretos.
9.
Rosa y Mariola.
Mariola atrapó el rubicundo rostro de Rosa con ambas manos y la besó en los labios. Rosa, dubitativa al principio, terminó por aceptar el beso, flotando en un mar de sensaciones olvidadas, sintiendo el angosto cuerpo de Mariola apretándose contra ella, captando la tibieza que desprendía su piel a través de la ropa. Ambas abrieron la boca al unísono, arrojándose el aliento una dentro de la otra, seguidas por las lenguas, que no tardaron en enzarzarse en una lucha llena de saliva, suspiros y jadeos entrecortados.
Cuando Mariola se apartó el cuerpo de Rosa parecía hecho de gelatina: toda ella temblaba, agitada y conmovida por las oleadas de excitación que le llegaban desde el bajo vientre, erizándole la piel.
—¿Hacemos «teatro»? —susurró Mariola mientras tomaba las viejas páginas pornográficas, recordando el antiguo juego que practicaban siendo adolescentes.
La carcajada de Rosa iba cargada de nerviosismo y excitación a partes iguales, pero asintió con la cabeza, incapaz de pronunciar una sola palabra, pues aún estaba conmocionada por haber sentido una vez más la boca de Mariola entre sus labios después de treinta años de separación.
«¿Cómo he podido vivir treinta años sin ella?».
Mariola le mostró las páginas a Rosa, señalando con un dedo largo y sensual la primera fotografía: dos chicas desnudándose mutuamente.
Rosa aceptó, nerviosa y preocupada por la reacción de Mariola cuando la viese desnuda, pues sentía vergüenza de sus gordas y rollizas carnes. Aún así, no puso ningún reparo cuando su amiga se acercó a ella y comenzó a desabrochar los botones de la blusa uno a uno. Cuando acabó, le abrió la prenda y dejó que ésta cayese al suelo.
—Estoy gorda —dijo con sencillez Rosa, sin saber por qué.
Los ojos de Mariola recorrieron el cuerpo de su amiga: los grandes pechos, encerrados en un enorme sostén; el abultado vientre, pálido y de aspecto turgente; las voluptuosas caderas, anchas y en forma de pera…
—Eres preciosa —jadeó Mariola antes de continuar desnudándola, desabrochando el sujetador y liberando los senos de su amiga, que cayeron sobre la curva de su vientre con los cilíndricos pezones apuntando hacia abajo, rodeados de una extensa e irregular areola de color oscuro.
Mariola se agachó y le quitó las zapatillas de deporte y los calcetines. Luego agarró el borde de los leggings y los deslizó por los grandes muslos hasta sacarlos por los pies. Mariola se sintió halagada al ver la leve mancha de humedad que había en la parte interna.
Luego le quitó la última prenda mirando en todo momento a su amiga a los ojos, bajándole las bragas con la cabeza alzada para no perder el contacto visual en ningún momento. Después dio un paso atrás y contempló el cuerpo de la avergonzada Rosa durante una eternidad, dejando que las sucesivas oleadas de lujuria y deseo recorrieran su vientre.
En esa mirada Rosa detectó una verdad incontestable:
«Me desea. Me desea como nadie me ha deseado jamás en toda mi vida».
—Te toca —susurró Mariola.
Rosa, agitada por la excitación y el bochorno que le producía el estar totalmente desnuda frente a Mariola, se acercó a ella y colocó las manos sobre sus hombros, deslizando las mangas del vestido y bajando el amplio escote hasta la cintura. Los diminutos pechos de Mariola quedaron expuestos. Eran dos simples montículos blancos en cuyo centro despuntaban dos pezones de color carmesí, rodeados de una pequeña areola rosada.
Rosa continuó deslizando la sencilla prenda hacia abajo, liberando los brazos de Mariola. Su amiga era tan delgada que la parte superior del vestido pasó sin dificultad por las caderas, cayendo por las piernas hasta llegar al suelo. Cuando Rosa se agachó para quitarle las zapatillas no pudo evitar mirarle el sexo: la vulva era una simple hendidura de labios rosados, con un precioso tapiz ensortijado de color tostado en el monte de venus.
Rosa sintió envidia de ese cuerpo de vientre plano y piernas torneadas.
Mariola se giró levemente para tomar la página con las fotos, enseñándole de paso las nalgas a su amiga.
—Segunda —dijo mostrando a las dos modelos besándose entre caricias.
—Esa era fácil —recordó Rosa.
Mariola tomó a su amiga de las mejillas y la besó de nuevo, apretando su cuerpo desnudo contra ella.
De repente el tiempo dejó de existir y el resto del mundo desapareció para las dos amantes. Sintieron la desnudez de sus cuerpos pegados uno contra el otro y comenzaron a moverse al unísono, restregándose una contra la otra, abrazándose y palpando sus carnes mutuamente sin dejar de besarse.
Los gemidos llenaron el viejo salón y el perfume sexual que desprendían sus cuerpos las envolvió. La transpiración se convirtió en sudor y en pocos minutos estuvieron cubiertas por una pátina oleosa que favoreció la fricción de sus cuerpos.
Las caricias eran cada vez más atrevidas y las manos acudían sin remedio a las zonas prohibidas por el juego.
—Aún no… —gimió Mariola al sentir los dedos de Rosa entre sus muslos—, aún no…
Rosa la ignoró y le tocó las delicadas carnes que asomaban fuera de su vulva.
—No… —dijo Mariola mientras se apartaba de ella—, aún no.
Una vez más tomó la página y mostró la tercera fotografía: una chica morena abriendo su sexo para recibir la lengua de su compañera, de cabellos rubios.
«¿Por qué estamos jugando a esto, Mariola? —pensó fugazmente Rosa—. Ya somos adultas, no necesitamos estos juegos».
Pero en seguida supo la respuesta: «Porque puede que esta sea la última vez que estemos juntas, y este juego es el último vínculo que nos queda de aquellos años».
—Sí —dijo Rosa jadeando—. Sigamos.
Mariola sonrió y Rosa quiso morir de amor al ver de nuevo los dos hoyuelos formarse en las comisuras de sus labios.
—Ahí —dijo Mariola señalando el sofá.
Rosa movió su desnudez hasta el viejo sofá y Mariola contempló cómo se balanceaban sus posaderas, grandes y con celulitis, pero con unas redondeces muy bien marcadas, resultado de años de duro trabajo y largas caminatas en el pueblo.
Rosa se acomodó en el sofá y se abrió de piernas ante Mariola, ruborizándose una vez más sin poder evitarlo, consciente de que su sexo, tras dos partos, también había sufrido cambios. Luego se separó los labios menores, tal y como indicaba la fotografía.
A su memoria le vino el recuerdo de una Rosa muchísimo más joven, tumbada sobre una vieja toalla a la sombra de un cañaveral, oculta entre acequias y riachuelos lodosos, esperando con los ojos cerrados y las piernas abiertas.
Mariola se arrodilló ante ella y sus diminutos senos vibraron al hacerlo.
—He tenido hijos —dijo Rosa nuevamente de forma absurda.
El comentario era tan bobo que ambas se echaron a reír, liberando un poco la tensión sexual que había entre ellas.
—Eres preciosa —dijo Mariola mientras posaba sus labios en el monte de venus.
Rosa mantuvo los labios internos estirados, tal y como aparecía la modelo de la foto, facilitando el acceso a su amante y mostrando el intrincado interior, lleno de recovecos y carnosos laberintos; pero Mariola ignoró la palpitante abertura que le ofrecía su amiga y se dedicó a lamerle los pelos del coño, espesos y negros como la noche.
Le gustaba chuparlos, atraparlos con los dientes y tirar de ellos, proporcionando a Rosa un dolor de indescriptible placer. La dilatada raja rezumaba líquidos que corrían hacía abajo, impulsados por espasmos vaginales que Mariola sentía en su lengua como pequeños temblores.
—Por favor… —suplicó Rosa.
Mariola atendió el ruego y metió su lengua en el interior, lamiendo la hinchada raja desde abajo hacía arriba, una y otra vez, recogiendo todo lo que expulsaba Rosa por ahí.
Mariola, inevitablemente, comparó la madurez de ese sexo con aquel otro virginal que tantas veces lamió a escondidas. Seguía siendo abultado y carnoso, rodeado de vello y con la incipiente alubia de color bermellón asomando por la parte superior de la raja.
Pero el interior era más enrevesado, más rugoso, más distendido… repleto de tiernos secretos que vibraban bajo las caricias de su lengua.
El aroma almizclado que apestaba esa cavidad flotó sobre el rostro de Mariola, aumentando su lujuria y despertando su deseo de volver a saborear la protuberancia carnosa que latía bajo la arrugada caperuza.
Los labios atraparon el tieso clítoris de Rosa y los jadeos de su voluptuosa amiga se transformaron en gemidos, y estos, en gritos.
Los espasmos dilataron aún más la vagina, exhibiendo ante Mariola el estrecho agujero de la uretra y el comienzo del cuello uterino, anegados ambos de flujo. Mariola introdujo allí sus dedos sin dejar de absorberle el dolorido botón, perforando las carnes íntimas con exasperante lentitud, una y otra vez, sin descanso, girando la muñeca y rotando los dedos dentro del coño.
Entonces el juego se rompió y ambas olvidaron las infantiles normas y reglas, dejándose llevar al fin por el deseo pasional de su experimentada madurez.
Rosa sujetó la muñeca de su amiga y la obligó a que profundizase aún más, tirando con fuerza para que le taladrase el agujero del coño lo más hondo posible, percibiendo al poco tiempo cómo los dedos de su amiga alcanzaban el útero.
La otra mano libre se paseó por el delgado pecho de Mariola, jugando con los gruesos pezones de ésta, puntiagudos y erectos, apretándolos hasta que dolor y placer se mezclaron en los sentidos de Mariola, proyectando corrientes de éxtasis desde sus pequeños pechos hasta su coño.
De repente el cuerpo de Rosa se agitó y los pliegues de sus caderas temblaron cuando le sobrevino el potente orgasmo, derramando pequeños chorros sobre el brazo y la cara de Mariola.
Ésta extrajo la mano empapada y se subió a horcajadas sobre uno de los grandes y carnosos muslos, aplastando su vulva en las celulíticas carnes cubiertas de sudor, friccionando su coño adelante y atrás mientras sostenía el rubicundo rostro de Rosa con ambas manos para besarla, tragándose los últimos gemidos de su orgasmo.
—Te amo —le dijo con la boca pegada a la suya—. Te amo, te amo, te amo… —repetía una y otra vez sin dejar de restregar la viscosa almeja contra la pierna, besándole los labios sin cesar.
El cabello rubio de Mariola cubrió sus rostros como una cortina de hilos dorados, pegándose a sus mejillas empapadas de sudor y lágrimas.
Rosa atrapó la cintura de Mariola: era tan delgada que casi podía abarcarla completamente con sus manos. Luego la guió para que ambas amantes pudieran acoplarse cómodamente sobre el viejo sofá, entrelazando sus muslos para que sus sexos se tocasen mutuamente.
Mariola quedó en una posición elevada, con el coño profundamente hundido en la encharcada y mullida vulva de Rosa, tratando de introducirse la gorda pepita de su amiga en el coño.
Los chochos resbalaron uno contra el otro, aceitados con el viscoso flujo que salía de sus rajas.
Mariola, experta en estas lides, se movía como una serpiente, arqueando su espalda y moviendo su cadera adelante y atrás, restregando los cartilaginosos labios de su apretado coño contra la peluda almeja de Rosa, gozando con la sensación que le producían esos pelos refregándose en su papo.
Cuando se separaban, las mucosidades colgaban de sus labios internos, creando un viscoso puente entre las dos almejas. Rosa recogía esos flujos con la mano y se los daba a Mariola para que los chupase. El sabor de sus jugos íntimos la catapultó a un intenso orgasmo, meándose literalmente en el coño y en la barriga de Rosa.
—Dámelo… —suplicó la voluptuosa amante—, dámelo todo…
Mariola despegó su sexo de la otra raja y la restregó por el cuerpo de Rosa, subiendo hasta colocarse a horcajadas sobre su cabeza, aplastando el coño en su cara, abriéndose su estrecho agujero para que su amante gozase con el sabor de su corrida.
Era el primer coño que Rosa se comía en treinta años y el fortísimo olor que desprendían los bajos de su amiga la marearon y la ascendieron a una maravillosa nube.
—Cómetelo, cariño… —le suplicó Mariola en un susurro, estirándose los labios menores—. Vamos, tesoro, cómetelo…
Rosa le chupó las babas que le salían de allí y se atiborró de flujos calientes, metiéndose después en la boca los colgantes labios de ese hermoso mejillón, chupándolos con tanta fuerza que pareciera que se los fuera a arrancar de cuajo. Mariola, extasiada y fuera de sí, cerró los ojos y abrió la boca en un grito silencioso mientras se le escurría un hilo de saliva por la comisura de su boca.
Rosa aprovechó la postura para estrujarle las carnosas nalgas, apretando ese liviano cuerpo contra su cara aún más fuerte, metiéndole la lengua lo más profundo posible en la vagina a Mariola, tratando inútilmente de lamerle el útero.
Un nuevo orgasmo sacudió el pequeño cuerpo de Mariola, expulsando por el coño una viscosa crema que cayó irremisiblemente en la boca de su amante, donde fue recibida y lamida con sumo placer.
Jadeos, gritos y gemidos se confundían en el salón mientras que afuera, en el exterior, en un mundo ajeno a ellas, la tarde avanzaba, cubriendo de penumbras y sombras el interior de la casa.
Los orgasmos se sucedieron uno tras otro, y las dos amantes, insaciables, se cobraron los intereses de treinta años de insoportable frustración, llegando con sus cuerpos a lugares donde jamás se hubieran atrevido a ir con otra persona.
Acabaron agotadas sobre la gran mesa del salón, vacía de cuadros y candelabros, pero cubierta de efluvios y de pasión. Abrazadas desnudas, una frente a la otra, los muslos entrelazados y los sexos unidos, como cuando eran unas chiquillas. Las respiraciones eran agitadas y sentían los cuerpos aun convulsos, con las intimidades irritadas y doloridas.
La tarde había dado paso a la noche y el sudor refulgía sobre sus pieles en la oscuridad de la casa. La temperatura también había bajado, pero se tenían la una a la otra para darse calor.
Allí, tumbadas sobre la vieja mesa, abrazadas como dos chiquillas, se susurraron promesas de amor y confesaron sus pecados.
—Fuiste tú, ¿verdad? —dijo Rosa con inquietud.
Mariola movió la cabeza afirmativamente.
—La gente del pueblo lo sospechó —dijo Rosa—. Aún sospechan, los más viejos, sobre todo aquellos que conocían a tus padres.
—Lo sé —dijo Mariola con voz neutra mientras dibujaba círculos concéntricos en las areolas de Rosa con un dedo.
—Se lo merecía, Mariola.
—Lo sé —volvió a repetir.
Rosa tenía miedo de preguntar, pero necesitaba saberlo.
—¿Cómo lo hiciste? —dijo en un susurro apenas audible.
El dedo de Mariola se posó encima de uno de los pezones de Rosa, empujándolo hacía dentro y moviéndolo en círculos, jugando con él de forma distraída.
—Fue fácil. Primero cogí a escondidas la escopeta de caza de mi padre y la oculté entre las cañas, cerca del «puentecico». Después volví a casa, me ofrecí a él y lo llevé hasta allí…
Rosa guardo silencio a la espera de que Mariola continuase mientras ésta se empeñaba en desenroscar su pezón de la areola.
—…Lo llevé hasta allí, me arrodillé, le bajé los pantalones, saqué la escopeta de entre las cañas y le disparé por debajo de la boca. Luego puse el arma en sus manos… Suicidio con arma de fuego. ¿Sabes qué fue lo más difícil de todo, Rosi?
Rosa no dijo nada.
—Lo más difícil fue volver a subirle los pantalones a ese hijo de puta.
Rosa buscó los ojos de su amiga en la oscuridad, pero solo distinguió el fulgor de sus lágrimas que corrían desde sus párpados cerrados.
—Te culpé Rosa —dijo en un sollozo—. Te culpé a ti de todo lo que me hizo.
Rosa abrió la boca, incrédula.
—¿Yo? Yo no…
Mariola la silenció con un beso.
—No, Rosi, claro que no, pero aún así yo te hice responsable… y te odié, Rosa —pronunció el nombre con la voz rota por un sollozo—. Te odié, amor mío. Te odié porque necesitaba culpar a alguien de… de lo que me hizo.
—El único culpable fue él. Sólo él.
—Lo sé, cielo, lo sé… —dijo acariciando el rostro de Rosa con vehemencia—. Ahora lo sé. Hace años que lo sé. Pero entonces yo era sólo una chiquilla…
Ambas guardaron silencio, reconfortándose mutuamente con el contacto carnal de sus cuerpos.
—¿Qué fue lo que te escribí en aquella carta? —preguntó de improviso Mariola.
Rosa hizo memoria:
—Que uno del pueblo de al lado se sobrepasó contigo y quedaste embarazada. Cuando tu padre se enteró te dio una paliza de muerte que te dejó en el hospital un mes. Allí tuviste un aborto. Cuando te dieron de alta tu padre se sintió culpable por lo que había hecho y se suicidó. Tu madre te culpó de su muerte y te echó de casa.
Rosa guardó silencio y los latidos de ambos corazones casi se podían escuchar en la quietud de la noche.
De repente la voz de Mariola surgió de la oscuridad, escupiendo las palabras sin pausa, mecánicamente, sin emoción alguna.
—Mi madre sospechaba de nosotras y un día nos siguió. Nos espió mientras tú hacías algo más que acariciarme. Se lo dijo a mi padre, conocedora de la fobia que él sentía hacia las tortilleras. Pero ella le convenció de que mi homosexualidad era una enfermedad. Le dijo que la única forma de curar esta enfermedad era que yo entrase en contacto carnal con un hombre. Así que ella me encerró con él. Me encerraba todos los días. Me obligaba a entrar en el dormitorio de mis padres y ella nos encerraba con llave, esperando fuera.
—Dios mío.
—Nos espiaba. Mi madre nos espiaba por la cerradura mientras mi padre me violaba. Yo veía su sombra moverse por debajo de la puerta y el brillo de su mirada por el ojo de la cerradura.
—Mariola…
—Duró algo más de un mes. Ese mes en el que dejé los estudios y tú y yo no pudimos vernos. Mi padre me violó a diario hasta que tuve mi primera falta.
Rosa no supo qué decir. La temperatura seguía bajando mientras las primeras horas de la noche avanzaban.
—Cuando le dije a la loca de mi madre que yo estaba embarazada ella se alegró, porque pensó que al fin me había curado, así que dejó de encerrarme con papá… El problema fue que mi padre le había cogido el gusto a eso de follarme todos los días. Así que un día me harté y le salté la tapa de los sesos.
Rosa le limpió las lágrimas con los dedos.
—¿Por qué no pediste ayuda?
—¿A quién, Rosi? ¿Ayuda? ¿Para qué? ¿Por qué? Yo era prácticamente una niña y las niñas obedecen a sus padres. Estaba confusa, Rosi, estaba confusa, aterrada, avergonzada…
Mariola se derrumbó y descargó su pena sobre el cuello de Rosa, empapándolo de lágrimas entre fuertes sollozos, apretando su delgadez contra las rubicundas y tiernas carnes de su amante y amiga, calmando su dolor con la tibieza que desprendía el cuerpo de Rosa.
—¡Te odié, Rosi! —exclamó entre sollozos—. Te culpé a ti, porque mi madre te vio hacerme eso… Te culpé y te odié… y no pasará ni un solo día en el resto de mi vida en el que me arrepienta por ello, por que tú eras lo único bueno que tuve, lo único puro, lo único verdadero… y lo perdí, Rosa, te perdí…
La voz de Mariola se quebró y no pudo seguir. Rosa la atrajo hacía sí, acariciando su cabello.
—Tranquila, shhhh, tranquila… —susurró mientras la arrullaba, tal y como hacía cuando Carla era una niña y acudía a su cama tras sufrir una pesadilla—, ahora todo está bien, Mariola, ahora todo irá bien…
El móvil de Rosa sonó de repente en alguna parte de la casa y ambas mujeres regresaron al mundo real.
—Gabriel debe estar preocupado —dijo Rosa mientras se despegaba del cuerpo de Mariola.
—Adelante, ve —dijo mientras se secaba las lágrimas y trataba de sonreír.
Rosa la besó en los labios y bajó de la mesa (con cierta dificultad) y buscó su móvil mientras se cubría con la blusa.
No era Gabriel, si no una amiga del trabajo. Le llamaba para preguntarle si aún estaba interesada en arreglar la mampara de la ducha.
—Hoy he conocido a un tipo bastante bueno. Es el amigo de unos conocidos y te hará un buen precio. ¿Te interesa?
Rosa, impaciente por terminar la conversación le dijo que sí y colgó. Después envió un mensaje a Gabriel con una excusa cualquiera para que no se preocupara. Cuando acabó vio que Mariola estaba terminando de vestirse.
—Me ducharé en el hostal —dijo.
De repente Rosa se aterrorizó ante la posibilidad de que aquella fuera la última vez que estuvieran juntas y el desánimo le aplastó el pecho como una losa.
—No creo que pueda volver a pisar esta casa jamás —continuó Mariola—. La venderé —dijo echando un vistazo alrededor—, o quizás le pegue fuego.
Rosa se vistió deprisa en la oscuridad y se acercó a Mariola.
—¿Qué harás después? —dijo sin ocultar su ansiedad.
—Regresar a casa.
—¿A dónde?
—A San José.
—¿San José en Almería? —preguntó con cierta angustia, ya que era demasiado lejos.
—San José en Costa Rica.
Mariola se acercó a Rosa y le acarició la mejilla al ver su expresión de asombro y decepción.
—Hace años que me afinqué allí, buscando un lugar tranquilo donde escribir… y olvidar.
—¿Cuando?… —Rosa tragó saliva con dificultad—, ¿Cuando te vas?
Mariola negó con la cabeza, un gesto que Rosa apenas pudo distinguir en la oscuridad que las envolvía.
—No lo sé. Pronto.
De repente Mariola tomó a Rosa de las manos y le habló con vehemencia.
—Ven conmigo.
—¿Qué?
—Ven conmigo, Rosa. Juntas, tú y yo y nadie más.
—No, Mariola, no sigas. Tú sabes que eso no va a pasar. Esas cosas solo pasan en las telenovelas.
—Lo sé, yo he escrito algunas.
Rosa se dio cuenta de que lo decía en serio.
—No puedo Mariola. Es bonito que pienses en mí de esa manera. Es agradable sentirse así… querida, deseada… amada… Gracias, Mariola, pero no podría separarme de mi familia.
—Sí, sí que podrías —insistió su amiga—. Te conozco.
Rosa negó con la cabeza, pero no dijo nada más.
—De acuerdo, Rosi. Vamos, te acompaño hasta la salida del pueblo. Por ahí tengo mi hostal.
—¿Qué pasó con el bebé? —preguntó Rosa mientras caminaban por las angostas y solitarias calles, rodeadas por el incesante ruido nocturno de los grillos.
Era noche cerrada y los pasos de las dos amantes resonaban contra las empedradas callejuelas del pueblo, estrechas y apenas iluminadas.
—No hubo bebé —dijo Mariola al fin—. Después de matar a ese cabrón regresé a casa y cogí todo el dinero que pude encontrar, así como las joyas y el oro que guardaba mi vieja. Esperé a mi madre y le dije lo que le había hecho a mi padre. Ella se asustó. Sin mi padre ella no era nadie, una cobarde, desequilibrada y enferma. Le dije que si lo contaba la mataría a ella también.
Mariola giró la cabeza para mirar a Rosa sin dejar de caminar.
—Y no mentía. Lo hubiera hecho, Rosa… Deseaba hacerlo. Me largué del pueblo y en la capital encontré un sitio donde me quitaron… Me quitaron eso que había puesto mi padre dentro de mí.
—¿Y la policía?
—Supongo que la vieja les contó un versión más o menos parecida a lo que yo te escribí, pero sin hospitales ni médicos. Ella sabía que si contaba lo que me habían hecho la encerrarían.
—¿Y la policía no…? —comenzó Rosa, pero Mariola la interrumpió con delicadeza, apoyando una mano en su brazo.
—En otro momento Rosa. Te lo contaré todo, si quieres, pero no ahora.
Habían llegado al Hostal, uno de los pocos edificios modernos que había en el pueblo. En ese momento Rosa deseó que Mariola la invitase a subir a su habitación, pero en cambio Mariola rebuscó en su bolso y le dio una tarjeta, luego la abrazó y le habló al oído.
—Me quedaré una semana más. Estaré por aquí por si cambias de opinión.
Luego la besó con suavidad en la mejilla y entró en el portal.
Rosa, profundamente conmovida, leyó la sencilla tarjeta. Había un correo electrónico, un número de teléfono y un nombre: «María Ola, Novelist & Writer ».
CONTINUARÁ…
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