Esperma (4)
Carla y su hermano Esteban tienen unas palabras a solas en la cocina
4.
CARLA
Carla observó a su hermano en silencio mientras el trajinaba por la cocina: café, cereales, tostadas, crepes con Nutella y zumo de naranja. Cuando se sentó a la mesa sintió un rubor espontáneo, avergonzada con el recuerdo de que su hermano, aquí presente, la pilló anoche desnuda lamiendo su semen, pero pasó en seguida sustituida por la sensación de seguridad que le daba el conocimiento del secreto de Esteban.
«No somos tan distintos. Tenemos los mismos gustos» —pensó al recordar la escena en la que su hermano se tragaba su propio semen directamente de un condón.
—¿Cual es la gracia? —Le preguntó Esteban al verla sonreír.
Durante un segundo Carla sopesó la posibilidad de decirle la verdad.
—No, nada. Hacía tiempo que no desayunaba crepes.
Carla no podía apartar la vista de la boca de Esteban.
«Por ahí han entrado más pollas que en mi coño» . Lo cual no era ningún prodigio, teniendo en cuenta que ella era aún más o menos «virgen». En realidad ella misma se rompió el himen hace tiempo con el mango de un cepillo, masturbándose, pero ningún pene había visitado aún su vagina.
«Ni ninguna lengua» —pensó con resignación.
Carla tomó una de las crepes, la untó con la crema de avellanas y le dio un pequeño mordisco. Esteban se conformó con un zumo de naranja que bebió con la ayuda de una pajita. La hermana supuso que la herida debía de molestarle.
—¿Te duele?
—No —mintió Esteban—, ¿y a ti?
Carla se encogió de hombros, mordisqueando la tortita sin muchas ganas. Sentía el estómago como un manojo de nervios. Esteban se percató de ello.
—¿No tienes hambre?
Carla suspiró con fuerza y dejó la tortita en el plato, apoyando los brazos en la mesa y mirando a Esteban a los ojos.
—Anoche no debí entrar en tu cuarto —dijo Carla—, lo siento, pero tú tampoco debiste hacerlo.
—Hiciste algo más que entrar en mi cuarto.
La chica cerró los ojos. No quería escuchar un sermón, no quería que la avergonzase por haberla pillado haciendo una cochinada tan grande, pero pensó que lo mejor sería pasar el trago lo más rápido posible. Que dijera lo que tuviera que decir y luego ella vería qué hacer a continuación.
—Mira Carla, no voy juzgarte por eso. Yo también he hecho cosas de las que no estoy muy orgulloso y sé lo que es un calentón, así que no te voy a martirizar por esto.
—¿Se lo vas a decir a mamá? —por el tono que Esteban había adoptado ya sabía que él no iba a contar nada de lo sucedido, pero quería escucharlo de sus labios.
Esteban negó con la cabeza tras dar un sorbo.
—¿Para qué, de qué serviría? Ya no somos niños, Carla. Las cosas ahora se resuelven de otra manera.
La chica bajó la cabeza y habló al cuenco de cereales.
—No volverá a pasar.
Lo dijo en voz baja, y conforme lo decía, ella se daba cuenta de que era mentira, de que ya estaba deseando volver a su habitación y jugar con los restos de kleenex que aún quedaban encima de la mesa, que no podía evitar el morbo que le provocaba hacer algo tan repulsivo y excitante a la vez.
Esteban dejó el zumo sobre la mesa y habló con seriedad.
—No, no volverá a pasar. A partir de ahora tendré más cuidado con mis cosas.
Carla frunció el ceño ligeramente.
«¿Qué significa eso?».
Pero en seguida supo la respuesta: no volverá a dejar pañuelos a su alcance.
—Deberías volver a echarte un novio —dijo Esteban—. ¿Qué pasó con Miguel, por qué cortasteis? Parecía buen tío.
La hermana negó con la cabeza y se sirvió café, aunque no bebió nada.
—No era un buen tío. —De repente, al recordar al gilipollas de Miguel se puso de mal humor y trinchó una de las crepes con demasiada fuerza. Cuando habló, no disimuló su enfado—: No debiste entrar en mi cuarto. No debiste hacerlo —Carla recordó la bochornosa escena y su enfado aumentó—. No tenías derecho a entrar de esa manera. Yo tampoco quiero que vuelvas hacerlo, jamás.
—Tienes razón. Lo siento, pero estaba enfadado.
—¡Da igual como estuvieras, joder! Eso no es excusa.
—Tranquila.
—¡No me digas que me tranquilice! —Carla, enojada, se incorporó de la silla, apoyándose en la mesa—.¡Me pillaste en pelotas haciéndome una paja, coño! ¡¿A ti te gustaría que te hiciera lo mismo!?
—Carla, te vi mientras me espiabas en la ducha. Más o menos es lo mismo.
La pequeña guardó silencio boquiabierta mientras el rubor volvía a encender su rostro con fuerza. Aún tenía el cabello húmedo y tenía algunos mechones pegados en la mejilla, goteando ligeramente, aunque Esteban no estaba seguro de si eran gotas de agua o lágrimas.
—Sé lo de tus vídeos —dijo Carla sin pensar en lo que hacía—. Anoche los vi.
Esteban apenas reaccionó ante la noticia. Casi parecía que la estuviera esperando. No dijo nada, pero la hermana notó que él también se ruborizaba. La chica no pudo soportar la intensa mirada de Esteban y apartó la vista, sentándose de nuevo en la silla.
—Te… he visto… En esos vídeos te he visto haciendo… haciendo todo eso —tartamudeó muy nerviosa.
Esteban siguió mirando fijamente a su hermana.
—No… no diré nada a nadie. ¡Nunca! —dijo Carla de pronto con vehemencia mirando a su hermano—. De verdad, no diré nada de esas cosas.
Carla intentó aguantar la mirada de Esteban, pero no lo logró y apartó la vista, contemplando cómo se enfriaba su taza de café, intacta.
—No diré nada —repitió—, pero tú no eres nadie para darme lecciones.
Carla esperó a que su hermano dijera algo, pero él siguió mirándola fijamente en silencio. La chica, de forma instintiva, se cruzo de brazos y recordó que no llevaba ropa interior y que sus pechos se estarían marcando de forma evidente bajo la liviana prenda. También sabía que era un gesto inútil, pues su hermano era inmune a los encantos femeninos. En realidad era un gesto defensivo, pues su subconsciente temía un ataque de su hermano.
—No diré nada a nadie —volvió a repetir Carla en voz baja—.
Esteban
—¿Por qué iba a importarme si dices algo o no? —dijo Esteban al fin—. Tengo veinticuatro años y no hago nada ilegal. Puede que haya gente a la que no le guste lo que hago, pero, ¿por qué iba a importarme lo que piense esa gente de mi?
Lo cierto es que sí le importaba lo que la gente pensase de él y se moriría de vergüenza si alguna vez su entorno familiar, sus compañeros de estudio de la uni o sus amigos del trabajo, le veían haciendo esas cosas. Más adelante, cuando acabase la universidad, puede que dejara de importarle, pero ahora no. Conocía muy bien como funcionaba la hipocresía en la sociedad y lo último que querría es que le señalasen con el dedo cada vez que tuviera que pedir un trabajo o participar en un grupo de estudio.
«Además, la gente puede ser muy cruel —pensó Esteban—, ya me puedo imaginar las chanzas entre mis conocidos en las redes sociales».
Sí, le importaba, pero no quería que Carla lo supiera. Esteban temía que la pequeña pervertida quisiera chantajearlo de algún modo.
—Da igual si te importa o no —dijo Carla alzando la mirada brevemente—. No quiero decírselo a nadie, pero no quiero que me vengas haciéndote el ofendido o a avergonzarme por eso… por eso que hice. No quiero que me eches en cara lo que yo haga en la intimidad de mi cuarto cuando tú también haces lo mismo.
—¿Te refieres a rebuscar en mi papelera y comerte mis corridas después de espiarme en la ducha?
Esteban vio como temblaban los hombros de Carla, pero no hubiera sabido decir si era porque la chica sentía enojo, vergüenza o estaba al borde del llanto.
«Puede que un poco de todo mezclado».
Por extraño que parezca, Esteban se sorprendió teniendo una erección.
No era por Carla, pues él sentía repulsión hacía el físico de las mujeres, si no por el morbo de la situación en general.
«Te excita que Carla te haya visto en los vídeos. Te excitó cuando la viste espiándote en la ducha y siempre te excitaste con la posibilidad de que ella te oiga mientras te masturbabas en tu cuarto. Eres un puto exhibicionista, y lo sabes».
Esteban tuvo que reconocer que aquello era cierto. Su afición a los vídeos porno caseros comenzó así, exhibiéndose, mostrándose a los demás, disfrutando con el morbo de sentirse observado sabiendo que la otra persona se está excitando mirándolo a él.
Y ahora era su hermanita quien se ponía cachonda mirándolo. Esteban recordó los sonidos que oyó saliendo del cuarto de su hermana la noche anterior, mucho más tarde, después de la discusión.
«Probablemente se masturbó mirando mis vídeos».
Curiosamente, el hecho de que ella buscase su semen en la papelera para lamerlo no le producía ninguna reacción erótica. Si hubiera sido un chico, probablemente sí, pero no podía excitarse con una mujer de esa manera.
—Te espié —reconoció Carla apartándose una lágrima con el dorso de la mano—, te espié y rebusqué en tu cuarto para coger eso. Lo hice porque estaba así… ya sabes. Tú también haces cosas y sabes cómo es estar así.
—¿Cachondo?
A Esteban le divertía ver cómo Carla ahora evitaba llamar a las cosas por su nombre. Ella encogió ligeramente los hombros. Hacía rato que dejó de cubrirse los pechos. Ahora tenía ambas manos debajo de la mesa, sobre los muslos cerrados. Otra postura defensiva.
—Tenía ganas de hacerlo y lo hice, Esteban. Tuve un calentón, como tiene todo el mundo. Pero no va a pasar más y ya está. Tú no dices nada y yo no digo nada. En paz.
Esteban no podía evitar la erección y era algo realmente extraordinario en él.
Se podía contar con los dedos de una mano las veces que se había empalmado delante de una mujer, y siempre fueron situaciones excepcionales, con la presencia de algún compañero masculino. El joven sentía literalmente repugnancia por la anatomía de las hembras. Para él, una vagina era como una especie de víscera expuesta, un corte hecho en la carne de una persona mostrando el repugnante interior lleno de todo tipo de sustancias apestosas: sangre menstrual, orines, flujos. Dentro de esa raja carmesí había cosas abultadas; había agujeros y trozos de pellejo colgando, arrugados y viscosos, como si fuera la guarida de algún monstruo alienígena.
Las vaginas eran algo asqueroso.
A su vez, los pechos femeninos le parecían algo inútil y antiestético: dos bolsas de carne meneándose y colgando, estorbando y abultando la ropa de forma ridícula.
No, el físico de las mujeres no le gustaba nada. ¿De dónde venía esta excitación?
«Estas cachondo porque sabes que esta pequeña pervertida va a seguir viendo tus vídeos para hacerse pajas a costa tuya. Estás cachondo porque te encanta que te miren desnudo, que te vean practicando sexo, que vean tu bonito cuerpo en pelotas mientras haces guarradas».
—De acuerdo Carla, estamos en paz. Tienes razón —Su hermana alzó la vista—, tuviste un calentón y ambos hemos hecho cosas que deberían quedarse en el ámbito de nuestra intimidad, y ahí se van a quedar, ¿de acuerdo?
Su hermana asintió con la cabeza y Esteban vio que sus ojos castaños estaban ligeramente irritados y vidriosos.
—No soy tonta, Esteban, no diré nada. No quiero que papá y mamá vean esas cosas. Creo que ellos no lo entenderían.
Esteban no pudo evitar que el corazón se acelerase cuando habló:
—¿Y tú?, ¿tú lo entiendes?, ¿entiendes las cosas que hago en esos vídeos o porqué las he hecho?
La joven miró a su hermano a los ojos y asintió en silencio.
—¿No te molestó verme en esos vídeos?
Carla negó con la cabeza y susurró un «no» mientras sonreía.
Hacía ya un buen rato que el prepucio se había retirado hacía atrás, presionado por la gruesa erección que Esteban estaba sufriendo dentro de los pantalones de deporte. El glande se apretaba contra el bajo vientre y el chico, agitado, se movió en la silla para aliviar un poco la presión.
—Te gustó verme en los vídeos —dijo Esteban. No era una pregunta, pero Carla, sin apartar la mirada de los ojos claros de su hermano, asintió con la cabeza.
—Sí —dijo ella—, me gustó verte ahí.
—Lo sé —dijo Esteban recordando los gemidos sofocados y la agitación que oyó a través de la pared—. Anoche te oí.
Carla se encogió de hombros.
—Vas a volver a mirarlos, ¿verdad, Carla?
—No sé —mintió ella—, puede.
«¿Qué estas haciendo, Esteban? Es tu hermana».
Pero la situación era demasiado morbosa y en el fondo de su cabeza algo le decía que esto era precisamente lo que él estaba buscando desde que pilló a su hermana espiándole.
—No me importa si los ves de nuevo —le dijo a su hermana.
Carla soltó una carcajada nerviosa y su rubor se hizo aún más intenso, resaltando las diminutas pecas que tenía alrededor de la nariz. Luego se dirigió a su hermano en un susurro.
—Te gustaría que yo los viera otra vez, ¿verdad?
Esteban asintió.
«¿Qué haces Esteban?»
A pesar de las dos pajas que se hizo anoche aún sentía los cojones hinchados, gordos y llenos. Los tenía aplastados contra la silla y volvió a moverse para hacer algo de espacio, notando que la dolorosa erección pedía ser liberada. El propio Estaban se sorprendió cuando oyó las palabras que salieron de su boca:
—¿Quieres verlo?
Carla frunció el ceño y su sonrisa cayó ligeramente.
—¿Qué? —preguntó confusa.
«¡¿QUÉ ESTAS HACIENDO?! Es tu hermana».
La polla palpitaba como una barra de acero con vida propia, ardiendo entre sus muslos al ritmo de su acelerado corazón.
—¿Te gustaría verlo? —repitió mientras bajaba una mano bajo la mesa para poder tocarse.
Carla siguió negando con la cabeza sin comprender aún a qué se refería su hermano.
—Como anoche —aclaró Esteban en voz baja—. Como en la ducha.
Esteban oyó cómo su hermana dejaba escapar un suspiro entrecortado que era casi como un gemido.
Carla, mirando directamente a los ojos de Esteban, asintió con la cabeza, respirando con fuerza por la nariz, excitada.
—Sí —jadeó—, me gustaría verlo.
CONTINUARÁ...
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