Esperma (10)

(RELATO SIN SEXO -fetichismo-) Víctor es un maduro contratista con una afición poco ortodoxa.

10.

VÍCTOR

Víctor intentó alcanzar el manguito tras la caldera eléctrica, pero el espacio entre la enorme cuba de metal lacado y la pared del baño era demasiado estrecho. Resoplando por el esfuerzo en mantener una postura incómoda volvió a meter el brazo allí detrás, a ciegas, usando sólo el tacto y la intuición. Sus enormes dedos, fuertes y gordos como salchichas, apresaron el tubo flexible y subieron por él hasta encontrar la válvula de cierre.

«Te tengo».

Rezó para que el pequeño grifo no estuviese soldado a causa de la cal o el óxido y apretó en el sentido de las agujas del reloj para cortar el suministro de agua hacia la caldera.

La válvula de corte no se movió ni un milímetro.

«Me cago en la puta».

Víctor extrajo con dificultad el brazo de allí atrás, masajeándose el voluminoso bíceps para mejorar la circulación. A sus cincuenta años se encontraba en forma. Aunque le sobraban bastantes kilos estaba fuerte y sano, pero el imbécil que colocó el termo no tenía ni puñetera idea, dejando apenas espacio para maniobrar en las tomas de agua. Llevaba más de cuarenta minutos trasteando allí atrás, en un espacio ridículamente estrecho, entre la bañera y un mueble empotrado, con el enorme brazo, grande como un jamón, incrustado en unos escasos centímetros de anchura.

«Es la última vez que le hago un favor a alguien».

Pero Víctor sabía que se estaba engañando a sí mismo. En cuanto un amigo o conocido le llamase para ayudarle con alguna avería, él no dudaría en acudir. Electricidad, albañilería, fontanería… chapuces y pequeños arreglos (y a veces no tan pequeños), que él aceptaría realizar con un apretón de manos entre bromas y cervezas.

Su ex-mujer nunca soportó esa faceta de él.

—Es tu tiempo libre, pero lo usas en trabajar. Cóbralo tal y como harías a un cliente de verdad. Eres demasiado bueno y la gente se aprovecha de ti.

Víctor sabía que ella tenía razón, pero no podía evitar echar un cable a sus amigos.

Mientras rebuscaba en la caja de herramientas pensó que Lucía, su ex, fue una experta en explotar ese carácter bondadoso suyo y que fue ella, precisamente, quien más se aprovechó de él, pero pensar en ella le ponía de mal humor, así que volvió a concentrarse en el trabajo.

El sudor recorría su rostro moreno de mandíbula prominente, una cara ancha y robusta enmarcada por unas enormes patillas que cubrían sus mejillas. Era un estilo que Víctor adoptó cuando vio al personaje de Lobezno en los X-Men, hacía muchos años. Aunque él se parecía más a un baterista de Rock que a Hugh Jackman. Su aspecto a veces asustaba a la gente cuando acudía a hacer algún trabajo.

Algunos de sus amigos le llamaban «el Algarrobo», como el viejo bandolero de ficción.

Víctor se rapaba al cero para disimular sus entradas y las canas alrededor de las sienes, lo que le daba aún más aspecto de tipo duro (o eso creía él). Los ojos color miel, inteligentes y cálidos, estaban hundidos bajo unas cejas espesas.

El cuerpo de Víctor tenía forma de barril, con un pecho amplio y de aspecto poderoso, con una tripa prominente debido en gran parte a los fuertes músculos abdominales que había debajo de la abundante capa de grasa. La palabra robusto le encajaba más que la de gordo. Dedicaba cuatro días a la semana a mover grandes pesos en el gimnasio, pero también le gustaba la buena comida y la cerveza.

Víctor pensó que en esos momentos le vendría bien una. Estaba harto de destrozarse el hombro ahí detrás.

Llevaba puestos unos recios vaqueros de trabajo y una ligera camiseta blanca, sucia y deshilachada de tantas veces que la había usado. Era una de sus favoritas porque le encantaba la forma en la que las cortas mangas se ceñían alrededor de sus gordos brazos, realzando sus hinchados bíceps y tríceps.

«Sí, nenas, mirad qué fuerte estoy».

Mientras cerraba la válvula, desconectaba los manguitos y vaciaba la caldera de agua, pensó en los favores y regalos que a veces le hacían sus amigos a cambio de sus servicios, aunque él nunca pedía nada a cambio; él decía que lo hacía por ayudar, y era cierto.

—De tan bueno que eres pareces tonto —decía su ex.

En alguna parte del lujoso dúplex en el que estaba trabajando se escuchaba el sonido de un televisor y el trajín de una cocina. Víctor estaba allí haciéndole un favor a un amigo común de los dueños de esa casa, dueños a los que él no conocía de nada, y se sorprendió gratamente al conocer a la hermosa mujer que le abrió la puerta aquella mañana de domingo. Era una joven de treinta y tantos muy educada y muy guapa, que estaba preparando el almuerzo mientras el marido estaba con los niños de compras en un centro comercial.

Para Víctor, este tipo de situaciones siempre le parecieron el inicio de un mal guión para una película porno.

«La señora de la casa se queda a solas con el fontanero y éste acaba desatascando las cañerías de la parienta».

Lo gracioso es que era un guión que a veces se hacía realidad.

«No me importaría que se hiciera realidad con la señora de esta casa».

Era una señora muy hermosa.

El termo seguía vaciándose y Víctor cambió el cubo mientras pensaba en la mujer que le había abierto la puerta: una morenaza de tetas grandes y con una figura llena de curvas. Una tía cañón embutida en un ligero vestido de verano, mostrando las largas y morenas piernas. A Víctor no le costaría mucho trabajo fantasear con ella.

«Probablemente lo haga esta noche».

Víctor torció un poco el gesto al pensar en eso.

«Mira en lo que te has convertido, chaval, en un pobre viejo cincuentón cuya mayor aspiración sexual es fantasear con una madre mientras se hace una paja a solas».

Víctor se encogió de hombros.

«Mejor solo que mal acompañado» —pensó recordando a la bruja de Lucía.

Unos pasos le advirtieron de que alguien se acercaba por el pasillo.

—Perdone —dijo una voz femenina tras él—, voy a salir un momento, ¿necesita algo?

Víctor estuvo a punto de decir: «sí, una mamada», pero en lugar de eso dijo que no, que no tardaría mucho en terminar.

—Bien —dijo la dueña de la casa sonriendo—. En la cocina hay agua fresca. Si lo desea también puede tomar cerveza fría del frigorífico.

—Muchas gracias, puede que acepte una —Víctor no pudo evitar mirarle los pechos. Había mucho que mirar.

—Por favor, no tenga reparos en tomar las que desee. Le estamos muy agradecidos por haberse tomado la molestia en venir un domingo.

—No hay por qué darlas. Juanjo y yo nos conocemos desde hace mucho y ya sabe lo que se dice: los amigos de mis amigos también son mis amigos.

La chica, cuyo nombre Víctor había olvidado, asintió mostrando su blanquísima dentadura en una amplia sonrisa.

—No le molesto más.

Víctor alzó un brazo en señal de despedida y admiró el contoneo de las generosas nalgas de la mujer mientras se iba por el pasillo.

Cuando la mujer salió de la casa Víctor salió del baño y fue en busca del dormitorio principal. Una vez allí abrió los cajones de los distintos muebles hasta encontrar la ropa interior de la mujer. Durante varios minutos admiró las delicadas prendas, oliendo y acariciando la suave tela de las bragas, sobando la parte interior de los sujetadores de grandes copas y lamiendo el forro interno de las tangas.

En el fondo del cajón descubrió un dildo y Víctor también lo olió y manoseó durante un rato, tratando de imaginarse el coño de esa mujer perforado por el cilindro de goma.

Cuando acabó tuvo especial cuidado en dejar todo exactamente tal y como lo encontró. Dentro del amplio dormitorio había un cuarto de baño y Víctor entró allí también. Al lado de la puerta había un cesto de mimbre para la ropa sucia.

«Eres un guarro» —pensó mientras lo abría.

Sabía que lo que hacía no estaba bien. Sabía que era una guarrada, incluso sospechaba que podría ser un delito, pero no podía evitarlo. También sabía que había ciertos riesgos sanitarios, pero la morbosidad que recorría su voluminosos cuerpo en esos momentos le cegaban la razón.

«Estás enfermo Víctor. Das pena. Mira en lo que te has convertido. En un puto viejo pervertido. Por Dios, no necesitas esta mierda. Busca una novia, joder, que aún eres joven».

Mientras pensaba en todo eso su mano había estado rebuscando en el cesto de mimbre. Apenas había ropa dentro, pero la que encontró le puso el corazón a mil.

Víctor extrajo unas braguitas blancas de algodón. Unas sencillas, sin encajes, con el dibujo de un lazo por delante. También había ropa de hombre, que no tocó, y un sujetador. Víctor buscó el forro interno de las bragas y vio una mancha amarilla que desprendía bastante olor a coño. También había algunos pelos diminutos enroscados en la delicada prenda.

Víctor olió la mancha y luego le pasó la lengua varias veces pensando en el cuerpazo de esa hermosa mujer.

Le hubiera gustado masturbarse, pero había perdido demasiado tiempo. Antes de regresar al trabajo echó un vistazo al interior del sostén. Tenía ligeras manchas de sudor y dos pequeños círculos de humedad secos en el centro de ambas copas, allí donde los pezones habían dejado un poco de líquido.

Dejó todo tal y como lo encontró y regresó junto a la caldera, excitado y empalmadísimo, aunque antes pasó por la cocina y se hizo con un par de latas de cerveza.

«En serio, tío, das asco y das pena. Eres patético».

Sabía que en cuanto llegase a su casa se haría una paja pensando en esa cesta de mimbre. También sabía que después de correrse la depresión post-orgasmo le haría arrepentirse de lo que había hecho y se sentiría como una mierda. Pero también sabía que se le pasaría en seguida y que a la primera oportunidad volvería a hacerlo de nuevo.

«Búscate una mujer, Víctor. Haz como Manuel y busca .una en un puticlub, la sacas de la prostitución y te casas con ella. Te hartarías de oler coño y dejarías de esnifar las bragas meadas de estas buenas mujeres».

Víctor se bebió la primera lata de un trago y luego abrió la segunda. A veces Víctor odiaba a Víctor, sobre todo cuando se ponía a sermonearlo de esa manera.

«Eres atractivo, tío. Aféitate esas patillas de mierda, deja la cerveza y haz tres días de cardio a la semana para bajar esa tripa. En tres meses parecerás el puto Dwayne Johnson de los huevos y tendrás todos los chochos que quieras. ¿Qué coño te ha pasado tío? Antes te encantaba salir de ligoteo».

Víctor estrujó la segunda lata, vacía, y soltó un potente eructo. Luego pasó los enormes brazos alrededor del pesado termo y tanteó el peso. Aún quedaba algo de agua dentro.

«Lucía. La puñetera Lucía. Eso es lo que me ha pasado».

Víctor aún seguía empalmado, con el grueso rabo estirando la tela de los vaqueros, cuando la puerta de la casa se abrió y entró la mujer anunciando su llegada. Cuando la chica entró al baño él no hizo nada para ocultar su abultada bragueta.

«Si la ve mejor para ella».

—¿Todo bien por aquí? —preguntó la chica con una sonrisa.

—Sí. En seguida acabo —Víctor señaló las dos latas arrugadas en el suelo, al lado de las herramientas—. Me tomé la libertad de tomar un par de esas.

—Por supuesto —la mujer se inclinó para tomar las latas y le regaló al fontanero una gloriosa vista de sus dos ubres colgando dentro del escote—. ¿No quiere quedarse a comer? Mi marido no tardará en venir.

«Me quedaría a comer coño. El tuyo, claro».

—No, gracias. No puedo. He quedado —mintió.

—Muy bien, como desee.

La mujer miró atentamente a Víctor sin dejar de sonreír.

—Me gusta tu estilo —dijo la mujer señalando el rostro de Víctor—. Me gustan tus patillas.

—Y a mi las tuyas —replicó Víctor absurdamente.

La mujer regresó a la cocina entre carcajadas y lo dejó confuso y empalmado.

Víctor terminó el trabajo justo cuando llegó el marido acompañado de dos criaturas de corta edad. El hombre insistió en que se quedase a comer, pero Víctor rechazó la oferta con una excusa inventada. El tipo parecía algo nervioso, probablemente dudaba sobre como devolverle el favor por el cambio de caldera. Víctor se despidió y les dejó una tarjeta, por si tenían algún problema con el termo.

También dejo caer entre líneas que podrían hablar de él si algún conocido necesitaba algún trabajo de reparación. Darle publicidad sería una forma de devolverle el favor.

Antes de salir de la casa la mujer le sorprendió dándole dos besos en las pobladas mejillas. Al hacerlo sus prominentes pechos rozaron a Víctor y el recuerdo de ese contacto le acompañó durante todo el día.

A Víctor le hubiera gustado detenerse en algún bar a tapear, pero Tobías, el viejo bulldog francés medio ciego que le dejó su exmujer, le esperaba en casa y estaría desesperado por salir a la calle.

Vivía en una vieja urbanización de grandes bloques de viviendas familiares, rodeados de parques y jardines que a esa hora estaban llenos de familias paseando, jugando bajo la sombra de los árboles o tomando el sol en el césped, disfrutando en general de un hermoso domingo de finales de verano.

«Tú podrías estar ahí —pensó Víctor mientras circulaba despacio buscando un sitio donde aparcar la furgoneta a la sombra—. Tú podrías haber estado ahí, con Lucía, Fabio y el puto Tobías».

Sí, una familia feliz.

Fabio era el hijo de Lucía, producto de una relación anterior. El chaval nunca se acostumbró a llamarlo papá y siempre le llamó por su nombre de pila o, más frecuentemente, «tío».

«Eh, tío, pásame el ketchup. Eh, tío, ¿qué me vas a regalar por navidad? Eh, tío, dame dinero para el finde. Eh, tío, ¿me das algo para tabaco?».

Víctor lo intentó, bien lo sabe Dios; intentó llegar a él, intentó guiarlo y educarlo; mostrarle las opciones que le daba la vida y aprender a distinguir aquellas que realmente podían dañarlo, a él y a su entorno. Lo intentó, pero siempre estaba Lucía en medio, desbaratando y tergiversándolo todo.

«Eres un libro lleno de clichés, Víctor: el fontanero follamadres y la bruja de su exmujer malcriando a su hijastro. ¿Ahora viene la parte en la que culpas a ella de todo lo malo que te ha pasado en la vida?».

Víctor a veces odiaba a Víctor.

El viejo Tobías no le recibió en la puerta, pero al menos se dignó a levantar el rabo un par de veces cuando Víctor lo llamó por su nombre. El chucho era un pequeño bulldog francés cruzado con… bueno… cruzado con algún otro tipo de perro. Al menos Víctor esperaba que fuese un perro, aunque muchas veces lo dudaba.

El feo animal sufría de cataratas y su torpeza aumentaba día tras día, pero al menos el chucho podía moverse bastante bien y no hacía sus cosas fuera de lugar.

«Hora de las cacas».

Cuando fue al rincón de Tobías descubrió consternado los restos de una gasa de algodón desperdigados por el suelo. Eran los restos de la compresa manchada de sangre que Tobías se encontró en la calle la madrugada anterior.

Aquella noche Víctor no podía dormir a causa del calor y decidió sacar al perro para relajarse un poco. El chucho se encontró con la compresa en mitad de la acera, cerca de una farola, justo en el bloque de enfrente de dónde ellos vivían.

En cuanto Tobías mordió la gasa Víctor supo que no habría forma humana de que el puñetero bicho abriera la boca. Mientras lo intentaba algo cayó cerca de él.

Durante un instante pensó que era un copo de nieve, pero momentos después cayeron algunos más y Víctor reconoció que eran algodones. Se agachó para coger uno y vio que estaba manchado de sangre.

Lo soltó en seguida totalmente asqueado y luego miró hacía arriba, buscando la ventana por donde habían tirado los algodones. Fue desde una cuarta planta y Víctor contó las ventanas y balcones para tratar de localizar al dueño de semejante asquerosidad. El bloque era gemelo al suyo, perteneciente a la misma urbanización, y sabía que podía localizar el piso exacto fijándose en la distribución de su propio bloque.

«Hay que ser cerdo, joder».

Entonces vio a Tobías y la «presa» que aún tenía en la boca.

«¿Serán de la misma persona, los algodones y la compresa? ¿Será la misma sangre… del mismo sitio?».

Era asqueroso.

«¿Quien tira a la calle compresas usadas? Una enferma mental, obviamente. Y además debe ser muy marrana».

De repente asoció esas cosas con una perturbada, una pobre infeliz con síndrome de diógenes, una señora mayor al borde de la menopausia, encerrada con su propia basura, rodeada de inmundicias y tirando su regla por la ventana.

Víctor quería quitarle a Tobías la compresa que tenía en la boca porque no podía soportar que esa… esa cosa, hubiera estado entre los muslos de una señora enferma y repulsiva, pero no hubo manera de que el estúpido perro soltara la compresa.

Hasta ahora.

El chucho se había dedicado toda la mañana a mordisquear la tela y ahora tenía el salón lleno de restos desperdigados.

«Ojalá te haya contagiado la lepra».

Ya era noche cerrada cuando la hermosa mujer de esa mañana le llamó por teléfono.

Durante unos momentos Víctor tuvo la esperanza de que le fuera a hacer una proposición indecente, pero ella tan solo le llamaba porque una amiga suya necesitaba un contratista de confianza.

—Ahora mismo mi amiga no está en la ciudad —dijo la mujer—, pero puedo darle su número.

—Claro —respondió Víctor un poco alicaído: había tenido la esperanza de que la mujer se pusiera a decirle guarradas por teléfono—. ¿Sabe de qué se trata?

—Sí, es algo sobre una ducha. Una mampara de cristal a la que le falta una puerta.

—De acuerdo, deme su teléfono y me pondré en contacto con ella.

CONTINUARÁ.

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