Esperanza e Hijo
Muchos años después me atrevo a contar cómo llegue a ser lo que ahora soy: un médico eminente
ESPERANZA E HIJO
¿Es esta la causa de que haya bajado tanto tu rendimiento?. ¿Las hormonas no te dejan pensar en lo que te conviene? . Esas fueron, las recuerdo con toda claridad, las palabras con las que hace ahora 27 años mi madre quiso y supo resolver lo que para ella constituía un grave problema.
Soy médico y lo soy en gran medida por el empeño personal de mi madre. Por entonces, y como digo, yo tenía 17 años y una obsesiva aunque natural fijación por el sexo contrario. Me interesaban todas las chicas que se cruzaban conmigo en el instituto pero aún más las mujeres de mi vecindad. Un catálogo de venta por correo en el que aparecían modelos en ropa interior podía constituir una fuente inagotable de imágenes para mis fantasías. La ropa interior de las vecinas colgada en el tendedero me producía una inquietud casi febril. Mis hormonas como muy bien diagnosticó mi madre colocaban el sexo en el primer, segundo y tercer escalón de mis prioridades. El cuarto puesto no era suficiente para alcanzar la nota media que necesitaba para acceder a la facultad de medicina contando, además, con que superara con brillantez la selectividad. Si la tónica, le explicó el tutor a mi madre, iba a ser la de la 1ªevaluación era mejor que no fuera albergando esperanzas de que su hijo fuera a convertirse en el doctor que anhelaba. De poco valían las amenazas y la apelación a mi orgullo para reconducir la situación; mi energía toda se concentraba en aliviar mi pene y en alimentar mi insaciable vista con mujeres desnudas. Hace 27 años el porno no era muy accesible y el férreo control que mi progenitora ejercía sobre mi, su único hijo, me procuraba escasos momentos de relajado disfrute. Cuando mi amigo Tino me prestó, aquella pequeña revista de su hermano mayor, camarero en una discoteca, en la que hombres y mujeres completamente desnudos practicaban un remedo de coitos y felaciones, sufrí una autentica conmoción. Los protagonistas de la revista a modo de las telenovelas de Corín Tellado se dirigían obscenidades a través de unos globos de texto como los que aparecen en los comics que me interesaban en la misma medida que las imágenes. Aquellos rudimentarios artificios gráficos me prodigaban unas erecciones de caballo y, a la vez, una peligrosa ocasión de ensayar mi valentía. En mi cuarto era imposible ocultarla. La habitación permanecía abierta por orden de mi madre incluso en horas nocturnas y al baño, único oasis de libertad, era disparatado llevarla. La oculté entre mis libros y la miraba mientras simulaba estudiar. Podía pasar horas de fingido estudio mirando pechos, culos y pubis; leyendo palabras que ya me sabía casi de memoria; suplantando la identidad de aquellos hombres y casi sintiendo el adivinado tacto de la piel de aquellas diosas fotográficas. Y claro, me pilló.
¿Es esta la causa de que haya bajado tanto tu rendimiento? ¿las hormonas no te dejan pensar en lo que te conviene? . No se cómo habrán sido las madres de muchos de los que hoy tengan mi edad pero Esperanza L.L era alguien para estudiar. Esperancita (así la llamaban) guardaba poco relación con la dulzura que sugiere tal diminutivo. Mi padre murió de infarto cuando yo tenía 8 años y desde entonces me fue asfixiando con un malsano sentido de la protección y el tutelaje. Mi rendimiento escolar era el arma que blandía entre sus compañeras de trabajo y vecinas (madres también) para marcar la diferencia. Proyectaba mi brillantez académica como la más valiosa de sus cualidades y sentía que mis sobresalientes la calificaban a ella como madre y artista. Su obra era el prometedor futuro que me construía. En la familia no había ni un solo universitario y todos daban por hecho que yo iba a ser el primer miembro que fijara el apellido de la familia L. en una placa de despacho médico. No se en que basaban tal suposición pero lo cierto es que mi madre se echó sobre la espalda aquel cometido y me convirtió así en reo de un destino que yo, con mucha probabilidad, no hubiera elegido. Iba a convertirme en doctor en medicina quisiera o no quisiera y Esperancita iba a velar para que así fuera. El comentario general a su alrededor era el de que se había quedado viuda muy joven y que había pasado por una delicada operación pero que quizás por ello Dios había querido compensarla dándole un hijo tan aplicado y formal. Pero ese hijo, sin embargo, comprometía el desarrollo de su brillante carrera con los resultados de la 1ª evaluación del C.O.U. El terror al fracaso se apoderó por completo de ella.
¿No estarás tonteando con alguna chica? ¡Mira que no es tiempo de eso¡ ¡Por Dios Víctor que se acerca el final¡ ¡Si es que no llegas ni a notable¡ Yo callaba pero quería gritarle que el problema era que no paraba de imaginar a montones de mujeres desnudas frente a mi pidiéndome que por favor las penetrara, y que la lectura de una página del libro de Historia podía con toda facilidad verse interrumpida por la ensoñación de no menos de quince escenas de sexo salvaje. En alguno de esos episodios incluía a mis primas e, incluso, a dos de mis tías. Me encantaba estar con ellas; eran festivas y se comportaban con espontaneidad. En su casa me lo pasaba bien. Reía y bromeaba libre de la coerción de mi madre. Creo que los 2 meses que a lo catorce años pasé allí cuando mi madre tuvo que someterse a una histerectomía fueron los más felices de mi infancia Esa fue la ocasión en que descubrí por casualidad la cesta de la ropa sucia con las prendas íntimas de las dos mujeres de la casa tan diferentes de las que usaba mi madre; de colores vivos, estampados y con delicados encajes tan ajenos a la severa uniformidad de los conjuntos que poseía mi madre. Era todo un pasatiempo adivinar cual pertenecía a quien dado que las tallas de ambas, madre e hija, eran idénticas. El día que visitábamos su casa me lo pasaba escrutando sus cuerpos en busca de algún descuido, de la más mínima pista que confirmara mis conclusiones: las azules de encaje son de Carol y las de lunares de tía Rosa . Jamás tuve certeza de acertar. Esperanza, mi madre, vestía por dentro con la misma formalidad que definía su estilo externo. Mi madre no daba ocasión para que aun queriéndolo pudiera hurgar entre su ropa. Metódica hasta el aburrimiento después de la ducha matutina doblaba en pliegues simétricos las prendas usadas y las depositaba en la cesta plástica de color azul de la solana, junto a la cocina. Salíamos juntos y de camino a su trabajo me dejaba en el instituto. A la vuelta debía esperarla en la esquina de la calle Calvo Sotelo porque era fácil parar y recogerme sin molestar al tráfico. Las oportunidades de estar sólo en casa eran tan escasas como furtivas las incursiones en la cesta donde, por otra parte, no esperaba encontrar gran cosa: sus bragas y mis calzoncillos eran lavados a mano diariamente. El armario de Esperancita lo componían blusas abotonadas, faldas dos dedos por debajo de la rodilla, rebecas y zapatillas de medio tacón. Medias en invierno. Colores en la franja cromática del azul celeste al beige suave, beige tostado, gris azulado y gris marengo. Punto. Su ropa interior expresaba la misma atonía vital. Sostenes y bragas a juego, todos idénticos: blancos, beige, amarillo pollo y azul celeste. Tipo bikini de tiras anchas y sin la menor nota de fantasía a no ser que cuente una cinta ribeteada festoneando toda la prenda. Punto.
Mi madre no entraba en mis fantasías y aunque trate de verla desnuda alguna vez era más por pura desesperación que por auténtico deseo. Si alguna vez me había masturbado en las escasísimas ocasiones que las tuve a mano oliendo sus bragas fue más por morbo que por excitación. A mis primas (de 20 y 24 años) y a mis dos tías (las dos políticas) mi imaginación si las había situado en comprometedoras circunstancias pero mi lujuria era refractaria a Esperanza L.L. (Esperancita).
¿Es ésta la causa de que haya bajado tu rendimiento? .¿Las hormonas no te dejan pensar en lo que te conviene? . La arrancó de entre el libro de Filosofía y la blandía, amenazadora, ante mis ojos. Su cara congestionada revelaba más desesperación que furia. Me había pillado con las manos en la masa. Me había más que pillado cazado. Si, era eso lo que había tramado; una auténtica caza. Se deslizó descalza y sigilosa desde la cocina. Cuando unos segundos antes me había gritado desde allí para preguntarme qué iba a cenar ya tenía planeado el modus operandi. Hizo que me confiara para dar el zarpazo sobre la revista y sorprenderme con la bragueta abierta. No tenía defensa posible. Tocaba aguantarme, callar y asentir. Por un momento temí desvanecerme. Escúchame bien, no digas nada y escúchame bien . –dijo-. Se que a tu edad los impulsos sexuales son fuertes pero de ninguna manera, escúchame bien, de ninguna manera voy a tolerar que eches por tierra tu futuro por tener la cabeza en donde no debes. Por Dios Victor, ¿no tienes en la cabeza más que esto? – señalando la revista- ¿no puedes pensar en otra cosa que no sea sexo? . Escúchame bien, ¡no puede ser¡ ¡no me puedo creer que lo vayas a tirar todo por la borda¡ . Mi alelada expresión no debió parecerle augurio muy halagüeño como propósito de enmienda porque acto seguido con tono firme y resuelto siguió perorando: A ver , dime, ¿cuánto queda para la próxima evaluación? ¿mes y medio?, Bien, escúchame, si en la próxima evaluación consigues la media de sobresaliente que necesitas ... yo misma me desnudo para que te masturbes las veces que quieras . (me desnudo, me desnudo, masturbes, masturbes....) ¿había oído bien? . Si en la última evaluación la mantienes o la superas ...yo misma te masturbaré (yo misma, yo misma) ¿estaría delirando?. Si en Selectividad consigues la nota y entras en la facultad entonces, ....ya veremos que pasa pero seguro que no te arrepientes . ¡Escúchame, va muy en serio!. Ahora, cómo no lo consigas voy a vigilarte como un perro guardián; voy a ir detrás de ti hasta al cuarto de baño. No vas a tener ni un momento de respiro. Esto es muy serio. Así que ya sabes, si hay esfuerzo hay recompensa. Si no vamos a acabar mal.Y ahora mismo ésta porquería (la revista) va a la basura . No , protesté. No es mía ; mañana se la devuelvo al que me la prestó .
- Bueno. Recuerda. Si salvas los muebles recompensa; de lo contrario....y ahora !por favor¡, ponte a estudiar.
De primeras no me creí sus palabras (¡desnudarse para que me masturbara¡); sonaba a plan demasiado descabellado pero a medida que pensaba en la firmeza y seriedad con que lo había expresado y en los plazos que se había impuesto me fui convenciendo de que la resolución de mi madre de que entrara en la facultad de medicina podía llevarla a sostener y cumplir esa y aún más inverosímiles promesas. El terror a los comentarios mordaces de familiares y vecinos si el tan inteligente hijo de Esperancita fracasaba en su intento de convertirse en médico estaba en el origen de tal osada conducta. Había tratado alguna vez, como dije antes, de verla desnuda pero por necesidad de satisfacer mi curiosidad, por mi anhelo de ver por vez primera un cuerpo femenino en su integridad y el de mi madre era el que, cosificado, tenía más cerca. Desde entonces, empero, empece a sentir un deseo distinto. Comencé a vislumbrar los contornos de una isla ignota a la que brazada a brazada podía ir acercándome; poco a poco, nadando con ritmo iba a llegar a recalar en una acogedora playa de cálida arena y la perspectiva me iba ilusionando.. Me puse, no lo duden, a estudiar con verdadero ahínco. Todas las horas del día eran pocas para exprimir la sustancia de los libros. Estudiaba, estudiaba y estudiaba y mi madre parecía más sosegada; satisfecha por el esfuerzo de su hijo y quizás, también, por la osadía de su estrategia. Llegaron los exámenes y la espera de los resultados. Allí estaba, en la esquina de la calle Calvo Sotelo esperándola y no bien entré en el coche con una amplia sonrisa le comuniqué que mis notas eran un pleno de sobresalientes. No lo acostumbraba pero allí mismo y aunque algún conductor le pitó por no seguir la marcha me plantó dos sonoros besos en sendas mejillas. De camino a casa se la notaba eufórica; suspiraba y sonreía con todos los músculos de su rostro. En algún momento me sentí hasta un poco mal al ver en qué grado la felicidad de mi madre dependía de los sobresalientes que su hijo, yo, pudiera sacar. Juro que, en una nube como estaba, no se me pasó por la mente la supuesta recompensa que mi madre había vinculado un mes y medio atrás al cumplimiento de lo que mi boletín azul de notas reflejara tal día como aquel en el apartado de la 2ª evaluación. Esa misma tarde me puse a ojear con la distensión de un deber superado unos comics de Spiderman (aún soy aficionado) cuando mi madre entró en mi habitación. Me reiteró lo orgullosa que estaba de mi y me anunció que era hora de cumplir su parte del trato. Ahora sí que mi pene empezaba a recordar. No tienes porqué hacerlo, mamá. –dije- y entonces ella, Esperanza L.L., de pie y cubierta con el albornoz amarillo pollo de salir del baño dijo que sí, que sí tenía que cumplir lo prometido, que mi necesidad de masturbarme era natural, que ella, y aunque los tiempos eran otros y era una chica , también había tenido esos o parecidos deseos. Que comprendía que pedirme que estudiara y no pensara en nada más era igual que pedirle a un hambriento que se preocupara del estado de conservación de los cuadros de Velázquez y que si el hambre no se satisface cada vez que se tiene es difícil o imposible atender otros asuntos. Que no había nada sucio en el deseo sexual pero que, igual que cualquier otro impulso, había que mantenerlo controlado. Que había, y eso lo recuerdo con las mismas palabras, “que dominar al deseo para no ser su esclavo” . Que era sano satisfacer el deseo, vaciar nuestra mente de él y ocupar su hueco con otras cosas: el trabajo, el estudio, o las aficiones. Continuo diciendo, que no podía dejar de cumplir su parte del trato porque estaba todavía lejos de cerrarse la totalidad del mismo, y que yo no me tomaría en serio, entonces, su conclusión... y dicho esto se abrió el albornoz bajo el que estaba, en efecto, desnuda. Sus pechos un poco caídos hacia los lados, de enormes areolas y oscuros pezones, su barriga blanca y un poco fofa y justo debajo el vello difuso del comienzo de su monte de Venus que se ennegrecía y poblaba en el vértice de los carnosos muslos. No esperaba tan súbita revelación y mi sorpresa fue evidente. Mi madre sonrió. Espero que no te lleves una decepción. Ya sabes lo que dicen: vísperas de mucho días de nada. Ahora te toca a ti. Como no reaccionaba me pidió que sacara el pene de mis pantalones y que empezará a masturbarme. Acerté a sacar mi juvenil y, para alivio de mi madre para quien lo contrario hubiera supuesto la ruina de sus planes, erecto miembro pero proceder a meneármela fue imposible. Argumenté que me daba mucha vergüenza hacerlo mientras ella sólo miraba, que me intimidaba porque parecía como una figura de cera y que así no podía. Tienes razón; también yo me tocaré. Y se llevo la mano a la confluencia de sus muslos para frotarse con los dedos índice y corazón sus labios vaginales. Mi explosión iba a ser inmediata y le mostré mi preocupación por lo que iba a manchar. No te preocupes por eso –dijo- y eyaculé en potentes disparos, que salpicaron suelo y ropa, la carga acumulada durante 45 días de severo estudio. Esperanza L.L. (Esperancita) me pidió que fuera a ducharme, ella –dijo- se ocuparía de limpiar. Se anudó las cintas del albornoz con un ligero temblor de manos. En la cena me preguntó (era de tiro fijo) por la fecha aproximada de los últimos exámenes previos a la Selectividad: no creo que llegue a los tres meses – aventuré.
Bueno, pues hasta entonces – dijo- habrá que fijar un día a la semana para éstas cosas. Hoy es... miércoles. Entonces todos los miércoles... ¿vale?, bueno, si por alguna causa no se puede el mismo miércoles se pasa al día siguiente. ¿te parece bien?
No, no me parecía nada bien. Masturbarme una vez a la semana era casi la imposición de una penitencia pero, qué podía decir. Hasta unas horas atrás no había contemplado jamás el cuerpo desnudo de una mujer y sólo en mis sueños más atrevidos hubiera entrevisto la posibilidad, como ocurrió, de que esa mujer desnuda, además, se masturbara ante mi vista con mi pene expuesto a su visión. “ Estas cosas”, -cómo las llamó ella- podían ser mejores pero me atenía feliz al arreglo. Ella, Esperanza, L.L., se ocupó enseguida de interrumpir mi callada reflexión para, no podía ser de otra manera, puntualizar:
Al final no ha sido tan violento como temía. Hemos roto el pudor inicial y, te confieso, me siento mucho más tranquila. Me resultó excitante aunque estaba la mar de nerviosa. ¿y tu, qué tal?
¡!¿Yo qué tal?¡¡. A mi, le dije, me había parecido la experiencia más crucial de la vida. Le hable de la fascinación que me había causado ver su cuerpo desnudo y, lo mejor que pude, traté de agradecerle su participación activa en el episodio. Sin reciprocidad, vine a decirle, me hubiera sentido como si la espiara, como si estuviera robándole algo y esa sensación me hubiera impedido continuar adelante. Tuve una erección inmediata cuando, sinceridad por sinceridad, me desveló que mi pene era, a excepción del de mi difunto padre, el único que había visto en erección y que, en las semanas que quedaban por delante, deseaba verlo más en detalle. Pero, por favor, no quiero que se te olvide ni por un instante –concluyó- que todo está supeditado y super condicionado a “la media de sobresaliente en tus notas”. No, Esperancita no bajaba la guardia ni aún con la libido soltando su lengua.
Jueves, Viernes, Sábado, Domingo, Lunes, Martes y ....el gran día. Creo, sinceramente, que el esfuerzo que le dedique aquellos días al estudio era, objetivamente, muy superior a la recompensa que se me ofrecía; por entonces, sin embargo, poder descargar mis testículos ante el cuerpo desnudo de una mujer de 45 años con hoyos en los muslos y una onda de tejido graso entre su ombligo y su pubis, se me antojaba la perspectiva más atractiva de la vida.
Tenemos una cita – dijo asomando su cabeza por la jamba de la puerta. Llevaba la misma bata amarilla que solo se abrió frente a mi cuando tuve el pene fuera de mis pantalones. La estudié con detalle al tiempo que mi mano ya atemperada trabajaba el venoso tallo de mi miembro. Me preguntó con verdadero interés porque no llevaba mi mano hasta el principio de mi pene. Trate de decirle que así podía correrme más tarde pero me cortó en seco. Su rostro adquirió la severidad bermellón que le subía en momentos de contrariedad para decirme que lo qué seguramente yo habría querido decir es que así “podía eyacular más tarde” ¿no?. Vamos a dejarlo claro. No somos dos amigos ni estamos en la calle. Yo soy tu madre y estamos en nuestra casa. Aquí están de más las expresiones vulgares. Éstos, -dijo tomándolas con sus manos- son mis pechos, ésta es mi vulva – señalándola - o vagina y estos –abriéndolos tímidamente con dos dedos- son mis labios vaginales. Ese –continuó a la vez que lo señalaba- es tu pene, y cuando llegas al orgasmo y eyaculas lo que expulsas es semen. El lenguaje grosero no es para nosotros ¿de acuerdo? . En honor a ella y su alergia un poco timorata a utilizar términos soeces el lector habrá reparado en que no he usado, creo, ni una sola palabra políticamente incorrecta. Y pese a que me había llamado al orden, oír como nombraba mientras se señalaba una a una todas las partes íntimas de su desnuda anatomía me había puesto a mil, así que el semen no tardo en brotar abundante y espeso de mi pene.
Excepto la periódica amnistía de los miércoles la rutina de mis días me mantenía atado al estudio. Mi madre valoraba mi esfuerzo y pagaba de buen humor el peaje que se había autoimpuesto. Cuando se abría la bata y miraba la reacción que su cuerpo desnudo producía en mi entrepierna no podía dejar de esbozar una sonrisa de satisfacción que iluminaba su rostro. Se estimulaba siguiendo la cadencia que yo marcaba sobre mi pene pero el ritmo de sus dedos aumentaba de forma perceptible cuando de mi glande comenzaban a brotar los blancuzcos goterones espermáticos. Me podría haber acostumbrado a tal dieta pero necesitaba introducir algún condimento extra y la oportunidad me llegó en la cita de la sexta semana. Llegó tarde ese día porque había salido de compras con mi tía Rosa; me dirigí a su habitación no bien entró en casa y sin darle tregua le pregunté si le importaba que la mirara mientras se quitaba la ropa. Me pareció que dudaba un instante pero no obstante dijo que no, que no le importaba a condición, eso sí, de que yo me desnudara también: he visto tu pene muchas veces pero no te he visto aún completamente desnudo. Los botones de su blusa blanca uno a uno fueron abriéndose para dejar a la vista el igualmente blanco y formal sujetador. Descorrió la cremallera lateral de la falda gris marengo y la deslizó piernas abajo para descubrir las anodinas y blancas bragas de siempre. Para cuando se descalzó yo ya estaba completamente en pelotas con mi apéndice viril desafiando el aire de la habitación donde dormía mi madre. Ahora era el turno del sostén. Los pezones erectos en el centro simétrico de la enorme areola y la gravidez voluptuosa de los pechos me atraían tan poderosamente como la vagina que ahora empezaba a mostrar bajándose con un pulgar a cada lado las bragas que descendieron de los lados pero que quedaron presas en la convergencia de sus muslos. Cuando tiró de ellas pude ver en el interior de la prenda una húmeda y casi amarilla mancha que me suscitó más emociones que su propio y ya conocido desnudo frontal. Las dobló y fue a dejarlas sobre la mesilla de noche dándome la espalda. Su untuoso y blanco culo que veía por vez primera y el rastro de su flujo en las bragas ya habían hecho su trabajo así que apenas sin tocarme y ante la sorpresa divertida de mi madre, comencé a soltar semen sin control alguno. ¡Vaya que tenías ganas ¿eh?¡
En las semanas que siguieron hasta los exámenes de la 3ª evaluación me apetecía más ver cómo se desprendía de su ropa interior que propiamente contemplarla desnuda. Fui desarrollando una querencia fetichista por la lencería casi monacal de mi madre y buscaba en cada ocasión que le pedía que se desnudara en mi presencia volver a descubrir un resto orgánico de su excitación en las bragas de las que se desprendía. No siempre conseguía ver cómo se desnudaba pero a cambio y en apariencia no tenía mayor reparo en mostrarme detalles de su vagina o de su excitado clítoris. Se sentaba al borde de la silla auxiliar que había en mi habitación y se masturbaba moviendo en círculo sobre su clítoris, siempre de la misma forma, su mano de uñas cortas e impolutas. En el instante de mi eyaculación paraba de estimularse hubiera o no hubiera llegado a conseguir su orgasmo y por eso yo procuraba retrasar cuanto podía ese momento. Todo era silencio que se rompía cuando al terminar y mientras se cubría con el albornoz me preguntaba, invariablemente, si me estaba aplicando como debía: Claro mamá, no tienes que preocuparte por eso.
Ciertamente no había razones para preocuparse. Mi mente estaba ocupada en estudiar y mis expectativas puestas en poder seguir extasiándome con la contemplación una vez por semana del cuerpo rotundo de mi madre que tan oculto permanecía el resto del tiempo y en la anticipación de lo que iba a venir si cumplía, como era de ley, con la parte de mi trato. Rotundo éxito. Las más altas notas posibles en todas las asignaturas y apenas tres semanas para afrontar la Selectividad. Mi madre estaba exultante y telefoneaba a mis abuelos, tíos y amigos para comunicarles la noticia. Era viernes y eso significaba que tendría que esperar casi una semana para obtener la recompensa a tanto esfuerzo. Me desesperé, lo reconozco, y quise al día siguiente jugar mis bazas. El sábado después de comer le insinué que no era del todo justo esperar hasta el miércoles si se tenía en cuenta que no quedaba apenas tiempo para preparar mis exámenes. Bueno –dijo- supongo que podemos cambiar el día para los sábados , pero como quiera que la vi vulnerable y receptiva a mis argumentos le hice ver, como mejor pude, que para calmar mi ansiedad hasta las pruebas de Selectividad era aconsejable mantener la sesión del miércoles y añadir la del sábado; que así, le aseguré, mi rendimiento iba a ser mayor, que de esa forma no iba a distraerme en absoluto durante mis horas de estudio, que iban a ser muchas y muy duras. Aceptó mis razones y me preguntó si quería hacerlo en aquel momento o iba a esperar a la tarde. Ahora, estaría bien – dije, y me apresuré a desabrocharme el pantalón confiado en que ella, a su vez, comenzara a desnudarse allí mismo, en el salón. Fue a correr del todo las cortinas y a un tiempo me anunció que como había cumplido con mi palabra, ella iba a cumplir también con la suya así que después de desprenderse de sus ropas incluyendo sostén y bragas a juego, ésta vez de color café con leche, que dobló y depositó en orden a un lado del sillón se situó de pie a mi lado y con las yemas de todos los dedos de su mano derecha tomó mi pene delicadamente. La piel del tronco carnoso subía y bajaba lentamente al compás de sus dedos y ni siquiera cuando me preguntó si esa era la forma correcta de hacerlo su vista se apartó de mi tumefacto miembro. Yo, por mi parte, acerqué con la mayor sutileza de la que fui capaz una mano hasta alcanzar su nalga izquierda. Su cuerpo todo se sobresaltó como cuando a pesar de que lo esperas el algodón del practicante te roza la nalga segundos antes de clavarte la aguja de una inyección. No quieres que te toque el glande, ¿no? -dijo, y aproveché para mover la mano hacia el interior de sus muslos. Cuando hube alcanzado la humedad de su entrepierna y mi dedo corazón hurgaba intrépido en la periferia interna de su vagina la cadencia de la mano de mi madre perdió la acompasada regularidad que mantenía y ya con toda la mano cerrada, lo apretaba y sacudía olvidándose por completo de no tocar el amoratado glande. No se cuando alcanzó el orgasmo pero el desorden de su acción me indicó que mi dedo le había producido al menos el mismo placer que ella me había procurado en forma de violenta erupción seminal. Sobre la alianza de su mano unas gotas blanquecinas después del fragor de la batalla testimoniaban que cumpliendo su promesa Esperanza, Esperancita, me había masturbado pero ni con mucho que su inexperta mano me hubiera hecho eyacular era lo que más placer me procuraba. Tocar sus carnes y que mis dedos prospectaran el interior de su vagina impregnados ahora de su íntimo aroma a los que acercaba una y otra vez mi nariz eran la cima de una no imaginada satisfacción.
El miércoles siguiente alrededor de las siete de la tarde vino a interrumpir la meticulosa secuencia de mi rutina de estudio que incluía hasta cronometrados simulacros de examen. Venía con su albornoz y recién duchada pero antes de que pudiera reaccionar le sugerí que para no tener que cambiarme después era mejor ir al baño donde podía eyacular directamente en el lavabo. Así apenas iba a romper mi cadencia de estudio. Yo me bajé los pantalones e hice que se quitara el albornoz para llegar de forma cómoda y por detrás a su clítoris que estimulé acompasando mi mano a la cadencia con que ella movía la suya sobre mi pene. El enorme y rectangular espejo sobre el lavabo me permitía contemplar los gestos de su cara: la seriedad de su rostro que se dulcificaba con los ojos cerrados y la boca abierta en un ligero temblor de placer. Quería hacer un buen trabajo por allí abajo y mi disfrute estaba puesto en la consecución del placer de mi madre. Mis dedos notaban la acuosidad de su entrepierna y se movían suaves pero pertinaces sobre el mismo punto despertando en la sonoridad hueca del baño chasquidos de humedad. Cuando llegó al clímax se agarró con la mano izquierda a la encimera de mármol y al verla estremecerse también mi pene respondió a la atención dedicada y escupió toda su carga sobre la loza del lavabo.
Busqué exámenes de años anteriores que completé exhaustivamente. Diseccioné punto por punto los temarios y amplié bibliografía en textos alternativos para abarcar todas las posibles opciones y los últimos días me sometí a varios simulacros de prueba que resolví pautando los tiempos por pregunta y la extensión adecuada a cada tema. Me sentía seguro del éxito que iba a lograr y la propia seguridad en mis posibilidades me daba el margen de confianza necesario para pedirle a mi madre algunos “caprichos”. El sábado anterior a la prueba de Selectividad que tendría lugar el inmediato lunes, justo en la sobremesa del almuerzo cuando aún estaba sentada a mi lado en el sillón del salón viendo la película que programaban a esa hora le hice saber con miradas y algunos movimientos de mis piernas que el entretenimiento que esperaba no estaba precisamente en la televisión sino, claro está, en su propio cuerpo. Las cortinas estaban corridas así que se sacó el sencillo traje de andar por casa por y aparecieron ante mi vista las ya conocidas prendas interiores: bragas azul celeste y sostén liso y opaco de idéntico color. La dispersa negrura del monte de Venus reverberó un instante entre la palidez de la tela que descendía piernas abajo; instantes después aparecieron sus pechos de rotundas areolas apuntando ligeramente a los lados y con surcos de un rosado profundo causados por las costuras que un instante antes los contenían. Ninguna mujer de las que he conocido después se desnudó jamás como mi madre. Ella se desprendía primero de las bragas y sólo luego y no siempre se quitaba el sostén. La lencería en mi madre cobraba un aire de distinguida dignidad. Para otras mujeres la ropa interior era un obstáculo que había que superar para llegar al grano del asunto pero en mi madre la ropa interior era parte de su desnudez. Mostrarme sus bragas y su sostén era ya una relación sexual y en esas prendas íntimas iba una carga de deseo y transgresión que a mi nunca me pasó inadvertida. Quizás fuera ese el motivo por el que me atreví a pedirle algo inusual aunque a lo mejor también influyera en mi petición la inminencia de los exámenes definitivos. Lo cierto es que le pedí permiso para eyacular sobre sus bragas.
-¿ ? ...¡ pero si no llevo!
- ya....por eso, en las que te quitaste.
- ( )
La expresión entre absorta y airada de su rostro me llevaron a pensar que había traspasado algún tipo de límite y por un momento temí una reacción de enfado que, no obstante, se disipó al instante.
- ¿por qué quieres hacer eso?
- ...no se, están en contacto con...ya sabes, tu vagina y eyacular ahí es como, no se...es como estar más cerca. Yo quería decirle que era como si derramara mi semen directamente sobre sus órganos sexuales, como un remedo de coito, pero no me atreví.
Al tiempo que se inclinaba para recogerlas y desplegarlas me dijo que ya podía sacar una buena nota en las pruebas porque las cosas que estaba haciendo por mi no sabía si iban a merecer la pena y que esperaba, por mi bien, que tuviera atados y bien atados todos mis asuntos académicos. No recordaba un estado tal de excitación desde el inicio mismo del plan de mi madre. La segura inminencia de ver cumplido el deseo de manchar sus bragas con el espeso semen de mis testículos, la anticipada visión de los goterones blancos depositándose en la tela a través de la que respiraba su sexo minutos antes no me dejaron el sosiego suficiente para acompasar el movimiento de mis dedos en torno a su clítoris con la cadencia constante de la mano de mi madre arriba y abajo de mi pene. Me desentendí por completo de su cuerpo en el instante aun en que ella con su mano derecha me masturbaba mientras con la izquierda, braga en ristre, recogía los disparos de semen. Siguió con mi pene en su mano apretando fuerte hasta que con un gesto de dolor puse la mía sobre la suya para indicarle que parara.
- ¿Es así como querías? – preguntó mostrándome las bragas
- Sí, así . – balbuceé
- Bueno. Hecho está. –Dijo y cambiando el tono de su voz añadió ¿no deberías dar un último repaso?
Esperanza, Esperanza, ¡qué mujer¡
En la prensa local junto a dos chicas de dos institutos del Sur de la provincia apareció mi fotografía bajo un titular que hacía mención a los estudiantes con los mejores expedientes de la promoción. La televisión en su informativo regional también nos saco unos minutos. Los familiares y conocidos no paraban de felicitar a mi madre. No recordaba haberla visto tan feliz antes. Los compañeros de trabajo y los vecinos le recordaban lo afortunada que era al tener un hijo como yo y el brillante porvenir que se me presentaba por delante. Desde que publicaron las notas hasta dos o tres días después mi vida se alteró bastante. El fin de curso, los amigos y las expectativas que se abrían aquel verano cambiaron bastante mi rutina diaria y no fue, como digo, hasta que pasaron unos días cuando retomé el pulso cotidiano de mi vida. Era sábado y mi madre me llevó, aunque no era costumbre, el desayuno a mi cama. Medio incorporado y medio dormido hablamos mientras comía. Me reiteró lo orgullosa que estaba de mi y la alegría que le había dado con mis notas y no pude menos que agradecerle lo mucho que le debía; sin sus esfuerzos y su empeño porque estudiara, le confesé, no lo hubiera logrado. A ella, le dije, se lo debía todo.
- Bueno, mi plan funcionó. Los dos cumplimos con nuestra palabra.
Recogió la bandeja que puso en el suelo, se arrodilló y posó la mano sobre mi abultado pene hinchado por toda una noche de roces con las sábanas. Todavía me queda una parte del trato por cumplir –dijo- y tiró a la vez del leve pijama y del calzoncillo para descubrirlo.
- No tienes por qué hacerlo – me vi obligado a deci r-
- Un trato es un trato. Estamos a mitad de camino. Todavía, a lo peor, nos queda lo más difícil. No se puede bajar la guardia tan a la ligera así que no vamos a correr riesgos.
Y dicho esto recogió a un lado su media melena y mi pene desapareció en su boca. La calidez y la humedad en la que de repente entró mi pene cuando sólo esperaba el tacto conocido de una mano solícita hizo que me derramara en apenas unos instantes.
- Si las cosas van como deben ir cada vez que quieras yo te lo hago. Si no, ...se acabó.
Resistirme a pedirle al día siguiente que por favor volviera a practicarme sexo oral me costó lo indecible y si aguanté hasta pasados tres días a que mi madre se tragara por segunda vez el semen de mis testículos fue a base de no parar de masturbarme; a escondidas, claro. Fue, no obstante, un poco fustrante porque ese día tenía la regla y me hizo la felación sin siquiera desvestirse. Dejé pasar los días entretenido en ir a la playa y practicar deporte y aproveché una tarde, anocheciendo casi, para sugerirle que era llegado el momento de compartir el recién descubierto placer bucal. Como quiera que se aprestó a bajarme los pantalones y allí mismo, sentada como estaba y sin quitarse la ropa, inició la felación, me decidí a preguntarle si no se iba a desnudar y a indicarme cómo debía yo proceder:
- De mi no te tienes que preocupar. Yo no importo.
- Siempre ha habido reciprocidad. No me vale de otra manera.
- No tiene que ser siempre así. Cuando empezamos con esto fue con un propósito claro y las cosas han ido funcionando. No lo hacemos para que yo disfrute sino para que tu estudies.
- Ya hablamos de eso hace tiempo y si no hay intercambio...no me vale. ¡si lo pasas mal yo no quiero seguir! ¡si te supone un sacrificio...lo dejamos y punto!
- ¡Es al revés! Si fuera un sacrificio...sería mejor. Al menos no sentiría remordimiento. ¿no ves que a veces pienso que a mi me gusta más que a ti?. No puedo evitarlo y me siento mal.
- Pero... si cuanto más disfrutas tu más lo hago yo. Lo bueno es eso. Si no,...no sirve. Es así como tiene que ser. No te entiendo.
- Era mi obligación hacer todo lo que tuviera que hacer para que estudiaras. Hice lo que tenía que hacer pero...ya no se si debo porque a la vez que se que debo hacerlo también quiero hacerlo ¿entiendes?
- ¡Claro que entiendo! Si es precisamente por eso que dices, por eso precisamente que has logrado que me aplique como nunca, porque si empezó como algo que tenías que hacer se convirtió en algo que querías hacer. Ya esto lo hablamos, mamá.
- Vale..., deja primero que me lave.
Cuando pasó su pierna sobre mi cabeza para situar su sexo al alcance de mi boca y pude contemplar la nueva perspectiva que me ofrecían sus protuberantes labios vaginales supe el porqué de su reticencia primera. Su desnudez íntima adquiría una dimensión absolutamente carnal, esencial y crudamente sexual. Los detalles de los pliegues y el nacimiento rebelde de los vellos en los hinchados y púrpuras contornos de su vulva me fascinaron. El aroma de sus jugos inundó mi pituitaria y mi lengua y mi boca cataron por vez primera el sabor acre, inefable de su sexo. En ese instante justo su boca anhelante devoró mi pene. Se que llegó al climax por las contracciones y el temblor de sus muslos y porque tras detenerse los instantes que duró su orgasmo reanudó la felación con una furia renovada segundos después.
No creo haber pasado un verano mejor en toda mi vida. Me consideraba el ombligo del mundo: expediente académico brillante, reputación social por las nubes e instintos sexuales plenamente satisfechos. Al menos una vez por semana mi pene recibía el cálido y húmedo beso de los labios de mi madre y, por su parte, su clítoris se zambullía en el caldo espeso de la saliva de mi boca. Cuando menstruaba yo permanecía de pie y ella sentada y vestida me hacia eyacular. Siempre se tragó el semen.
Adentrado el primer curso de carrera llegaron los primeros exámenes y con ellos las primeras satisfacciones. Los estudios de medicina me gustaban más y más cada vez. Cada asignatura era un aliciente nuevo que colmaba mis expectativas y mi deseo de aprender más y más. Cuando me preguntaba por la evolución de mis estudios Esperanza, Esperancita, adoptaba el aire y la pose de la funcionaria aséptica que se interesara, pongo por caso, por mis antecedentes penales. Dejaba de ser mi madre para ser la tutora severa de un internado. Cuando supo que su hijo era de los primeros de la clase y que mis compañeros se referían a mi como el más brillante de todos, su satisfacción alcanzaba limites que yo no podía imaginar. A la par, su celo por satisfacer mis, digamos, “caprichos” sexuales iba también en aumento.
Fue, creo recordar, más o menos por los días próximos a Carnaval cuando de regreso de un paseo con tía Rosa mi madre entró en el baño para hacer un pis. En su apuro apenas empujó la puerta que quedó entornada. Aproveché para colarme y situarme frente a ella. No era habitual que la importunara en momentos como ese aunque más de una vez nos habíamos cruzado en el baño. Sí que pareció un poco sorprendida cuando me desabroché la cremallera y puse delante de su boca mi pene erecto en toda su extensión. Vestida con su sobria elegancia al contemplarla en aquella actitud con la falda arremolinada y las medias junto con unas blancas bragas a medio muslo se me alborotaron las ganas de tal modo que no pude evitarlo. Cuando comprendí que no iba a obtener la satisfacción buscada detuve la felación retirando suavemente mi miembro se su boca y a un tiempo, tomándola de los hombros la invité a levantarse para que se apoyara dándome la espalda sobre el mueble del lavabo. Se detuvo un instante para secarse y después de arrojar el papel en la taza tuve su blanco culo a mi disposición. Cuando mi pene rozó una de sus nalgas aclaró su garganta y fue cuando me dijo, lo recuerdo vivamente, que ya ella me había dado todo lo que podía, que había cumplido su palabra y que ya no podía hacer más por mi. Supe al instante que me autorizaba tácitamente a seguir adelante; con sus palabras venía a decirme que constara que no era a iniciativa suya lo que de ahora en adelante pasara pero que, igualmente, no iba a oponer resistencia a que ocurriera. Mi amoratado glande se apoyó en sus labios vaginales y los recorrió arriba y abajo ayudado por mi temblorosa mano hasta que atraído por la propia humedad se deslizó apenas unos milímetros adentro. Mi madre respiraba agitada y casi puedo asegurar que en aquellos momentos era ajena por completo al propósito primero que la había llevado hasta donde ahora se encontraba. Esperanza no era ni más ni menos que una mujer anhelando que un varón se hundiera en su interior y esparciera en su estéril útero la cálida carga de sus gónadas. Y era yo porque de otra manera nadie más podría haber sido; nadie que no fuera yo habría podido despertar a la sexualidad a aquella mujer dadas las circunstancias vitales y las actitudes propias que habían hecho que su vida fuera la que era. Jamás en los años que siguieron consintió que la penetrara de frente. De pie, de rodillas o tumbada pero siempre, invariablemente, dándome la espalda. Su reputación de mujer de principios inquebrantables y de proverbial austeridad se mantuvo siempre. Y yo tenía doble motivo para estudiar como nunca: por un lado, satisfacer mi deseo, por otro y sobre todo no privar a mi madre del recurso a acostarse con un joven sin sentirse culpable o indigna.