Esperma (1)

Carla es una joven con unos gustos y aficiones algo exóticos y su hermano Esteban tiene un mórbido secreto que teme sea descubierto por ella.

1.

CARLA.

La joven Carla se quitó la compresa manchada de sangre y mucosidad vaginal y se la acercó a la cara para olerla.

El olor a pescado la puso cachonda, como siempre que olía la porquería que se le quedaba pegada en la compresa o en las braguitas. A veces se excitaba tanto que el morbo superaba su natural aprensión y sacaba una temblorosa lengua para lamer la sangre marrón, ya seca, y los mocos cervicales. En esas ocasiones sentía que el gusto metálico le mareaba ligeramente mientras el corazón golpeaba con rapidez en su pecho, sintiéndose la tía más cerda del mundo.

En esta ocasión no lamió la compresa porque había restos de sangre más reciente. No era roja, si no más bien rosada, como si estuviera diluida. A ella le daba un poquito de asco ese tipo de manchas. Prefería aquellas ya secas, que sabía que se habían endurecido y resecado tras varias horas entre sus muslos. Carla se masturbó mientras esnifaba la compresa durante varios minutos en la oscuridad de su habitación, hasta que le llegó un orgasmo rápido que apenas la dejó satisfecha. Luego se levantó de la cama y se asomó a la ventana abierta que daba a la calle. Era muy tarde y la noche estival le erizó la piel alrededor de los pezones cuando el sudor se evaporó.

Aún excitada, estrujó la compresa y la tiró por la ventana sin pudor, viendo como la gasa caía a través del aire nocturno cuatro plantas hasta la acera. Rodó un par de metros hasta detenerse al pie de una farola cuya luz mortecina teñía los vehículos aparcados de un enfermizo color amarillo.

Puede que algún vecino la viese desnuda, aunque Carla sabía que su ventana estaba por encima de los focos de las farolas y que con las luces del cuarto apagadas, desde la calle, ella apenas sería una silueta envuelta en penumbras. Aún así, la joven fantaseó con la posibilidad de que alguien la estuviese espiando en ese momento.

«Algún viejo verde con insomnio —pensó la chiquilla—, o algún friki jugando con el ordenador hasta las tantas, o algún carroza que se ha levantado a mear… Sí, un madurito de esos casado con una tía gorda que se levanta de la cama a mear. Aún tiene la pija en la mano, sacudiéndose las gotas del pipí, cuando se asoma por la ventana del baño y me ve en pelotas, con las tetas al aire».

Carla notó cómo la humedad comenzó a brotar de nuevo bajo su vientre, aunque bien podría ser el sudor que no paraba de humedecer su joven piel con el calor de la noche. Decidió exhibirse aún más ante su voyeur imaginario y se apoyó en el alféizar de la ventana, dejando que sus pequeños pero bien formados pechos se balanceasen fuera.

«Mira mis tetas, guarro».

Carla imaginó al maduro meneándose su polla de viejo, arrugada y venosa, poniéndose cada vez más tiesa al verle las tetas colgando al aire. Desde esa posición Carla vio que la compresa se había abierto y casi se arrepintió de haberla tirado, pero en seguida una nueva fantasía le produjo un escalofrío entre las piernas.

«A lo mejor el viejo verde también me ha visto tirar la compresa y baja a por ella».

Carla, cada vez más cachonda, deslizó una mano por debajo y se restregó la humedad que le salía del coño.

«Va a bajar y va a recoger la compresa usada. El puto carroza se la llevará a casa y se meterá en el baño para que la gorda de su mujer no le oiga. El cabrón seguro que chupará mi compresa y la lamerá y se la meterá en la boca. El muy cerdo se meterá mi porquería en la boca. Mi regla reseca y mis mocos, todo eso que me sale del coño, hasta los pelos que se quedan pegados. Hijo de puta, cerdo, cabrón».

La chica, excitadísima, restregó su cuerpo desnudo contra la pared, deslizándose a un lado hasta que se encontró con un mueble y sus muslos rozaron el abultado tirador de un cajón; flexionó las rodillas y dejó que su coño se tragase el pomo de madera, suave y redondeado, procurando que el clítoris se frotase contra el mueble. Le dolía un poco, pero le daba igual. En su fantasía imaginó que el maduro se sacaba la compresa de la boca y envolvía su polla con ella, haciéndose una paja usando la gasa.

A Carla le puso muy cachonda esa imagen y su cuerpo golpeó con fuerza el mueble, follándose el pomo con ganas. El ruido que hacía su almeja cada vez era más fuerte y la chica aflojó un poco el ritmo, jadeando con los ojos cerrados, pues no quería despertar a sus padres o a su hermano, que dormía en la habitación de al lado.

Carla imaginó al maduro como un tío grande, de espaldas anchas, con algo de tripa y con pelos en el pecho. Se imagina a un camionero típico, uno de grandes brazos y manos enormes; piensa en un cincuentón grandote, fuerte, con canas en las sienes y los brazos peludos. A la joven siempre le dieron un poco de miedo y rechazo ese tipo de hombre, pero quizás, por eso mismo, en sus fantasías más morbosas, eran esos las que la ponían más cachonda.

Hombretones machirulos, casados, de vuelta de todo; machistas babosos a los que la pija se les ponía tiesa pensando en poseer a un «yogurín» como ella.

Carla imaginó al bruto pajeándose la polla con fuerza, sudando como un cerdo, bufando como un toro mientras se corre, echando el esperma dentro de su compresa, mezclando el semen con la sangre reseca. A Carla le gustaría lamer todo eso delante del hombre, que viese lo cerdita que es la chica que tenía delante.

«Mira como me trago tu leche, viejo marrano».

Carla intentó imaginar el sabor y el olor que tendría el esperma de ese hombre. La chica nunca había practicado sexo con nadie, pero en varias ocasiones, movida por una morbosa curiosidad, había rebuscado en el cesto de la ropa sucia de su familia y había rescatado la ropa interior de su hermano mayor.

El olor de las manchas blancuzcas y amarillentas que a veces encontraba en la parte frontal de los calzoncillos le repugnaron al principio, pero pronto aprendió a disfrutar del olor a requesón y orín. A veces, cuando estaba sola en casa, entraba a hurtadillas en el cuarto de su hermano para inspeccionar la papelera, buscando kleenex y pañuelos de papel, con la esperanza de que hubieran sido usados por su hermano Esteban después de masturbarse. Con el tiempo aprendió cuales eran los días en los que había más probabilidades de encontrar los pañuelos manchados de semen.

A Carla le gustaba chuparlos y lamerlos tanto como a sus compresas usadas. La ponían tan cachonda que solía recuperar los kleenex más «cargados» y los escondía en su habitación, donde disfrutaba del olor del semen día tras día hasta que los pañuelos perdían el aroma con el paso del tiempo. Desgraciadamente, ahora mismo no tenía ninguno guardado. El recuerdo de los kleenex manchados con el esperma de su hermano le produjo una oleada de morbo tan fuerte que se corrió con una serie de pequeños espasmos incontrolables. Sus muslos se cerraron y abrieron, golpeando el cajón de madera mientras su vientre, plano y encharcado de sudor, resbalaba contra el filo del mueble.

Carla tuvo que morderse la mano para evitar que los gemidos se oyeran por toda la casa. Transcurrió un minuto en el que estuvo apoyada contra la madera, dejando que los jugos de su coño se escurrieran lentamente hasta que sintió que había «demasiado» flujo.

«La puta regla».

Carla echó un vistazo y en la penumbra de su cuarto vio que el cajón del mueble, el pomo y los muslos estaban manchados de sangre.

«Mierda».

Usó unos cuantos algodones desmaquilladores para limpiar todo eso. Cada vez que terminaba de usar uno lo tiraba por la ventana: a Carla le excitaba pensar que los jugos de su coño estaban allá fuera, a la vista de cualquiera; que la sangre y los flujos estarían a merced de todo el que pasease por la calle. Cuando acabó se puso un tampón en el coño y se tumbó desnuda en la cama, sin importarle si manchaba las sábanas o no. Hacía demasiado calor para ponerse bragas.

En cierta ocasión tuvo una fantasía: usar su propia papelera para dejar dentro las compresas, tampones y protege slips usados, con la esperanza de que su hermano hiciera lo mismo que ella (entrar a hurtadillas en su cuarto y masturbarse con esas cosas), pero la fantasía murió apenas se le ocurrió: su hermano Esteban era gay, sin amaneramientos, pero de aspecto delicado y frágil; un chico de 24 años al que le gustaban los jóvenes depilados y delgados, como él. Las vaginas le daban mucho asco y tenía un pánico terrible a las agujas y a la sangre. Probablemente vomitaría y se desmayaría si viera una de las gasas usadas de Carla.

En otra ocasión intentó fantasear con que era su padre el que encontraba esas cosas en la papelera pero, por alguna razón, la cosa no funcionaba y Carla no conseguía excitarse con esa imagen. En realidad le daba risa. Simplemente su padre no le ponía. Conocía a chicas a las que le iba el rollo paterno-filial, pero a Carla le aburría su padre y no encontraba morbosidad ninguna en él.

Con su hermano era distinto. Esteban era un chico muy guapo, de piel blanca y suave, delgado y alto. Tenía un aspecto aniñado, frágil y tierno. No era una mariquita loca, pero tenía una cara de niño bueno que invitaba a abrazarlo y besuquearlo. Esteban era la antítesis de los hombres toscos y rudos que poblaban las fantasías de Carla y a ella le daba mucho morbo imaginar a su hermano haciendo cosas tan cochinas como las que le gustaban a ella, pero sabía que él jamás haría nada semejante.

«Si supiera lo que hago con sus kleenex usados se moriría de puro asco y luego me mataría».

Mientras pensaba en todo eso su mano había estado jugando de forma distraída con el hilo del tampón, tirando de él hacía arriba para rozar el clítoris y la vulva. A veces se detenía y se daba pequeños tirones en los pelos del coño, retorciéndolos y jugando con ellos.

El calor de la noche y la excitación no la dejaban dormir y el sudor de su entrepierna se confundía con el resbaladizo flujo vaginal.

Unos ruidos sordos provenientes de la habitación de su hermano la obligaron a detenerse y a prestar más atención. Carla se incorporó despacio sobre la cama y apoyó el oído contra la pared, aguantando la respiración. En seguida reconoció los sonidos y una sonrisa asomó a sus labios.

«Es la noche de las pajas en casa de los García».

El corazón comenzó a latir más deprisa y su respiración se hizo más agitada. Carla conocía las costumbres y manías de su hermano y sabía que después de masturbarse se daba una ducha rápida, siempre, sin importar la hora que fuese.

«En cuanto entre a la ducha me meto en su cuarto a mirar la papelera».

No era la primera vez que se le ocurría esa idea, pero nunca la llevó a cabo por los riesgos que conllevaba. La chica prefería esperar al día siguiente, aunque a veces su hermano vaciaba la papelera en el cubo de la cocina antes de que ella pudiera entrar en su habitación, fastidiando sus planes.

Pero esta noche estaba especialmente salida, con las hormonas a mil por hora; ni siquiera las dos pajas que se acababa de hacer la habían calmado lo más mínimo, más bien al contrario. Carla tenía la libido por las nubes. Sus dedos no dejaban de tirar del hilo del tampón, sacando el Tampax despacio hasta la mitad para luego volver a empujarlo dentro. Cuando paraba se entretenía en redondear la punta del hilo con la yema de los dedos hasta hacer una pequeña pelotita en el extremo.

«En cuanto oiga abrir el grifo de la ducha me meto para adentro, agarro todos los pañuelos que vea y salgo corriendo».

El corazón corría desbocado dentro de su pecho pensando que sería la primera vez que probaría esperma reciente. Siempre había trajinado con pañuelos y papeles con manchas secas y ligeramente pegajosas, nunca con semen fresco recién ordeñado.

«Si me echara un novio tendría todo el semen que quisiera».

No era la primera vez que se le ocurría esa idea, pero en seguida la apartó de su cabeza.

«Paso de novios».

Un ligero alboroto en la habitación de su hermano la puso en alerta. Sonidos de pisadas amortiguadas y respiración agitada; roces y el rechinar metálico de una cerradura. Esteban estaba saliendo de su cuarto y se dirigía al pequeño baño que había en el pasillo de al lado. Carla dudó durante unos segundos: estaba totalmente desnuda y tenía que decidir entre ponerse algo por encima o arriesgarse y salir así sin perder tiempo. Sus padres dormían en el otro extremo de la casa, pero el pasillo daba a su cuarto. ¿Y si alguno de ellos decidía en ese momento salir a mear o comer algo? El calor insomne de la madrugada también podía estar afectándolos a ellos y puede que…

Carla dejó de divagar y saltó de la cama decidida a no perder más tiempo, caminando descalza sobre el suelo de madera, notando la pequeña pelotita que había hecho en el extremo del hilo del tampón rebotando contra su piel. Abrió muy despacio la puerta y espió por el resquicio: luces apagadas y silencio. Abrió la puerta del todo y en seguida vio que había luz por debajo de la puerta del baño. El sonido del agua de la ducha comenzó a oírse en la oscuridad de la casa y Carla salió desnuda de su habitación, caminando a paso ligero y entrando en el cuarto de Esteban con el corazón a mil por hora, tratando de respirar por la boca para no hacer ruido.

Los diminutos pezones de Carla, de un rosa tan pálido que se confundían con sus pequeñas areolas hasta hacerlos casi invisibles, estaban tan duros y tiesos que sentía dolor físico. Sin atreverse apenas a respirar cruzó la habitación de su hermano mayor hasta alcanzar el escritorio del ordenador. Debajo, al lado del sillón, estaba la papelera. Carla apenas dedicó un par de segundos para echar un vistazo alrededor: la cama desecha con las sabanas húmedas; la ropa pulcramente doblada sobre una silla; el olor nada desagradable del cuerpo caliente y sudoroso de su hermano mezclado con el perfume que él solía usar. Sin perder más tiempo se agachó bajo la mesa y su mano se detuvo a medio camino hacía la papelera.

«MIERDA».

En el fondo de la papelera descansaban tres solitarios pañuelos de papel. Tres Kleenex usados. Pero nada más. Solo estaban los pañuelos que había usado Esteban, si los sacaba de allí, su hermano se daría cuenta.

El grifo de la ducha se detuvo.

La cabeza de Carla comenzó a bullir y los pensamientos cruzaban su mente a toda pastilla.

«Mierdamierdamierda… Vale, coge solo uno y deja el resto, pero ¿y si el que he cogido no está manchado?, no puedo perder tiempo en mirarlos todos, ya va a salir del baño. No cojas ninguno, déjalos. No puedo dejarlos ¿y si mañana los tira antes de que yo pueda entrar?, es mi oportunidad. Pues cógelos todos y sal corriendo que te va a pillar. ¡Pero si los cojo todos se dará cuenta!»…

En ese momento un vehículo pasó por la calle y la luz de los faros, por una serie de reflejos y contra reflejos, iluminó brevemente el interior de la papelera. Fue apenas una décima de segundo, pero suficiente para que la excitada chica viera que los tres papeles estaban cargados con una abundante flema de color blanco. Con un brusco movimiento que le produjo un ligero mareo (probablemente provocado por la excitación y el morbo del momento más que por otra cosa), Carla metió la mano dentro de la papelera y agarró todos los papeles sin pensar en lo que hacía. En seguida sintió la pegajosa humedad del esperma en su mano.

Se incorporó y en ese momento vio que el portátil de su hermano estaba encendido sobre la cama. Tenía conectado unos auriculares («no ha podido escuchar los ruidos de mi cuarto con eso»), había un vídeo gay de PornHub en el que dos chicos se masajeaban los testículos mutuamente.

«Con ese vídeo es con el que se ha masturbado».

Carla, a pesar del riesgo de ser pillada, se moría de curiosidad y se entretuvo en leer el nombre del canal.

«Ese vídeo tengo que verlo más tarde».

«¡Sal ya, joder¡».

Se dio la vuelta y se dirigió a la salida al mismo tiempo que la puerta del baño, que estaba justo enfrente de la habitación de Esteban, se abría.

CONTINUARÁ...

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