Esperma (28)

(SIN SEXO) Carla regresa a casa y Víctor acude a realizar el trabajo tras un infortunado incidente.

CARLA

—¿Señorita?, oiga, ya hemos llegado.

La voz del taxista despertó a Carla, que parpadeó varias veces antes de incorporarse en el asiento trasero y mirar por la ventanilla del taxi. Tras enfocar la mirada en el portal de su edificio se sintió más tranquila: el hombre no la había llevado a ningún descampado para matarla y violarla.

«Pensamiento típico de esta misógina y machista sociedad de mierda. Nos inculcan el miedo desde niñas y eso nos hace más débiles, temerosas y dóciles ante ellos».

Torció un poco el gesto.

«Deja los análisis socio históricos para los exámenes del semestre que viene, Carla».

Aún así no pudo evitar pensar en las pajas que se había hecho pensando en hombres gordos, sucios y posesivos forzándola a practicar horribles actos sexuales.

Luego recordó a Miguel.

Apartó esas ideas de su cabeza con un estremecimiento de hombros. Sentía la boca pastosa y maloliente, le dolía el cuello y sabía que debía de tener el pelo horrible.

—Perdón —consiguió decir con una lengua que parecía una fregona usada y y olvidada al sol—. ¿Cuánto es?

El taxista le dijo una cifra y Carla acercó el teléfono móvil al datáfono para pagar. Salió del vehículo con las piernas hormigueando por la mala postura, renqueando un poco. Era de noche, aún faltaban un par de horas para el amanecer y la brisa que soplaba entre los edificios era fría. No había nadie en las solitarias calles y ni un solo vehículo circulaba a aquellas horas.

Carla agradeció que el hombre esperase a que ella entrase al portal antes de marcharse. Desde allí miró a la calle, oscura y pobremente iluminada por las farolas. Buscó en la fachada de enfrente el piso de Víctor y no vio ninguna luz encendida. El sueño pesaba sobre ella y sentía dos losas de mármol colgando de sus párpados; constantemente tenía que luchar contra ellas, guiñando los ojos y dejando escapar sonoros bostezos. El aliento le olía a perros muertos y torció la nariz. Se frotó el dolorido cuello y al levantar el brazo también le llegó un aroma poco femenino de la axila.

«Necesito una ducha YA».

Antes de dormirse en el taxi había ideado un plan magistral para que Víctor la desvirgase esa misma noche, fantaseando con hacer una entrada romántica, sensual y apoteósica en el piso del fornido macho, entregándose a él para que la usase y gozase de ella como él quisiera.

Pero ahora, una vez que la adrenalina y las turbulentas pasiones vividas en el cortijo habían abandonado su cuerpo y su mente, veía las cosas de otra manera. Agotada, muerta de sueño y con la inquietante sensación de haber hecho algo horrible, subió a su casa usando el ascensor (algo que muy raras veces hacía), abriendo la puerta tras varios intentos y pasando directamente al baño.

Orinó y regresó a su cuarto para buscar una muda limpia para después de la ducha, pero su cuerpo no podía soportar más la tensión acumulada y se dejó caer sobre la cama con la ropa puesta. Antes de tocar el colchón ya estaba dormida.

Le despertó el timbre de la puerta. Abrió los ojos e inmediatamente se arrepintió de hacerlo, puesto que la luz del sol le taladró el iris y se revolvió en la cama con un gruñido. Hacía muchísimo calor en su cuarto y descubrió que estaba empapada de sudor.

«Mierda de sol» —pensó tapándose la cabeza con la almohada para ocultarse de la luz y para no escuchar el insistente sonido del timbre.

De repente se incorporó en la cama con el corazón a mil por hora.

«¡¿Luz del Sol?!»

Buscó el móvil desesperada por ver la hora, pero se le había agotado la batería. De todas formas sabía que debía de ser muy tarde por la cantidad de luz que entraba por la ventana abierta. Se levantó y buscó bajo la cama su viejo despertador digital.

«Mierda, mierda, mierda, mierda…».

Eran casi las once de la mañana. Víctor le dijo que llegaría antes de las diez. El timbre seguía sonando y Carla buscó algo para ponerse. Por el rabillo del ojo se vio reflejada en el espejo y casi le da un ataque.

«Ostia, que parezco un orco».

Tenía el rostro demacrado y unas enormes ojeras adornaban sus párpados inferiores; sus mejillas mostraban las marcas de las sábanas arrugadas que se habían quedado pegadas a su cara y su cabello era una maraña caótica de pelos humedecidos por el sudor. Olía como un vertedero y notaba la cara hinchada. Tenía la ropa puesta del día anterior y estaba totalmente arrugada. Corrió descalza hasta la puerta principal. Un recuerdo estalló en su cerebro y se detuvo en seco.

«¡LAS BRAGAS CON LA NOTA!».

Regresó corriendo al baño y rebuscó debajo de toda aquella pila de ropa hasta encontrar las braguitas con la nota dedicada a ese fontanero: «PARA TI, VÍCTOR».

«¿En qué coño estabas pensando cuando lo hiciste, tía? ¡Estas loca!».

Recordó que aquello lo hizo en un momento de locura pasional, un calentón, un algo irracional e irreflexivo que podría tener nefastas consecuencias en el caso de que ese hombre las viese. Fue a su habitación y tiró las bragas con la nota grapada sobre la cama, cerró la puerta y regresó a la entrada principal a toda prisa con el corazón acelerado.

«Es tardísimo, me he quedado dormida, este hombre viene a reparar el baño y mamá…»

El recuerdo de lo sucedido la noche anterior llegó justo cuando abría la puerta para recibir la visita del contratista.

«…mamá casi se ahoga y yo, yo le hice ESO. Y luego, luego esa mujer, Mariola. Esa mujer y mi madre…».

Hoda Cal’la —dijo Greta, la hija de la vecina de arriba.

—Perdona, Carla —dijo Susana, la mamá de la niña—. ¿Está tu madre?

Susana sostenía a la pequeña Greta en brazos. La nena tendría unos tres añitos y era una preciosa criatura de mejillas mofletudas y pelo rubio, con dos dientes separados muy graciosos debajo del regordete labio superior. Parecía una muñequita de porcelana y tenía los ojos azul marino.

—¿Qué? —Consiguió graznar Carla, aturdida.

—Hola bonita. Verás, es que tengo que salir y no puedo llevarme a la niña. Son sólo veinte o treinta minutos; solamente es ir y volver, pero no tengo la sillita porque se la ha llevado José en el otro coche y ya me pusieron una multa el otro día y tampoco me fío de llevarla suelta en el asiento de atrás y… y bueno… —Susana tomó un respiro al ver que Carla apenas la estaba escuchando—. Bueno, ¿No está Rosa?… ¿Podrías tú quedarte con Greta unos minutos? Me harías un gran favor cariño.

—Yo… yo… —balbuceó bloqueada, con la mente atorada y tratando de entender lo que le decía esa mujer.

—Le acabo de cambiar el pañal y hace poco que ha comido. No te dará ningún problema, pero eso ya lo sabes —la mujer sonrió esperanzada, pues Carla había hecho de niñera un par de veces anteriormente y Greta se llevaba bien con ella.

—No lo sé… Es que viene ahora un fontanero a arreglar una cosa.

¡Tanero reglar na coza! —gritó la niña imitándola.

—De verdad Carla, necesito entregar esos papeles en persona, es importante. No tardaré nada, por favor.

Carla se cruzó de brazos y dejó salir un largo suspiro, asintiendo resignada.

—Vale. Vale, de acuerdo —dijo frotándose los ojos para quitarse las legañas.

Después no pudo evitar sonreír al ver que Greta había copiado su gesto, cruzando sus pequeños bracitos y restregándose los párpados con su puñito.

—Dámela anda —Carla alzó los brazos y Susana le pasó a la niña sonriendo agradecida.

—Te debo una —le dijo mientras le daba un beso de despedida a su hija—. Pórtate bien cariño.

La pequeña hizo un par de pucheros al ver que su madre la abandonaba bajando deprisa por las escaleras. Carla la arrulló y le habló con voz aguda, tal y como hacen siempre los adultos cuando hablan a los niños pequeños, tratando de llamar su atención para que no llorase.

—¡Anda, que niña más bonita me acaban de dejar! ¡Pero si se parece a la Greta! Mira, pero si hasta tiene la misma cara y los mismos ojos.

—¡Me amo Gueta! —gritó la niña moviendo los bracitos.

—¿Cómo? ¿Que tú también te llamas Greta? —exclamó CArla con fingida sorpresa—. ¡Ay, qué casualidad!

Carla cerró la puerta y se llevó a la niña en brazos hasta el salón mientras le hacía cosquillas. La niña se rió y siguió tratando de convencer a Carla de que ella era la auténtica Greta, usando una incomprensible jerigonza con su voz chillona. La improvisada niñera se olvidó de todo lo sucedido en las horas pasadas y se dedicó a entretener a la criatura, buscando algún programa infantil en el televisor para que el sonido las acompañase en la soledad de la vivienda.

Víctor.

La veterinaria le aseguró que Tobías no sufrió. Fue un infarto súbito provocado por una cardiopatía congénita no detectada en la revisiones periódicas anteriores. De todas formas ya era bastante mayor. Víctor sabía que al pobre bicho no le quedaba mucho tiempo, pero siempre pensó que al menos le quedaban un par de años más de compañía con él.

Se lo encontró en su lugar favorito, detrás del televisor, donde el calor de los aparatos electrónicos confortaban su avejentado y reumático cuerpo. Probablemente murió mientras dormía. A pesar de que el cuerpo estaba frío, sin latidos ni respiración, lo llevó al veterinario. Se dijo a sí mismo que lo hacía por que no tenía ni la más remota idea de qué hacer con el cadáver de un perro, pero en el fondo lo hizo con la vana esperanza de que la doctora pudiera reanimarlo de alguna milagrosa manera.

Lloró un poco cuando la veterinaria se llevó el cuerpo a la habitación donde tenía la cámara frigorífica. El cuerpo reposaría allí hasta la hora de llevarlo al crematorio colectivo para animales.

Condujo a casa desanimado, triste y un poco cabreado. El perro no era suyo y tuvo que cargar con él cuando se separó de su mujer, aceptando una responsabilidad que no le correspondía, aunque al final se encariñó con el maldito perro. Si ella no le hubiera endilgado a Tobías ahora no lo echaría de menos.

«¿También le vas a echar la culpa de esto a ella?» —pensó el otro Víctor, el plasta que siempre venía a aguar las fiestas.

¡Claro que la culpaba a ella! Fue Lucía quien se empeñó en regalarle a Fabio un chucho para «reforzar su personalidad y su sentido de la responsabilidad», a pesar de que Víctor le advirtió de que no era buena idea.

«Hace años que Lucía debió llevar a su hijo a un terapeuta. Ese muchacho no estaba bien».

Fabio usó al pobre animal como si fuera un juguete, maltratándolo y usándolo de forma cruel para sus mórbidos juegos hasta que Víctor se hartó y le dio un ultimátum que el chico aceptó, más por respeto que por miedo. En el fondo no era mal chico —nunca lo son—, pero la educación que le dio Lucía fue nefasta. Víctor consiguió con el paso de los años ganarse su respeto, aunque no su confianza, ni mucho menos su cariño.

A partir de entonces Fabio dejó de instigar a Tobías, pero se desentendió de él totalmente, dejando que fuera su madre y su padrastro quienes cuidasen del perro.

Un par de años más tarde Fabio y otro chaval se saltaron la mediana de una autopista cuando iba de paquete en una motocicleta de alta cilindrada, ciegos los dos de anfetas al salir de una macrodiscoteca. Tras el funeral Lucía lo abandonó.

Para Víctor, lo más dramático de todo aquello es que no los echaba de menos.

«Joder, se supone que debería de echarlos de menos todos los días, ¿no? Por el amor del cielo, eran mi esposa y mi hijastro, vivimos juntos más de siete años y hubo una época en la que estuve enamorada de ella…».

Víctor redujo de marcha con demasiada brusquedad y la caja de cambios protestó con un chirrido de engranajes.

«Fueron mi familia, pero que Dios me perdone: creo que voy a echar de menos al puñetero perro más que a Lucía y a Fabio».

Se detuvo en un semáforo mientras pensaba en que sólo un cretino podría pensar algo así.

Aprovechó para echar un vistazo al móvil. Se le había hecho tardísimo. Aún debía de recoger la mampara nueva y otros materiales antes de ir a casa de Carla. Había tratado de hablar con Rosa, pero el teléfono no daba señal. En otras circunstancias estaría excitado y nervioso ante la perspectiva de volver a reencontrarse con esa chiquilla, pero se sentía deprimido, cansado e irritable.

Era curioso como podían cambiar los estados de ánimo en el transcurso de unas pocas horas.

La noche anterior volvió a sentir en las venas el calor y la emoción de un chaval de quince años enamorado por primera vez, soñando despierto durante buena parte de la noche, sin poder quitarse de la cabeza la mirada inquisitiva y curiosa de Carla; ni su voz aniñada o su labio superior, ligeramente elevado mostrando el brillo de sus pequeños dientes, blancos y un poco desiguales. Tampoco pudo dejar de pensar en el sonrojo de sus tiernas mejillas o en el sonido de su risa cuando acarició a Tobías.

En la soledad de su cuarto dio rienda suelta a su imaginación y vivió mil situaciones en las que la joven se presentaba ante él mostrando su virginal cuerpo semi desnudo, toda carne trémula y suave, pidiendo ser abrazada, acariciada y besada.

Ahora, a la luz del día, todo eso le parecía un montón de chorradas; una absurda ilusión propia de un quinceañero, una fantasía onírica más propia de un degenerado que de un hombre adulto y cabal.

«Te estás derrumbando, tío: primero los cestos de la ropa sucia y ahora esa chiquilla. Cada vez estás peor. Búscate una mujer de verdad, coño».

Trató de llamar de nuevo a Rosa, pero sin resultado. Consultó la hora y comprobó que a pesar de lo tarde que era aún podría realizar el encargo a tiempo si se daba prisa. Enfiló hacia el almacén de repuestos, compró la mampara nueva y algunos accesorios y fue hacia la vivienda de Carla. El tráfico a aquella hora del mediodía era insoportable: lento, denso y caótico. Su malestar empeoró y ni siquiera el aire acondicionado pudo enfriar su estado de ánimo.

No encontró aparcamiento y tuvo que colocar la furgoneta sobre la acera, invadiendo la zona peatonal. Llamó de nuevo a Rosa con el mismo resultado negativo. Necesitaba asegurarse de que había alguien en el piso antes de subir, así que llamó varias veces al telefonillo. Mientras esperaba impaciente su irritabilidad aumentó. Estaba cabreado: la muerte de Tobías, el denso tráfico, el insoportable calor de finales de setiembre… todo eso confluyó para que Víctor se enfadase sin razón aparente.

También había algo más oculto en su interior que no sabía discernir pero que le provocaba un resquemor y una insatisfacción que se traducía en un malhumor generalizado: era la ruptura del romanticismo descarnado que había estado sintiendo en las últimas horas, roto al convencerse a sí mismo de que estaba haciendo el ridículo pensando en esa chica, tan inalcanzable para alguien como él.

Al cabo de varios minutos la voz de Carla sonó por el pequeño altavoz.

—¿Sí?

—Soy Víctor —espetó de forma brusca—. Estoy abajo con los materiales, abre.

El silencio se prolongó durante demasiado tiempo y Víctor se desesperó.

—¿Podrías abrir, por favor? No tengo todo el día.

Carla no contestó, pero la cerradura electrónica saltó y Víctor empujó con fuerza el portón. Luego colocó una cuña de madera bajo el resquicio para que no se cerrara y pasó todo el material dentro del rellano. Dejó la furgoneta con los intermitentes encendidos, rezando para que no lo multasen. Metió la mampara y el resto de cosas en un atestado ascensor y subió todo a la cuarta planta. Maldijo en su interior al ver que la chica ni siquiera se había dignado en salir a ayudarlo.

Aporreó la puerta y esperó disgustado a que Carla le abriese.

Carla.

«¡¿Víctor?!» —pensó espantada y excitada al mismo tiempo.

Se miró en el espejo del recibidor mientras aún sostenía el telefonillo en la mano, con un impaciente Víctor esperando abajo a que le abriese el portón.

Seguía pareciendo una criatura de Mordor, despeinada, ojerosa y oliendo como un troll de las cavernas. Ya se había convencido de que ese hombre no aparecería esa mañana y que vendría al día siguiente, así que la pilló totalmente desprevenida.

«¿Por qué no avisó antes de venir?» —pero en seguida se dio cuenta de que Víctor solo tenía el teléfono de su madre y de que ésta, probablemente, no estaba en condiciones de hablar con nadie.

—¿Podrías abrir, por favor? No tengo todo el día.

Carla dio un respingo y accionó el botón de apertura sin pensar, por inercia.

«Mierda, mierda, mierda… Tengo que arreglarme un poco».

Fue corriendo al baño principal, echando un vistazo al salón donde la pequeña Greta, desde el suelo, miraba embelesada los dibujos animados en el televisor, rodeada de cojines y almohadas.

Trató de lavarse, peinarse, maquillarse y lavarse los dientes al mismo tiempo, con un resultado nada satisfactorio. Quiso cambiarse de ropa, pues aún tenía puesta la misma de la noche anterior, con el sostén sudado y las bragas manchadas con los flujos que expulsó mientras le comía el coño a su madre. El recuerdo de aquello la paralizó durante unos segundos.

«Le comiste el coño a tu madre».

Trató de escandalizarse y sentirse avergonzada, pero en lugar de eso sintió que se excitaba: era algo tan extraordinariamente prohibido y morboso que aún no podía creer que lo hubiera hecho. Mientras se miraba al espejo, atónita, sintió ganas de volver a repetirlo.

«Eres una enferma, Carla» —pensó por enésima vez.

Los golpes en la puerta la arrancaron de su ensoñación y dio un pequeño gritito desesperada, tratando de desplazarse a tres sitios al mismo tiempo, sin lograr moverse de delante del espejo.

Para colmo, de los nervios, le entraron ganas de cagar. La puerta volvió a ser aporreada y Carla salió del baño sudando de puro nerviosismo, aguantándose las ganas y caminando deprisa hasta el recibidor.

Realizó tres largas inspiraciones antes de abrir la puerta. Entonces se dio cuenta de que no llevaba calzado y que llevaba puestos los mismos calcetines del día anterior, roídos y manchados.

—Ya era hora —espetó Víctor de malos modos—. ¿Puedo?

El hombre no esperó a que le dieran permiso y pasó adentro cargado con la pesada puerta de la ducha, sudando a mares, con los músculos sobresaliendo de las mangas de la camisa.

Carla tuvo que apartarse para no ser arrollada, un poco intimidada por la brusquedad de Víctor. El contratista se dedicó a pasar en silencio los materiales desde el ascensor hasta el interior de la vivienda, cerca del baño pequeño. La chica le seguía con la mirada, sin saber qué decirle, pues en seguida captó el mal humor del hombre y estaba muy cohibida.

«¿Qué le pasa? ¿A qué viene ese cambio?».

Carla descubrió que echaba de menos al simpático caballero de la noche anterior, preguntándose qué le habría pasado en las últimas horas para mostrarse tan poco amable.

Continuará....