Ese Rolex que me hizo perder la razón.

Me llamo Teresa y soy ladrona. Sí, de las que roban pulseras, bolsos, teléfonos móviles, dinero... Y polvos.

Mi nombre es Teresa, tengo veintisiete años, complexión delgada, morena, cabello corto y ojos claros. Ah, y soy ladrona.

Sí, ladrona. De las que roban.

No, por favor, no me miren así. Ya sé que mi trabajo consiste en apropiarse de lo ajeno y también sé que la propiedad, en el mundo actual, es sagrada. La gente tiene dinero, documentos, coches, joyas, teléfonos móviles. Y sé lo que cuesta conseguir esas cosas. Pero de algo hay que vivir, ¿no?

A veces me los quedo yo —no es lo usual, sobre todo en el caso de joyas y coches, que los vendo—.

Sin violencia. Odio la violencia pero no la evito si no hay más remedio. Trabajo siempre por encargo. Encargo personal, mío. A veces necesito lo que robo.  Otras, las menos, me encapricho de algo y decido robarlo. Los caprichos me vuelven loca.

Hoy en día casi todo pertenece a alguien, y a mí nunca me ha gustado pagar por nada. ¿Acaso pagarías tú por tener un amigo? Pues lo haces al comprar una mascota.

Sí, en efecto, soy muy cínica. Y muy hija de puta.

Me gusta pasear por las calles, vistiendo ropa ajustada y excitante. Me encanta provocar. ¿Quién se pensaría que esa chica vestida tan mona es ladrona? Yonquis y demás parias de la sociedad son mucho más tradicionales en el vestir y el actuar. Pobrecillos; van andando por la calle, tambaleándose, borrachos o drogados, y la gente se aparta. Ni tocarles ni que te toquen.

En cambio, en mi caso, todo son ventajas. Entro en un bar y ya tengo a decenas de ojos fijos en mis curvas, en mis meneos, en mis miradas. Mi culo y mis tetas trazan estelas en el aire que los hombres siguen sin rechistar, como borregos encelados. Me encanta. Y nade se fija en mis manos, en mis rápidas manos. Lógico que luego a alguien le falten las llaves, el teléfono móvil, la cartera… Imbéciles. Dale un coño y un par de tetas a un hombre y lo tendrás comiendo a tus pies.

Ricardo no dejaba de mirarme, de sobarme con su mirada, lamiendo con sus ojos mis curvas y el bulto de mis pezones erizados a través de mi camiseta. Estaba apoyado en la barra de una caseta de feria. Son las ferias de Valladolid. Me encantan las fiestas de mi ciudad. Llega gente de todas partes. Y que luego se van. Claro que entonces no le conocía ni sabía que se llamaba Ricardo. Eso vino después. Por el momento me acerqué junto a él. Vestía elegantemente, con traje y corbata, era alto y fornido. Tenía ojos intrigantes y una media sonrisa que le daba un aire pícaro y despreocupado. Admito que me acerqué a él por su estupenda figura y, sobre todo, al ver un Rolex bien hermoso ceñido a su muñeca.

Bueno, no le he dicho aún, pero mi pasión son los Rolex. Me encantan los Rolex. Adoro los Rolex. En casa —sí tengo casa, como tú— tengo una vitrina con cientos de Rolex de señora y caballero. De acero, de titanio, de plata y de oro. Rolex de pulsera y de bolsillo. Conozco casi todos los modelos. Puedo estar hablando de historia, anécdotas y curiosidades de la marca hasta aburrirte. Pero no es el caso.

El Rolex de Ricardo era genuino. Y parecía nuevecito. Un cosquilleo en mi vientre me confirmó que necesitaba conseguirlo. Ese Rolex ya era mío, solo tenía que cambiar de dueño.

—Hola, me llamo Ricardo.

—Teresa —contesté aparentando indiferencia, mirando al camarero de la caseta. Me atendió al instante. No había mucha gente o mis tetas sueltas fueron reclamo suficiente para ser atendida antes—. Me pones un mosto y un pincho, por favor.

Los pinchos de ferias son… ¿cómo lo diría? ¿Caros para la miserable mierda que te sirven? Bueno, seré comedida. Soy ladrona pero he ido a un colegio de monjas. Diremos que son pretenciosos e insípidos. Vale, eso está mucho mejor. Sí, esto es una crítica a los pinchos de ferias.

Ricardo no se privaba de mirarme de cerca mi anatomía. Era descarado. Y muy confiado. Perfecto. Bebía una cerveza y, al coger su botellín, su Rolex estuvo a dos milímetros de mis dedos apoyados en el borde de la barra.

Decidí ser igual de descarada.

—Madre del amor hermoso, ¿es un Rolex auténtico? —le agarré la muñeca y le subí la manga para verlo con detalle. Genuino al cien por cien, nena. Y de los caros. De los muy caros.

Hinchó el pecho de orgullo y me confirmó lo que ya sabía con un gesto de la cabeza y una sonrisa exultante.

—Es precioso —murmuré deslizando mis dedos por el brillante cristal y el acero bruñido.

—Tú también.

Qué fácil. Insultantemente fácil. Dios, cómo agradecía cada día haber nacido mujer.

Le sonreí bobalicona. Me llevé su muñeca hacia mí, aparentando ver de cerca el prodigio de relojería. Su mano descansó sobre mis tetas. Sus dedos se movieron y estiraron palpando mis melones sin cortarse. Su meñique me rozó un pezón erecto y le miré con ojos lánguidos, mordiéndome el labio inferior, aparentando timidez.

El camarero me trajo lo mío. Miré el pincho frunciendo el ceño y Ricardo captó mi gesto a la primera.

—¿Te apetece comer algo más sabroso? En mi casa.

Le miré abriendo los ojos. Es usted un descarado, don Ricardo.

—¿Cómo de sabroso? —murmuré con la inocencia de una zorra.

—Ven conmigo y lo sabrás —contestó acercándose a mi cuello.

Su aliento cálido me erizó la piel y sus labios depositaron un beso húmedo. Gemí alargando el momento mientras mis dedos aleteaban sobre el cierre de la pulsera del Rolex. Otro beso de sus labios cayó más arriba, cerca de mi oreja. Desoí la llamada del deseo que me incendiaba las bragas y me concentré en el reloj. Palpé como el cierre cedía y la pulsera del reloj quedaba holgada.

Le tomé de la mano y le obligué a bajarla a la vez que le miraba a los ojos. Ya casi lo tenía. Solo una distracción más.

—¿Serás bueno conmigo, lo prometes?

Ricardo se relamió, confiado de tenerme ya desnuda en su cama. Iluso. Lo único que estaba ya casi desnudo era su muñeca.

De repente, se deshizo de mis manos y me tomó por los hombros. Joder.

—Te lo prometo, Teresa.

Se volvió hacia la barra y se sacó un billete del bolsillo. Llamó al camarero.

—Lo mío y lo de ella.

Se miró el reloj suelto en su muñeca y lo volvió a abrochar. Me pasó un brazo por los hombros y me alejó de la caseta.

—Ven, Teresa, vamos.

Me estrechaba sobre él con firmeza. Me dejé llevar. Aquel Rolex iba a ser mío. Hiciese lo que tuviese que hacer.

Me había encaprichado.

Y, en todo caso, tenía completamente dominado a Ricardo. Era él el que me sujetaba pero, en realidad, era al revés.




Ricardo vivía en las afueras, en una urbanización cerca del barrio Covaresa. El chalet adosado de tres plantas hablaba de mucha pasta por su parte. Un amplio jardín en el porche y un descapotable en el garaje. Genial. El Rolex sería el postre de una comida copiosa en su casa.

—¿Qué bebes?

Me miraba con esa media sonrisa suya, con el mueble-bar abierto. Decenas de botellas de marca asomaban dentro. Me siguió hablando:

—Tengo ginebra, vodka, whisky…

—Un gin-tonic está bien —dije con aire ausente mientras recorría el salón donde estábamos. Sofás de cuero, alfombra mullida, lámpara de diseño, enorme televisión de plasma… Ricardo no era rico. El muy cabrón estaba forrado.

Mierda, y yo con un bolso tan pequeño.

Se acercó detrás de mí con la bebida. Miraba varios grabados de Miró colgados de la pared. Acercó el vaso a mis labios mientras me cogía de la cintura.

—¿Son auténticos? —musité mientras cogía el vaso y me dejaba avasallar el trasero con su formidable erección.

—Ahá —respondió besándome el cuello.

¿Un millón? ¿Dos? ¿Cuánto dinero habría en aquella pared?

Sus manos subieron desde la cintura de los vaqueros hacia mi vientre, arremangándome la camiseta. Reprimí un suspiro de placer al sentir sus dedos sobre mi piel. Tragué un buen sorbo del vaso. Sus dedos llegaron al borde de mis pechos desnudos y recorrieron las curvas. Sentí un escalofrío que murió en mi vientre. No debía dejar que continuase. Sus dedos me enloquecían y no estaba para echarlo todo a perder por un puñetero polvo.

Me volví hacia él. Sus ojos me devoraban y sus labios estaban entreabiertos. Reconozco que me estaba excitando.

Algo muy malo para el negocio. El trabajo antes que el placer. O, mejor, sin placer.

—¿No bebes? —pregunté.

Me respondió estrechándome contra él y me besó. Su lengua traspasó mis labios sin que me diese cuenta siquiera. No, no. Me separé de él.

—Bebe conmigo, no quiero beber sola.

Aceptó con una sonrisa. Como si mi petición confirmase sus pretensiones. Se dirigió hacia el mueble bar. Un generoso bulto entre sus piernas arrugaba sus pantalones. Me obligué a desviar la mirada.

En cuanto lo tuve de espaldas a mí, sirviéndose una copa de brandy, busqué rápido en mi bolso la pastilla.

Nunca salgas de casa sin una pastilla. Consejo de Teresa. Una pastilla de somnífero, claro. Las otras no quiero ni pensar qué llevan.

Me situé a su espalda y le quité la chaqueta. Se dejó hacer, soltando una sonrisa. Le aflojé la corbata, le saqué la camisa de la cintura y deslicé mis manos por su espalda. En efecto, Ricardo tenía todo lo que una mujer quería; en cantidad y en su justo sitio. Sus músculos vibraron bajo las yemas de mis dedos. Su piel estaba caliente y tirante. Deslicé mis dedos alrededor de su torso. Un vello suave recorría el centro de su vientre hasta su pecho y sus pezones. Pellizqué uno y todo su cuerpo se puso tirante. Alzó la cabeza y exhaló un gemido de angustia. El momento perfecto para dejar caer la pastilla en su copa.

Se bebió un trago de brandy y se volvió hacia mí. Su boca buscó con desesperación la mía. Retenía el licor en su boca y su lengua ayudó a deslizar el ardiente licor sobre mi garganta. Tragué con ansia a la vez que su mano buscaba bajo mi camiseta y oprimía con fuerza una de mis tetas. Reprimí un aullido de placer. Creí ver un destello de placer tras mis párpados y mis piernas temblaron. Un aviso.

Teresa, por Dios bendito, para, para.

Me deshice de su abrazo a regañadientes. Sentía un calor demencial en las bragas. Me miró con ojos vidriosos, encharcados por el deseo. No pude evitar perderme en ellos. La pasión me consumía, mis pensamientos se desvanecían, el deseo rezumaba por cada poro de mi cuerpo.

Su mano se deslizó por mi vientre. El sudor de su palma patinando por mi piel me obligó suspirar placenteramente. Su mano acabó entre mis piernas, amasando sobre el pantalón el volcán de mi sexo. Alcé mis caderas para permitirle tomar más. Su mano apretaba y sus dedos me sugerían millones de razones para dejarle hacer, para abandonarme a su buen hacer. Sus ojos seguían fijos en los míos y disfrutaban con la colección de gestos de mis labios y mi frente.

Teresa, Teresa, me oí decir.

—Voy… voy al baño —musité sintiendo en mi boca el sabor de la suya y el brandy.

Me señaló con un gesto de los ojos el pasillo que había al lado del salón. Las rodillas me temblaban y respiraba entrecortadamente. Ricardo me había dejado casi sin resuello.

Le miré apoyada en la puerta del salón. Bebió otro trago de brandy, sonriéndome.

—Ponte cómodo —sugerí con una sonrisa lasciva.

Entre en el cuarto de baño. Mármol y grifería de diseño. Una bañera de hidromasaje y un toallero eléctrico.

Me senté en el inodoro. Me notaba toda la entrepierna húmeda y pringosa. Dulcemente pringosa. Ahogué un bostezo.

No había tragado mucho brandy, pero empezaba a sentir cómo mis párpados me pesaban. Ricardo no tardaría en caer rendido en el sofá. Durmiendo el sueño de los justos.

Y yo, a lo mío. Me eché agua en la cara para despejarme. Sin resultado, aún tenía sueño; la pastilla era muy potente. Tenía la pintura de los labios esparcida alrededor de mi cara. Me limpié toda la cara. Ya no necesitaba el maquillaje, su función ya no tenía sentido.

Esperé diez minutos más. Tiempo más que suficiente.

Salí del cuarto de baño y di un respingo al ver a Ricardo esperarme junto a la puerta. ¿Cómo demonios…? Me miraba apoyado en la pared, con la camisa abierta y la copa de brandy vacía en una mano. Su pecho se hinchaba violento, respiraba frenéticamente. Sus párpados estaban más cerrados que abiertos pero exhibía una sonrisa húmeda.

Me tomó de la cintura sin que pudiese hacer nada. Quizá no quise. Me besó con frenesí. Oí como la copa caía al suelo, haciéndose añicos. Su lengua buscaba la mía y yo no pude retenerla. Ni la suya ni la mía. Sus labios eran furiosos, ardientes.

Sus manos me levantaron la camiseta y sus dientes buscaron mis pechos. Su lengua vivaracha avivó mis pezones. Sus labios succionaban y chupaban con una rudeza que me hizo temblar y apretar los dientes. Gemí apoyándome en su cabeza. Su lengua ascendió entre mis pechos y se topó con la camiseta enrollada. Me la sacó por la cabeza. Sus labios buscaron mi garganta y mi cuello y ascendieron aún más arriba por mi mentón. Su saliva era viscosa y quemaba sobre mi piel como fuego líquido. Le cogí de la cabeza y busqué con mis labios sus labios, sus mejillas, su mentón, el lóbulo de sus orejas.

Gruñó y farfulló palabras ininteligibles.

Me agarró de las nalgas y me aupó a su cintura. Entrelacé mis piernas sobre él. Me llevó dando tumbos de nuevo al salón sin dejar de besarnos.

Me recostó sobre el sofá. Se arrodilló junto a mí y me abrió los pantalones. Una mano discurrió entre mis piernas, bajo mis bragas, y agarró mi sexo licuado. Sus dedos presionaron sobre la vulva y se hundieron entre mi carne húmeda. Los chasquidos de mis humedades me enardecieron. Chillé alborozada y me enganché a su cuello para buscar su lengua. Necesitaba besarle mientras me destrozaba el coño.

Noté como sus fuerzas iban menguando poco a poco. El sueño le estaba venciendo. Y yo estaba ardiendo. Literalmente. Me senté frente a él y le bajé los pantalones y los calzoncillos. Su polla estaba erecta pero también manifestaba cierta inclinación de derrota, producto de la pastilla.

—Ahora no, ahora no —gruñí rabiosa.

Me llevé la polla a la boca y me tragué entero su rabo. Sus huevos fueron objeto de mis manoseos con una mano mientras con la otra trataba de desembarazarme de bragas y pantalones.

—Aguanta, Ricardo, aguanta —farfullé con la polla en un carrillo, cubriéndola de saliva y lametones.

Se apoyó en el respaldo del sofá sobre mí. Sus rodillas temblaban.

—¡No te me duermas, hijo de puta! —bramé sacándome la polla ensalivada de la boca. Le pegué un mordisco al capullo y apreté sus huevos.

Ricardo gritó de dolor y recobró el control.

Me terminé de desnudar y le coloqué sobre mí.

—Adentro, adentro, por tu madre —gruñí enfilando su polla hacia mi hendidura.

Alcé las caderas y le clavé las uñas en sus estupendas nalgas. Me penetró con un golpe de cintura que me sobrecogió y me hizo contener la respiración. Azucé sus empellones con mis uñas. Ayudaba en la penetración moviéndome bajo él, sincronizando movimientos cada vez más débiles.

—¡Ricardo! —le chillé al oído al verle cerrar los ojos.

El pobre diablo estaba más dormido que despierto pero, aun así, cumplía con ejemplar devoción. Le abofeteé para mantenerle despierto cuando cerró los ojos. Todavía luchaba por seguir bombeando carne en mi interior.

Pero ni todo el dolor que pude infligirle en el culo o la cara sirvió para que, al final, cayese sobre mí, derrengado.

Un sonoro ronquido fue su simple respuesta cuando pronuncié su nombre de nuevo.

Estaba profundamente dormido.




Despertó al cabo de tres horas.  Otros hubieran tardado más. Debí haber previsto que una pastilla no causaría el mismo efecto en Ricardo que en mis habituales esmirriadas víctimas.

Se desperezó con un gruñido sordo. Agitó una pierna en el sofá y se dio la vuelta para colocarse boca arriba. Se dio cuenta que estaba desnudo, se sentó y se cubrió la polla con las manos al verme sentada frente a él.

—Espero que no te importe. Me he dado una ducha y he comido algo que tenías en el frigo.

Me miró suspicaz, aún sin comprender qué estaba pasando. Su mirada repasó mi negro cabello húmedo y el albornoz sin cerrar que dejaba mi cuerpo desnudo al libre albedrío de su mirada.

—Qué… qué ha pasado… no, no lo entiendo.

—Pues que te has quedado roque, hijo mío. Eso ha pasado.

—Tú… yo…

—¿Follar? Casi, pero no. Me dejaste a dos velas —suspiré abriendo las piernas. Su mirada se clavó de inmediato en mi sexo.

No era una invitación. Era una demanda.

Sonreí satisfecha al ver como su animalillo despuntaba de entre sus dedos y crecía y se hinchaba. Se relamió de gusto y acudió arrodillado entre mis piernas. Me colocó en el borde del sofá y hundió su cara en mi coño.

Su lengua entreabrió mis pliegues y sentí un estremecimiento que me recorría la espalda entera, de la cintura hasta la nuca, para luego volver a descender. Me comió el conejo con dedicación, aplicando lametazos delicados y sorbiendo con ansia mi néctar.

Alzó la cabeza para mirarme. Sus labios estaban húmedos de su saliva y mis humedades.

—Podrías haberte marchado.

Chasqueé la lengua y le bajé la cabeza de nuevo hacia mi coño. Me recosté sobre el sofá y disfruté de la dulce sensación de su boca provocándome contracciones gloriosas en el vientre.

—Ya ves. Me he encaprichado contigo.

De ti y del fabuloso Rolex que estaba en mi bolso.




--Ginés Linares--