España año cero (La puta família)

En 1939 con el fin de la guerra civil española hay vencedores y vencidos, y en un pueblo una vencida no encuentra más salida para sobrevivir que pedir ayuda a sus máximo enemigo: el amo.

Al fin de la Guerra Civil española, en 1939, la familia López volvió a dominar en gran parte el pueblo. Son los propietarios de la fábrica que da trabajo a casi todo el pueblo y tienen muy buena relación con las nuevas autoridades. En cambio, Luisa no tiene tanta suerte. Su marido está en prisión por ser anarquista y ella desde el fin de la guerra lo está pasando muy mal. Le raparon la cabeza al cero y todo el mundo se ríe de ella y la humillan. En ninguna tienda del pueblo le venden nada, y se pasa horas y horas llorando. Finalmente, vencida completamente por el hambre y las humillaciones constantes, decide hacer lo único que en realidad puede hacer: ver al señor López. Así pues, se presenta en la torre de los López, y después de que la humillen un rato en la puerta, es aceptada su apestosa presencia en la casa. Eso sí, debe entrar a gatas y postrarse a los pies del Señor López, y no mirarle a la cara sino mantener la cabeza gacha. Y así lo hace: a cuatro patas entra en el gran salón, y no puede ver como sonríe el señor al verla. Se arrodilla a sus pies, y con la cabeza gacha se dirige a él:

Perdone que le interrumpa, señor López. Me gustaría aceptara hablar conmigo un momento. Se lo suplico.

Mmm… A ver, puta, ¿qué coño quieres?

Señor, en el pueblo nadie me atiende en ninguna tienda, nadie me habla, todos se burlan de mí… ¡Ya no aguanto más! Por favor, señor, usted podría ayudarme… se lo suplico, ayúdeme y haré lo que sea

Luisa empezó a llorar, pero una bofetada del señor apaciguó un poco su llanto.

¿Y por qué crees tú que querría yo ayudarte, pedazo de zorra? ¡Maldita perra sucia! ¿Cómo osas venirme a mí con estas? ¡Haberlo pensado mejor hace tres años, antes de empezar con esta estupidez de revolución! ¡¿Qué pasa?! ¿En realidad creíais que podíais vivir sin vuestros amos? ¿Que la fábrica funcionaría por vuestra cuenta…? Joder, realmente sois estúpidos!

Por favor, señor… es usted un buen hombre

¡Putos imbéciles! Les das trabajo, pan, se lo das todo y ellos así te lo agradecen… ¡Alzándose contra la mano que les da de comer! Y luego me vienes llorando… ¡¿ves como sois una panda de imbéciles que no es capaz ni de pensar en las consecuencias de sus actos…?!

Perdone Señor, tiene usted razón… fue todo un error… nos llenaron la cabeza de tonterías… en realidad siempre hemos sabido que sin ustedes no seríamos nada

El señor López se conmueve con estas palabras. Le gusta. Por un momento se plantea la posibilidad de dar a la chica una segunda oportunidad.

Muy bien, chiquilla. Si te portas bien y haces todo lo que te ordene te daré una segunda oportunidad.

Sí, Señor. Haré todo cuánto usted desee para acabar con este calvario.

A ver si es verdad. ¡Desnúdate, zorra!

Luisa se turba unos segundos. Se siente contrariada, quizás no se esperaba esto; en realidad, cuando vino lo hizo desesperada y sin pensar en las consecuencias. Sí, en el fondo el señor López tenía razón y no pensamos en las consecuencias de nuestros actos. Una bofetada del señor la despierta de sus pensamientos y empieza a desnudarse con prisas, torpemente. El señor se ríe, y ella se siente humillada, pero ya empieza a estar acostumbrada. Completamente desnuda a los pies del señor, Luisa se siente muy poquita cosa, toda a sus manos; y él la mira, concienzudamente, le acaricia la cara, el pelo, la espalda, le soba los pechos… es una chica muy hermosa, en el fondo. Se arrodilla detrás de ella, se pega a su espalda, y se da clara cuenta de la agitada respiración de ella. Esto le da más fuerzas; le hace sonreír. Entonces, pasa sus manos a delante, por el cuerpo de Luisa. Una juega con sus pechos y su boca, pasándole un dedo entre los labios; la otra mano acaricia sus piernas, sus muslos, y empieza a juguetear en su sexo. Ella, poco a poco y sin quererlo, se empieza a excitar. Cierra los ojos muy fuerte, y por ellos escapa una lágrima. Muy ágil, la mano del señor acaricia su sexo, en un vaivén irresistible, y el coñito se va humedeciendo, y él mete un dedo y luego dos, y su otra mano le masajea un pecho y le aprieta el pezón. Ella se muerde el labio, siguen bajando lágrimas por su rostro, y su respiración ya sigue el vaivén de la mano de su señor. Dos dedos van follando su sexo, con una cadencia cada vez más grande, y luego entra otro dedo y ya son tres los que la follan, y el ritmo es cada vez mayor. Y ella ya respira de forma muy agitada y su cuerpo se mueve levemente, al vaivén, se retuerce, ya jadea y se intenta reprimir, pero no hay forma. Detrás de ella, justo a la oreja, se acerca el señor, que le susurra muy cerca al oído, con una voz muy cálida: "Venga, jadea como una puerca, que es lo que eres, zorra… no te reprimas, que sé ve que te mueres de ganas, puta más que puta…". A Luisa, esas humillaciones solo la excitaron más, y al cabo de poco se dejó llevar y empezó a gemir, primero unos gemidos ahogados, cada vez más libres, muy fuertes al final, auténticos gritos de puta… Y de repente el Señor apartó sus manos, y Luisa se quedó frustrada al borde del orgasmo. Entonces, empezó a llorar desconsolada, por muchas cosas que pasaron por su cabeza. Porque hacía mucho tiempo que no tenía relaciones, porque se había quedado al borde, por el echo de ser violada de esta forma por el señor López, por haber gemido como una puta dándole este placer, por haber dejado que la utilizara de esta forma tan degradante y la humillara así, dejándola a medias. Por eso lloró amargamente Luisa, y por todo esto se reía a grandes carcajadas el señor López.

Cuando los dos recobraron el control, y acabaron los llantos y las risas, el señor López le dijo a Luisa que si quería la dejaba masturbarse. Esto descolocó e indignó a Luisa, se sentía confundida, frustrada, humillada. No quería darle más placeres al señor López degradándose de esta forma, pero por otro lado se moría de ganas de masturbarse y tener un buen orgasmo. Mientras lo pensaba, él se quedó mirándola, divertido, sabiendo la lucha que había en la cabeza de la chica. Se sentó en una butaca frente a ella, y se encendió un puro, y la primera oleada de humo fue para la cara de Luisa, que empezó a toser y lloriquear por el humo y por el estado en que se encontraba, de estrés y nervios.

¿Quieres o no quieres correrte? Si en medio minuto no te estás pajeando como la puta viciosa que eres, te pasaras meses, quizás años, sin tener un orgasmo, ¿entendido, zorra?

Luisa asintió con la cabeza, pero no se masturbó. Él se levantó y empezó a dar vueltas alrededor de ella, como si fuera su presa –lo era- y mirando al reloj. Pasó el minuto, y se ausentó un momento; cuando volvió llevaba una cuerda en sus manos. Con ellas ató las manos de Luisa a la espalda. Así, desnuda e indefensa, de rodillas y con las manos atadas a la espalda, se quedó Luisa por unos minutos. Él se acercó, le acarició el pelo, la cara, la besó la frente. Ella se indignó por este gesto, por lo prepotente que le pareció; como si fuera una presa, un animal doméstico o un bebé. Y es que Luisa todavía no se daba cuenta de que esto era exactamente lo que era ahora: una presa del señor López, su nueva mascota, su juguete, su perra, su puta.

Él se plantó enfrente de Luisa, y se desabrochó el pantalón sacando su verga semierecta. La cogió con su mano, y empezaba a cobrar fuerza y grosor. Estaba muy cerca del rostro de Luisa, y la pasó por sus labios, cerrados. Ella no se movía ni un milímetro, solamente cerraba los labios muy fuertes. El tacto con los labios de Luisa hacía que la polla del señor creciera, y entonces con ella le azotó la cara y la boca, de forma muy humillante. Ella sollozaba, pero a él no le importaba en absoluto. Esa puta no merecía ninguna consideración. Con sus dos dedos presionó, como una pinza, la nariz de Luisa; él reía divertido. Luisa, al verse tapada su nariz, abrió maquinalmente la boca para respirar, y entonces el señor le insertó su verga por la boca, hasta la campanilla. Él se reía a carcajadas, victorioso, hábil, y ella humillada una vez más derramaba lágrimas por enésima vez sobre su rostro y sobre el pene de su señor protector.

¿No querías ayuda, puta? Pues anda, zorra, comete bien esta polla y con ganas, ¡que seguro que sabes cerda! ¿No has venido porque querías comer? ¡Pues come, anda! Jajajaja

Luisa por un momento se lo pensó, pero no había nada que pensar. Esta era su única opción. Así que se dedicó a comerle bien la verga al único que podía ser su protector. En el fondo de su recuerdo sonaba una frase de su madre: "Quien a buen árbol se arrima buena sombra le cobija". Y en estos momentos esto significaba estar a buenas con el señor López y hacer todo cuánto él quisiera. Aquello le daba asco, era repugnante, pero pronto una mano en su nuca le marcó el ritmo que debía seguir, y lo fondo que debía entrar aquella polla en su garganta. ¡Y eso era muy, muy al fondo! En un momento le vinieron arcadas incluso. Pero al final la mamada no estuvo tan mal –desde el punto de vista del señor López, claro- y este se corrió en la boca y sobre el cuerpo de Luisa. Ella, escupió todo cuanto pudo pero no pudo evitar tragarse parte del semen de su protector.

Él le acarició el pelo. "Bueno, zorrita, no está del todo mal para empezar…". Le desató las manos de la espalda, y ella ya no estaba con ánimo para nada, ni siquiera para levantarse. Y no hacía falta ordenarle que mirara al suelo porque le salía del alma; por sumisión, por cansancio, pero sobretodo por vergüenza. Y no sabía como actuaría el señor, si la dejaría ir y ordenaría a los tenderos venderme lo que fuera como a la gente normal…; y enseguida vio que por lo menos lo de irse estaba descartado. Dijo él:

La gente del pueblo es imbécil. Te odian; por supuesto no saben lo dulce y agradable que puedes llegar a ser… jajajaja… No entenderían que volvieras a hacer vida normal por el pueblo, y seguirían sin hablarte de todas formas.

Luisa estaba de acuerdo en todo lo que oía. Era muy cierto; parecían muy lucidas las palabras del señor.

Así pues, quizás lo mejor sería que te quedaras aquí conmigo. Yo seré tu protector; no te va a faltar nada, y nada malo te puede pasar estando conmigo… ¿Qué te parece?

Esto último lo dijo con una voz muy tierna, acariciando el pelo de Luisa, como si fuera su amada; en aquellos momentos sus palabras sonaban a música de dioses. Y en todo cuanto decía tenía razón. En el pueblo todo seguiría siendo insufrible. Por lo menos dentro de la torre del señor López quedaría resguardada de todo el rencor y las malas miradas y los insultos y las humillaciones…; aunque él la utilizara de vez en cuándo, todo quedaba en privado, entre los dos. Además, en realidad el señor López parecía muy tierno; si no hubiéramos echo todas las estupideces que hicimos él no se habría enfadado como lo hizo. En el fondo le robamos la fábrica y la torre, lo echamos del pueblo de mala manera, por poco no lo matamos. Es normal que estuviera puteado con nosotros. Y, qué imbéciles! Él sabe como se lleva una fábrica, él pagaba generosamente cada mes, es una buena persona… ¡¿por qué la tomamos contra él?! ¿Porque era el amo? ¿¡Y qué culpa tiene él!? ¿Es que nos había faltado nunca nada?

Luisa se lamenta de los errores pasados, se da cuenta de todo, y sabe que el señor López es una buena persona. Si no lo fuera no se habría dispuesto a ayudarla, después de todo lo pasado. Solo los grandes señores tienden su mano al enemigo… Entonces, Luisa ya había olvidado todas las humillaciones, se sentía bien, agradecida y gratamente sorpresa por haber conocido al hombre que se ocultaba detrás del amo. El señor López es un gran hombre, y es culto, y generoso, y tierno. En cambio, ella es solo una alocada, como el imbécil de su marido, un jodido iluminado que cree que puede cambiar el mundo, que puede tirar una fábrica adelante sin ayuda…; Luisa, en apenas unos minutos, se ha enamorado de su protector (antes tan injustamente odiado) y ha pasado a sentir un gran resentimiento contra su vida pasada y contra el imbécil iluminado de su marido.

¿Qué dices, cielo? ¿Te quedas conmigo?

Y Luisa le miró radiante, con una amplia sonrisa en la cara y asintió con la cabeza, y empezó a decir "Sí, sí, sí señor…", sin parar, como delirando. Y él le ató la cuerda al cuello y la hizo seguirle, a cuatro patas. Ella no se enfadó por eso; serían unos días, hasta haber saldado las desgracias que habían echo contra su protector. Eso pensó. Y así, a cuatro patas y desnuda, como si fuera una perra, fue llevada a la caseta de los perros, y la encerraron allí. Al cabo de un rato, se empezó a masturbar y tuvo un orgasmo increíble, el mayor que había tenido nunca. Aún le quedaba en el cuerpo la necesidad de aquél orgasmo frustrado.

El señor López cenó tranquilamente en el comedor, con su mujer, el maestro y su esposa, y el cura del pueblo. Después de comer, el personal de servicio llevó las sobras de aquella comida a la caseta de los perros. Lo tiraron al suelo, como siempre, y fueron los cuatro perros los primeros en acercarse velozmente y hacerse con la comida más interesante. Luego, Luisa se acercó y intentó comer algo de lo que habían dejado los perros. Llevaba mucho sin comer, y pensó que si los perros lo comían y no pasaba nada, también ella podría comer. Con la mano limpió un poco la comida, quitándole la tierra y suciedad, y comió. Luego, decidió saciar su sed con el agua que bebían también los perros. Había una larga cañería en el suelo, abierta para que se pudiera beber de ella. El agua era más o menos limpia, seguramente agua de lluvia. Pero el problema era que no podía coger la cañería y por lo tanto debía beber a sorbos, como lo hacían los perros, metiendo la cabeza y moviendo la lengua intentando hacerse con algo de agua. Resultaba penoso, pero era mejor que nada. Desde el fin de la guerra que no tenía facilidades para beber agua. Cuando iba a buscar agua al riachuelo, los vecinos se la robaban al llegar al pueblo, o la derramaban a sus pies, o encima suyo mientras gritaban: "¡Anda, límpiate un poco, guarra!". Al recordar todo esto, Luisa se sentía un poquito mejor y sabía que en el pueblo estaría mucho peor que con el señor López. Precisamente, entonces apareció el señor López, que vio a su nueva perra toda sucia, de polvo y de sus jugos entre las piernas.

¿Qué, te has corrido, eh, perra? Al final te has pajeado, ¿verdad putita? Jajaja

Sí, señor. No podía aguantar más. Antes me ha puesto a cien y me había quedado con ganas.

Claro que sí. Ya lo sabía; no olvides que soy más listo que tú…. que vosotros

Sí señor. Lo sé.

¿Y no me vas a dar las gracias?

Sí, señor. Gracias por ser mi protector y tratarme tan bien a pesar de todo lo que hicimos y de lo mal que nos portamos con usted. Y gracias por hacerme sentir tan bien con esos masajes; me he sentido de nuevo mujer, después de mucho tiempo. En realidad, mi marido nunca me había echo sentir así

El señor López estaba satisfecho, y ella todo lo que decía lo hacía convencida. Era un triunfo mayor del que nunca hubiera esperado, pensó el señor López. Más allá de la guerra hay grandes victorias, mucho más excitantes, y esta es una.

Pasaron unas semanas en las que Luisa no salía de la caseta de los perros. Allí dormía y pasaba días y noches, y comía y bebía con –como- los perros. Los perros sí que salían, pues se les abría la puerta para que corrieran por la finca. Luisa no tenía esta posibilidad de momento; ella no podía salir. Eran cinco; cuatro perros y ella. La caseta era muy baja, hecha para perros, por lo que tenía solo un metro treinta de altura. Ella medía metro sesenta y siete, con lo cual le resultaba imposible estar de pie. Cuando lo intentó tenía que agacharse de manera muy incómoda, así que a la práctica estaba obligada a permanecer a cuatro patas, tumbada o bien de rodillas. En las manos le habían puesto ya desde el segundo día unos guantes de boxeo. El día anterior su protector había visto su enorme corrida y decidió que ese sería su último orgasmo por una buena temporada; por eso se hizo con unos guantes de boxeo para ella. Así evitaba que se masturbara y se toqueteara. Y eso daba además lugar a hermosas y divertidas escenas, con la perrita Luisa en celo, frotándose patéticamente con los grandes guantes, o frotando su cuerpo y su sexo en el suelo o con alguno de los perros. Realmente se estaba convirtiendo en una auténtica perra, y los López era muy felices con esto.

Finalmente, un día el señor López empezó a darle plátanos. Ella debía chuparlos como si de una buena polla se tratara. Con sus manos grandotas de cuero de boxeo, ella cogía con algunas dificultades el plátano y se lo metía en la boca, lo chupaba, y finalmente el plátano caía en el suelo. Ella no era capaz de nada con los guantes, y los perros acababan comiendo el plátano, a veces incluso había un poco para ella. Por supuesto, no podía pelarlo y acababa comiéndolo con piel y todo. Este era un gran entretenimiento para los López, que disfrutaban al ver a la puta mujer del tío que les había humillado tres años antes convertida en una auténtica perra. Había días más monótonos, y días en que el espectáculo era más divertido y era rememorado por largo tiempo en las cenas de la familia. Como aquella vez que la vieron intentando masturbarse metiéndose el plátano por el coño, con las dificultades que los guantes suponían. O aquella vez que se acercó a uno de los perros y frotó su sexo con el perro, y empujó el perro dejándolo boca arriba, con el miembro bien recto y grande a punto para la perra. Desgraciadamente, ella se dio cuenta que la señora López se acercaba a la caseta y al verse descubierta en tan penoso acto, se reprimió, aunque eso no evitó las carcajadas de la señora, que todavía hoy recuerda una y otra vez sin cansarse esta escena. Y ante Luisa, para humillarla, casi a diario le lanza el comentario: "¿Qué tal perrita? ¿No habrás violado ninguno de nuestros perritos esta noche, verdad, guarra? Jajaja…".

Pasadas bastantes semanas, el señor estuvo hablando un día con ella, y llegaron al pacto de que si se comportaba la dejarían salir de la caseta, y si se portaba bien iría ganando libertades. Así, poco a poco salió al jardín, donde la señora López se divertía tirando un tronco que ella debía ir a buscar y llevarle a sus pies, y así una vez y otra y otra, y Luisa agotada de cansancio y la señora agotada de tanta risa. Luisa seguía a cuatro patas como estaba acordado, aunque saliera a fuera, y por supuesto con los guantes. El tronco, claro, lo llevaba en el hocico como una buena perra.

Con el tiempo, se la dejó entrar a la torre, y un día el señor le ordenó que le hiciera una buena mamada. Esta vez ella no opuso resistencia y por el contrario lo hizo gustosamente, afanosamente. Quería complacerle, hacer algo útil para él. Y lo hizo bastante bien, aunque por supuesto podía –y debía- mejorar. Para este fin, pronto se convertiría en uno de los quehaceres diarios de Luisa el hacerle una mamadita a su protector. Y cada vez se le daba mejor, y se tragaba toda la leche sin rechistar, afanosamente. Después de tanto tiempo entre perros ya no le asqueaba en absoluto. Y la primera vez se lo tragó con un poco de resignación, voluntariosa, queriendo gustar a su señor; y la segunda le gustó un poquito; y a la tercera vez ya esperaba con ansia el sorbo de leche que, por cierto, era una aportación interesante en su escasa alimentación.

Entonces, un día el señor la fue a buscar y la llevó a la torre. La dejó en el baño para que se limpiara bien –el primer baño en meses- y se perfumara, y luego fue llevada al comedor. Había visita; un empresario amigo, con el que el señor estaba entablando relaciones comerciales. Durante la cena Luisa estaría bajo la mesa, a los pies del visitante, y cuando este se lo indicara ella le comería la polla. Y pasaron los minutos, y Luisa se estaba impacientando, pero finalmente, la mano del invitado bajó a buscar su nuca, y la acercó a su miembro. Y ella –las manos hoy libres de guantes- le desabrochó el pantalón, le quitó la verga, y empezó a darle una buena mamada. A estas alturas, ya era una profesional del francés. Fue una buena mamada, y el invitado le ofreció una buena corrida, que ella tragó impaciente, sin dejar ni gota. Después, el señor López le diría a Luisa que estaba orgulloso de ella, que lo había hecho muy bien y su invitado estaba muy satisfecho. Y estaban satisfechos todos, el invitado –por la magnífica felación-, el señor –porque su perrita se había portado bien, había cumplido y le había dejado con una buena imagen ante su amigo y ahora socio-, y Luisa estaba también contenta, por el reconocimiento de su labor. Su señor estaba orgulloso de ella y esto ya era un gran premio para ella, que ya no pensaba en su libertad ni en su dignidad ni en nada que no fuera servir fielmente a su señor y complacerle.

Después de este episodio siguieron más cenas como esta, con invitados y felaciones cada vez más brillantes de Luisa. Cada día fueron más frecuentes; parecía como si al señor le gustara sobremanera mostrar a su perrita, y en realidad así era. Y todos se sentían muy a gusto. Tan a gusto, que un día –a mediados de enero de 1940- uno de los invitados decidió, después de la cena, que Luisa le acompañara al hotel y pasara la noche con él. En un primer momento, el señor López se vio sorprendido, y dijo que la perrita no salía de la finca; pero su invitado parecía encaprichado con la perrita, y le ofreció una cantidad importante de dinero por poder pasar la noche con Luisa, que estaba allí como si nada fuera con ella, viendo como prácticamente la subastaban. En el fondo, se sintió orgullosa y complacida al ver la suma tan importante que ponían sobre la mesa por… ella. Sí, era una chica de precio caro, como una puta de lujo.

Cerrado el trato, Luisa subió a la habitación de una criada, donde le dieron un poco de ropa, ya que los últimos meses los había pasado a pelo. La vistieron, pues, y se fue al hotel con aquél hombre de mediana edad y unos quilos de más. Por el contrario, ella estaba muy flacucha. Hoy volvía a andar erguida y a ir vestida, después de meses sin hacerlo; la perra quedaba atrás por lo menos un rato. Aunque, ahora le resultaba incómodo andar erguida, ya no se sentía cómoda en esta posición. Pero fueron unos segundos solamente; tiempo de entrar en la habitación del hotel. Allí se desvistió de nuevo y se tumbó en la cama, bocarriba. A su lado, su amante, el hombre que la había comprado para esa noche. La acarició, la besó, acercó su cuerpo al de ella, le rozó con los dedos el pubis, le acarició todo el coñito. Ella se estaba poniendo a cien, húmeda, muy caliente. Hace meses que no tiene un orgasmo. El primer dedo entra fácilmente en el coño empapado de Luisa, el segundo y el tercero, y ella ya empieza a jadear buscando el ansiado orgasmo. El hombre se pone sobre su cuerpo, le besa los pechos y empuja su polla dentro del coño caliente. Y ella lo recibe con un leve quejido, y le pide más, y su mano se acerca a la nalga, y le aprieta contra ella, y él la penetra muy al fondo, y ella gime y empieza una brutal follada, deseada por los dos por igual. Ella la recibe con gusto, gime sin ruborizarse, con toda el alma, gime como una puta, que en el fondo eso es y lo sabe, y además le gusta –¿recordáis lo contenta que se puso al ver lo que pagaban por ella?-. Sí, Luisa se ha convertido en una auténtica puta. Y tienen los dos un gran orgasmo, y ella tiene hasta tres orgasmos seguidos, fruto de tanto tiempo de espera. Ya saciados los apetitos sexuales de ambos, él se tumba a dormir y a ella la hace dormir en el suelo, a los pies de la cama. Esto la frustra un poquito, pero ya está acostumbrada.

Al día siguiente es llevada de nuevo a la finca López y metida en la caseta de los perros. Desde allí se despide de su compañero, el primer hombre que le da un orgasmo en mucho tiempo. Él la mira con ternura.

¿Cómo te llamas, pequeña?

Luisa, señor.

Bien, Luisa. Me ha encantado estar contigo, lo he pasado muy bien. A ver si otro día tenemos otra oportunidad para los dos. No te olvidaras de mi, ¿verdad?

No, señor. No le olvidaré nunca –dijo ella, muy sinceramente, y es que de verdad no iba a olvidar sus increíbles orgasmos después de tanto tiempo de abstinencia forzosa.

Eso espero perrita. Por cierto, yo me llamo Andrés.

Andrés…; Luisa no iba a acordarse de ese nombre, ni de su cara, ni de su pene. De nuevo con sus guantes de boxeo y a cuatro patas, volvería a su vida de perra, aunque a menudo habría visitas en las que se convertiría de nuevo en una puta comepollas. Esta fue su vida en los siguientes meses: comerse alguna polla de vez en cuando, vivir en la caseta de los perros y comer, beber y dormir con ellos, y a veces jugar con la señora en el jardín, siempre detrás de un palo o una pelota, arriba y abajo. Y esa conversación con Andrés fue la última que tuvo en meses, pues los López solo le permitían ladrar, que es lo que hacen los perros, y eso era ella: una perra.