Ese silencio absoluto de las bibliotecas
Cada espacio tiene su silencio que lo hace único y te sumerge en su propio universo.
El arquitecto que había ideado aquellos pasillos, seguramente, los había imaginado llenos de chicos, chicas y profesores saliendo de un aula para dirigirse corriendo a otra. Lo cual era cierto, aquellos pasillos estaban abarrotados durante en los meses lectivos, cientos de alumnos y profesores transitado por ellos, los sonidos de móviles y los corros de voces componían una sinfonía muy diferente a la que producían mis tacones sobre el suelo embaldosado.
A finales de junio los pasillos se quedaban vacíos, únicamente algunas aulas eran ocupadas con los primeros cursos de verano, pero el resto de edificio quedaba prácticamente vacío. En estas fechas era cuando una sensación de melancolía y ausencia me invadía, más de veinte años recorriendo aquellos pasillos daban para mucho y casi todos rincones me recordaban a alumnos y viejos compañeros que ya no estaban. Para mí, este año tocaba quedarse por lo menos hasta mediados de julio, ya que quería avanzar con el estudio que estaba realizando y que pretendía publicar hacia finales de año, así que ahí estaba yo con mi portátil, dirigiéndome hacia la biblioteca de la escuela y dispuesta a aprovechar aquel caluroso martes de mediados de junio.
No solo los alumnos y profesores desaparecían, también el personal administrativo y entre ellos los responsables de la biblioteca, aunque en este caso lo prefería. Desde hacía unos años, se acordó que para profesores y alumnos que nos encontrábamos realizando trabajos de investigación, previa solicitud presentada un mes antes, se reservase un espacio en la biblioteca donde podíamos tener libre acceso a libros y material de investigación. Aquello sí que me gustaba, la ausencia del personal de la biblioteca me permitía perderme entre los estantes repletos de libros, recorrer con el dedo las pequeñas etiquetas con su referencia escritas a mano, dejarme envolver por el silencio… toda una serie de sensaciones de las que solo podía disfrutar en esta época del año.
Aquella minibiblioteca de verano a la que me dirigía se encontraba en un edificio anexo y sus pasillos presentaban el mismo aspecto que el anterior, puertas de aulas cerradas y metros de baldosas brillantes que parecían recién fregadas, y cómo no, el sonido de mis tacones al caminar y su eco distante a medida que avanzaba por ellas.
Llegué por fin a la puerta del fondo que era mi destino, tecleé mi código de doce caracteres y la puerta se abrió, la sala se dividía en dos espacios uno destinado a la lectura, y otro, al fondo, las filas de estanterías de libros formando una veintena de pasillos cada uno dedicado a una especialidad, me dirigí hacía la que correspondía al ámbito económico - empresarial. El suelo de corcho impedía que mis tacones rompiesen aquel silencio, no todos los silencios son iguales, cada espacio tiene su silencio, está el silencio anestésico de los hospitales, el sepulcral de los cementerios, el espiritual de los monasterios y ese silencio absoluto de las bibliotecas. Entorno y silencio hacen que de una forma u otra te sumerjas en sus respectivos universos, y te olvides que detrás de la puerta que acabas de cruzar, el mundo sigue girando. Desde siempre el silencio de las bibliotecas producía en mí una sensación reconfortante, cuando buscaba soledad para poder concentrarme, la encontraba antes aquí que en mi despacho.
Deje mis carpetas y el notebook en la mesa frente la hilera de estanterías del área que estaba estudiando, una fila de carpetas de documentos y libros de aproximadamente diez metros de longitud sobre la reconversión industrial de Vigo en los años 80, iban a ser mi compañía aquella calurosa mañana de junio.
No tenía muy claro por dónde empezar, así recorrí todo el estante en busca algo que me resultase inspirador, aquella fila estaba repleta de la historia de aquel periodo de la ciudad, abrí uno de los archivadores que contenía los ejemplares del Faro de Vigo de aquella época, escogí uno al azar y con cuidado me sumergí en sus páginas amarillas, prácticamente un 10% de aquel ejemplar contenía información sobre las huelgas y las batallas obreras de los astilleros, algo impensable hoy donde la información se condensa en cuatro párrafos.
Me sumergí en sus páginas llenas de noticias con una tipografía que recordaba a la de una vieja máquina de escribir. El blanco y negro de las fotos acentuaba el dramatismo de lo que acontecía en aquellas imponentes manifestaciones, que llenaron las calles de los barrios obreros de la ciudad. Crónicas de pequeñas batallas que ganaron pero que al final acabó en derrota, y con ella, el desmantelamiento de la industria del naval. Mi estudio era sobre el impacto socioeconómico de la crisis y posterior reconversión del sector naval en la ciudad, dos años llevaba ya con él, después de leer y recopilar cientos de documentos, libros y datos, me había propuesto terminarlo este año.
Seleccioné los ejemplares de la prensa de la época que me interesaban y guardé el resto en el archivador, para devolverlo a su lugar tuve que mover otros dos archivadores; al hacerlo me pareció ver la silueta de alguien dos hileras de estanterías delante de mí.
Dos filas de estanterías delante de la mía había una chica joven, su cara me resultaba conocida había sido alumna mía hacía un par de años, ahora debía estar haciendo algún postgrado, ella no se dio cuenta y yo no tenía ganas de entablar una conversación así que abrí un archivador que contenía revistas de actualidad de la época y seguí con mi labor de investigación.
Lo peor de buscar artículos en revistas antiguas es que pierdes más el tiempo leyendo cosas intrascendentes para tu investigación que en centrarte en los artículos que realmente son tu objeto de estudio.
Pero quién podría pasar sin leer “Bo Derek, el sexo de los 80”, la mezcla de política y sexo tan presente en las revistas “serias” de aquellos años. Quizás si no fuese por aquellas portadas, el español de los 80 no se hubiese interesado por la política, después de 40 años sin ella, la mayoría de la población posiblemente ni sabía ni le interesaba lo que era la política.
Un murmullo captó mi atención, dirigí mi mirada hacía donde visto a la chica, ya no estaba sola, ahora estaba acompañada por un chico más o menos de su edad, pero no me sonaba su cara. Por lo visto el acceso a esta biblioteca ya no parecía tan exclusivo, los murmullos duraron poco y ambos se pusieron a buscar entre los volúmenes de las estanterías, así que decidí no llamar su atención y seguir con mi trabajo.
Al final me quedé con 10 revistas que apilé con cuidado sobre una mesa auxiliar, anoté el tomo de los archivadores y los volví a colocar en su sitio, pero entre el hueco que quedaba entre ellos volvía a ver a aquella pareja.
Ella era morena, bastante guapa, no recordaba mucho de aquella alumna salvo que era muy inteligente y nunca había dado ningún problema, la recordaba más cría ahora se veía ya toda una mujer. Él era parecía más joven pero probamente tendrían de la misma edad, vestido con unas bermudas y un polo náutico.
Él apoyó su espalda en la estantería quedando uno al lado del otro. Su forma de mirarse delataba claramente cierta complicidad entre ellos, tanta que al poco tiempo se fundieron en un beso. Me quede observándoles, a los pocos segundos solo podía ver la melena de la chica mientras las manos del chico recorrían su espalda hasta llegar a sus nalgas, momento en el que ella se separó y le susurró algo al oído.
Era obvio que no se habían dado cuenta de mi presencia, pero no le di mayor importancia y seguí con lo que me había llevado allí aquella mañana, buscar y clasificar artículos de prensa para mi estudio. Supuse que pronto, ellos también se darían cuenta de que no se encontraban solos en la sala.
Me encontraba ojeando algunos viejos artículos de Interviú cuando sus murmullos volvieron a llamar mi atención. El espacio que separaba los dos archivadores que tenía enfrente de mí, me permitía verlos sin ser vista y una sensación de culpabilidad empezó a invadirme.
El seguía agarrándola por la cintura y ella a su cuello mientras se susurraban cosas al oído, una postura clásica de cualquier pareja con su edad, pero hubo un momento en el que ella, poco a poco, se empezó a agachar. Esta maniobra me permitió volver a ver el rostro del muchacho, que parecía estar diciéndole algo mientras ella le desabrochaba los botones de su camisa Oxford, después la vi desaparecer lentamente entre las hileras de libros que impedían mi visión a la vez que me ocultaban.
El chico giró primero su cabeza hacia el pasillo para ver si los veía alguien, cuando me di cuenta de que empezaba su inspección por las estanterías, me apresuré en agacharme y ponerme en cuclillas. Respire y apoye mi espalda en la pared, cerré los ojos, y pensé ¿Qué estás haciendo Mayte? Me plateé hacer algún tipo de ruido para que se percatasen de mi presencia, pero me corte.
Giré mi cabeza hacia su posición y desde el hueco de la hilera inferior volví a ver el cuerpo de la chica, bueno solo la mitad, ya que de los hombros para arriba lo tapaba otra hilera de libros. Él tenía los pantalones por los tobillos y por los movimientos de ella, era obvio lo que estaba haciendo.
Me quedé clavada, presionando mi espalda contra la pared como en un intento reflejo de ocultarme más. Mientras observaba movimientos de aquella chica, aunque solo veía parte de su espalda, no tenía ninguna duda sobre lo que estaba pasando, le estaba haciendo una mamada, allí a unos escasos tres metros de donde me encontraba. Durante unos instantes no pude evitar observarles, hasta que sentí un poco de culpa y retiré la miranda reclinando mi cabeza sobre la pared, me quedé pensando qué hacer.
¿Me voy?, ¿Hago notar mi presencia de alguna forma?... no sé por qué en aquel instante recordé mis primeras experiencias con el sexo oral. Desde que lo descubrí siempre me había gustado, tanto hacerlo como recibirlo, recordé a Juan, un noviete de la universidad, cuando empezamos a salir, él presumía ante mí de su amplia experiencia. La primera noche que nos acostamos le bajé los boxers de golpe y mirándole a los ojos me la metí entera en la boca. Él estaba de pie, por su expresión vi que le estaba rompiendo todos sus esquemas, el pobre no aguanto ni 5 minutos. Mi relación con Juan no duro más de un año, teníamos 20 años, pero lo pasamos muy bien y descubrimos muchas cosas juntos, lástima que decidiese cambiar de universidad e irse a Madrid, en aquellos tiempos no había móvil ni Facebook y pronto perdimos el contacto.
El sonido de algo cayendo en el suelo de corcho llamó mi atención, y sin respirar giré mi cabeza hacia la derecha, pero ya no vi la espalda ni la melena de la chica, me moví lentamente para poder observar mejor. Desde este ángulo podía verlos de cintura para abajo, ella se había puesto de pie, llevaba una falda corta con mucho vuelo y la mano de él recorría sus piernas que estaban ligeramente separadas, favoreciendo las maniobras del chico. Observé como aquella mano recorrió su muslo hasta que se perdió bajo la falda, de la cual, al cabo de unos segundos, unas braguitas blancas se deslizaron hasta llegar a las rodillas de la chica.
Un gemido rompió el silencio de la sala, por un momento pensé que eso les asustaría y pararían, pero no se dieron cuenta, la mano del chico seguía bajo su falda y por las reacciones de ella parecía que él sabía muy bien lo que estaba haciendo.
Otra vez me quedé petrificada viendo aquella escena, mi boca se estaba inundando de saliva y mis labios se estaban humedeciendo, pensé en hacer un esfuerzo para levantarme e irme, pero mis piernas no respondían a las instrucciones de mi cerebro, estaba clavada, sentada en el suelo viendo aquella escena.
Hacía muchos años yo también me había dejado llevar por la pasión, o a veces por algún calentón inesperado, como aquella noche en el Manco, cuando después de horas de tonteo con un veinteañero fan de los Cramps, lo cogí de la mano y lo lleve bajo el Scalextric, un paso elevado que partía del bulevar de la Gran Vía, cruzaba Urzáiz y sobrevolaba la calle Lepanto a más de seis metros de altura, una auténtica aberración urbana, una mole de hormigón que por suerte con los años se derribó, pero que en aquella época era un símbolo del ambiente más alternativo de la ciudad, y esa noche, nos sirvió para perdernos entre sus columnas y sus sombras.
Por un momento me pareció volver a sentir aquellos dedos fríos recorriendo mi piel desde el ombligo hasta llegar a mi pubis, notar como se enredaban en los pelos de mi sexo y el primer escalofrío cuando llegó a mi zona más sensible. Recordé nuestro aliento a cerveza y tabaco, eso hoy en día posiblemente me echase para atrás, pero recuerdo que en aquella ocasión me excitaba. Era la primera vez que me enrollaba con un chico que había conocido esa misma noche. Supongo que, en un intento de emular la estética de la época, el llevaba unos pantalones de tela negros horribles, pero por suerte para mí, de fácil acceso por lo que mi mano llego pronto a objetivo. No era la primera vez que tocaba una polla, pero sí fue de las primeras veces en que fui consciente de como crecía en mi mano, y sobre todo del morbo que me producía ver cómo aquel chico mezcla entre gótico, punk y colonia del Corte Inglés se estremecía con lo que yo le hacía.
Sus dedos tampoco estaban falta de práctica, a pesar de lo ceñido de mis vaqueros consiguió llegar a penetrarme con dos de sus dedos mientras la palma de su mano rozaba mi clítoris excitadísimo, aquella noche no follamos, pero tanto él como yo acabamos con nuestras respectivas manos empapadas.
Mientras mis recuerdos me llevaban a aquella noche, volví a buscar con la vista a mis compañeros de biblioteca. El seguía acariciándola, las bragas de la chica colgaban únicamente de su tobillo izquierdo, en la tensión de piernas imaginé lo que estaba sintiendo en ese momento.
Instintivamente, mi mano bajó hasta el primer y segundo botón de mi camisa desabrochándolos de forma rápida, dejando el paso suficiente para introducirla y que mis dedos acariciasen mis ya endurecidos pezones.
A pesar de sus esfuerzos en ocultarlos de vez en cuando, podía escuchar alguno de sus gemidos, cuando eso pasaba, una explosiva mezcla entre vergüenza, excitación y morbo que nunca había sentido, se apoderaba de mí y hacía que no pudiese parar e irme.
Noté como mi excitación iba en aumento, más cuando ella se dio la vuelta reclinándose sobre la estantería, él la agarro por la cintura y la penetro. Otra vez una sensación de culpabilidad y morbo hizo que un escalofrío recorriese mi cuerpo, aun así, mi mano libre se deslizó entre mis muslos que llegó sin resistencia a mi sexo. Estaba totalmente mojada, hacía tiempo que no me sentía tan excitada y caliente, me había convertido en una voyeur por accidente, mientras me tocaba veía como la penetraba, a la vez que yo pasaba mí dedo medio por encima de mis labios vaginales. Ya estaba completamente entregada, hubo un momento que pensé que alguien más podía entrar en la sala, pero me daba igual, mis dedos seguían deslizándose de arriba a abajo, intentando de alguna forma sincronizarme con ellos.
Mi respiración se hacía cada más entrecortada y ya no paré, ya no podía, no sé si fueron los recuerdos de un tiempo pasado o solo el morbo de ver a aquella pareja de jóvenes follando a pocos metros de mí, de lo único que estaba segura era de que estaba a punto de correrme en una biblioteca.
El roce de las yemas de los dedos en mi clítoris, provocó que otro escalofrío recorriese de nuevo mi cuerpo y me transportase al primer orgasmo que tuve al ser penetrada, fue con el que sería mi primer marido. Él había empezado a trabajar en la ciudad, y tenía piso propio. Novio con piso era sinónimo de polvo en aquella época, y en todas supongo.
A Fernando lo conocí pocos meses después de mi aventura con el gótico, menos lanzado al principio, pero al que se le encendía con suma facilidad, en cierto modo me recordaba un poco al chico que a pocos metros de mí estaba penetrando a mi antigua alumna. Fernando y yo disfrutábamos descubriendo nuevas posturas, tener una casa siempre daba más posibilidades que un coche. La primera vez que tuve consciencia de tener un orgasmo siendo penetrada fue precisamente haciéndomelo por detrás, recuerdo que me levanté del sofá a ver las luces de la calle, vivía en un séptimo desde el que se vía la Gran Vía, recuerdo que era de madrugada algunos coches que se dirigían a los locales última hora cruzaban la calle a toda velocidad. Recuerdo tener la frente pegada al cristal y que un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando note los labios de Fernando en mi pescuezo y la delicadeza de sus manos al deslizar mis bragas por los muslos. En ese momento me entregué completamente a él, sentí su miembro penetrarme mientras mi aliento empeñaba el cristal de la ventana. Y poco más de veinte años después, ahí estaba yo en una biblioteca masturbándome mientras observaba furtivamente como una pareja follaba.
El recuerdo de aquel momento hizo que mis dedos frotasen con más ahínco, pasé mi dedo medio por encima de mis labios vaginales, mientras arqueaba poco a poco su cuerpo. Frote con fuerza mis labios exteriores, de arriba para abajo y de nuevo hacia arriba hasta llegar a mi clítoris, manteniendo por unos instantes el ritmo, hasta que tuve que ahogar mis propios jadeos, cuando una descarga eléctrica en mi entrepierna me hizo temblar de placer. El orgasmo fue intensísimo tuve hacer un esfuerzo inmenso para no ser descubierta e ir poco a poco recuperando la normalidad.
Abrí los ojos, suspiré y de pronto volví a sentir el silencio típico de aquella biblioteca; despacio giré mi cabeza, pero tras los archivadores solo se veían hileras de libros, ni rastro de aquella pareja.
Al principio me asusté, pero en seguida me levanté, me abroché la camisa, me arreglé la falda recogí mis cosas, aquel día no iba a trabajar, hacía una estupenda mañana de junio.
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