Esperma (18)
(SIN SEXO/SIN MORBO) Rosa y Gabriel tienen una conversación.
18
CARLA
Carla pasó la tarde del lunes con un par de amigas en el centro, tomando café, cervezas, fumando marihuana y hablando sobre estudios, ropa, tatuajes, chicos. No quería pensar en todo lo que había pasado en los últimos tres días, especialmente lo sucedido aquella mañana con ese fontanero y la discusión con Magdalena, aunque su corazón se aceleraba cada vez que pensaba en sus sucias braguitas, escondidas en una bolsa de plástico bajo su cama. Llegó tarde a casa, siendo noche cerrada, encontrándose con que su madre acababa de llegar del trabajo.
Rosa estaba un poco taciturna, muy callada. Algo le debía de preocupar y a Carla le daba mucha lástima.
«Pobrecilla. Cuando sepa lo de papá y Magdalena…» —pensó mientras le ayudaba a preparar algo para la cena.
De repente se le ocurrió que a lo mejor era eso lo que le pasaba, que quizás había descubierto lo de su padre y Lena. Carla la miró atentamente mientras su madre trajinaba por la cocina, ajena a la mirada inquisitiva de su hija.
«No. No lo creo. Ella no es de las que se callan; si supiera algo habría montado una escena y a mi padre le hubieran faltado pies para salir corriendo. Es otra cosa».
Carla contempló el cuerpo obeso y bajito de su madre, con esa maravillosa melena de rizos negros cayendo sobre la espalda ancha, fuerte, cargada de problemas y preocupaciones y sintió una súbita oleada de amor y ternura hacía ella.
«No merece lo que le están haciendo —pensó con el ceño fruncido—. No es justo».
—Estás muy callada mamá. ¿A ido bien el día?
Rosa se encogió de hombros.
—Estoy bien, pero han sido muchas horas, cariño. Hoy he doblado el turno.
—Ya —dijo Carla colocando tres cubiertos sobre la mesa—. No has venido a comer al mediodía.
—Comí en el trabajo —mintió Rosa, que llevaba todo el día sin probar bocado con el estómago hecho un manojo de nervios pensando en Mariola.
La madre retiró el pescado hervido y comenzó colocarlo en una bandeja, mirando de reojo el reloj de la cocina.
—¿Sabes algo de tu padre? ¿Te ha dicho a que hora vendría esta noche?
Gabriel llevaba varias semanas llegando tarde con una excusa sobre algo relacionado con un cambio de normativas y leyes que afectaban a su departamento en el Registro Civil, pero Carla suponía que en realidad pasaba las tardes con su amiga Magdalena.
«A saber las cosas que hará con la pervertida esa» —pensó con una punzada de celos.
En ese momento oyeron que se abría la puerta principal. Gabriel asomó su calva rapada por la puerta de la cocina. A Carla se le hacía raro ver a su padre con ese nuevo estilo, acostumbrada a verlo siempre con aquél ridículo flequillo tan gracioso. Se había rapado la cabeza un par de semanas atrás y lo cierto era que le sentaba muy bien, haciéndole parecer más joven. También había perdido peso. No había que ser muy lista para adivinar a qué se debían tantos cambios.
—Hola —saludó Gabriel mientras olfateaba el aire—. Huele bien, ¿pescado?
Carla se fijó en que no le dio a su madre los dos besos de costumbre.
—Lubina. —Fue la escueta respuesta de Rosa.
—Hola Carla. —Gabriel le dio un beso en la mejilla.
—Hey —dijo ella a modo de saludo, colocando vasos y refrescos sobre la mesa.
Gabriel se quedó de pie, observándolas en silencio, sin saber muy bien qué decir. Los tres estaban perdidos en sus pensamientos y una extraña atmósfera de soledad compartida flotó en el ambiente.
—Voy a lavarme —dijo su padre al cabo de un rato, saliendo de la cocina.
Carla lo siguió con la mirada y pensó en Magdalena y en la discusión que habían tenido esa mañana, preguntándose por enésima vez si tenía algún derecho a enojarse con ella y con su padre.
«No puedes culparlos por gozar de sus cuerpos cuando tú misma disfrutaste viéndolos».
Algo le decía que ahí debajo había connotaciones filosóficas más profundas de lo que ella estaba dispuesta a reconocer: ¿quién es más culpable, el infractor o el beneficiario de la infracción, que la permite con su inacción?. De todas maneras decidió que si alguien debía de hablar con su madre debía de ser papá.
«¿Por qué no hablas tú con él? Quizás podrías convencerlo para que deje de ver a Magdalena o para que confiese su infidelidad».
Carla rechazó esa absurda idea con un temblor de hombros y se sentó a la mesa.
—Oye Carla —Rosa se dirigió a su hija mientras repartía el pescado—, ¿mañana por la mañana podrías quedarte en casa otra vez? Le he dicho al contratista que venga a colocar la puerta.
Carla pensó en las bragas sucias que había guardado en su habitación, reservadas para Víctor. Aún así, no estaba segura de querer volver a encontrarse a solas con ese tío.
«Una cosa son las fantasías en medio de un ataque de lujuria y otra muy distinta incitar a ese pervertido a que me viole».
—Pero, ¿de verdad vas dejar que arregle la ducha? —protestó Carla—. ¿¡Pero si no lo conocéis?!
La voz de su madre sonó cansada.
—Me lo recomendó una amiga y nos va a hacer un buen precio. Además, tú lo has conocido ya, ¿no?
—Sí. —Aceptó dubitativa.
—¿Qué te ha parecido?
«Me ha parecido que es un pervertido peligroso con pinta de haber salido de una película carcelaria».
—Pues… pues es… es…
Carla sentía la obligación de advertir a su madre sobre ese tío, un hombre que se masturbaba oliendo bragas en casas ajenas, pero al mismo tiempo deseaba volver a verlo. Quería ver su reacción a esas bragas tan sucias que había preparado esa tarde.
—…Es un poco raro, mamá.
—¿Raro?
—Sí… tiene. Tiene unas patillas muy grandes.
—¿Qué?
«Pareces idiota, Carla. Déjalo. Decide de una vez si se lo cuentas a tu madre o no».
—Nada, má. No me hagas caso. —Negó con la cabeza mientras masticaba—. Está bien, mañana le esperaré.
Gabriel entró a la cocina y se sentó a la mesa.
—¿De qué habláis?
—Mamá a contratado a un tío para que arregle el baño pequeño.
Gabriel frunció el ceño.
—¿Ah, sí? No sabía nada.
—Para no variar —dijo Rosa sentándose también y sirviéndose una minúscula cantidad de ensalada.
—¿Cómo?
—Digo que últimamente no quieres saber nada de lo que pasa en esta casa.
Carla miró a su madre y en seguida vio que una tormenta se avecinaba. Gabriel también la vio venir y suspiró con fuerza, levantando las manos en señal de paz.
—Rosa, ha sido un día muy largo. ¿Podrías esperar a que terminemos de cenar? Después hablaremos todo lo que quieras.
—Para mí también ha sido un día muy largo, pero claro, eso tampoco lo sabes.
Gabriel se resignó.
—Rosa, yo no tengo la culpa de que los nuevos proyectos me exijan tanto tiempo. Es mi trabajo, ya lo…
—Oh, sí, por supuesto que es por tu trabajo —Rosa le interrumpió apuñalando una lechuga con el tenedor—. Siempre ha sido por tu trabajo. ¡Todo en esta casa ha girado en torno a TU trabajo! Los horarios de las comidas, el colegio de los niños, la casa donde vivimos… ¿Cuántas veces nos hemos mudado por tu trabajo, Gaby?
Gabriel miraba alternativamente a su mujer y a su hija, buscando apoyo en ésta última, tratando de entender qué narices le había picado a Rosa esa noche. Pero Carla estaba tan sorprendida como su padre y así se lo hizo saber, alzando las cejas y negando con la cabeza, como diciendo «Hey, a mí no me mires, no sé nada».
—Dos veces, Rosa —dijo Gabriel atacando el pescado—. Nos hemos mudado dos veces por mi trabajo. Y no sé a qué viene ahora todo esto.
—No, ya sé que no lo sabes. No sabes nada. Nunca sabes nada —Rosa dejó los cubiertos sobre la ensalada, prácticamente intacta—. Ese es el problema, que ya no quieres saber nada, ni de mí, ni de tus hijos ni de tu casa.
Gabriel miró fijamente a su mujer.
—¿En serio quieres tener esta discusión ahora, Rosa? ¿Aquí, delante de nuestra hija?
—Hey, si es por mí me voy ahora mismo, ¿vale? —Carla se levantó de la silla.
—No seas tonta, Carla. —Gabriel le tomó la muñeca, pero ella se zafó.
—No papá, creo que será mejor que me vaya al salón. Me parece que tenéis mucho de qué hablar —Carla se inclinó sobre su padre y le miró a los ojos—. Pero mucho.
Luego agarró su plato y salió de la cocina, cerrando la puerta tras ella.
Trató de comer en el salón, pero a los pocos minutos comenzaron los gritos, algo muy raro en sus padres, pues sus discusiones siempre habían sido muy civilizadas y rara vez llegaban a levantar la voz. Carla quería volver a la cocina y ponerse del lado de su madre. Quería echarle en cara a su viejo todo el asunto de su infidelidad, pero le daba mucho apuro su madre.
«Ella quiere muchísimo a Magdalena. ¿Cómo le sentaría saber que papá le pone los cuernos con ella? Joder, vaya mierda».
Carla tiró los cubiertos contra el plato, más enojada consigo misma que otra cosa, pues ella tenía parte de culpabilidad en todo ese asunto. ¿Qué diría su madre al enterarse que ella lo sabía todo desde hace semanas?
«¿Y Esteban? ¿Qué diría mamá si se enterase de que su hijo homosexual graba películas porno y que yo le chupé la polla?».
De repente se le quitó el apetito y sintió que hacía demasiado calor en aquella casa, así que salió a despejarse, huyendo del ruido.
GABRIEL Y ROSA
—¿Ves lo que has conseguido? —dijo Gabriel señalando la puerta de la cocina.
—No metas a la niña en esto. Ya es mayor y sabe muy bien lo que hace, pero claro, ¿qué sabrás tú de ella?
—¿Qué narices te pasa, Rosa? ¿A qué viene…? —Gabriel hizo un gesto con los brazos abarcando toda la estancia— ¿A qué viene todo esto?
—No Gabriel. —Rosa señaló con un dedo la cabeza rapada de su marido—. ¿A qué viene todo eso? ¿A qué viene el corte de pelo, la dieta, los perfumes, llegar tarde por las noches…?
Gabriel puso los ojos en blanco y sonrió mientras negaba con la cabeza como diciendo «Oh, venga ya». A Rosa le enojó ver ese gesto.
—¡No me tomes por idiota, Gabriel! Veinticinco años, Gaby, veinticinco años juntos. ¿Crees que no sé lo que pasa? ¡¿Tan estúpida me crees?!
—Rosa, por favor, no…
—¡NO! —Rosa se incorporó y se apoyó en la mesa, en un gesto calcado al que hizo su hija unas horas atrás discutiendo con Magdalena.
—¡No, Gabriel! No lo niegues, no te inventes más excusas y deja de tomarme por una idiota, por una… una imbécil… una… —Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas a pesar de sus esfuerzos por contenerlas—. No me tomes por una maruja gorda y estúpida a la que puedes engañar de la forma en que te de la gana porque…
—Rosa, por favor, no digas eso, no…
—¡A la que puedes engañar! —Rosa alzó la voz para impedir que la interrumpiese, golpeando de nuevo la mesa con los ojos llenos de lágrimas—. A la que puedes engañar porque crees que ya no me importa nada… Que ya todo me da igual porque… Porque ya no tengo vida, porque ya no tengo… sueños.
Rosa se dejó caer sobre la silla. Gabriel la miró consternado, confundido y avergonzado, pues sabía que había verdad en sus palabras. Rosa continuó hablando mientras se apartaba las lágrimas con un gesto furioso.
—Piensas que me puedes engañar porque crees que no diré nada, que me haré la ciega y la sorda porque soy una pobre gorda, vieja y aburrida que ya no tiene nada que ofrecer en esta vida…
—Tú no eres así, Rosa.
La mujer sonrió sin pizca de humor.
—¿Ah, no? Dime Gabriel —susurró entre sollozos— ¿Qué ves cuando me miras, eh?
Gabriel estuvo a punto de cometer el error de ser un cobarde condescendiente con ella y mentirle, pero entonces recordó a la chica rebelde y pizpireta que conoció hace veinticinco años. Un terremoto de energía vigorosa, una criatura de una vitalidad salvaje que contrastaba con la personalidad apacible y serena de Gabriel.
—Veo a la madre de mis hijos. Veo a la que una vez fue la mujer de la que me enamoré, y aunque a veces trato de encontrar a esa mujer, hace tiempo que no la veo.
Gabriel cerró los ojos y suspiró con fuerza.
—Veo a alguien… —El hombre se quitó las gafas y se pasó el dorso de la mano por los ojos—. Veo a alguien a quien no he sabido hacer feliz.
Rosa asintió levemente con la cabeza, llorando.
—¿Me respetas, Gabriel?
—Sí, Rosa —dijo inmediatamente, pero luego se arrepintió, pues supo que mentía y, lo peor de todo, que Rosa sabía que él mentía.
—¿En serio me respetas, Gaby? ¿Y por qué no te atreves a decirme que tienes una amante?
El marido abrió la boca para negarlo, pero luego la cerró sin decir nada.
—No me molesta que tengas una amante, Gaby. En serio. Me alegro por ti. Pero me jode… Me jode hasta un nivel que no puedes llegar a imaginar el hecho de que no tengas el valor de decírmelo, de llegar tarde, arreglarte como si fueras un chaval de veinte años que va a salir de fiesta y pretender que yo no me voy a dar cuenta de nada.
El rubor encendió el rostro de Gabriel y no supo que decir, pues ella siempre supo ver en su interior mejor que él mismo.
—Tan solo… Solo ha sido…
—No, Gabriel —interrumpió ella haciendo un ademán con el brazo—. Te conozco, Gaby, y sé que lo que tienes con esa otra persona no es algo… esporádico. No es un rollete. No es una puta o alguien con la que encamarse de vez en cuando, ¿verdad?
Gabriel miró a su mujer, pero no dijo nada.
—Estas enamorado de ella, ¿no es así?
Gabriel encontró el valor para mirar a su mujer a los ojos y asentir con la cabeza.
—¿Es Magdalena?
El marido cerró los párpados, pues esta vez no se atrevía a mirarle a los ojos.
—Sí —susurró.
Rosa podría haber sido muy cruel en esos momentos. Podría restregarle la diferencia de edad y la amistad que tenían desde la infancia Carla y Lena. Podría avergonzarlo, ridiculizarlo y arrastrarlo por el fango. Pero seguía siendo su marido y el padre de sus hijos.
«Quizás por eso mismo deberías hacerlo» —pensó su otro «yo», la Rosi rebelde de su adolescencia.
Pero Rosa hizo caso omiso a esa voz, pues en cierta medida la confesión de Gabriel era una liberación para ella (y también para él). Además, Rosa, al igual que Carla, también se sentía culpable, pues ella tampoco era ciega y desde hacía años se había percatado de la atracción que sentía la pequeña Magdalena hacia Gabriel. ¿Por qué no hizo nada? ¿Por qué permitió que esa atracción creciera con el paso del tiempo?
«Al principio porque me alegraba por él. Porque veía que él se sentía halagado, que se sentía especial. Luego porque era como una prueba constante de su fidelidad hacia mi, pues veía cómo Gabriel resistía la tentación de caer en los brazos de esa chiquilla».
«Y porque te excitaba ese juego, Rosi. —La mujer frunció el ceño, sorprendida por ese pensamiento—. Dejaste que Magdalena jugase con Gabriel porque te gustaba ver ese juego de seducción tan infantil… y peligroso».
Sea como fuese, el sentimiento de culpabilidad estaba ahí, fuera o no pertinente, y eso ablandó un poco las cosas.
La voz de Gabriel la sacó de su ensimismamiento.
—¿A donde vamos a partir de ahora, Rosa? —preguntó sabiendo la respuesta.
Ella se encogió de hombros.
—Hace tiempo que deberíamos haber tomado este camino, Gaby. Tú lo sabes.
—Pensé que una vez que los chicos fueran mayores, cuando ya no estuvieran aquí y nosotros tuviéramos más tiempo… no sé. Que todo volvería a ser como antes.
Rosa negó con la cabeza.
—¿Como antes? ¿Antes de qué? ¿De parir a Esteban? No Gabriel, nada volverá a ser como antes. Nunca hubo un «antes». Esto es lo que tenemos.
Gabriel se pasó una mano por la cabeza rapada, mesándose el cuero cabelludo mientras se quitaba las gafas y se pasaba el dorso de la mano por los ojos.
—Lo siento Rosa. Lo siento tanto… Pero… —La voz se le quebró y no pudo seguir hasta que se calmó un poco.
—Soy feliz con ella, Rosa. Sé cómo suena, sé lo que parece: un viejo verde encoñado con una cría, lo sé, pero no es así, en serio.
Gabriel se pasó de nuevo la mano por la frente. Rosa vio que temblaba.
—Es… Es un asco, Rosa, y sé que te estoy haciendo daño con lo que te estoy diciendo, pero es la verdad, Rosa. Tienes razón: no es sexo. No es sexo, Rosa. Soy feliz con ella. La quiero.
Era cierto. Dolía.
—Lo entiendo, Gaby. Lo entiendo.
Rosa pensó en su marido, enamorado de una chiquilla de la edad de su hija. Luego pensó en ella misma, enamorada de una mujer a la que no veía desde hacía treinta años, cuando era adolescente.
—Lo entiendo, Gabriel —repitió, pensando en la tarjeta que le dio Mariola.
—¿Qué hacemos Rosa?
La mujer se pasó las manos por la cara, apartando lágrimas y sudor.
—Creo que deberías hablar con tus hijos, Gabriel, que les digas la verdad. Me gustaría que al menos tuvieras el valor de hacer eso para que no me culpen a mi de… Bueno, de lo que vamos a hacer.
«¿Por qué nos cuesta tanto trabajo decir las cosas por su nombre: ¡divorcio, separación, ruptura, joder, dilo!».
Gabriel asintió con la cabeza.
—Me parece justo.
Ambos guardaron silencio, pero no fue incómodo. Rosa se levantó y comenzó a recoger la mesa, con la comida fría e intacta.
—Cuando te dije que no sabías nada de lo que pasa en esta casa no era retórica, Gabriel. Esteban se licencia este curso y no creo que se quede por aquí, siempre fue muy independiente. Se irá, Gabriel. Nuestro pequeño saldrá del nido dentro de nada.
»Carla… A Carla se le caen las paredes encima, como a mí, Gaby. Últimamente siempre está enfadada, confusa. Algo le pasó hace meses, cuando dejó a Miguel, y desde entonces ella es… —Rosa se volvió para mirar a su marido—. Es como un animal enjaulado, siempre tenso, alerta, listo para saltar y huir a la primera oportunidad.
—¿Eso es lo que va a ser para ella todo esto? ¿Una oportunidad?
Rosa asintió.
—Sí, Gabriel. Para todos.
—¿Oportunidad para qué?
Rosa volvió a pensar en la tarjeta: «María Ola. Novelist & Writer ». El corazón latió muy deprisa dentro de su pecho.
—Oportunidad para vivir.
Continuará...
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