Esperma (7)
(CAPíTULO SIN SEXO) Esteban se despide de Carla y sus padres hacen una visita al pueblo natal de sus abuelos. Rosa rememora un antiguo amor.
7.
Carla
La ducha no consiguió mitigar la inquietud que sentía Carla, así que decidió dar un paseo para relajarse y ordenar un poco sus ideas. Pensó en llamar a su amiga de confianza, Magdalena, para tener algo de distracción, pero sabía que en esos momentos era demasiado vulnerable y que cabía la posibilidad de que hablara más de la cuenta con ella.
«Solo me faltaría eso, que Lena se enterase de que le he hecho una mamada a mi hermano homosexual».
Lena era una buena amiga, pero había cosas entre ellas que estaban pendientes y que debían solucionar, además, Carla aún seguía confusa y no estaba muy segura de lo que había pasado.
«¿Qué ha pasado? Pues muy fácil, tú misma se lo dijiste a tu hermano: estabais cachondos y habéis aprovechado la oportunidad para hacer una fantasía. Y no hay nada malo en ello. Nada malo… ¿No?».
Carla no estaba segura, pero tenía la sensación de que en este último encuentro Esteban había salido ganando.
«Y yo he perdido algo, pero no sé el qué».
Todo eso iba dando vueltas en su cabeza mientras caminaba entre los jardines de su urbanización, con la cálida brisa del atardecer revolviendo su corta melena.
Sus padres regresaron del pueblo muy tarde, con la noche muy avanzada. Llegaron cargados con las viandas típicas que siempre traían de allí, además de saludos y recuerdos de los abuelos y familiares. Su madre, Rosa, era una cuarentona de aspecto fuerte y robusto cuya corta estatura acentuaba su sobrepeso. Era una buena mujer, amable y muy trabajadora, que compaginaba su papel de madre y ama de casa con el trabajo en un supermercado.
Rosa fue muy comprensiva con su hijo Esteban hace algunos años, cuando éste les anunció que deseaba presentarles formalmente a su primer novio. En cambio, Gabriel, el padre de Esteban y Carla, con una educación más «clásica», no se lo tomó tan bien, pero con el tiempo aceptó la sexualidad de su hijo. Para Rosa fue más fácil porque ella misma tuvo un encuentro lésbico en su juventud, pero eso era un secreto que nadie sabría jamás y que se llevaría a la tumba.
Gabriel era de la misma edad de su mujer Rosa. Alto, desgarbado, rubio y de ojos azules, delgado pero con una incipiente barriga. Usaba unas gafas horrendas y tenía unas extensas entradas que trataba de ocultar dejándose crecer el flequilllo. En general tenía la apariencia del típico profesor loco.
Tras los saludos y preguntas de rigor sobre cómo habían pasado el día y cuales eran los últimos cotilleos del pueblo, Esteban hizo una seña a Carla para que le acompañase a su cuarto mientras sus padres trajinaban por la casa, no antes de que la madre pusiera el grito en el cielo al ver que nadie se había dignado en todo el día a hacer la colada, ni limpiar el salón, ni tirar la basura, ni solucionar el conflicto palestino-israelí, ni mil cosas más que ella tendría que hacer sola, como siempre, porque etc, etc…
«Estábamos ocupados, mamá —pensó Carla con amargura—, teníamos cosas más importantes entre manos».
La habitación de Esteban era bastante aséptica y funcional, con pocos adornos o libros. Casi todas sus cosas estaban en un piso compartido cerca del campus de su universidad.
—Esta noche regreso a la uni —dijo Esteban tras sentarse sobre la cama—, puede que tarde un tiempo en volver.
La facultad donde estudiaba gestión empresarial estaba en otra provincia, a trescientos quilómetros de distancia. Esteban solía salir los jueves de allí para pasar el fin de semana en casa, pero sólo cuando los estudios se lo permitían.
Carla, que se encontraba de pie, alzó las cejas, sorprendida.
—¿No vas a venir al cumpleaños de mamá? Es el fin de semana que viene.
—No creo que pueda —Esteban clavó los ojos claros en su hermana pequeña—. Necesito tiempo para aclararme.
Carla sostuvo la mirada de Esteban hasta que asintió levemente y centró su atención en la papelera que había debajo del escritorio.
—Sé a qué te refieres, Esteban. Yo también tengo dudas… O algo. No sé muy bien qué es.
—Sí —reconoció su hermano—, por eso creo que deberíamos dejar que pasen unos días entre nosotros.
Carla siguió mirando la papelera y de repente se sorprendió pensando que echaría de menos los pañuelos manchados de semen que solía encontrar allí de vez en cuando.
«¿Pero qué cojones me pasa? Estoy enferma».
Carla volvió a mirar a su hermano mayor.
—No hemos hecho nada malo, ¿verdad? —preguntó.
—No —Esteban lo dijo de forma tajante, como si ya hubiera pensado en eso antes de decidirse a hablar con Carla—. No hemos hecho nada malo. Como tú me dijiste, ambos hemos disfrutado de una fantasía, y nada más.
—Vale —susurró Carla sin mucha convicción, pensando que él disfrutó mucho más que ella.
—Tengo novio —soltó Esteban de repente—. Va bastante en serio. No sabe lo de mis vídeos.
Carla abrió mucho los ojos.
—Llevamos saliendo casi medio año. Quiere que vivamos juntos después de que acabe mi carrera. Le amo y estoy aterrado por su reacción cuando descubra lo de mis vídeos.
—Ya te dije que yo jamás diré nada —replicó con cierto enojo.
—Lo sé Carla, te creo, pero ese tipo de cosas no se pueden ocultar a la persona que amas. Ha de saberlo y debo ser yo quien se lo diga.
Carla asintió en silencio.
—Entiendo —dijo.
—No puedo lidiar con eso y con lo que ha pasado hoy también. No me puedo arriesgar a que tú… a que vuelvas a repetirlo. Necesito espacio entre tú y yo.
Poco a poco Carla volvió a enojarse.
Por la forma en la que lo estaba contando, parecía que la culpable de todo fuese ella y que él era la víctima de sus ardides, de que ella lo había engañado para aprovecharse de él.
«Otra vez el pobre gay es atacado, otra vez Esteban es una víctima, otra vez el incomprendido, el «especial», el mimado de la casa, el que puede ir a estudiar a tomar por culo mientras que su hermana pequeña se tiene que conformar con estudiar al lado de casa…»
Carla iba a soltar un improperio a su hermano cuando un pensamiento pasó por su cabeza:
«A lo mejor en esta ocasión tiene razón: le espiaste, registraste su cuarto, viste sus vídeos… Fuiste tú quien buscaste placer a través de él, es lógico que Esteban se sintiera halagado, que se sintiera deseado».
Carla quiso acallar esa voz, pero no pudo.
—Vale —admitió, aunque seguía enfadada—. Lo entiendo, no te preocupes. Nadie sabrá lo de tus vídeos y yo no me acercaré más a ti. Ya tienes mi bendición, ahora puedes irte con tu novio a tomar por culo.
Carla salió de la habitación dando un portazo, sin saber muy bien porqué estaba enojada.
ROSA
Una de las cosas que más envidiaba Rosa de su hija eran sus pechos. La pequeña Carla tenía unos pechos preciosos en forma de lágrima, pequeños, pero muy bien formados, tan turgentes y duros que, si quisiera, no necesitaría usar sujetador hasta que cumpliera cuarenta años (siempre y cuando no tuviera hijos).
Carla también envidiaba las tetas de su madre, y más de una vez le dijo que le hubiera gustado heredarlas, pero Rosa le decía que no sabía la suerte que tenía de no haberlo hecho.
Rosa tenía dos pechos enormes, de areolas grandes y oscuras, con unos pezones cilíndricos alargados, hechos para dar de mamar a todo un regimiento de criaturas.
A Gabriel, su marido, le encantaban, como es lógico, pero Rosa estaba un poco harta de sus tetorras. También estaba harta de las lorzas y las moyas que tenía en la barriga y en las caderas, así como de sus gordos muslos. Rosa estaba harta de muchas cosas. Estaba gorda, no mucho, pero lo suficiente como para que los hombres dejaran de prestarle atención. Excepto por las tetas, claro.
«Tetas, tetas, tetas… —pensaba ella—, solo saben mirar ahí. No tienen otra cosa en la cabeza».
A Rosa le gustaría cambiar, pero simplemente no tenía tiempo material para dedicarse a si misma. Además, los viajes al pueblo tampoco ayudaban. Cada vez que iban a ver a sus padres se encontraba en la tesitura de tener que lidiar con todo un ejército de comida pueblerina. La pringue, los embutidos, los dulces artesanales…
«Quizás, ahora que los chicos son mayores, pueda tener más tiempo para mi. Hacer deporte o alguna actividad. Cambiar de dieta. Salir más…»
Pero hacía años que los niños eran mayores, y Rosa seguía sin encontrar el tiempo para ella.
Rosa pensaba en todo eso aquella mañana de domingo, mientras se dirigían al pueblo de sus padres, Luégana, viendo pasar el paisaje lleno de olivos y almendros entre colinas y valles de color tierra, salpicados aquí y allá de pequeños cortijos y haciendas, con sus paredes blanqueadas y sus tejados de pizarra.
Gabriel conducía en silencio, atento a los resultados deportivos del fin de semana, preocupado por algún asunto relacionado con su trabajo de funcionario en el registro civil… u otra cosa cualquiera que su esposa desconocía. Lo cierto era que desde hacia un par de meses Gabriel estaba más taciturno que de costumbre. En alguna ocasión la idea de la palabra «separación» había surgido de forma velada entre ellos.
«Apenas hablamos sobre las cosas importantes —pensó ligeramente deprimida—, ya no hablamos de las cosas que realmente importan. Solo nos decimos cosas que ya sabemos, o sobre recuerdos compartidos y trivialidades».
No era mal hombre. Era un buen padre y jamás le hizo daño a ella o a sus hijos. Habían tenido momentos buenos y malos, pero la rutina y los avatares de la vida los habían transformado poco a poco en dos caricaturas, en dos clichés.
«La ama de casa gorda y bajita y su marido funcionario, con gafas y medio calvo. Parecemos una pareja salida de un tebeo de Mortadelo y Filemón».
A pesar de sus voluminosos pechos, Rosa no lograba despertar la pasión de Gabriel con la frecuencia que a ella le gustaría, y ahora mismo practicaban sexo aproximadamente una vez al mes.
«Más bien mes y medio… o dos meses».
En realidad la última vez fue hace tres meses.
Al llegar a la entrada del pueblo Rosa no pudo evitar sentir un ligero pálpito en el pecho, pues siempre asociaba el nombre de éste, Luégana, con el de Mariola, su primer y verdadero amor.
Habían pasado treinta años y aún conservaba la secreta esperanza de volver a verla de nuevo algún día.
Eso la deprimió aún más.
«¿Te imaginas la cara que pondría si me viese ahora mismo, gorda, bajita, fofa, con este pedazo de culo y estas dos sandías pochas?».
En aquella época Rosa y Mariola eran unas chiquillas.
«Éramos unas niñas».
La comida en casa de sus padres fue exactamente lo que ella esperaba: pantagruélica y «exageradamente exagerada».
Rosa comió todo lo que pudo, alentada por el excelente vino hecho por el vecino de sus padres y por la buena mano que tenía su madre con la cocina.
En esta ocasión solo hubo doce comensales, entre parientes, vecinos y amigos. Comieron al aire libre, al lado de la vieja alberca (acondicionada ahora como piscina), y bajo unos toldos de lona. El sol y la suave temperatura de ese domingo de finales de verano, mezclado con el buen vino y la cerveza fría, los puso a todos de buen humor.
Tras la comida, Rosa, un poco ebria, se acopló en una vieja tumbona de playa a la sombra de un olivo y decidió echar una siesta mientras oía los últimos chismorreos del pueblo en boca de sus comadres. Éstas la acompañaban sentadas en una ecléctica colección de sillas, sillones, taburetes y cajas de madera, arrambladas todas en torno al porche de entrada.
Los hombres, como siempre, estaban dentro de la casa, fumando, tomando copas, viendo el fútbol y hablando de sus cosas.
Prácticamente se había dormido cuando oyó comentar que la hija de la Tomasa había regresado al pueblo. Rosa prestó atención, haciéndose la dormida, pero con el corazón latiendo a mil por hora en su pecho.
Mariola, la única hija de la vieja Tomasa, había regresado al pueblo natal después de 30 años. Tomasa era viuda y su hija sería la heredera de su casa en el pueblo, así como del cortijo familiar y de un puñado de hectáreas de labranza. Tras varios meses tras la muerte de Tomasa la hija pródiga se había dignado en aparecer al fin por el pueblo.
Los chismorreos, rumores, historias y mentiras que corrían en esos días sobre Mariola eran de lo más pintivariado, pero en general casi todo el mundo estaba de acuerdo en dos cosas: primero, que la chica huyó del pueblo hace 30 años para ocultar algo tan vergonzoso y terrible que llevó a la tumba a su padre; y segundo, que ninguna madre merece morir a solas teniendo aún una hija con vida para poder consolarla en sus últimos días.
Rosa, conocedora de las verdaderas razones por las que Mariola huyó del pueblo, decidió que ya había oído bastante y se disculpó, diciendo que iba a dar una vuelta para hacer la digestión.
La vieja Tomasa tenía una pequeña vivienda de planta baja en el pueblo, además del cortijo en las afueras. Era una casa que Rosa conocía muy bien, ya que fue ahí donde tuvo su primer orgasmo. Hacía allí se dirigió, caminando pesadamente bajo el sol del atardecer, entre las sombras que arrojaban las abigarradas casas de blancas fachadas, subiendo y bajando por las estrechas callejuelas.
Iba vestida con una blusa abotonada y un viejo legging gris ceniza que ella recortó por encima de las rodillas. El legging se le pegaba a sus grandes muslos y a su enorme trasero, evidenciando los rollos de celulitis de sus piernas, pero era fresco y muy cómodo.
Mariola y Rosa se conocieron en la pequeña escuela rural siendo niñas y se hicieron íntimas con el paso del tiempo, descubriendo juntas los extraordinarios cambios que sufrieron sus respectivos cuerpos durante la pubertad, satisfaciendo su curiosidad de la forma más natural: explorándose mutuamente entre tocamientos y juegos sexuales.
Aquellos juegos fueron la semilla para que algo más intenso y profundo naciera entre ellas, tan profundo, que no llegaron a comprender su verdadera naturaleza hasta que ya fue demasiado tarde.
Rosa recordó que la primera vez en su vida que alcanzó el orgasmo fue a manos de Mariola.
Era invierno y Rosa se quedó a dormir en casa de su amiga tras pasar el día juntas. Hacía frío, muchísimo, como sólo puede hacerlo en la sierra en enero, y las dos se acurrucaron juntas en la misma cama, calentándose mutuamente con el calor de sus cuerpos.
Fue Mariola quien le mostró a Rosa los secretos de la carne, guiando su mano hasta ese laberíntico pasadizo lleno de recovecos, cálido y tierno, tan parecido al suyo y tan distinto a la vez. El silencio de la noche solo era roto por los suaves quejidos y gemidos de las dos pequeñas, ocultas bajo las pesadas capas de mantas y sábanas. Placer, secreto, intimidad, calor… amor.
«Estoy borracha» —pensó Rosa mientras caminaba por las empinadas calles empedradas de Luégana, resoplando y sudando copiosamente.
«Parezco un hipopótamo».
Cuando llegó al portal de la antigua casa tuvo que apoyarse en la fachada, jadeando con fuerza tras subir una cuesta larguísima, muy empinada, empedrada con adoquines desgastados por el paso del tiempo. Tenía el rostro congestionado por el esfuerzo y el corazón le latía muy deprisa.
«A quien coño se le ocurre subir hasta aquí después de la comilona que me he pegado».
Durante el trayecto apenas se cruzó con nadie y en esos momentos se encontraba a solas, en una calle de casas de planta baja, muy antiguas. Rosa se dio cuenta de que la mayoría probablemente estarían abandonadas.
«¿Qué coño hago aquí? ¿Para qué he subido? ¿Qué esperaba encontrar aquí, eh?».
Rosa contempló la puerta de la vieja casa.
«Mariola. Puede que Mariola esté ahí, detrás de esa puerta…»
Rosa, algo más despejada y con menos alcohol en la sangre, comenzó a acobardarse.
«¿En serio pensabas presentarte en casa de esta mujer de buenas a primeras, así, sin más? ¿Y qué le ibas a decir? ¿Qué esperabas que ella…»
—¿Rosa?
La voz prácticamente no había cambiado en treinta años. Más grave, más madura, con un leve acento, exótico e irreconocible, pero era la misma voz que le susurraba historias y cuentos inventados bajo las sábanas, en el calor de la noche.
La misma voz que gemía en su oído palabras rotas por la pasión.
Rosa se giró y contempló a un fantasma.
CONTINUARÁ...
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