Esperma (25)

(SIN SEXO). Magdalena, Gaby, Mariola, Carla, Miguel.

25.

MARIOLA

Aquella tarde, después de recibir la llamada de Samantha anunciando la muerte de Josephine, Mariola hizo el equipaje y se subió al todoterreno de alquiler, saliendo de Luégana sin mirar atrás, rumbo al aeropuerto. Tuvo muchísima suerte con los horarios y probablemente llegaría a tiempo al funeral de su amiga, aunque debería esperar varias horas hasta la llegada del primer vuelo hacia Madrid —de ahí saldría el avión hacia Costa Rica al día siguiente—. Solo llevaba un pequeña maleta, pues solía viajar con lo puesto y adquiría la ropa en los lugares de destino: prendas baratas, cómodas y prescindibles. Antes de regresar a casa las entregaba en algún punto de recogida para gente necesitada.

Ya era madrugada y estaba a punto de embarcar cuando recibió la llamada de Rosa. Mariola se quedó mirando el teléfono sin atreverse a descolgar. El corazón latía muy deprisa dentro de su pecho mientras decidía qué hacer. ¿Por qué la llamaba a estas horas, de madrugada?

Un calor comenzó a subir desde su pecho hasta las mejillas y sintió cómo se le erizaban los vellos de la nuca.

«Es Rosa, tu Rosi. Es ella quién desea hablar contigo en mitad de la noche».

Pero no se atrevía a contestar. Sabía que en cuanto oyera de nuevo la voz de su amante estaría perdida, que no sería capaz de apartar de su cabeza la imagen del cuerpo sudoroso de Rosa, desnudo sobre la mesa del salón de su madre, entregada totalmente a ella.

El teléfono seguía sonando, insistente.

« ¿Cómo pudiste dudar de ella? ¿Cómo has podido pensar siquiera en volver a abandonarla?».

Justo cuando iba a aceptar la llamada ésta se cortó. El altavoz volvió a anunciar la inminente salida del avión y Mariola palmeó el móvil con nerviosismo, temblando de emoción, tratando de encontrar entre los menús la opción para devolver la llamada a Rosa.

Tardó unos preciosos segundos y cuando escuchó la voz de su amante sintió que las piernas se convertían en flan.

Rosa estaba en Luégana. Había salido de noche de casa y había acudido a ella en persona hasta el pueblo para verla, para estar con ella. Mariola sentía el corazón desbocado, las palmas de las manos transpirando a chorros y la vista un poco nublada.

«Por Dios, ¿qué me pasa? Parezco una chiquilla de doce años que acaba de ver a su ídolo musical en persona».

Con voz trémula trató de hablar con ella, pero no conseguía expresarse con claridad. Quería decirle que la aguardara, que la perdonase por no haber estado allí como le prometió, que iría en seguida, que la amaba, que siempre la amó y que siempre lo haría. Que era una cobarde y que tuvo miedo de que algún día Rosa pudiera culparla por pedirle que abandonase a su familia para irse con ella.

Quiso decirle que fue una ruin y una irresponsable por pedirle que huyese con ella a Costa Rica y que estaba arrepentida, pues no tenía derecho a ponerla en semejante tesitura. Quería decirle que estaba dispuesta a ser ella la que sacrificase su vida y su trabajo, quedándose aquí, con ella.

Quería decir todo eso y mucho más, pero Rosa colgó de forma abrupta y Mariola quedó con la palabra en la boca, agitada y sumamente preocupada. Tomó una decisión y dejó atrás la zona de embarque, regresando al mostrador de Avis dónde le volvieron a dar las llaves del mismo todoterreno. Sin detenerse a pensar en lo que hacía, con el corazón golpeando su pecho y el sudor recorriendo sus sienes puso rumbo de nuevo a Luégana. Con suerte la encontraría en el viejo cortijo de los padres de Rosa, cerca del arroyo de Las Pozas.

«¿Y si no está allí?».

La buscaría. No le costaría mucho trabajo encontrarla. Le preguntaría a los padres si fuera necesario, iría hasta la ciudad, hasta la puerta de su casa y allí…

«¿Allí qué? ¿Qué harás, Mariola?, ¿qué haréis?».

Los ojos le escocieron y se restregó los párpados con fuerza.

«No lo sé. Solo sé que no puedo abandonarla otra vez».

MAGDALENA

Los mantras tibetanos armonizaban con el sonido de los cuencos metálicos, llenando la atmósfera del salón de un ambiente místico y purificador acentuado por la cálida luz de las velas aromáticas, que iluminaban la sala arrojando sombras danzarinas sobre las paredes. Aquí y allá había objetos de todo tipo: figuras de peltre, máscaras africanas, vasijas de medio oriente, piedras oceánicas, tapices celtas y otras parafernalias afines al hermetismo y la superchería de nueva ola: pirámides magnéticas, esferas cuánticas, atrapasueños, manos de Fátima, estatuas de Ganesha y de Shiva, elefantes, budas y espadas japonesas sobre pequeños bonsais…

Magdalena aspiraba la fuerte mezcla que había en la cazoleta del bong, dejándose llevar por la marihuana de Almería, potenciada por una píldora de codeína que se había tomado unos minutos antes, tratando de volar a algún lugar lejos de ahí. Se había puesto una sencilla bata japonesa, una especie de quimono de seda que acariciaba su delgado cuerpo con libidinosa desfachatez. La prenda era un regalo de su madre y era la pieza más cara del vestuario de Magdalena. Debajo no llevaba nada y la abertura de la prenda mostraba la piel blanca y limpia de la joven, con la sombra de los pezones bailando sobre su pecho al ritmo de las velas. La «maría» se la había dejado su madre, una hippy de mentalidad abierta y aficionada a la New Age , al esoterismo y al sexo tántrico. Era bisexual y desde la muerte de su marido no había vuelto a tener una pareja estable, aunque sí muchos amantes de ambos sexos.

Magdalena y su madre Luciana vivían con cierta comodidad gracias a la pensión de viudedad y a las rentas que heredó de su difunto padre, un importante legislador muerto cuando ella era pequeña en un accidente de tráfico. La madre de Magdalena era una escaparatista e interiorista freelance de cierto éxito, lo que le dejaba mucho tiempo libre para dedicarse a sus «aficiones cósmicas», como las llamaba Lena. Luciana, amante del esoterismo, la astrología, la cartomancia y otras supercherías, magufadas y pseudo filosofías, solía organizar reuniones tántricas donde el incienso no era la única resina que se quemaba y se inhalaba.

Luciana (o Lucy), era una señora de treinta y muchos años, pelirroja y delgada, como Lena, muy guapa, de ojos claros y con un hermoso cuerpo estilizado. En general tenía un aire aristocrático sin llegar a pecar de snob y le gustaba vestir con ropa outlet de grandes marcas o imitaciones de famosos modistas. En aquellos momentos estaba de viaje en una «gira astral» de tres días. Magdalena sabía que probablemente estaría en alguna bacanal orgiástica promovida por algún gurú religioso, rodeada de drogas psicodélicas y masajistas asiáticas. Lucy confiaba en la madurez precoz de su hija y no temía dejar sola a la pequeña Magdalena, acostumbrada a las «fiestas depurativas» de su madre y sus esporádicas ausencias.

Mientras fumaba la chica trataba de relajarse y tomar en perspectiva la discusión que había tenido con Gabriel, huyendo de la autocompasión y centrándose en la empatía, buscando las razones por las que el hombre que ella amaba había reaccionado de esa manera. A pesar de su juventud Lena tenía una gran inteligencia emocional y eso la hacía más empática y receptiva a los conflictos, tratando siempre de encontrar la fuente de esos enfrentamientos para poder afrontarlos y solucionarlos de la mejor forma posible (aunque ella no lo pensaba con esas palabras).

En esta ocasión le fue más difícil, puesto que la congoja que sentía en el pecho era demasiado grande. Las últimas semanas había estado en una nube de romanticismo y sensualidad tan gloriosa que la reacción de Gabriel la pilló totalmente desprevenida, acentuada también por el rechazo anterior de su amiga Carla.

«Está celosa —pensó tras exhalar una larga columna de humo—, tiene celos de nosotros y la entiendo, pero Gabriel…».

Lena era una cría, pero no era tonta. Sabía que lo que Gabriel y ella estaban haciendo no estaba bien visto, no solo por la infidelidad del hombre hacia su esposa, si no por la diferencia de edad que había entre ellos. Era la típica historia de la Lolita que seduce al maduro padre de familia, como en la novela de Nabokov o en aquella película de Kevin Speacy. Era algo prohibido y la sociedad los rechazaría y los señalaría con el dedo (sobre todo a Gabriel) cuando su romance viera la luz.

«¿Es eso es lo que le ha asustado, la vergüenza de verse expuesto ante todo el mundo como un viejo verde, como un adúltero que babea detrás de las jovencitas?».

La droga le hacía efecto, relajando sus músculos y envolviendo su cabeza en una suave y ondulante marea de bienestar hipnótico que la arrastraba poco a poco hacía una sensualidad a flor de piel. Era la segunda cazoleta que se fumaba. La primera le había servido para borrar las lágrimas y la depresión, puesto que a Magdalena el THC le subía la euforia, levantándole el ánimo y haciéndola reír sin motivo. Pero la segunda, combinada con la codeína, la estaba sumiendo en un nube de sensaciones libidinosas, casi afrodisíacas.

Aún así, una pequeña esquirla racional atravesó esa nube:

«Se ha asustado por tu embarazo, Magda. Todo ha ido bien mientras eras un chochito donde meter su picha con libertad, pero en cuanto le has dicho que estabas preñada… ay, amiga, eso ya no le ha gustado».

Lena agitó la cabeza, tratando de apartar esa voz de su mente, pero fue inútil:

«Y es normal que se haya asustado. Se ha asustado porque tú ya has decidido tener al bebé, ¿no?. Si quisieras abortar te habrías callado, lo habrías mantenido en secreto y habrías hecho lo que había que hacer; pero si se lo has dicho es porque deseabas tenerlo y querías que él lo supiera. Joder, incluso fuiste a casa de Carla con la intención de que ella te apoyase frente a su padre porque sabías que él podría reaccionar así».

Lena trataba de acallar a esa voz, tal y como hacían a veces sus amigos con ella cuando le entraba un ataque de verborrea, pero era inútil, puesto que era ella misma quien se estaba sermoneando.

«Confiésalo Lena: tú misma buscaste el embarazo. Te negaste desde el primer día a usar preservativos porque sabías que eso volvía loco a Gaby, pero también porque buscabas quedarte preñada de él. Pudiste haber pillado pastillas del día después, pero no lo hiciste porque querías un bebé. Querías SU bebé. Después de tantos años detrás de él necesitabas algo para atarlo definitivamente a tu lado, para retenerlo y asegurarte de tenerlo junto a ti».

Magdalena sintió que le ardían los ojos, y no era por el humo. Se levantó y fue al dormitorio de su madre, buscando en los lugares secretos el alijo de las drogas. Conocía a su vieja y sabía que en algún lado debía de tener sustancias más fuertes, las que usaba en las celebraciones y misas esotéricas. No tuvo que buscar mucho. Encontró un pequeño bolso junto con los consoladores, las bolas chinas y el plug anal de su madre. Dejó a un lado esas cosas y miró dentro del pequeño bolso.

Luciana, conocedora de los riesgos de las sobredosis o las mezclas exóticas de distintos fármacos, tenía etiquetadas todas las sustancias, pues tenía miedo de que algún amigo o amante ocasional las mezclase por error o se confundiera de dosis.

Cocaína, morfina y algo de metanfetamina en un par de botellitas individuales. También había una piedra de polen marroquí, un poco de hash turco y la bolsa con los cogollos de marihuana almeriense, prácticamente vacía.

«No deberías tomar nada, Magdalena. Recuerda al bebé».

Tomó un comprimido de morfina y lo llevó a la cocina. Allí lo trituró con dos cucharitas de café y la inhaló, deseando que le hiciera efecto rápido, pues no quería seguir escuchándose a sí misma. Luego regresó al salón, dejando que el quimono se le abriese por delante para sentir su desnudez acariciando el aire.

El opioide llegó al riego sanguíneo a través de sus pulmones y de ahí al cerebro, activando su centro sensorial y provocándole un subidón. Su corazón bajó de ritmo y su respiración se hizo más lenta. Se tumbó en el sofá y la prenda se abrió, dejando al descubierto su desnudez. Allí comenzó a soñar, decidiendo que no necesitaba a Gabriel. Que sería libre. Que tendría un bonito bebé y lo cuidarían su madre y ella juntas. Vivirían felices y ella tendría muchos amantes, como su mamá.

Pensar en los amantes de su madre le trajo el recuerdo del contorsionista iraní. Eso le hizo reír a carcajadas.

Brahmir era un faquir ayurvédico que practicaba el yoga tántrico (o eso decía él), se acostaba con su madre y una noche Magdalena bajó para espiarlos mientras practicaban yoga en el salón. El tío se había desnudado y había retorcido su cuerpo de tal manera que tenía la cabeza metida entre sus piernas, chupándose la polla a si mismo. Magdalena consiguió sofocar el ataque de risa que le entró cuando vio a ese tío haciéndose la autofelación, pero la hilaridad dio paso al estupor y la excitación cuando vio a su madre aprovechar la postura de Brahmir para lamerle el culo e introducirle un dedo en el ano.

Acostada en el sofá, con la droga navegando por su cerebro y con el quimono apenas tapando su cuerpo, Magdalena deseó a Gaby. Quería tener a ese hombre maduro junto a ella, necesitaba sentir sus manos recorriendo su piel, quería ver la mirada llena de deseo en esos ojos azules y su boca entre sus muslos. La pequeña Lena quería hacer lo mismo que hizo su madre con ese exótico faquir, tocarlo y corromperlo, volverlo loco de placer y humillarlo sexualmente.

Cuando estaban a solas, justo después de hacer el amor, Magdalena solía hacer preguntas muy indiscretas a Gabriel, interrogándolo sobre su vida sexual con Rosa, obligándolo a que le contase los secretos de alcoba que marido y mujer compartían en la intimidad de la cama. A la chica le ponía muy cachonda imaginar a la madre de Carla haciendo todas esas cosas y disfrutaba mucho viendo como Gabriel se sonrojaba contándolas.

La niña también sentía un poco de celos, sobre todo cuando Gabriel le explicaba los juegos sexuales que realizaba con los enormes pechos de su mujer, y Magdalena sentía mucha rabia por no poder masturbar con sus tetas a su novio. La chiquilla le hacia muchas preguntas y él las contestaba con reluctancia, pero excitado, pues sabía que sus respuestas calentaban la imaginación de esa pequeña zorrita.

Magdalena trató de tocarse, pero el recuerdo de la voz de Gabriel acusándola de romper su matrimonio la deprimió. La discusión telefónica se transformó en su narcotizada cabeza en una pelea ruin y déspota, en un sinsentido lleno de voces y gritos. La droga magnificó la depresión de la chica y Magdalena sintió que necesitaba evadirse más lejos.

Así que regresó al dormitorio de su madre a buscar más píldoras.

GABRIEL

El accidente no fue grave —un pequeño alcance con el vehículo que le precedía— pero el pesado Volvo de Gabriel tardó demasiado en frenar y el enorme frontal se hundió en el maletero del taxi, abollándolo. Fue culpa de Gabriel, que iba distraído con la cabeza llena de reproche, culpa y vergüenza. También había ira, canalizada al principio hacia la pobre Magdalena, pero poco a poco, conforme iban transcurriendo los minutos, Gabriel dirigía esa rabia hacia sí mismo, arrepintiéndose de haberse enfadado con la chiquilla.

El golpe se produjo en el centro de la ciudad, en un cruce señalizado por semáforos y Gabriel no se percató de que el taxi se había detenido con luz ámbar, frenando demasiado tarde. El taxista se quejó y despotricó al ver que le habían dañado el parachoques trasero y uno de los pilotos. Rellenaron los formularios y el taxista siguió su camino con la pieza de atrás colgando torcida.

El morro del Volvo estaba un poco chafado, nada grave, pero Gabriel no estaba con ánimo de volver a conducir. Se quedó dentro del vehículo, con el aire acondicionado en marcha, ya que la noche era especialmente calurosa. Había estacionado a un lado de la vía, frente a una farmacia. Las luces de neón y las lámparas de sodio de las farolas iluminaban el asfalto y las solitarias aceras, creando sombras intermitentes sobre el rostro compungido de Gabriel.

«¿Qué estas haciendo? ¿Qué crees que vas a solucionar persiguiendo a tu hija y a tu esposa?».

Apoyó la frente contra el volante, tratando de ordenar sus ideas.

«Aún puedo arreglarlo. Puedo pedirle perdón. Puedo solucionarlo, olvidar a esa chiquilla y empezar de cero con Rosa».

Pero eran palabras vacías, una esperanza hueca sin sentido.

«¿Empezar de cero, Gabriel? Vosotros ya empezasteis una vez de cero. Te enamoraste de Rosa por sus tetas y por su energía, por su pasión por la vida y por ese carácter salvaje, indomable. La dejaste preñada y os obligasteis a formar una familia porque eso era lo correcto, porque eráis jóvenes, inexpertos e inmaduros.

»Fuisteis felices un tiempo, pero Rosa tiene razón, Gabriel, y tú lo sabes: hace muchos años que debisteis de tomar un rumbo por separado. Lo que estás haciendo ahora es huir hacia delante, escapar de tu responsabilidad, buscar una excusa para no enfrentarte a la verdad».

Gabriel negó con la cabeza, apretando los labios.

«¿Verdad? ¿Qué verdad, eh? ¿Que tengo miedo de las habladurías, de pasar vergüenza, de ser señalado por mis conocidos, de ser repudiado por mis hijos? ¿O acaso me estas diciendo que tengo miedo de ese bebé, que tengo miedo de Magdalena y su embarazo, que tengo miedo de enfrentarme a la posibilidad de volver a ser padre?».

Se echó hacía atrás y rio en voz alta, sin pizca de humor, como un loco.

«No. Tienes miedo de volver a fracasar como hiciste con Rosa».

Gabriel parpadeó incrédulo. Sus manos comenzaron a transpirar y su corazón se aceleró.

«Amas a esa chica en secreto desde hace años; has sido más feliz en las últimas semanas que en los últimos diez años de matrimonio y te aterra comprometerte con Magdalena, de no ser lo suficientemente hombre como para hacer que ella no caiga en la monotonía y la desidia, como hiciste con Rosa.

»Simplemente tienes miedo de hacerla infeliz».

Gabriel miró hacia un lado, contemplando el escaparate iluminado de la farmacia. En uno de los expositores había artículos para bebé. Pensó en Magdalena y en las cosas que le dijo. Recordó las palabras suplicantes de la pobre chiquilla, pidiéndole perdón por algo en lo que ella no tenía ninguna culpa. Gabriel sintió un profundo asco hacia sí mismo y arrancó el Volvo con rabia, embragando demasiado deprisa y provocando que el coche se calase.

Soltó una palabrota y volvió a arrancar. Dio media vuelta y enfiló hacia las afueras, allá donde Magdalena y su madre vivían en una lujosa urbanización.

CARLA

Carla regresaba a casa en taxi. Había dejado el ciclomotor en la pequeña parada del pueblo, incapaz de volver a rehacer el largo camino de vuelta a casa en ese ruidoso trasto. Durante el breve trayecto desde el cortijo hasta el pueblo pensó en las cosas que habían pasado desde que abrió la puerta a esa mujer.

Su madre aún seguía ebria y la desconocida la ayudó a regresar al sofá, poniendo especial cuidado en sostener las toallas de forma púdica, tapando las vergüenzas de su madre. La hermosa rubia se percató en seguida del estado de embriaguez en el que se encontraba Rosa, pidiendo entonces a Carla que buscase algo de abrigo y mirase si había algo de café preparado y algún analgésico.

Carla obedeció, dejándose guiar por esa mujer de voz agradable y calmada, dejando que ella tomase las riendas de la situación de forma espontánea. Le llevó una bata de su abuela y preparó algo de café instantáneo. Cuando regresó de la cocina con una pequeña bandeja se quedó paralizada en el umbral del salón, viendo a su madre besando en los labios a esa mujer, abrazándola con fuerza.

Tenía lágrimas en los ojos y su boca se abría y se cerraba con suavidad sobre los labios de la enigmática rubia. Aquello no era un beso de amiga, no era un piquito amistoso. Era un beso entre amantes.

Mariola detectó la presencia de Carla y se apartó de su madre, dejando un pequeño puente de saliva entre ambas bocas. Carla regresó a la cocina con la bandeja aún en la mano, confusa y aturdida, con la sensación de que estaba a punto de sufrir un ataque de risa histérica ante lo que le estaba pasando.

«Esto ya es imposible. No puede ser. Debo de estar soñando».

Dejó caer la bandeja en el fregadero, volcando las tazas y el café, tapándose la boca con una mano, sofocando las carcajadas.

«Primero pillo a mi padre follando con mi mejor amiga, luego le chupo la polla a mi hermano, después pillo al fontanero masturbándose con mis bragas, hace un rato le he comido el coño a mi propia madre (que había estado a punto de morir ahogada) y ahora… ahora ella… ella…».

Carla rio en voz alta, incapaz de contener la histeria ante esa broma cósmica.

—¿Carla?

La voz, sensual y calmada, con un cierto deje extranjero, vino acompañada por el contacto de una mano cálida y suave sobre su hombro. Carla se giró sobresaltada, tapándose de nuevo la boca sin poder dejar de reír… o llorar, porque la risa se había transformado en una especie de lloro espasmódico.

Mariola estaba junto a ella, seria, hermosa, con los largos cabellos enmarcando el altivo rostro, acentuando la desnudez de un cuello exquisito.

Carla no podía hablar, sonreía y lloraba al mismo tiempo, negando con la cabeza, sin saber qué decir a esa desconocida, incapaz de procesar todo lo que le estaba pasando.

La mujer pareció comprender lo que le estaba sucediendo a la chica y le tomó las dos manos, apretándolas levemente. Luego le habló muy despacio, vocalizando y marcando las pausas.

—Me llamo Mariola. Viví en Luégana antes de que tú nacieras y tu madre y yo éramos muy amigas. Éramos amantes. Nos separamos hace décadas y nos volvimos a reencontrar dos días atrás.

Carla seguía negando con la cabeza en silencio mientras lloraba, bloqueada.

Mariola hizo el amago de acercarse más a ella, pero Carla le apartó las manos con brusquedad.

—Esto no está pasando —consiguió decir al fin, quitándose las lágrimas de la cara con un movimiento feroz—. No es real. No es real…

—Carla… —Comenzó a decir Mariola en voz baja, pero la pequeña la interrumpió, alzando la voz y señalando detrás de la mujer, hacia el salón.

—Aquella es mi madre y acabo de sacarla de la piscina a punto de ahogarse borracha perdida. ¿Sabes por qué? Porque mi padre… ¡Mi padre! Le pone los cuernos con mi mejor amiga, ¿entiendes? Y ahora… ahora resulta que ella también… ¿que también tiene una amante…?

Carla echó la cabeza hacia atrás, soltando una carcajada histérica, colocando las manos sobre su cabeza. Mariola volvió a tomar las muñecas de Carla, pues deseaba que hubiera contacto físico para poder transmitirle confianza. Luego volvió a hablar con el mismo tono pausado.

—Siento mucho que nos hayamos conocido de esta manera. En cierta manera creo que también soy culpable de lo que le ha pasado a tu madre esta noche.

Carla dejó que esa mujer la tomase de las manos, pero siguió agitando la cabeza en señal de negativa sin dejar de sollozar y sonreír al mismo tiempo. Mariola siguió hablando, tratando de resumir lo que había pasado.

—Ella acudió a mi esperando que yo cumpliera un promesa que le hice, pero no me encontró aquí. Creo que se sintió dolida y traicionada, pues ya la abandoné una vez en otra ocasión. Eso ha debido de afectarla, llevándola a hacer algo que no hubiera hecho de ninguna otra manera.

«Esto es una mierda —pensó Carla—. Yo no sé de qué narices habla esta tía. Esto no está pasando. ¡Esto no está pasando!».

Carla se zafó de Mariola y fue al salón. Su madre estaba otra vez durmiendo la mona sobre el sofá. La hija se acercó a ella con la intención de despertarla y pedirle explicaciones, pero algo la detuvo. Carla se acababa de dar cuenta de que era ella quien se había inmiscuido en la vida de todas estas personas: su madre y Mariola, su padre y Magdalena, su hermano y su novio universitario. Todos ellos tenían en común algo más que ser amantes: Carla.

Fue ella quien hizo dudar a Esteban de su sexualidad con sus juegos de alcoba, obligándolo a huir de casa por miedo a perder a su novio universitario. Fue ella quien permitió y alentó a su amiga Magdalena a que conquistase a su padre, permitiendo además que consumaran su amor en el estanque, disfrutando ella también de ello, facilitando la discusión de esa noche y la ruptura de sus padres.

También había sido ella quien había probado el sexo prohibido de su propia madre, y ahora estaba dispuesta a inmiscuirse entre ella y esta mujer — «¡su amante!» — para impedir que disfrutasen de lo que ella carecía.

«¿De qué careces, Carla? ¿Qué es eso que te falta y que todas estas personas poseen y tú deseas? ¿Por qué estás celosa?».

Miró a su madre: los rizos húmedos pegados sobre su rostro, amado y querido. En la placidez del sueño sonreía levemente, con las mejillas arreboladas. Miró a su amante, esa tal Mariola, tan bella como una actriz de cine, con los ojos húmedos posados sobre el cuerpo semidesnudo de su madre. Había algo en esa mirada que le hizo sentirse como una intrusa, como si estuviera interrumpiendo una energía que emanaba de esas dos personas.

«Celos. Celos de Esteban y sus amantes y sus vídeos; celos de papá y Magdalena; celos de mamá y… de esta mujer».

Mariola se acercó a ella, pero Carla se apartó.

«Celos, celos de todos ellos, de su sexualidad, de su libertad».

Carla pensó en Miguel y lo odió como nunca había odiado a nadie en toda su vida. Se inclinó y besó a su madre en la mejilla, después salió de allí sin mirar atrás, con una pregunta martillándole la cabeza constantemente: «¿Qué es eso que te falta y todos ellos tienen, Carla?».

Encontró la respuesta justo antes de dormirse en el asiento de atrás del taxi, camino de casa, mientras pensaba en los ojos color miel de Víctor, en su sonrisa, en sus viajes y en su cuerpo lleno de músculos y grasa.

MIGUEL

La chica dijo que se llamaba Damaris y a Miguel le llamó la atención su pose altiva, su esbelto cuerpo apretado en un ceñido traje de noche y su cuello largo, blanco y delgado. Damaris parecía una de esas modelos anoréxicas de mirada lánguida y apática, esas que llevan la indolencia por bandera y los andares de una diva pasada de vueltas.

Dijo que estaba celebrando su decimonoveno cumpleaños a solas porque «sus padres no comprendían la vaguedad de una existencia discriminada por los cambiantes flujos artísticos de las nuevas tecnologías». Lo que venía a significar que ella quería ser una influencer instagramer y sus padres no le habían querido comprar el carísimo equipo audiovisual que ella necesitaba. Se había escapado de casa y estaba fumando heroína de baja calidad a las puertas del antro de moda en aquellos momentos.

Miguel le echó el ojo y no tardó mucho en lograr que subiera al deportivo. Ya habían pasado dos días desde su tropiezo con Desiré, la madura prostituta, y Miguel había estado viajando desde entonces, conduciendo el Mazda sin rumbo fijo por la costa, aprovechando los últimos días de vacaciones en la empresa de su padre.

Nunca había estado en esa ciudad y lo primero que hizo fue informarse sobre cuales eran los barrios más problemáticos, buscando en ellos alguna vieja zorra que se dejara pegar por cuatro perras. Fue durante esa búsqueda que llegó a las puertas de ese antro, tropezando con Damaris, la niña de papá enfadada con la vida, jugando a ser mala y con ganas de que le dieran caña.

Miguel le dio más de lo que ella hubiera querido.

Deshacerse del cadáver de una chica de diecinueve años no era nada complicado ni difícil. Lo jodido es lograr que nadie sepa que lo has hecho tú. Miguel aprendió esa noche lo tremendamente complicado que era hacer eso. De hecho, estaba seguro de que era prácticamente imposible. Para empezar, era muy probable que lo hubieran visto hablando con la chica antes de que esta subiera a su coche. Solo con eso la cagada ya era monumental. Pero encima el precoz e inepto asesino había dejado tantas huellas y evidencias de su crimen que le parecería un milagro si la policía no le echaba el guante en menos de cuarenta y ocho horas.

La estranguló en el coche y consiguió tener una erección plena durante unos segundos al sentir en sus manos los últimos y trágicos estertores de la pobre chica. Trató de violar el cadáver, pero no consiguió mantener la erección el tiempo suficiente y lo dejó por imposible. Después se asustó un poco, pero no por lo que había hecho —en su mente de psicópata no había espacio para la empatía, el arrepentimiento o la conciencia— si no por que no había tomado precauciones y temía contagiarse con alguna venérea.

Si había algo a lo que Miguel tuviera miedo era a las enfermedades, sufriendo una fobia visceral hacia los hospitales y los centros médicos.

Para deshacerse del cadáver optó por un clásico: arrojarlo por un acantilado y dejar que las rocas, el mar y los peces hicieran el resto. Luego limpió el Mazda a fondo y dejó de preocuparse por la policía.

«Lo que sea, será» —pensó mientras ponía rumbo hacía la ciudad donde vivía Carla, su exnovia, a la que consideraba culpable de su impotencia.

CONTINUARÁ...

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