Ese flechazo al verte
Esa misma chica que conocí poco antes, se había transformado, o más precisamente, me había transformado a mí.
Luego de tanto esperar e intentar, había conseguido trabajo. Debo decir que no era nada agradable. Debe ser grandioso, como dicen algunos, que tu ocupación coincida con tu vocación. En ese caso mi trabajo sería contemplar la vida, soñar, imaginar, dejarme sorprender por las cosas más simples, pintar paisajes en mi mente, crear historias con insólitas tramas, quizás solo comprendidas por mí. Pero ¿quién pagaría por eso? Aunque nunca falta un excéntrico millonario dispuesto a invertir en las más insólitas actividades. Pero no era el caso. Supongo que mi orgullo tampoco lo aceptaría. Desde ya adelanto que mis pensamientos pueden parecer difíciles de comprender y/o compartir.
Volviendo al tema, había conseguido trabajo. Y secretamente esperaba un aliciente a esta situación laboral tan insatisfactoria. En primer lugar, consideraba que cuando llegara la fecha de pago, mis sacrificios estarían justificados, ya que hace mucho anhelaba la independencia económica. Si bien mis gastos eran costeados por mí, no lo eran en su totalidad, y esa era otra situación que mi orgullo no podía aceptar.
Pensaran que soy una persona orgullosa, pero no hablo de ese tipo de orgullo. Me refiero a esos mandatos que incorporamos paulatinamente en el transcurso de nuestras vidas, suscitadas directamente por otros, o autoinducidas durante nuestros momentos de introspección.
Creo que es momento de explicar un poco mejor mi situación, que conozcan a quien les habla. Mi edad es de 23 años, joven para algunas cosas, vieja para otras. Ya sabía yo sobre mis preferencias sexuales desde hacía tres años atrás, ocasión en que conocí a una chica un poco mayor, que, digámoslo como es, hizo explotar mi cabeza. Sin embargo, pocos rastros quedaban de ella a estas alturas. Sólo podía reconocer sus huellas en una que otra fobia a ciertos rasgos de personalidad, o incluso rasgos físicos de las personas. O bien en mi rechazo visceral hacia ciertos tipos de música o individuos. Ya habrán oído el dicho: el que se quema con leche…
Pero creo que no es la idea de este relato contar los tristes sucesos de mi primera experiencia, si bien acepto que fue mucho lo que aprendí, sobre todo lo que no se debe hacer. Y supongo que es bueno a veces hacer lo que no se debe, quizás solo para saber qué se siente, para comprender a aquellos que nos lastiman. Ahora bien, hay que estar dispuesto a cargar con la culpa subsiguiente.
Por otra parte, me considero una persona callada, tímida para algunos. Creo que se debe sobre todo a mi preferencia por la vida dentro de mí por sobre la vida dentro de los demás. En teoría esta predilección me ahorra muchas frustraciones, eso sí, mientras se mantenga ese frágil equilibrio, esa satisfacción aparente. Todo esto me hace parecer una persona sumamente tranquila, paciente, que gusta más de escuchar que de hablar, que no espera nada.
En fin, había conseguido trabajo. Poco demandante en cuanto a imaginación: tareas administrativas. Su punto fuerte: el trabajo era sobre todo intelectual, algo que no me resultaba difícil, y sobre todo me permitía volcarme a mi mundo interior en los ratos libres, sin mayores contaminaciones emocionales provenientes de la vida laboral. Su punto débil: en ocasiones debía interactuar con personas exaltadas que requerían información con la cual yo no contaba, esas que creen que uno tiene la culpa de que los superiores no cumplan con sus obligaciones. Los entiendo, comprendo su frustración, pero el problema residía en la repercusión que esos roces tenían en mi paz interior.
Hacia pocas semanas ocupaba mi puesto. Era todavía “la nueva”, requería asesoramiento aún en diversas áreas. Pero intentaba de alguna manera adaptarme, y esperar pacientemente ese aliciente, sea el día de pago, sea una madurez repentina que me hiciera comprender mágicamente cómo funcionaba el mundo, o lo que sea que Dios o cualquier fuerza de orden universal me enviara.
Nunca imaginé que su nombre sería Carolina.
Carolina tenía 22 años en ese momento, ingresaba también a trabajar. Era esta su primera experiencia laboral, y debo decir que su llegada en un primer momento fue gratificante, ya que yo no sería en adelante “la nueva”, cargo que ella debería asumir, y no solo por llegar casi un mes después de mí ingreso, sino también por llegar unos meses después que yo a este mundo tirano.
Ella fue designada a un escritorio adjunto al mío, ya que la gente últimamente se agolpaba en el área de informes: o la empresa iba muy bien y cada vez más personas querían ser sus clientes, o la gente cada vez entendía menos lo que debía hacer.
Como sea, no consideré en un principio que su aparición fuese de gran importancia. Supongo que uno aprende a dejar que los hechos repentinos pasen desapercibidos, quizás porque nuestra disposición para la concentración es limitada. Admiro cómo vamos perdiendo esa capacidad de sorpresa, de interés, de curiosidad por las personas y los hechos de la vida, esa virtud tan presente aún en los niños.
Me pareció interesante su mirada. A veces imagino a las personas en otras situaciones, para conocerlas mejor, para no sobre o subestimarlas, quizás también para no ser prejuiciosa. Y como solía hacerlo con varias personas, ella no fue la excepción. En su casa, en la calle, camino al trabajo, con su familia, amigos, novio si tuviese. Me cayó bien, parecía una persona tranquila, con la que se facilitaría mucho el trabajo. Eso propició que me interesara por ganar su amistad.
Los primeros días la conversación giraba en torno al trabajo, requería mi ayuda reiteradamente. Y a mí, debo confesar, eso me hacía sentir importante, a pesar de reconocer la inutilidad del trabajo burocrático que realizábamos. Me gustaba que recurriera a mí, poder ayudarla, pero no exactamente por ser ella, ya que a estas alturas era una persona más en el mundo. El hecho mismo de prestar auxilio producía satisfacción en mí.
Transcurrían las horas, los días, los fines de semana eran ciertamente liberadores, por fin esa paz tan anhelada. Podía dedicarme a leer, un poco de música, películas, quizás salir a caminar un rato. Despejar la mente y no pensar en que el lunes allí me esperaban, otra vez los papeles, las personas, los números, horarios, cadenas.
Quién diría que los fines de semana se volverían insoportables, que su ausencia me haría pensar en realizar los hechos más osados, que fantasearía de a ratos en ser una heroína, con la convicción, la fuerza, la entereza para salir corriendo, buscarla donde sea, y tener el poder de darle todo lo que anhelara.
Y si lo hubiese sabido tal vez me hubiera alejado, podría haberme convencido a tiempo de que ella era una mala persona, podría haberla calumniado, pensarla en situaciones aberrantes, cualquier cosa con tal de no terminar entregándole el mando de mi vida.
Y supongo que una parte de mi no lo ignoraba. Lo digo porque más adelante caí en cuenta de cómo evitaba yo enterarme de algunas cosas, de si tenía novio, si le gustaba alguien, si había tenido alguna vez un hombre en su vida, aunque desde luego eso era muy probable.
Ella era realmente muy bonita, aunque en un principio eso no significaba mucho para mí, aún así lo notaba. Su sonrisa, su mirada, eran tan expresivas, ciertamente una persona agradable, sus palabras por lo general contagiaban optimismo. Debo decir que nunca la escuche referirse de mala manera a alguien, y eso que muchas veces tuvo motivos que hubiesen justificados los improperios mas desvergonzados. Aun así, la rodeaba una paz difícil de describir, incluso de comprender. Todo esto hacía que yo la considerara una buena compañera de trabajo, y por qué no, una buena amiga, a pesar de que fuera del ámbito laboral teníamos un mínimo contacto.
Pero todo cambiaría un día de repente. Supongo que los eventos se comprenden mejor en prospectiva. Si bien nada hacía presagiar que mi vida daría un vuelco, ahora comprendo ese sentimiento de confusa alegría que me embargaba por las mañanas, al despertarme y recordar que debía dirigirme al trabajo. Era algo nuevo, ya que mis despertares no se caracterizaban precisamente por ser alegres y optimistas. Eso más bien describía la hora de salida de la empresa.
Recuerdo la primera vez que me fije en su cuerpo, en ese momento cruzó por mi mente una idea, me dije a mi misma que una amiga no debería hacer eso, pero a la vez me pareció divertida mi osadía. Luego desapareció de mis pensamientos. Pero iba a volver, y de qué forma.
“…me muero por abrazarte, y que me abraces tan fuerte…” esa canción siempre me gustó, la escuchaba prestando suma atención a su melodía, a sus tonos, a esos giros de la voz que me hacían anhelar conocer ese arte. Sin embargo, en adelante sus estrofas repercutirían en mí de una forma mucho más personal, “… me muero por escucharte decir las cosas que nunca digas, mas, me callo y te marchas…”
Fue como si una cortina se corriese delante de mí, descubriendo otra realidad. Atravesé el mundo que hasta entonces conocía y me sumergí en otro, idéntico en apariencia, pero tan diferente. Y culparía a su perfume, pero sé que no fue el responsable. Tuve que sentarme un momento para reponerme, como si se me hubiese dado una noticia desoladora, pero también como si en mi camino alguien hubiera dejado la llave de un mundo desconocido, cuya exploración solo dependía de mi valentía, y yo sintiéndome tan cobarde.
Me acerqué como tantas veces sobre su hombro, para ayudarla con no sé qué formulario inútil y funesto. Y fue entonces cuando tuve que luchar contra mi propio corazón, y de alguna forma impedir que saliera despedido fuera de mi pecho. Una iluminación, una comprensión repentina del bien y el mal. Mis ojos dejaron de obedecer, o quizás mi cerebro dejo de mandar en mí. Se dirigieron hacia su cabello, largo, ondulado, castaño, tan brillante, parecía tan suave al tacto, pero por fortuna mis manos todavía guardaban la cordura. Sus dedos sostenían un papel, finos y delicados, sus uñas adornadas con sobriedad, asomaban ligeramente. Incluso contemplé en una mirada rapaz sus piernas cruzadas. Era otra persona frente a mí, una mujer tan deseable como inalcanzable, una figura embriagadora pero prohibida. Esa misma chica que conocí poco antes, se había transformado, o más precisamente, me había transformado a mí.
El instinto de supervivencia se disparó de inmediato. Luego de algún monosílabo que pretendía ser una respuesta a sus preguntas, retomé mi puesto tan calmadamente como pude, pretendiendo que nada me inmutaba. Mis ojos se centraron en una nota que tenía en mi escritorio, en realidad su contenido me era indiferente. Por más que me esforzara no llegaría a entender ese conjunto de letras, así que sólo me concentré en ver la fecha “24 de mayo” rezaba, y yo lo repasaba con la mirada. Ese día quedaría grabado en mi memoria.
Lo que restaba del día la ignoré completamente. Sentía su mirada posarse en mí, o quizás eso me hacía creer mi deseo. Tal vez imaginó que estaba yo muy atareada, o mi expresión era de pocos amigos, quizás pensó erróneamente que sus consultas me significaban una molestia, como fuera, no me dirigió mas la palabra.
Cambió mi rutina de salida, no la esperé para despedirla, me dirigí rápidamente al exterior y me perdí en dirección a mi casa. Imagino que algún testigo casual de esa escena pudo pensar que en mi maletín viajaban bienes ajenos, a juzgar por mi prisa y mis dientes apretados.
Pero por supuesto, no me sería tan sencillo escapar de la realidad. Llegué a mi casa y busqué desesperadamente alguna pastilla de amnesia. Claro, no la han inventado aún. Luego de una par de horas de mirar algún programa de tv superficial y monótono, de divagar entre canales idénticamente vacíos, llegué a pensar que mi situación no era tan grave. Fueron minutos de paz, los disfruté realmente, me sentí aliviada. Empezaba a quedarme dormida, cuando mi teléfono sonó. Era un mensaje de texto. Lo abrí sin fijarme en el remitente, ya que lo más probable era que se tratara de alguna promoción de la compañía que me brindaba el servicio, esas que elimino sin llegar a considerarla realmente.
Pero allí estaban sus palabras. Su modo de dirigirse a mí era tan dulce, incluso por ese medio tan frio e impersonal. Me sentí tremendamente culpable: “ perdóname si hoy estuve muy pesada, mañana te invito un café para compensar ”. Fue la primera vez que sentí esas ganas despiadadas de abrazarla.
Por instinto abrí la opción “Responder”. ¿Pero que podía decir? Opciones posibles cruzaron a toda velocidad mi mente, algunas apropiadas, otras no tanto. Finalmente me decidí por una que, en realidad, no expresaba para nada mis sentimientos: “ muchas gracias pero no hace falta que te molestes, somos compañeras de trabajo y es nuestro deber prestarnos ayuda mutua ”. Pero que estupidez ¿cómo podía decirle eso? Sin embargo el mensaje ya estaba enviado. Aguardé la respuesta, la esperé durante horas, pero nunca llegó. Faltaba poco para la hora en que supuestamente debería despertarme para ir al trabajo, eso en caso de que hubiese podido dormir algo.
Cada decisión que tomamos tiene consecuencias, y para mí las consecuencias de mi cobardía eran catastróficas. Resolví que el mejor plan para el día era quedarme en casa. Pero por supuesto, eso solo duró unos minutos. Tengo la mala fortuna de ser responsable, aún a costa de mi bienestar emocional, incluso físico.
Me saludo de forma fría, y no la culpé. Me merecía su rechazo y mucho más. Me sentí la peor basura, un ser despreciable. Ella solo quería tener una buena relación conmigo, incluso quería mi amistad, si no fuese así no me hubiera hecho esa invitación, era evidente que quería hablar de otras cosas, no solo de trabajo. Sin embargo, luego de mi respuesta tan brusca lo más probable es que ella ya no lo intentara. Por un lado me aliviaba pensar en eso, pero por otra parte, no quería renunciar a mis ilusiones. La confusión me abrumaba, y el día acababa de comenzar.
Continuará.