Espartaco: semen y arena

Espartaco y sus hermanos gladiadores demostrarán al mundo romano que no solo son máquinas de matar, sino también de amar.

Espartaco, nacido libre en la Tracia, criado esclavo en la Galia, pronto demostró su fuerza y la destreza en la lucha contra otros hombres salvajes, sus iguales, sus hermanos: gladiadores. Durante años su sangre y su acero sirvieron de divertimento a la plebe romana, ciudadanos sin escrúpulos que tomaban su sudor y la mezclaban con su sangre para recubrir sus podridas conciencias y aplacar su desidia.

Tras cada combate, cada vez más complicado, cada vez más intenso, cada vez más doloroso y cada vez más decisivo, regresaba a la escuela de gladiadores de Cornelio Léntulo en la cual podía encontrar reposo para su cuerpo y con suerte para su alma si podía cruzar su camino con el de la bella esclava Claudia, una bárbara sueva que hacia parecer a las regias damas republicanas calabazas arrugadas y deformes. Aún le quedaban cinco combates para lograr la libertad y, se decía, cuando le fuera entregada la espada de madera la compraría y la haría su esposa.

Sin embargo, cuando tras su último combate, una naumaquia en la que se representaba el aniversario de la aniquilación de los piratas de Cilicia, no solo no se le dio la libertad sino que se extendió su condena en la arena hasta que la muerte le alcanzara, decidió romper las cadenas de hierro que aprisionaban su espíritu y ganar la libertad como había defendido su vida: con el filo del acero de su espada.

Durante varias semanas hizo los preparativos pertinentes para una gran huida de la escuela con diversos compañeros del gremio. La fortuna les era grata, pues apenas quedaban unos días para las saturnales. Aprovecharían dicha fiesta para hacer acopio de provisiones. Mientras, los más fuertes entre ellos atacarían a los pocos guardias que custodiarían las instalaciones ebrios o estarían ausentes de sus puestos, tirándose a alguna esclava. Con aquellos apestosos romanos muertos, cogerían a sus mujeres y huirían a la campiña al amparo de la noche, con la atención de la guardia de la ciudad abotargada por el vino y debilitada por la simiente derramada.

Por una vez los dioses sonrieron a ese grupo de esclavos a los que la vida había privado de toda esperanza y tal y como habían planeado, veinte hombres y el mismo número de mujeres se escabulleron lejos de la ciudad bajo el manto de la oscuridad. Crixos, amigo de toda la vida de Espartaco, les guió hacia un poblado abandonado del que había oído hablar en ocasiones a un amo que tuvo de niño. Nadie les buscaría allí ya que las gentes del lugar decían que se encontraba maldito pues sus habitantes fueron ajusticiados, sus riquezas saqueadas y sus monumentos arrasados décadas atrás por un invasor del que no recordaba el nombre, al que la suerte fue esquiva y no pudo conseguir su objetivo de poner de rodillas a la loba del mundo que devoraba sin cesar una tribu tras otra.

Atravesaron un frondoso bosque con la ayuda de Selene por caminos largo tiempo olvidados. Mas lo hicieron con descuido e imprudencia, pues la libertad les había embriagado de tal forma que lo único que albergaba sus mentes y sus corazones era la dicha por el fin del cautiverio. Tras una hora de caminata llegaron a un descampado repleto de edificios en ruinas. Una vieja calzada de piedra, que estaba perdiendo la batalla contra la naturaleza atravesaba la explanada.

  • Bien, pasaremos aquí la noche. - anunció Espartaco al agotado grupo - Mañana cuando el gallo cante por segunda vez nos pondremos en camino.

  • ¿Hacia dónde? - preguntó alguien a quien no pudo distinguir entre las sombras que lo dominaban todo.

  • Buena pregunta, ¿sugerencias? - obviamente no había planeado tan bien la huida.

  • ¿Qué tal Roma?, dicen que está muy bonita en esta época del año. - El que había hablado era Torax, apodado el corto, por motivos obvios. Su propuesta causó una carcajada general que no entendió. De todas formas no obtuvo otra respuesta. Crixos se acercó a Espartaco y le susurró algo. Debía ser algo bueno pues su rostro se iluminó como una lámpara de aceite.

  • Sé quién puede aconsejarnos qué pasos seguir a continuación. - dijo el tracio a los presentes, que ya comenzaban a murmurar preocupados.- No muy lejos de aquí vive una vieja adivina llamada Sibila, cuyos poderes trascienden el espacio y el tiempo y nos guiará en nuestros siguientes pasos.

  • ¿Quién te ha dicho eso? - quiso saber Simónides el palestino.

  • Crixos.

  • ¿Y a él quien se lo ha dicho? - insistió.

Fue el propio Crixos el que contestó esta vez.

  • Mi cuñado que va a pedirle consejo una vez al mes. Y siempre le acierta, ojo.

La respuesta tranquilizó a Simónides que levantó ambas manos pidiendo perdón por desconfiar de sus líderes.

Espartaco apremió a sus seguidores a que encontraran un lugar donde reposar y agarró por las caderas a Claudia, de la que no se había separado en todo el camino y cuyo cuerpo había cartografiado con sus dedos hasta el último recoveco, para dirigirse acto seguido hacia una de las pocas casas que permanecían en pie, quizás la de un rico mercader o un opulento senador a juzgar por las dimensiones de la misma. De seguro que ya no podría disfrutar del poder ni del dinero allá donde estuviera. Si bien los muros habían resistido la barbarie y el tiempo, el techo no había corrido tanta suerte. En el triclinio encontraron un kline cubierto de hojas que volaron en la noche de un manotazo.

La sueva recostó a su amado en él y comenzó a desvestirlo, lo cual no le llevó demasiado tiempo pues solo un taparrabos cubría su cuerpo cincelado en músculo, pero en cuanto le privó de él, saltó ante sus ojos el orgullo de Tracia, un obelisco tan imponente que no pudo evitar lanzarse sobre él para engullirlo entre sus hambrientas fauces. Su lengua lo lamía de un extremo a otro con premura mientras sus manos acariciaban sus testículos. Podía sentir las recias manos de Espartaco sobre su cabeza empujándola contra su ingle, ansioso de ser devorado, de penetrar su garganta con cada lamida, pero Claudia, ducha en las artes amatorias logró calmar su impulso y pronto quedó domado como un gatito ante las atenciones que recibía su polla.

Cuando esta estuvo a punto de entrar en erupción y chorrear Claudia con su lava, cesó y agarrando con tal fuerza el tallo del miembro, que el tracio no pudo evitar abrir la boca en gesto de dolor, momento en el cual aprovechó Claudia para hundir en ella su lengua y luchar por su dominio con apasionados besos. Una vez hubo el dolor no fue más que un recuerdo, comenzó a pajear la gruesa tranca cuyo vigor había ido disminuyendo y a la que no tardó en devolver a la vida con sus recias sacudidas mientras sus pechos eran devorados con fruición, siendo sorbidos, lamidos, succionados, sus pezones mordisqueados y su culo azotado salvajemente azotado a quien la pasión cegaba cualquier contención.

Crixos y un gladiador nubio entraron en la estancia de improviso a tiempo para ver el cuerpo de la liberta empalada por la polla de su amante, cimbreándose como una culebra sobre su presa, intentando sacarle hasta la última gota del veneno que los convertiría en amantes para siempre. Pero el gladiador, que estaba muy alterado, no tuvo la paciencia necesaria para esperar a que terminaran.

  • ¡Los romanos...! - exclamó en un grito ahogado - ¡Vienen hacia aquí!

  • ¿Cómo lo sabes? - quiso saber Espartaco, algo mosqueado por haber sido interrumpido, que se consoló al menos besando sus músculos.

  • Escucha.

Lejanos ecos de orgasmos extinguiéndose deleitaron sus oídos, pero tras ellos, un conocido ritmo que se repetía machaconamente le puso en alerta.

  • Italodisco... Qué manera de cortar el rollo.

Y así, sin poder correrse a gusto, tuvieron que ponerse en marcha Vesubio arriba, pues pensaban que los romanos serían demasiado vagos como para seguirles. Estaban en lo cierto y una vez en la cima no tuvieron más que descender por la cara opuesta y verse libres de sus perseguidores. Sin descanso se dirigieron a la cueva donde vivía la adivina, la cual divisaron la tercera mañana tras su fuga.

En ella se ocultaron los fugitivos mientras Espartaco comentaba sus dudas a la Sibila. Esta sacó de una de las mangas de su ajada túnica un cuchillo y abrió con precisión el abdomen del conejo que el dalmacio Etoricus había cazado para realizar los augurios. Durante varios minutos estuvo escrutando las entrañas del animal hasta que al fin alzó la mirada, los ojos vidriosos y brillantes, como mirando más allá de la estancia en la que se encontraban, más allá del horizonte y de las fronteras de la república, y señalando con el dedo al líder de los gladiadores le advirtió:

  • Tu hijo se comerá un coño y estará a punto de morir por ello.

Nadie en el sorprendido grupo osó siquiera lanzar un suspiro.

  • Vaya un maricón. - respondió este indignado - Además, ¿qué hijo si Claudia toma el jugo de la mantícora cada vez que lo hacemos? - Se giró hacia su amante en busca de una confirmación que recibió con un encogimiento de hombros por su parte.

  • ¿Tú no habías venido a preguntar otra cosa? - susurró Claudia dubitativamente.

  • Es verdad - asintió Espartaco que se dirigió de nuevo a la adivina - A ver vieja bruja, cuéntanos qué ves a corto-medio plazo, por ejemplo, la semana que viene...

Y mientras retazos del destino les eran revelados a los hombres, Claudia se deslizó fuera de la cueva sin que nadie se percatara de ello.

Resultó que la adivina había profetizado que los luchadores solo alcanzarían la libertad si se dirigían hacia el norte, atravesando la columna de la península itálica hasta alcanzar las orillas salvajes del Danubio y cruzando al otro lado, donde los enemigos de Roma los acogerían sin pedir nada a cambio. Pero Espartaco no estuvo de acuerdo pues el plan hacía recomendable, si no necesario, desviarse de la capital para no llamar la atención de las legiones locales.

  • ¿Y quién adorará mis músculos lustrosos? ¿Las cabras de Aquilea? ¿Los pastores de Etruria? Ni hablar - había razonado el tracio antes de hacer llamar a su sierva Ariadna para que le trajera la tinaja con aceite corporal con el que ungir su trabajado cuerpo. - Nos dirigiremos hacia el sur, allí donde el sol siempre brilla y podremos sacrificar nuestros torsos para que sean asaeteados por sus rayos, beber hasta que Baco nos ciegue y follar a todas horas sin preocuparnos en otra cosa.

E iniciaron la marcha los orgullosos libertos, pues cualquiera le decía que no a ese plan, llegando a Campania con los romanos pisándoles los talones. Creían haberles dado esquinazo cerca de Parténope pero al pasar la ciudad los exploradores informaron a Espartaco de que una columna de soldados acampaba a escasos kilómetros de su posición. El recién conformado consejo de gladiadores fue a examinar a sus perseguidores desde lo alto de un risco cercano. No eran demasiados, apenas dos docenas de hombres pobremente armados que no tendrían una sola posibilidad frente a los entrenados guerreros que les observaban, pero entonces, cuando ya echaban mano de sus gladios, Crixos intervino.

  • Oye Espartaco, que digo yo, pudiendo estar follando, ¿por qué vamos a arriesgarnos a que nos maten y no podamos follar ya nunca más?

  • También es verdad... - convino el gladiador - Venga, orgía en el bosque del druida.

Sin hacer ruido volvieron a su campamento, situado en el mencionado bosque, y comentaron la idea a los demás, a los que tampoco hacía falta poner un pilum en la garganta para que se entregaran al fornicio desenfrenado, por lo que pronto todos estuvieron desnudos y restregando sus cuerpos al compás de la brisa. Claudia ya le buscaba cuando este la empujó contra un sauce, su espalda contra el tronco, nada de preliminares, levantó sus piernas, las abrió de un tirón y la penetró con la fuerza de una bestia haciéndola sentir que la partía en dos. Comenzó a embestirla con urgencia, retirando su polla con parsimonia para volverla a meter de una estocada hasta enterrarla profundamente en ella. Cada una de sus arremetidas iba dedicada a uno de sus dioses.

  • Por Júpiter - rezongaba con sus huevos golpeando su coño - Por Saturno - y la polla le alcanzaba hasta la cérvix - Por Urano...

  • No, por Urano no - le suplicó la jadeante Claudia - que por ahí me duele.

Pero el comentario causó el efecto contrario, pues hizo hervir la sangre de Espartaco, salió de ella sin mediar palabra, la volteó y la empujó contra el árbol, su pecho quedó aplastado contra la áspera corteza, su culo proyectado hacia él, redondo como la luna, delicioso como un queso y, llevando la contraria a sus anteriores palabras, el templo de Urano se abrió suave y rojizo como una rosa en primavera para aceptar en su interior al poderoso sacerdote que comenzó a predicar en sus entrañas con intensa fe. Aguantó las embestidas como pudo. Cada una de ellas arrancaba de su garganta un coro de gemidos y gritos en la frontera entre el dolor y el éxtasis. De repente sintió como sus brazos eran aprisionados y tiraban de ella hacia atrás. Su espalda se tensó como un arco. Una callosa mano se apoderó de sus lastimadas tetas, apretándolas entre sus dedos, tirando de sus pezones, pellizcandolos, amasando sus rubicundos senos para descender con sus caricias al monte de Venus y coronar su clítoris hinchado como una uva madura, lista para la vendimia, para ser acariciado, aplastado, maltratado, para servir de anfitrión a aquella mano que abría la hendidura de su cuerpo de la que manaban chorros de flujo inundando el suelo. Sus brazos fueron liberados pero era ahora su cuerpo el que era preso del hercúleo abrazo de su amante que la atrajo hacia si, pecho contra espalda, la polla palpitante enterrada en su culo, entrando y saliendo sin descanso en una prédica constante.

Para no dejarse llevar por la locura del deseo miró a su alrededor, Eudoxia era montada salvajemente por Calipo que tiraba de su melena azabache para levantarle la cabeza y hacer que Prixes penetrara su boca con rudeza. Livia y Tita se enredaban en una red de piernas y lenguas, enhebrada la una en la otra, y a pocos metros de ellas, a Torxus el corto inseminando a un árbol por el agujero de la guarida de una aterrada ardilla. Y se disponía a contemplar cómo Laulia cabalgaba como una amazona el falo de Etrurio, cuando sintió como una oleada tras otra de semen batían las castigadas paredes de su esfínter, como era volteada una vez más, besada con una pasión ciega, penetrado su coño por un par de gruesos dedos y elevada a los cielos con la presión que ejercían sobre ella, haciéndola estallar en un mar de gemidos que se alzaron al firmamento en honor a Venus.

Mientras los esclavos daban rienda suelta a sus instintos, los vecinos de la zona, alarmados por los aterradores sonidos que provenían del bosque, similares a los producidos durante los sacrificios en honor a Ceres, avisaron a una patrulla romana que con paso marcial se adentró en la oscura arboleda pues ya había caído la noche. No tuvieron que caminar mucho para descubrir que no eran unos pobres cochinos los sacrificados, sino la virtud de las jovenzuelas que ante sus ojos eran ensartadas por cualquier orificio que dejaran libre por los brutos gladiadores de los que el centurión les había prevenido aquella misma tarde.

Uno de ellos, que jamás sabrían que se llamaba Cerón, de los alanos, se percató de que estaban siendo vigilados mientras daba de beber de su leche sagrada a una pelirroja picta que relamía con deleite los restos de su simiente y avisó por señas a sus camaradas. Los romanos, el que menos llevaba un lustro enrolado en el casto ejército, no podían siquiera pestañear ante el espectáculo desplegado ante sus ojos, por lo que no reaccionaron cuando los gladiadores envainaron sus espadas de carne para dar rienda al acero, haciendo una escabechina con ellos.

Continuará...