Eso no es un sacrificio

CON MÚSICA - A veces hay que dejar unas cosas para obtener otras...

Eso no es un sacrificio

1 – La plaga

Me sentaba a veces a estudiar o a leer una simple novela en el jardincito que quedaba en el centro de nuestra urbanización. Me subía a casa en cuanto empezaba a irse el sol. Me dijeron que aquella zona no era frecuentada por gente de mucha confianza, pero, al menos durante el día, nunca me había encontrado con algún personaje raro.

Aquella tarde estaba leyendo un libro muy extenso que me había prestado su autor. Estaba tan ensimismado, que no me apercibí de que en mi mismo banco se sentó un chaval de no muy buena pinta. Seguí leyendo pero notaba que me miraba a menudo. Me dije: «¡Ya están empezando esta gentuza a aparecer más temprano!». En realidad, no me había fijado bien. No parecía un pordiosero, sino más bien un bohemio, pero decidí terminar uno de los cortos capítulos del libro y volver a casa.

Cuando cerré el libro encuadernado en una copistería, miré al cielo y suspiré sonoramente.

  • ¡Oye, perdona! – oí -, no tengo para tabaco, ¿me darías un cigarro?

  • Lo siento, tío – le dije amablemente -, es que no fumo.

  • ¿Y tampoco me darías para tomar algo? – insistió -; tengo un hambre

Me quedé pensativo. Una cosa era negarle mi ayuda y otra muy distinta era negarle dinero, así que lo miré seriamente, golpeé mis piernas con el librote que tenía en las manos y le hablé con claridad:

  • ¡Perdona! – le dije -, si necesitas algo, yo te lo compro. Aunque sea tabaco. Pero no me pidas dinero porque económicamente debo de andar más o menos como tú.

Me sonrió y se quedó mirándome asombrado.

  • ¿Eso que dices es verdad?

  • ¡Sí, claro que es verdad! – le dije -; estoy dispuesto a compartir mi dinero para otras cosas comprándote tabaco y, si necesitas tomar algo, me lo quitaré de mi presupuesto para comer.

  • No quiero dinero – me contestó -; en serio. Pero tengo hambre y unas ganas de fumar

  • ¿Cómo te llamas?

  • Joaquín – dijo como ilusionado -, pero todos me dicen Quino ¿Y tú?

  • ¡Marciano! – reí -, pero es un nombre tan raro que me da vergüenza de decirlo, así que todos me dicen Chano ¡Menos mal que no me dicen Ano!

Sonrió y metió la mano en su chaquetón sacando un caramelo de menta fuerte y ofreciéndomelo.

  • ¡Bueno, Chano! – dijo -, aunque no fumes creo que te gustarán los caramelos de menta, ¿no?

  • ¡Oh, sí! – lo miré intrigado - ¡Me encantan esos caramelos picantes!

  • ¡Toma uno! – dijo acercando la mano -; aunque no fumes, si te gustan…¡Son riquísimos! Y además no tienen azúcar. Me los regala mi tío Juan, que tiene un quiosco, pero no me da un cigarro.

  • ¡Vente conmigo, Quino! – me levanté -; vamos a ir a comprar un paquete del tabaco que más te guste y luego, nos vamos a tomar una cerveza con algún pincho.

  • ¿Me hablas en serio?

  • ¡Pues claro! – le hice un gesto con la mano - ¡Vamos! Así, además, hablamos un poco.

Se levantó muy ilusionado y comenzó a andar a mi lado.

  • ¿Sabes una cosa, tío? – preguntó casi misteriosamente -; nadie me dice lo que me has dicho tú. Entiendo que no quieras dar dinero; el que sea puede quererlo para otras cosas, pero que me compres tabaco y me invites a tomar algo

  • ¡Es igual! – le dije -; estaba aburrido y me has caído bien. Lo único malo es que tendré que cargar con este librote, que pesa un rato.

  • ¿Quieres que te lo lleve un poco? – alargó la mano -; tú descansas ahora un rato y luego lo llevas otro poco.

  • ¡Gracias! – le dije -; de todas formas vamos a ir aquí cerca. Hay un bar con unos pinchos muy ricos y tiene máquina de tabaco. Pero me gustaría saber una cosa si quieres decírmela.

  • ¡Claro! – me dijo - ¡Pregunta!

  • Por tu ropa – le dije -, me pareciste al principio un mendigo, pero al fijarme bien, me doy cuenta de que es una ropa estrafalaria pero limpia. No me pareces ahora un mendigo, pero no te entiendo bien ¿Por qué vas así?

  • ¿Sabes lo que es el hastío? – me preguntó sin mirarme -.

  • Sí – respondí -; supongo que intentas decirme que estás harto de algo.

  • Vas por buen camino – dijo entonces -; cuando los que te rodean son como parásitos que se agarran a tu piel para sacarte todo lo que puedan, puede llegar un momento en que quieras dejar de ser un animal del que todos chupen.

Entramos en el bar, compramos su tabaco, nos pedimos unas cañas y unos pinchos y seguimos hablando mucho. Quino me daba a entender muy veladamente que estaba harto de que todos quisieran vivir a costa de él y que quería saborear la pobreza.

  • Me has dicho que tu tío te da caramelos – apunté -, pero te niega un cigarro.

  • No les gusta que fume.

  • ¡Bueno! – contesté indiferente -, yo he dejado el tabaco, pero no impido que nadie fume. Tan libre soy yo para estar libre de humos como lo eres tú para poder saborearlo.

  • ¡Claro! – encendió el primero -, pero es que tú eres una persona normal ¿Crees que sería normal que yo te impidiese beber cerveza porque a mí no me gusta? ¡Me encanta!

  • ¡Y a mí! – le dije -; tiraré la casa por la ventana ¡Bebamos cuanto queramos! Si he dejado de fumar es porque el precio del tabaco ha subido desorbitadamente y no puedo pagarlo. Además, me parece injusto que, pagando una barbaridad por una cajetilla, tenga que leer constantemente eso de «Fumar puede matar».

  • Eso es completamente falso – razonó -, lo que pasa es que alguien se está haciendo de oro con esta puta ley. En todo caso, la frase debería decir: «Fumar tabaco en exceso podría producirle algún malestar, quizá alguna enfermedad y, si está predispuesto, podría llegar a producirle la muerte». Es igual que si te bebes diariamente 3 litros de coñac; te morirás más tarde o más temprano, pero es que todos nos vamos a morir más tarde o más temprano ¿Te vas a morir por fumarte unos cuantos cigarrillos al día? ¡No! Te morirías de hambre porque no podrías pagarte la comida.

Sus razonamientos me dejaban alucinado. Estuvimos hablando de esas cosas tan interesantes durante un buen rato y, enseguida, supe que era un tío muy culto. Conforme iba bebiendo, su mente iba haciendo razonamientos más difíciles y su lengua se iba soltando, pero llegó el momento en que me di cuenta de que mi bolsillo estaba llegando a su fondo y le oí pedir otras dos cervezas.

  • ¡Espera, Quino! – me asusté -. Tengo dinero para unas cuantas cervezas, pero si pides más me voy a quedar muy apurado.

  • ¿Apurado? – casi se tambaleaba - ¡Mira, Chano! Este es el momento de la verdad. No soy un indigente ni nada parecido; soy un rebelde.

Me pareció que le costaba trabajo buscar en sus bolsillos. Sacó caramelos, pañuelos, un bolígrafo y varias cosas más y las fue poniendo sobre la barra. De pronto, me miró sonriendo y se acercó a mí mucho. Me asusté. En mi vientre noté cómo su mano, escondida bajo mi chaqueta, me acariciaba.

  • ¡Toma! - me dijo - ¡Has sido muy sincero y muy amable conmigo!

Miré disimuladamente hacia abajo y le vi acariciarme con la palma abierta muy cerca del cinturón, pero en su mano había algo.

  • ¡Vamos, cógelo! – musitó - ¡Es tuyo!

Bajé mi mano hasta tocar la suya y entonces la volvió y apretó la mía. Había un papel. Lo tomé y subí un poco mi mano para ver mejor. Era un billete de 50 euros.

2 – El agradecimiento

  • ¿Por qué me das esto si antes me estabas pidiendo para tomar algo?

  • No lo sé, Chano – se apoyó en mi hombro mientras andábamos -; eso para mí no tiene valor. Mételo entre las hojas del libro. Tiene valor que yo le pida a alguien un favor y me lo dé sin conocerme y sin pedirme nada a cambio. Ahora tengo que dejarte. He encontrado un portal acogedor y voy a dormir esta mona indecente.

  • ¿Vas a dormir en un portal?

  • ¡Claro! – me miró de cerca -; tengo que probarlo todo; como un Buda. Ya he probado la riqueza y ahora estoy probando la pobreza. Te buscaré mañana en el mismo sitio y… sigue leyendo lo que llevas en las manos. Los libros son la fuente de la sabiduría.

Lo miré de cerca y le brillaron los ojos. Había llegado el momento de la despedida y acercó su cara a la mía y me dio un beso sonoro.

Cuando se retiró, me vio sonreír.

  • ¿Te molesta que te bese un tío asqueroso?

  • ¡No eres asqueroso, Quino! – le dije -; te veo vestido raro, pero no puedes disimular que estás aseado.

Me incliné sobre él y lo besé. Seguimos mirándonos bajo el efecto del alcohol y sin ponernos de acuerdo, nos besamos en los labios y nos abrazamos.

  • Me voy a mi portal, amigo – dijo -, estoy cansado.

  • ¿Quieres dormir en casa? – le pregunté - ¡Tengo sitio!

  • ¿Dónde tienes sitio?

  • ¡En mi casa! – le dije - ¡Hay un dormitorio para ti solo y mañana podrás ducharte y salir cuando quieras.

  • ¿Me devuelves lo que te he dado?

  • ¿Qué? – exclamé - ¡No te ofrezco mi casa por este dinero!

  • Lo sé – contestó mirando a otro sitio -. Sigue leyendo.

  • Tú decides, Quino – lo tomé por la cintura -; es verdad que quizá sea una experiencia nueva para ti el dormir en ese portal, pero búscame mañana.

Me cogió también por la cintura, me pegó a su cuerpo y me empujó despacio contra el tronco de un árbol.

  • Me voy al portal – me besó -, pero no creas que rechazo tu invitación. Te buscaré mañana.

3 – El pago

Subí a casa sin meditar mucho pero extrañadísimo por lo que había vivido. Quino, aún sabiendo que tenía una cama en mi casa, decidió irse a su portal y metido en el libro iba un billete que cubría de sobra todos los gastos que habíamos hecho. No; no era el pago por mi comportamiento ni yo quería darle una cama por haberme dado 50 euros. Tampoco aquel billete era un soborno para que le dejase un sitio donde dormir en casa ni yo le ofrecía la cama para seguir besándonos y abrazándonos hasta llegar a follar.

Cuando entré en casa, encendí las luces casi tambaleándome y tiré el libro sobre la mesita del salón. Dio un golpe tan fuerte y sonó tal estruendo, que me volví a mirarlo. El billete que iba dentro se había salido y había caído al suelo. Me acerqué a cogerlo para guardarlo, pero, a pesar de mi media borrachera, descubrí algo escrito en él.

  • ¡Pero bueno! – hablé solo - ¿Este tío no sabe que no se puede escribir en los billetes? ¡Ahora no me lo aceptarán en ningún sitio!

Cuando me fijé bien, leí algo muy corto escrito con rotulador negro y subrayado con dos líneas. Me fui a la cocina porque había mejor luz y lo miré más de cerca. Leí: «Te quiero».

Me llevé el billete a la boca y lo besé mientras andaba despacio hasta el salón. Me paré delante del mueble que tenía lleno de adornitos de esos que no sirven para nada y coloqué el billete de pie apoyado en una campanilla de cerámica.

  • ¡Te quiero! – repetí en voz alta mirándolo -; a lo mejor vale este billete más de lo que valdría si fuese un simple billete de 50 cochinos euros. No me va a sacar de apuros ni escrito ni sin escribir, pero creo que lo voy a mirar todos los días. Cada vez que salga y cada vez que entre. Es el pago más original y más bonito que me han hecho nunca. Ahora tengo que averiguar si eso que pone ahí es cosa suya o simplemente me lo ha dado porque no puede usarlo. No sé – me senté -; nos hemos besado como los novios. Los amigos no se comen la boca, ¡joder! Me gusta este tío ¡Está buenísimo! Mañana me enteraré de qué va la cosa.

Me miré en los bolsillos y apenas me quedaban unos céntimos.

  • Acabaré pidiendo limosna como él, pero ahora voy a dormir la mona en mi cama, no en un portal.

4 – Indeleble

Leía uno de los capítulos más interesantes de aquel libro inédito, cuando oí la voz de alguien que se acercaba.

  • Interrumpo tu lectura, ¿verdad?

  • ¡No! – era Quino -, esto puedo seguir leyéndolo luego. Es muy largo. ¡Siéntate y dime cómo dormiste anoche en el portal!

  • ¡Bueno! – dijo suspirando al sentarse -; no puedo decir que el suelo sea lo suficientemente blandito para dormir ¡Me duele todo!

  • Deberías haberte venido a casa – le dije -, lo que pasa es que me gusta que cada uno tome sus propias decisiones ¿Tienes hambre?

  • ¡No, gracias! – dijo -; he ido a casa a ducharme y a cambiarme. Olía a cerveza. He cogido algo de dinero.

  • Sabía que no eras un mendigo – miré al frente -. Si hubieras venido a casa, no hubiera encontrado la sorpresa que me regalaste ayer.

  • ¡Lo siento! ¡Toma! – extendió la mano -. Ese billete no es válido. Coge este.

  • ¡No, Quino! – le dije -. No sé si las palabras que hay escritas en él son tuyas o ya estaban ahí, pero me estás demostrando que sabías lo que ponía en el billete.

  • Lo sabía porque lo puse yo con tinta indeleble. Jamás se borrará – contestó muy serio -. Te veía todos los días aquí sentado leyendo y ni siquiera me atrevía a acercarme y hablar contigo. Sé que es una notita un poco cara para decir algo tan corto, pero ya está dicho. Puedes romperlo si quieres.

  • ¿Romperlo? – exclamé - ¡No me interesa el billete, me interesa lo que pone si lo has escrito tú!

  • ¿Te interesa lo que pone? – miró a otro lado -.

  • ¡Sí, me interesa! – tiré de su cara para mirarlo -. Un beso puede darse con la borrachera, pero se nota cuando se da de una forma o de otra. No puedo decirte lo mismo que has puesto en el billete. Dicen que está comprobado que esas son las dos palabras más difíciles de pronunciar, pero además hay que estar fresco y seguro para decirlas. A mí me gustas. Me gustaría que fuésemos amigos antes de decirte cuáles son mis sentimientos. De momento, puedo decirte que me caes de puta madre. No es ni tan fino ni tan bonito como lo que pone en tu notita, lo sé, pero da menos vergüenza decirlo ¡No hace ni 24 horas que nos conocemos!

  • Yo te conozco desde hace muchos días – me miró fijamente -. Es absolutamente cierto lo que te he dicho sobre el Buda. Buda pasó de ser un príncipe de las riquezas a ser un príncipe espiritual en la pobreza. Llevo escondido allí – señaló unos matojos – muchos días. Pasé por aquí, te vi y se despertaron mis sentimientos. Comencé a observarte desde lejos, pero ayer me atreví a sentarme aquí como un mendigo. Lo que pasa es que tal vez ese mendigo, con la cerveza, comenzó a pedir lo que verdaderamente quería.

  • ¿Y por qué no te viniste a casa a dormir? – estaba intrigado - ¡Yo no estaba pensando en…! ¡Cojones, que has dormido toda la noche en el suelo!

  • Me demostraste – dijo -, después de nuestros besos de borrachos, que no insistías en que me fuera a tu casa ¡No soy tonto! No es que no me apetezca tomarte la mano o agarrarte de la cintura o besarte o… ¡Es que lo único que quería es que supieses cuáles son mis verdaderos sentimientos!

  • ¡Eres complejo, Quino! – susurré -, pero eres atrayente como un imán. Me refiero a la atracción que ejerces como persona. Sé que eres muy culto. No me engañes.

  • No te engaño, Chano – sonrió -; dime sinceramente lo que eres o cómo eres y yo te diré sinceramente lo que soy y cómo soy.

  • Tengo poco que decirte – comencé -. Estudio y vivo en un piso de mis tíos que no está alquilado y mis padres me envían dinero desde el pueblo. No es mucho, pero me da para libros y para comer. Tuve que dejar el tabaco por cuestiones económicas, eso es cierto, pero me gusta fumar. Cuando pueda, volveré a fumar, aunque sea potencialmente letal.

Me sonrió. Sabía que le estaba diciendo la verdad pero, de pronto, ¡sacó hasta cinco billetes de 500 euros del bolsillo y los puso disimuladamente entre sus piernas!

  • ¡Me sobra! – dijo ante mi asombro -; no soy un mendigo, pero no lo quiero para nada. Soy hijo único de una familia… pudiente. Mis padres murieron hace un año en un accidente de coche. A mi padre se le metió en la cabeza llevar él el coche hasta la costa y le dio permiso al chófer. Ahora están ellos de permiso para siempre y yo vivo solo en una casa que no consigo vender por su precio. Pero esto que te digo es muy fácil de decir y muy difícil de creer si lo oyes de la boca de alguien vestido con zapatillas de deporte viejas, un chándal raído y un arete en el lóbulo de su oreja derecha. Es temprano ¿Me esperarías leyendo… algo más de media hora?

  • ¿A dónde vas? – creí que me dejaba - ¡Volverás!, ¿no?

  • Me moriría si no vuelvo – se levantó -; no pienso perderte si tú quieres estar a mi lado.

  • ¡Sí, sí – exclamé -, haz lo que tengas que hacer! ¡Te esperaré aquí!

5 – Demasiado pronto

Se fue andando con paso ligero y desapareció tras los arbustos. No podía creerlo, pero me sentí solo. La espera me pareció muy larga. No podía leer porque no me concentraba y no me estaba enterando de nada. Dejé el libro abierto y comencé a pensar en lo que había pasado la noche anterior. Tal vez, si pasó alguien por allí, me tomaría por loco. Cuando me di cuenta, estaba sonriendo abierta y felizmente.

Cogí un palito y me puse a hacer dibujitos en el suelo. Acabé borrándolos y escribiendo un «Te quiero» subrayado lo más parecido posible al del billete. En ese momento, volví a oír la voz de Quino. Levanté la vista y miré a ambos lados. Sólo había alguien muy bien trajeado cerca de mí.

  • ¡Quino! – me asusté - ¡No pareces el mismo!

  • Pero lo soy, Chano – contestó - ¿He tardado mucho?

  • Menos de la cuenta – balbuceé -, pero ¡se me ha hecho tan largo…! ¡Esa ropa! ¡Ese pelo! Ahora me da vergüenza a mí de estar vestido así.

Venía elegantemente vestido, como ni siquiera yo podría ir a una boda. Su pelo corto, rizado y negro, brillaba como si estuviese húmedo. Su rostro sería el mismo, pero no me lo parecía. Con movimientos muy elegantes, pasó por delante de mí y tapé con el pie lo que había escrito en el suelo.

  • No me mires con ese espanto – dijo -, no sé si es que te disgusta mi nuevo aspecto.

  • ¡No, no! – exclamé -; es que no te esperaba así ¡Compréndelo!

  • Lo comprendo, hombre – dijo sacando el tabaco -, pero no me vas a ver así todos los días, de momento. Recuerda que estoy experimentando cómo se vive en la pobreza.

  • Me da igual si vienes así o de la otra forma – le dije -, pero ven.

  • ¡De acuerdo!, pero ahora levanta ese pie que yo vea lo que estabas dibujando en el suelo.

  • ¡No, Quino! ¡Es una tontería! – no pude sonreírle - ¡Cosas mías!

  • Pues esas son las cosas que yo quiero ver – dijo -; quiero invitarte a cenar, pero si vas a ponerte un traje, enséñame antes eso… ¡Anda!

No podía apartar mis ojos de los suyos y, en el fondo, lo que había escrito en el suelo no me parecía totalmente mentira. Retiré mi pie y le vi mirar al suelo sin mover la cabeza.

  • Deja el libro en tu casa, Chano – me dijo -. Si no tienes un traje, no es imprescindible que te cambies.

  • ¡Sí, tengo un traje! – me ilusioné -, pero no es como el tuyo. Recuerda que soy un pueblerino.

  • Tengo buena memoria – me guiñó un ojo -; aquí te espero lo que haga falta.

  • ¿No quieres subir a casa?

  • ¡No! – contestó radicalmente -; y no es porque no tenga interés en ver dónde vives y dónde duermes. Lo veremos luego.

Me levanté corriendo y me despedí de él sin dejar de decirle que no iba a tardar, que me esperase un poco. Al levantarme, dejé el suelo que había bajo mis pies mucho más visible. Quino tuvo que leer lo que yo había escrito en la arena del suelo.

Corrí hasta mi casa y, ya antes de entrar, estaba quitándome la ropa. Me fui a la ducha y me sequé rápidamente. Busqué mi único traje y me lo puse con mi mejor camisa y la corbata. Me miré al espejo del baño y me puse los pelos lo mejor que pude. Me perfumé un poco y me miré varias veces por un lado y por otro antes de bajar. No quería hacerlo esperar. Cogí bastante dinero aún pensando en que si me lo gastaba iba a tener que decirle a mis padres que me habían robado. Por fin, salí de casa andando normalmente.

Me fui acercando al banco intentando caminar con elegancia, pero al acercarme vi que no estaba allí. Se me encogió el corazón y miré a un lado y a otro nervioso. Me sentí engañado y abandonado hasta que oí una voz detrás de mí:

  • ¡Estás mucho más guapo así!

Me asusté y me volví. Quino estaba pegado a mis espaldas y puso sus manos en mi cintura.

  • ¡Vamos! – dijo -, tenemos que andar un poco.

Comenzamos a andar y, echando su cabeza hacia adelante, me miró de arriba a abajo.

  • ¡Estás guapísimo! – musitó - ¿Quién te ha dicho que eres un pueblerino?

  • Lo soy – me eché a reír -; me he puesto así para ti. Si me ven mis primos me dicen pijo hasta que me quite esta ropa.

Anduvimos riéndonos por la avenida hasta un parking cercano y, antes de entrar, se dirigió hacia un coche negro de lujo delante del cual había un conductor con su uniforme y su gorra y sus guantes. Al verlo acercarse, lo saludó con un gesto de la cabeza y le abrió la puerta trasera. Seguí andando hasta allí y aquel hombre me esperaba y me saludó de la misma manera y con un «¡Buenas tardes!» que me dejó paralizado. En el coche casi se podía entrar sin agacharse y allí estaba Quino sentado esperándome. El asiento era comodísimo y las piernas podían estirarse sin llegar a los asientos delanteros. El chófer dio la vuelta al coche andando hasta su puerta, entró y esperó hasta que Quino dijo «¡Vamos!». Nos sentamos muy cerca y su mano vino arrastrándose por la tapicería hasta coger la mía. Miré al espejo retrovisor y luego a Quino. Me dijo que no con la cabeza. Entendí que al chófer le daba igual.

  • Hoy no iremos a casa – me dijo Quino –, vamos a cenar, como ya te he dicho.

  • Esto es un cuento como el de la cenicienta – le dije -, supongo que todavía estoy soñando por culpa de la cerveza.

  • Esto es real – dijo – y pasa más a menudo de lo que tú crees. Lo que ocurre es que el «pobre» suele acercarse al «rico» por lo que lleva en su bolsillo. Pero siento decirte que eso es lo que yo hice ayer. Lo que hago ahora no es nada más que demostrarte que lo que te he dicho sobre mí es completamente cierto.

Al parar en la puerta del restaurante, se bajó el cochero, nos abrió la puerta y se llevó «la calabaza» mientras el portero nos daba la bienvenida y el metre nos acompañaba a la mesa reservada.

La cena fue un poco cortante; yo nunca había comido en un sitio así, pero me fijaba en lo que hacía Quino para no meter la pata. Comimos y bebimos cosas exquisitas y, ya a los postres, me miró muy serio y fijamente.

  • ¿Me invitarás a dormir en tu casa, no?

No pude contestarle. Asentí.

6 – Después de las doce

Estábamos llegando a casa tarde en el coche, cogidos de la mano y sin dejar de mirarnos. Quino se inclinó un poco sobre mí y me dio un corto y cálido beso.

  • Mañana es sábado, Chano – dijo -; supongo que no tendrás clases.

  • ¡No! – contesté asustado -; no tengo clases.

  • No sé por qué – dijo -, pero te veo preocupado. Quiero que me seas sincero. Puede que yo te quiera y quiera pasar la noche contigo aunque sea mirándote, pero no quiero que hagas nada que no quieras hacer.

  • No me interesa lo que hay en tu bolsillo – apreté su mano -; me interesas tú. No te preocupes; nunca hago nada que no me apetezca y veo venir algo que deseo con vehemencia.

Me sonrió y apretó también mi mano.

Cuando llegamos a la esquina de casa, le dijo a Rodrigo (que así se llamaba el conductor) que esperase allí hasta que nos viera entrar en la casa. Cuando entramos en el portal, me tomó de la mano.

  • ¡Vamos a casa! – me dijo -; supongo que querrás ponerte cómodo, como yo.

  • Subamos, sí – le dije -, pero no esperes un piso ordenado y muy limpio. ¡Lo siento!

  • Pues tengo que decirte lo mismo que tú me has dicho a mí – respondió -; no vengo a ver tu piso, vengo a verte a ti.

Se dio cuenta de que había puesto su billete con su mensaje en el mueble del salón y se acercó a mirarlo. Me acerqué por detrás y abrió sus brazos buscando mi cuerpo. Me abracé a él por detrás y le besé en el cuello.

  • Sólo tengo cerveza y Coca-Cola – encogí los hombros - ¿Qué hacemos?

  • ¡Bebernos una cerveza! – dijo -; hablaremos un poco antes de irnos a dormir, ¿no?

  • ¡Claro! – respondí -; no vamos a dormir en una casa como la tuya, pero tampoco es esto un portal.

  • ¡Exacto! – rió -; esta no es noche de pordiosero. He hecho un receso en mis experiencias, pero quiero estar a tu nivel, no cambiar tu vida. Por eso he dejado la visita a mi casa para mañana. Pongámonos más cómodos si no te importa. Estoy acostumbrado a vestir así, pero cuando llego a casa, tengo que quitarme la chaqueta y la corbata.

  • ¡Desnudémonos! – eché toda la leña al fuego -; más tarde o más temprano lo vamos a hacer.

  • Si es tu deseo – respondió seguro -, vamos a conocernos sin tapujos.

Nos fuimos quitando la ropa con tranquilidad y le dije que la fuese poniendo en el sofá, que yo la llevaría luego al dormitorio para colgarla. Tendríamos que ponérnosla al día siguiente.

Poco a poco fui viendo su cuerpo perfecto. Me dijo que normalmente hacía gimnasia en su propia casa ¡Tenía gimnasio! Sin ponernos de acuerdo, nos quedamos con los calzoncillos puestos. Los dos usábamos slips y los dos estábamos ya empalmados. Se hizo un silencio muy grande mientras bebimos los primeros tragos de cerveza y nos besamos normalmente de vez en cuando. Por fin llegó un abrazo espontáneo, tiró de mí y nos fuimos hacia el dormitorio. Nos besamos y nos miramos durante mucho tiempo hasta que nuestras manos comenzaron su juego, que fue bajando poco a poco deslizándose por nuestras pieles hasta encontrar la única pieza de tela que nos cubría. Sentí la necesidad de que él supiera que no iba a tomar siempre la iniciativa y tiré de su elástico sin mirar abajo y le bajé los calzoncillos. Se los sacó de las piernas y tiró de los míos. Desnudos completamente, nos unimos por primera vez y respiró como si aguantase una cuchillada en el vientre.

El resto que puedo contar lo sabe todo el mundo: abrazos, besos desesperados, posturas distintas, lameduras de huevos y de pollas, mamadas… Aunque tengo que decir que me pareció un poco inexperto mamándomela, pero no me importó lo más mínimo. El mendigo estaba en mi cama.

7 – La casa de los horrores

Despertamos abrazados después de un sueño corto y volvimos a echar otro polvo. Nos fuimos juntos a la ducha y seguimos acariciándonos mientras nos enjabonábamos. Le presté ropa interior limpia y una camisa que no se parecía en nada a la que él trajo la noche anterior.

  • Desayunaremos en mi casa – dijo -, no quiero que te pongas a preparar nada; allí está todo preparado.

Ya vestidos y bien peinados, volvimos a abrazarnos, tomó el teléfono y marcó un solo número.

  • Ya bajamos.

Había avisado a Rodrigo. Salimos de casa y ya se iba cuando tuvo que volverse y esperar a que yo echase la llave de las dos cerraduras. Tomamos el ascensor donde nos dimos ese besito que ponía el rubicón a la primera noche y salimos a la calle caminando con elegancia. Al frente, estaba parado el coche y listo para ir a ver su casa. Rodrigo nos saludó de forma distinta (llegamos juntos, claro) y Quino hizo un gesto para que entrase yo antes.

Su casa no estaba lejos, pero nunca había estado por aquel barrio. Había unas casas muy lujosas. En la suya se entraba en coche hasta la puerta y se subían 3 escalones. Nos abrió un hombre del servicio y bajamos. Había hasta 7 personas de uniforme impecable esperándonos y… comenzaron a temblarme las piernas. Subí los escalones detrás de él y el servicio nos iba dando los buenos días al pasar. Entramos primero en una sala (como mi salón) que parecía una salita de espera y tenía una pared entera de espejos, que, según Quino, era el armario para los abrigos en invierno. Félix (que era el nombre del mayordomo), abrió unas puertas correderas y entramos en el salón mientras Quino me explicaba algunos detalles muy curiosos.

Dentro se su salón cabían hasta cuatro pisos como el que yo habitaba y tenía dos grandes escaleras alfombradas y con barandas de madera torneada que llevaban a la planta alta.

  • ¡Vamos a desayunar primero! – me dijo -, luego te enseñaré la casa.

Pasamos a la derecha por una amplia puerta a lo que era el comedor. En el centro estaba la mesa y, aunque no soy muy bueno midiendo a ojo, puedo asegurar que tenía casi dos metros de ancha por unos siete metros de larga. Pasamos al fondo y él se sentó en el extremo (la presidencia) y yo a su derecha. Allí no había que mover la silla; te la retiraban y te la acercaban a la mesa. Afortunadamente, una vez sentados, se me quitó el miedo a que se me aflojasen las piernas.

Poco después, comenzaron a traer zumos, frutas, tostadas, bollería… ¡Lo que yo no me comía en casa en una semana!

  • Di lo que te apetece – me susurró Quino -, no te lo sirvas.

Y fui siguiendo sus pasos hasta que comenzó a hablar algo.

  • Mi padre era un personaje. Tenía mal genio, pero lo suavizaba mi madre. Cuando murieron, me sentí más solo que cualquier otra persona y tardé bastante en recuperarme. No quiero vivir así, Chano; aunque esté acostumbrado. Pero hay algo importante que tengo que decirte. Cuando murieron, acepté el testamento. La casa que vas a ver es tan cara que me cuesta trabajo venderla y en el banco, después de que Hacienda se quedase con la mitad del patrimonio, hay mucho dinero. Un día hice cuentas por curiosidad y el resultado fue sorprendente. Con el dinero que hay en el banco, tengo para vivir cerca de trescientos años en esta casa y con los mismos gastos.

Me eché atrás en la silla y solté los cubiertos.

  • ¿Te encuentras mal, Chano? – me miró asustado - ¡Agua!

Cuando me serené un poco me acerqué a él y le hablé en voz baja:

  • ¡No puedo, Quino! – le dije - ¡Yo no puedo vivir así! ¡Entiéndelo!

  • ¿Ves? – dijo apurando su desayuno -; no tengo la más mínima intención de cambiar tu vida, pero no me importaría cambiar la mía. Lo peor es que no puedo. Esto es algo terrorífico. Si vendo la casa al precio que está tasada, aún tendré más dinero. Incluso he pensado en irme a vivir a un piso normal, como el tuyo, aunque siga pagando esta casa y todos sus gastos. No tengo vuelta atrás, pero no quiero que este enorme impedimento se ponga entre nosotros. ¡Ayúdame, por favor! ¡Ayúdame a buscar una solución!

  • ¡Un negocio ruinoso! – imaginé - ¡Monta un negocio muy grande y abandónalo para llevarlo a la ruina! Le darás de comer a mucha gente mientras tanto.

  • ¡No se puede hacer eso tal como lo piensas!

  • ¿Y qué piensas hacer? – levanté un poco la voz sin darme cuenta - ¿Vas a darle todo ese dinero a un convento de monjitas? ¿Qué quieres? ¿Matarlas de un susto?

Terminamos el desayuno y me dijo que me iba a enseñar la casa.

  • ¡Espera, Quino, por favor! – bajé mucho la voz - ¡Me asusta todo esto! ¿Te importa que esperemos unos días y volvemos y me enseñas la casa?

  • ¡Por supuesto! – dijo asustado - ¡Para mí esto es mucho! ¡Imagino lo que debe pasar ahora por tu cabeza! ¿Nos vamos a tu casa?

Le sonreí.

8 – Soluciones

Pasamos varios días juntos en mi piso. Me ayudó a limpiarlo, a ordenarlo, a cocinar… y compartíamos lo que a los dos más nos gustaba; lo que nos ponía los pelos (y otras cosas) de punta.

Seguí asistiendo a mis clases por la mañana y pensando en una solución al problema en el que podía meterme. De pronto, se me ocurrió algo que podría dar resultado. Busqué a mi mejor amigo y le dije que necesitaba confiarle un secreto y pedirle ayuda. Yo sabía que de lo que le hablara no saldría una palabra de su boca.

  • Javi – le dije -; no me tomes por loco, porque lo que tengo que decirte es muy fuerte. Tengo que decírtelo porque necesito una solución al problema que se me presenta.

  • Chano, mi querido amigo – dijo -, sabes que puedes pedirme lo que quieras, que si está de mi mano, lo vas a tener.

Le narré con bastante detalle cómo conocí a Quino y fui viendo cómo se iba borrando la sonrisa de su rostro.

  • ¡Eso es… parece… parece imposible!

  • Pues es tan cierto como te lo he contado – le dije - ¡Toma una prueba!

Alargué mi mano y le di los 5 billetes de 500 euros.

  • ¡Eee.. eee…! – no podía hablar - ¡Son 2.500!

  • Sumas muy bien – quise tranquilizarlo -; son para ti. Ahora vamos a tomarnos un refresco y entonces es cuando te pido, por favor y no a cambio de esos 2.500, que me des una solución. Desde afuera, las cosas se ven mucho más claras.

  • ¡No tienes que darme dinero! – exclamó -; en realidad ni lo necesito.

  • Ni nosotros – le dije -; eso es una migaja de lo que tendría que compartir. Es como si te hubiese dado… ¿dos céntimos? Uff ¡Mucho menos!

  • Chano – tomó su cerveza -, sinceramente, ¿quieres a Quino o buscas su dinero?

  • Quiero a Quino sin su dinero – le dije -, pero es imposible. Si lo quiero a mi lado, me veo obligado a compartir esa enorme fortuna ¿Tú qué harías?

  • Jamás de los jamases hubiera pensado que se me plantease un problema así – no podía creerlo -; ya sabes que hay maricones a porrillos por ahí buscando a tíos buenísimos y que encima estén forrados. ¡Motos, coches, ropa güay, zapatos de piel…! Parece eso: un cuento. Te tocó la lotería cogiendo un trozo de papel mojado del suelo.

  • Me lo estás poniendo más difícil, Javi.

  • ¡No! – me dijo muy serio -; desde fuera lo veo muy claro. ¿Tú quieres a Quino de verdad? ¿Con toda tu alma?

  • ¡Con toda mi alma! Puedo jurártelo.

  • Entonces, quédate con Quino – dijo -, pero ya sabes que tu amor te va a suponer un enorme sacrificio ¿Estás dispuesto a hacerlo por él?

  • ¡Sí! – exclamé - ¡Has dado en la clave! ¡El dinero no se puede quitar de en medio! ¿Voy a perder a Quino por eso?

Miró los billetes que había guardado en su bolsillo.

  • Te seré sincero – dijo -, ojalá nunca encuentre a un tío en esas condiciones, pero si lo amas de verdad, no tienes otra salida que hacer ese sacrificio, es más, creo que tendrás que convencerle a él de que eres capaz de hacerlo.

  • ¡Gracias, Javi! Dentro de unos días ya habré aclarado la situación con él, porque los dos vamos a tener que hacer ese sacrificio. Cuando lleguemos a encontrar la solución, te invitaremos a cenar. Quiero que lo conozcas. Se ha convertido en parte de mi vida en una semana, pero no vas a dejar de ser mi mejor amigo; quizá, nuestro mejor amigo.

Me sonrió incrédulo.

  • ¡Vale, tío! – dijo - ¡Sabes que puedes contar conmigo!

Cuando llegué al piso, llamé al timbre y, al poco tiempo, me abrió Quino con un trapo en la mano, el delantal puesto y un pañuelo en la cabeza.

  • ¿Pero se puede sabes qué coño haces así?

  • ¡Ay! – dijo muy afeminado -; es que me has cogido limpiando el polvo.

  • Deja las bromas ahora, por favor – agaché la vista -.

Se acercó a mí quitándose el pañuelo y el delantal.

  • ¡Dime, Chano! – me cogió preocupado por los brazos - ¿Pasa algo?

  • Sí, cariño – me senté -, y es la primera vez que te digo cariño. Escucha lo que tengo que decirte.

Se sentó a mi lado preocupado y me tomó las manos.

  • ¡Por favor! – sollozó - ¿No habrás pensado en dejarme?

  • ¡No! – fui tajante -, pero un amigo me ha dado una solución. No es fácil. Ahora ya sí puedo decirte aquello que escribiste en el billete y que yo copié en la arena: Te quiero. Pero te quiero a ti; y para tenerte a ti y tú tenerme a mí, tenemos que jodernos y hacer un sacrificio: aceptar esa vida que ni a ti ni a mí nos gusta. Yo estoy dispuesto a hacer ese sacrificio y el que me pongan. Ahora, tú decides.

Me miró sorprendido y sólo pensó unos segundos.

  • Eso no es un sacrificio si voy a tenerte a mi lado siempre.

Música: Sacrifice (Elton John): http://www.lacatarsis.com/Sacrifice.mp3

Nos abrazamos, nos besamos y nos fuimos a la cama.

  • Hay una habitación muy grande en la parte alta de la casa – dijo ya fumando y pensando – donde podríamos hacer una réplica de este piso. Con polvo y desornado si quieres.