Esperma (22)

Carla regresa a casa tras el paseo con Víctor. Allí su padre confiesa su infidelidad. Gabriel también habla con su joven amante, Magdalena, para darle la noticia de que Rosa lo sabe todo.

21.

CARLA

Carla siguió a su padre hasta el salón, inquieta porque intuía que la discusión que sus padres habían tenido en la cocina mientras ella paseaba con Víctor había sido más grave de lo que ella pensaba.

—Siéntate —pidió Gabriel señalando una silla a su hija.

Carla ignoró el ofrecimiento.

—¿Dónde está mamá? —preguntó con seriedad, un poco asustada.

—Ella ha salido. Verás… —Gabriel trató de ordenar sus ideas antes de hablar—: Estoy con otra mujer desde hace un tiempo Carla. Tu madre lo sabe y hemos hablado sobre ello.

La chica lo miró de hito en hito, sorprendida al ver que su padre se había atrevido al fin a confesar su infidelidad.

—¿A dónde ha ido? —preguntó de nuevo, esta vez enfadada.

—Ella… Ella quiere estar unos días a solas. Ha ido al cortijo del pueblo aprovechando que los abuelos están de viaje con el Imserso.

—Pero… ¿Así, sin más? —Carla movió los brazos con enojo—. ¿Sin despedirse? ¿Qué le has dicho? ¡Qué le has hecho!

—¡Nada! Carla. Solo necesita algo de espacio. Y tiempo.

—¿Tiempo? Pero… ¿Pero qué pasa conmigo, con la casa, con el trabajo? No puede dejarlo todo así como así.

—Carla, ella necesita estar a solas —dijo en tono tranquilizador—, y tener un poco de perspectiva. Serán solo unos pocos días, puede que regrese mañana.

—¿Mañana?… —Carla frunció el ceño—. ¿Le dijiste que te follas a Magdalena?

Gabriel abrió mucho los ojos.

—¿Q… qué? ¿Quien… Cómo…?

—¡Joder, papá! ¿Se lo has dicho o no?

Ahora fue Gabriel quien miró de hito en hito a su hija, sin saber qué decir.

—Se lo has dicho, ¿verdad? —insistió Carla.

Gabriel asintió con la cabeza y Carla golpeó la mesa del salón con ambas manos.

—¡¿Y has dejado que se vaya?!

—¿Dejarla? Ha sido su decisión, Carla. ¿Qué querías qué hiciera?

—¡IRTE! ¡Tú eres quien debería de haber salido por esa puerta, joder!

—No grites, Carla.

Pero Carla quería gritar, llorar y dar alaridos de rabia. Quería avergonzar y arruinar a ese viejo verde que había provocado que su madre saliera de casa sin necesidad, pero tuvo un destello de madurez que le hizo saber que en realidad, lo que ella quería era desahogar parte de su culpabilidad a base de gritos.

«Tú has sido culpable también Carla. Debiste frenar a esa pervertida de Magdalena hace tiempo. Debiste detener lo que viste en el estanque. Debiste decírselo a tu madre».

—¿Cuándo se fue? —dijo con lágrimas en los ojos.

—Ya debe de haber llegado.

Carla se levantó de la mesa y fue a su cuarto para ponerse ropa de abrigo, ignorando a su padre, que le llamaba para que regresase al salón. Agarró las llaves de su pequeño ciclomotor y salió de casa, llamando a su madre por el teléfono mientras bajaba por las escaleras, perseguida por la voz de su padre, que trataba de hacerle entrar en razón. No había cobertura y su madre no respondía. Sacó la pequeña scooter del garage y puso rumbo a Luégana, decidida a no dejar sola a su madre en un trance como ese, odiando a su padre tanto como a sí misma.

Con el ciclomotor tardaría un par de horas en llegar, pero no le importaba. Así tendría tiempo para pensar y reflexionar.

GABRIEL

Curiosamente, la única persona con la que podía hablar de todo lo sucedido era con Magdalena. La única persona que sabría escucharle y darle apoyo era esa criatura de aspecto frágil y aniñado. Después de varias semanas de profunda relación con ella había descubierto que debajo de esa fachada de aparente despreocupación e histrionismo alocado había una mujer inteligente, comprensiva y con una visión de la vida más amplia que lo que se hubiera esperado de una chiquilla de su edad.

Se sentía mal. Muy mal. Estaba avergonzadísimo por haberse comportado como un cobarde y no haber sabido encauzar toda aquella situación. Hace muchos años que Rosa y él debieron de hablar sobre su matrimonio y tratar de encontrar un nuevo rumbo a sus vidas, separados si hacía falta, en lugar de dejarse llevar por la inercia de la monotonía. Se sentía mal por haber hecho que su mujer sintiese que había desperdiciado su vida con él. Se sentía mal por no haber querido ver en Rosa su valía y su potencial como mujer independiente y luchadora.

Se sentía mal por eso y por muchas otras cosas, pero con sentirse mal no arreglaba nada. Magdalena le enseñó eso, que la auto compasión solo es una forma de cobardía, la más ruin quizás, pues somos nosotros mismos quienes la creamos para huir de nuestras responsabilidades.

Gabriel vio como se alejaba el pequeño ciclomotor de Carla a través de la noche y sintió una punzada de miedo, algo que siempre le sucedía cada vez que veía a su hija subirse a ese trasto.

Subió a casa y llamó a Magdalena.

Mientras esperaba a que la chica respondiese a la llamada recordó los momentos vividos unas horas atrás, poco después de salir del trabajo y antes de llegar a casa. Había pasado la tarde con ella, como venía siendo habitual en los últimos días. Habían hecho el amor en el viejo Volvo de Gabriel, un mastodonte todoterreno grande y muy cómodo. En el amplio vehículo habían dado rienda suelta a las fantasías de la chica, que tenía una fijación con los testículos de Gabriel.

Él tenía una bolsa escrotal larga y colgante, con las bolas bien diferenciadas, aunque una de ellas era ligeramente más alta que la otra. Eso fascinaba a la chica, aunque Gaby le aseguró que era algo muy común. A Lena le gustaba mucho jugar con sus huevos, colocando sus deditos debajo de cada pelota y darles pequeños golpes para que botasen y se balanceasen, cogiendo a veces cada huevo por separado con delicadeza, masajeándolos y lamiendo el espacio que los separaba, mordisqueando el pellejo del escroto con los labios y chupando la piel arrugada con suavidad.

Gabriel pronto aprendió que a la pequeña Magdalena le gustaba mucho limpiarle el sudor de las pelotas, siendo siempre lo primero que hacía cuando le bajaba los pantalones: meter la cabeza entre sus muslos y lamerle el perineo, moviendo la lengua debajo del escroto, saboreando el almizcle sudado de Gabriel.

A veces la inexperta chiquilla le hacía daño con esos juegos, pues ella le solía agarrar los huevos por la base del escroto, maravillada al ver como se le hinchaban los cojones, inflamándose y poniéndose colorados, con las delicadas venas azuladas dibujadas en la lustrosa superficie. Gabriel se moría de morbo al contemplar la carita pecosa de Lena debajo de él, con sus dientes de conejo y sus gafas graduadas, con sus preciosos ojos verdes y su nariz de cerdita taponada por sus cojones y por su verga, larga e hinchada, descansando sobre esa carita de ángel.

Magdalena aun no sabía chuparle bien la polla, pero en su inexperta torpeza radicaba su encanto, pues Gabriel sentía un placer indescriptible al notar esos tirones, mordiscos, chupadas y aspiraciones, arrítmicas y descoordinadas, sí, pero muy placenteras. La chica también compartía con Carla la fascinación por el esperma masculino y gustaba saborear la olorosa leche de Gabriel. No importaba dónde se corriese el hombre, pues ella acababa por encontrar el modo de llevarse a la boca su ración de esperma.

Aquella tarde se la había tirado a cuatro patas, follándola como a una perrita dentro del coche, con sus dos ridículas y morbosas tetitas moviéndose en el aire. Gabriel las atrapaba de vez en cuando por los pezones, usando sus dedos como una pinza, agitándolas y tirando de ellas mientras la penetraba por detrás. Le encantaba el tacto rugoso y tierno de esas dos gominolas regordetas mientras la pequeña Magdalena gozaba de esos pellizcos, gimiendo con voz aguda al sentir sus pechitos pinzados y estirados.

La visión del trasero de la pequeña a cuatro patas siempre le provocaba un ardor en el pecho y una excitación incontrolable. Las dos huesudas nalgas eran dos esferas achatadas separadas por una oscura raja ligeramente colorada. Cuando las separaba surgía un apretado agujerito rectal rodeado de pelitos anaranjados, cerrado y fruncido como una boquita de labios rojos. Follarse a Magdalena por detrás era siempre una excusa para escurrir su larga polla por la raja del culo y acariciarle el ojete con la punta del nabo.

Magdalena siempre daba un pequeño respingo cuando notaba ese tipo de caricias, contrayendo involuntariamente las nalgas y apretando el culito, pero no decía nada y se dejaba tocar el ojete con la polla, pues sabía que Gabriel respetaría ese hoyo. Además, a ella también le ponía cachonda sentir el glande ahí atrás. Gaby era paciente y sabía que tarde o temprano la dulce Magda le entregaría su apretado agujerito cuando estuviese preparada, mientras tanto, el se conformaba con restregarle el carajo por todo el ojete, sintiendo en la punta de la polla las caricias de los pelos que le crecían a la chica alrededor del esfínter.

Mientras tanto se conformó con penetrar su feo chochete desde atrás, apretando el delgado vientre de Lena con una mano, acariciando la tripita, bajando por el pubis para buscar los colgantes labios y tirar de ellos mientras la follaba. A Gabriel le gustaba mucho el sexo de Magdalena, tan distinto al de su mujer. Era maravilloso sentir como se estiraban esas longevas tiras de pellejo hinchado, como si fueran caucho resbaladizo, calientes y húmedas. Le gustaba pellizcarlas y torturar un poquito a la niña con esos tirones, pero a ella parecía gustarle mucho esos toqueteos, pues gemía y daba pequeños grititos, moviendo su cadera hacia atrás, buscando ella misma una penetración más profunda.

Ella también metía una de sus manos bajo su vientre, pero ella buscaba los huevos de Gabriel para acariciarlos y masajearlos. Era su fetiche, pues consideraba los testículos como la fuente de la hombría de su macho, y le gustaba sentir de alguna manera que le pertenecían a ella también. La expresión «tenerlo agarrado de los huevos» cobraba un significado muy real en esos momentos, sintiendo las pesadas pelotas de su amante sudorosas y peludas, cubiertas de pellejo arrugado y apretándose contra su vulva.

El placer que sintió Gabriel con ese masaje, combinado con la sublime estrechez de la vagina de Magdalena, le llevó a un orgasmo intenso, paralizando todo su cuerpo durante dos segundos interminables en los que parecía que nunca le iban a salir los chorros, pues sentía los conductos internos de su rabo estrujados, atorados.

El cañonazo fue brutal y a Gabriel le dolió la polla por dentro. Magdalena se movió hacia delante para que la verga saltase fuera, chorreando flujos y semen. La chica volvió a recular hacia atrás para que el largo pito resbalase fuera de sus nalgas y la punta de la verga se apoyase en los lumbares: la niña tenía ganas de sentir como le chorreaba el esperma caliente por la espalda para que le entrase por la raja del culo.

La uretra dejó de escupir el ardiente yogur y Gabriel tuvo que recoger de la espalda el semen con los dedos para metérselo a la niña en la boca; así ella tuvo su ración de nata masculina, algo que Magdalena agradeció con un prolongado beso en el que el hombre probó su propia sustancia, viscosa y caliente.

Cuando acabaron fumaron un cigarrillo de marihuana que había liado Magdalena. Gabriel jamás había fumado tabaco y nunca había probado ningún tipo de droga hasta conocer a Lena, que solía fumar algún cigarrillo de maría los fines de semana o en momentos especiales. Se relajaron en el coche, desnudos, a la sombra de un pequeño bosquecillo lejos del centro urbano, abrazados, charlando despreocupados y haciendo castillos en el aire.

Magdadlena hablaba mucho y a Gabriel le encantaba escucharla, dejándose llevar por esa imaginativa y alocada cabecita, escuchando sus extrañas teorías sobre la vida y la filosofía de la naturaleza. La madre de Lena era una viuda de buena posición adicta a las religiones tántricas y otras supercherías místicas. Solía organizar fiestas y reuniones de carácter espiritual donde abundaban las drogas blandas, los amantes del hermetísmo y los zumbados de la new age , influyendo en la pequeña Magdalena y llenándole la cabeza de extrañas teorías que ella adaptó y fusionó con su visión de la vida, más empírica y racional.

Era una joven muy inteligente que estudiaría microbiología con la idea de opositar y entrar en una agencia estatal de investigación. Gabriel estaba convencido de que lo lograría.

Aquella tarde, mientras fumaba con ella en el coche, detectó que Magdalena estaba un poco más taciturna que de costumbre. El sexo había sido glorioso y la conversación posterior amena y despreocupada, pero algo rondaba en la cabeza de la chica que Gabriel no podía detectar muy bien. Pausas muy largas, miradas ansiosas, un ligero temblor en los labios cuando dudaba al hablar… como tratando de decirle algo más serio que la simple cháchara que se prodigaban en ese momento.

—¿Gaby? —la voz de Lena le sacó del estupor y se incorporó en la sofá del salón dando un respingo. Había estado a punto de dormirse. Descubrió sin sorpresa que estaba empalmado.

—Hola cielo. ¿Estas sola?

—Sí… Luciana está fuera. —Luciana era la madre de Magdalena, pero casi nunca la llamaba «mamá»—. ¿Ocurre algo?

—No… Sí. Verás —respiró profundamente antes de continuar—, he hablado con Rosa y le he contado lo nuestro. Hemos discutido.

Gabriel oyó un jadeo de sorpresa y luego un largo silencio. Después la voz de la chica sonó preocupada mientras hablaba muy deprisa.

—¿Cómo se lo ha tomado? ¿Está bien? ¿Sabe que soy yo? ¿Cómo ha sido? ¿Por qué se lo has contado? O sea, quiero decir que me alegro de que lo hayas hecho, era necesario que lo hicieras; ojalá lo hubiéramos hecho antes. Ay, cariño me siento tan mal por ella, ¿por qué no…?

—Lena. —Gabriel trató de interrumpirla—. Lena, espera. Escucha…

—¿…Por qué no tuvimos el valor de hacerlo antes? De todas formas este día tenía que llegar, eso ya lo sabíamos; yo quería que fuera de otra manera, me gustaría haberlo suavizado o algo. ¿Fue muy dura la discusión? Seguro que sí; yo estuve hablando con Carla esta misma mañana para tratar de encontrar una manera de arreglar todo esto, pero ella no me escuchó porque…

—¿Qué? Espera, espera. ¿Qué has dicho? ¿Carla? ¿De qué estas hablando?

—…Ella es muy tozuda y no… —Se interrumpió al darse cuenta de que se le había escapado.

—¿Hablaste con Magdalena esta mañana sobre lo nuestro? ¿Tú se lo dijiste a ella? —La mano que sostenía el móvil sudaba profusamente.

La chica tardo mucho en responder.

—Sí. Lo siento, Gabriel. Se lo dije, pero ella ya lo sabía. Ella lo sabía todo desde el principio. Nos vio en el estanque.

Las palabras de Rosa acudieron a su mente: «No sabes nada, Gabriel. No sabes nada de tus hijos ni de tu casa».

—Entonces, ¿fuiste tú quien se lo contó a mi hija? —La voz de Gabriel sonaba cada vez más enojada—. Habíamos quedado en que encontraríamos el momento adecuado, que lo haríamos bien. ¿No se te ha ocurrido pensar que a lo mejor Carla se lo diría a su madre? ¡Por eso hemos discutido esta noche! Carla se lo ha tenido que decir.

—¿Q… Qué? No, no, Gaby. No. Carla lo sabía desde el primer día, ya te lo he dicho, ella no…

—¡Debiste esperar, Lena! Dijimos que esperaríamos el momento adecuado, que no nos precipitaríamos. Ya conoces a la tozuda de mi hija. Habréis discutido y se habrá enfadado y se lo habrá contado todo a Rosa solo para desquitarse.

—¿Qué? No… ¡No! Eso no es así, ella nunca haría eso. No… Por favor, no te enojes —A través del móvil le llegó un sollozo.

—¿Por qué no esperaste, Lena? Maldita sea.

—Tenía que hablar con ella, necesitaba hablar con mi amiga.

—¡¿Qué?! Maldita sea, Lena. ¿Qué demonios tenías que decirle, eh? No tenías que decirle nada de lo nuestro aún.

—Estoy embarazada.

—No tenías derecho a inmiscuirte en mi familia, Lena. Debía de ser yo quien encontrase… ¿Qué has dicho?

Magdalena intentó repetir las palabras, pero estaba rota y solo podía llorar.

—Magdalena… ¿Es una broma?

—No —consiguió decir al cabo de un rato.

«Esto no puede estar pasando».

Gabriel apenas pudo entender lo que Magdalena le dijo a continuación, pues los sollozos se mezclaban con las palabras en una confusa amalgama de sonidos lacrimosos.

—¿Puedes venir… por favor? Necesito que vengas, Gabriel… ¿Podemos hablar aquí…? No… No quiero estar sola… Por favor… —Magdalena se derrumbó y no pudo seguir hablando.

Gabriel escuchó cómo lloraba a través del teléfono, incapaz de pensar o reaccionar, confuso, asustado y enfadado.

—No puedo, Lena. Rosa se ha ido de casa ¿Entiendes? —masculló aferrando el teléfono con fuerza—. Mi mujer me ha abandonado y mi hija se ha ido detrás, se ha subido a la moto y se ha largado de noche hasta el pueblo. ¡Sola! ¿Entiendes? Eso es lo que ha pasado esta noche, por tu culpa.

—Lo siento —gimió la chiquilla entre sollozos y lágrimas—, lo siento.

Magdalena colgó y Gabriel se quedó mirando la pared del salón, aferrando el teléfono con fuerza, tratando de encontrar un sentido a todo lo que le estaba ocurriendo esa noche. Dejó caer el móvil y se llevó las manos a la cabeza rapada, mesándose el cuero cabelludo una y otra vez.

«¿¡Embarazada?!».

De repente fue consciente de lo que había hecho, de lo que había estado haciendo todas estas semanas.

«Has estado follando con una chica de la edad de tu hija hasta dejarla preñada. Le has puesto los cuernos a tu mujer con una chiquilla que ha estado en tu familia desde que era una niña, por el amor de Dios, Gabriel ¿En qué cojones estabas pensando, ¿eh?».

Se levantó y dio vueltas por la casa, tratando de recordar donde había dejado las llaves del coche.

«La has dejado preñada, Gabriel. ¿Qué va han decir en el trabajo cuando se enteren de que tu mujer te ha abandonado porque le pusiste los cuernos con esa chavala? Viejoverde, degenerado, asaltacunas, sinvergüenza, baboso…»

Comenzó a voltear cojines y a mover muebles, removiendo cajones y tirando objetos al suelo, furioso por no encontrar las puñeteras llaves.

«¿Qué dirán los vecinos, los del club naturalista, tus amigos y los amigos de Rosa…? ¡Tus suegros, Gaby! ¿Qué dirán tus suegros? En Luégana vas a ser la comidilla durante años».

—¡Joder! —exclamó al golpearse la espinilla contra una mesita baja.

«¿Y tu padre, Gabriel, qué dirá el viejo García cuando sepa lo que has hecho?».

Las llaves aparecieron en el baño, encima del lavabo. Gabriel las agarró y salió a toda prisa del apartamento, bajando al garaje comunitario en busca del todoterreno. Arrancó el vehículo y salió en dirección al pueblo sin pensar en lo que hacía. Su cabeza era un hervidero de voces e imágenes que lo avergonzaban, acusándole de su infidelidad y de su escandaloso comportamiento, tan impropio de un respetable padre de familia.

Para acallarlas puso el equipo de música a todo volumen y trató de no pensar en nada más que en alcanzar a su hija y llevarla a salvo hasta Luégana para tratar de arreglar las cosas allí con su esposa.

Continuará

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