Ese dulce y delicioso fruto prohibido 1
Dicen que las primerizas, aquellas mujeres casadas que son infieles por primera vez, y más aquellas que ya tienen más de 45 años, cuando cometen su primer adulterio suelen aparentar cierto recatado y pudoror al principio de la relación extramatrimonial. También dicen que cuando su primer amante logra romper aquel débil primer cerco, aquella ligera envoltura engañosa de recato y de pudor, se liberan desatando a la puta, ardiente y fogosa, que toda mujer lleva adentro.
1- Amanecer de una noche agitada
Una mujer de mediana edad acaba de ducharse. Ella lleva su largo y ensortijado cabello castaño rojizo, húmedo y desordenado y una toalla anudada sobre sus pechos, cubriéndole sensualmente su blanca, madura y voluptuosa desnudez. Cuando sale de su baño en suite, de camino hacia su dormitorio matrimonial, sus pies descalzos de uñas pintadas de rojo carmín- van dejando una ligera y zigzagueante estela de huellas húmedas e impunes sobre la mullida alfombra beige.
Ella se detiene frente al gran ventanal del balcón terraza de su dormitorio y abriendo una de sus hojas, se deja invadir por el tibio sol matutino y por la refrescante fragancia de su multiflorido jardín. A través del reflejo en el vidrio del ventanal, percibimos que sus bellos y almendrados ojos de color caramelo refulgen y que de su delicado rostro brota una luminosa sonrisa de felicidad.
Recién cuando la mujer voltea para mirar como al descuido hacia el interior de su dormitorio, lo descubrimos todo lujuriosamente revuelto y desordenado: hay prendas íntimas -y de las otras- diseminadas por doquier. Un corpiño de encaje blanco, cuelga provocativamente de un velador. Un desabillé de seda de color fucsia, hecho un ovillo sobre la alfombra. De entre los pies de una de las mesas de luz, asoma lo que parece ser un boxer cuadrillé junto con otra prenda, quizás la bombacha de encaje del conjunto. En un rincón de la cómoda, una botella de champagne vacía, duerme el sueño de los justos dentro de un balde que alguna vez contuvo cubos de hielo.
Recién en ese momento llegamos a intuir el por qué de aquel delicioso sentimiento que parece atravesarla esta mañana. Sin dudas, la mujer parece haber disfrutado de una merecida noche de juerga y desenfreno conyugal. Quizás celebró un aniversario de bodas con su marido o quizás, festejó algún otro acontecimiento especial y merecido del que sólo quedaron las sobras de aquel glorioso festín.
Sin embargo, cuando advertimos que ella se calza el anillo matrimonial que parece haber abandonado durante la noche sobre su mesa de luz -por detrás del velador del que cuelga su corpiño de encaje o cuando reparamos en que acomoda un portarretrato que con una deslucida fotografía de recién casados- descansa sospechosamente boca abajo sobre la misma mesita de luz, nos damos cuenta, algo extrañados por cierto, que allí, en ese dormitorio, parece haber ocurrido muy pero muy otra cosa.
Y la evidencia se hace más que contundente cuando notamos con cierta perplejidad que en su cama matrimonial aparecen no una, sino ¡dos siluetas masculinas! bajo los pliegues tibios y salpicados de semen, flujo y sudor de las sábanas de seda. Ninguno de los portadores de aquellas siluetas aparenta tener más de veinticinco años. Es más, uno de ellos, el de cabello castaño crespo y rostro algo pecoso, ni siquiera parece haber cumplido los veinte.
Sin el menor atisbo de culpa o remordimiento en su rostro, hasta con un dejo de picardía y desenfado en sus bellos ojos de color caramelo, la mujer, se sienta al borde de la adúltera cama para contemplar a sus dos jóvenes amantes que, cual dúo de ángeles caídos tras una intensa batalla de carnes y fluidos, duermen despatarrados uno a cada extremo de la misma cama en la que se revolcaron hasta hace un rato nomás. Por la expresión de placidez y por la profundidad con la que ambos duermen, parecen haber gozado y mucho hasta quedar exhaustos.
De pronto, el timbre del teléfono irrumpe en aquel delicado silencio matinal. Ella atiende al segundo ring y con el inalámbrico en la mano, se aleja de la cama matrimonial intentando no despertar a sus jóvenes amantes:
-¿Que?... ¿Que?... ¿Querido?....- dice atragantada y murmurando - ¿De don de dónde me llamás?... ¡Ah!... Ya ya estaba por salir para el aeropuerto ¡¡¡No!!!... No te tomes un taxi, cielitoooo De ninguna manera ¡No!... Ya tenía el auto en marcha ¡No!... En serio ¿La voz?... Eeeee Un ligero resfríoSi
Y mientras ella finge un par de falsos estornudos, se le ocurre una jugarreta que aunque improvisada resulta bien astuta.
- ... Además digo que además me hacía ilusión buscarte por el aeropuerto para ir para ir a almorzar contigo a ese restaurante tan romántico que fuimos aquella vez si, ese a orillas del río La Marina creo que se llamaba, ¿no? si es lejos pero es que te extrañé tanto que no me importaría ir hasta la China con tal de verte
Al parecer el marido acepta con gusto el engañoso convite de su mujer porque cuando ella cuelga el inalámbrico, pega un enorme suspiro de alivio. Aún así ella debe apurarse. Ni siquiera le dará el tiempo para ordenar el lujurioso desorden de su dormitorio. Ella piensa. Piensa rápido como resolver este entuerto.
Entonces, abre uno de los cajoncitos de la cómoda y de entre su ropa interior -por delante de un bulto que esconde un pequeño consolador- ella recoge un bolígrafo y un anotador de papel rosa pálido perfumado, en el que les escribe a las apuradas a sus jóvenes amantes una cartita que deja apoyada sobre una de las almohadas. En la carta dice lo siguiente:
"Hijitos míos,
Me hubiese encantado despertarnos, por primera vez esta mañana, los tres juntitos para que volviesen a llenarme con sus dulces y tibias simientes, una y otra vez, cada uno de mis íntimos y recónditos orificios, como bien lo hicieron anoche en repetidas ocasiones, pero, lamentablemente, el vuelo de su padre llegó bastante antes de lo previsto. Como comprenderán, mami tiene que salir a las apuradas hacia el aeropuerto porque si no .
¡Se imaginan si me hubiese pescado retozando en la cama matrimonial mientras sus dos hijitos me penetraban por delante y por detrás como lo hicieron anoche! ¡Me da escalofríos de solo pensar que hubiese hecho su padre!
Por suerte, el muy cornudo, llamó para avisar que su vuelo llegó antes de lo previsto Se me ocurrió invitarlo a almorzar a un restaurante del Tigre para darles tiempo a ordenar el lujurioso desorden que dejamos en mi dormitorio y que no pude ordenar, como se darán cuenta cuando despierten. Si todo sale bien, calculo que estaremos de regreso en casa a eso de las 16.30 o 17 horas.
Por las dudas, les pongo el despertador a las 12 y les pido que apenas se levanten, quiten las fundas de las almohadas, las sábanas sucias, nuestras prendas íntimas y lo que encuentren sospechosamente disperso por ahí. Hagan un bollo con todo y escóndanlo en el cesto de la ropa sucia, muy, muy debajo de las otras prendas sucias. Tiren las botellas de champagne, echen perfume en el colchón y desodorante de ambientes para evitar el olor a sexo que pudiese haber quedado en el dormitorio y pongan las sábanas y las colchas nuevas que dejé sobre el butacón, a los pies de la cama.
Les dejo jugo de naranja recién exprimido en la heladera y café bien calentito en la cafetera eléctrica. Háganse unas ricas tostadas. Imagino que necesitarán reponer mucha, muchísima energía después de lo de anoche, ¿no?... Por lo menos a su querida madrecita la dejaron exhausta, molida, de cama pero con enormes deseos de que sus dulces hijitos vuelvan a poseerla una y mil veces más
Con todo mi amor para ambos,
Mamá."
Una sonrisa lúbrica se le dibuja en sus jugosos labios cuando descubre que la funda de esa misma almohada, donde deja apoyada la amorosa esquela, quedó provocativamente manchada con restos de su rouge rojo carmín tras el fragor del incestuoso menage a trois . La mujer se pone en pie y dejando caer la toalla mojada sobre la alfombra, va hasta el gran placard, desbordando y meneando sus abundantemente sensuales carnes desnudas. Se viste con lo primero que encuentra a mano y se maquilla frente al espejo de la cómoda. Al pintarse los labios de rojo carmín parece evocar los dulces labios de sus hijos fundiéndose en sus propios labios.
Finalmente, se echa unas gotas de Paloma Herrera, pone la alarma en el reloj despertador para las 12 -tal como les dejó dicho a sus hijos-, se calza unas gafas de sol para camuflar sus inevitables ojeras y antes de salir presta del dormitorio, descorre pícaramente las pringosas sábanas para despedirse de sus jóvenes y amantes hijos con un dulce y rojo beso que deja de amoroso recuerdo en cada una de sus dormidas vergas...
2- Un pequeño paréntesis
De leerse tan solo el fragmento con el que comienza este primer relato, digo de leerse separadamente o fuera del contexto general, podría pensarse de manera algo prejuiciosa y simplista que la madre protagonista de esta saga de relatos eróticos es una mala mujer, una adúltera, una amoral, una impúdica, una indecente, una viciosa, una libertina o lisa y llanamente, una reverendísima e incestuosa puta.
Pero no podemos juzgarla tan a la ligera sin conocer las difíciles circunstancias y largos padecimientos sexuales que la llevaron a encamarse primero con uno de sus hijos, luego con el otro y finalmente, con ambos vástagos -después de un tiempo de mantener en secreto sendas relaciones paralelas con cada uno de ellos-.
Déjenme que les cuente como empezó todo hace más o menos unos dos meses y tantito.
3- De los padecimientos de una pobre mujer
Ella se llama Emma (como la Emma Bovary de Flaubert y la Emma Sunz de Borges). Emma vive con su marido y con su hijo menor en un bonito chalet de dos plantas ubicado en un tranquilo y alejado barrio residencial de la Ciudad de Buenos Aires, habitado por familias de clase media o media- alta, común y corriente.
Ella es contadora pública aunque desde hace algunos años, y gracias al buen pasar económico que les proporciona su marido, se dedica casi completa y devotamente a su familia y a su hogar aunque, cada tanto, hace algunos trabajos en forma privada más para despuntar el vicio que por necesidad.
Emma tiene 50 años, nada desdeñables por cierto. Podríamos definirla como una mujer sumamente coqueta, muy jovial y algo romántica, de larga y ensortijada cabellera castaño rojizo hasta la mitad de la espalda, bellos y almendrados ojos de color caramelo de mirada soñadora, una sonrisa, por demás amable y seductora y unos jugosos labios, que engalanan su sonrisa, siempre de un intenso rojo carmesí.
A pesar de su metro cincuenta y tanto de estatura, de su cuerpo algo rellenito y de su ligera aunque obvia barriguita de cincuentona, su silueta de curvas pronunciadas conserva algunos atractivos femeninos que no perdió, pese a su edad y que el espejo de su dormitorio suelen exaltar aún más: unos pechos todavía consistentes de buen tamaño, bien redondos y de grandes areolas y pezones rosados y unas voluminosas caderas de nalgas en forma de pera, llamativas y pulposas que terminan en unas piernas que, a pesar de un principio de celulitis, no perdieron del todo su encanto.
Su marido, el que luego será cornudo por partida doble, se llama Mauricio y es un gerente de comercialización, once años mayor que ella, que se convirtió lamentablemente en un remedo de aquel hombre buen mozo, atento y cariñoso su primer y único amor- con el que se casó hace ya 25 años, después de seis de largo noviazgo.
Mauricio -que viaja, durante toda una semana y a veces más, semana de por medio, por todo Latinoamérica para supervisar las distintas filiales de la empresa para la que trabaja desde hace diecisiete años- le dio a Emma dos hijos varones de 23 y 19 años, a los que ella ama con devoción y entrega (aunque no tanto como los amará después, claro está).
El mayor de sus hijos se llama Gabriel pero todos le dicen Gabo. Es un joven bien parecido, inteligente y prometedor aunque algo formal para su edad. Está recibido hace un año, trabaja como administrador de empresas en la misma compañía que su padre y vive desde hace un año con su novia, una brasilera muy bonita, en un departamentito que alquilaron juntos.
Gustavo, es el menor, lo apodan Guly, estudia el segundo año de la licenciatura en comunicación social y es sin duda, el preferido de Emma, la luz de sus ojos, su bebé adorado. Aunque es un joven bien pintón, extrovertido y muy simpático parece no tener suerte con las chicas de su edad y como todo adolescente virgen y en plena ebullición hormonal, sufre por perder a toda costa su virginidad.
Volviendo a Emma - a la Emma que a nosotros nos interesa, a la Emma que se convertirá en una hembra fogosa e insaciable, a la Emma protagonista de esta saga de relatos eróticos- podríamos decir que venía sufriendo una crisis desde que cumplió los 50, hace casi un año atrás. Es que no solo padecía de la rutina y el tedio lógico de un matrimonio de tantos años o de esa especie de "abandono y desatención" que sienten algunas mujeres por los continuos viajes de trabajo de sus maridos, si no que, para colmo de males - ¡pobre Emma!- , a todo ello se agregaba que desde hacía casi un año, la que se había convertido en una modesta y esporádica intimidad de pareja, se había vuelto, de pronto, la nada. La nada misma.
¿Las razones? A Mauricio, su marido, lo afectó de un día para otro una imprevista disfunción eréctil que, según los médicos que habían visitado, no tenía ninguna razón orgánica aparente más que un extraño virus tropical o quizás, un fuerte stress laboral y a Emma, le tocó empezar a sufrir los intensos y a veces inclementes, calores de la menopausia que la tenían o muy seca y muy falta de lubricación vaginal o muy, mucho, demasiado cachonda y con sus bragas a menudo, tibia e inoportunamente humedecidas -justo a ella que no disponía de un partenaire sexual que le pudiese apagar ese impúdico fuego que le iba surgiendo día a día en su entrepierna-.
Como fiel y devota esposa que se consideraba, Emma, tomó resignadamente aquella sorpresiva falta de intimidad conyugal como algo pasajero que habría que sobrellevar con mucho afecto, amor y comprensión de parte de ella y de su marido -Emma era de ese tipo de mujeres, románticas y un poco chapadas a la antigua, que se casaron creyendo en la fidelidad absoluta y en el matrimonio para toda la vida-.
Sin embargo, a medida que transcurrían los días, las semanas y los meses posteriores sin que el cada vez más ausente y alicaído de Mauricio realizase siquiera un mínimo esfuerzo por sosegarle a Emma sus cada vez más urgentes, húmedos y muy íntimos calores, -de algún otro modo, el que fuese-, el asunto se le fue haciendo cada vez más insostenible, su estado anímico cada vez más fluctuante, sus temores de convertirse en una amargada, insoportable e histérica mal cogida como la bruja de sus suegra, cada vez más cercanos y sus férreos preceptos matrimoniales -sobre todo sus férreos preceptos morales- cada vez más endebles y sin sentido.
Emma creyó algo ingenuamente que, si volvía a masturbarse como cuando era una adolescente pura y virgen, mataría dos pájaros de un tiro. Por un lado, lograría sosegar de algún modo sus cada vez más ardientes deseos sexuales insatisfechos y por el otro, alejaría los cada vez más acechantes fantasmas que la incitaban a serle infiel a Mauricio con el primero que se le cruzase por el camino a lo que ella parecía resistirse con uñas y dientes más por temor de ser despreciada por sus propios hijos, a los que ya dijimos ella amaba con devoción y entrega, que por miedo a ser descubierta por el impotente de su cónyuge-.
Al principio, Emma, probó de masturbarse escondida en el baño de su propio dormitorio, muy de cuando en cuando, cuando estaba sola en su casa y aún así, con cierto cándido pudor adolescentón, con cierto aire de travesura juvenil. Con el correr de las semanas y luego de perder aquella vergüenza inicial, Emma, fue animándose a más, haciéndolo a muy distintas horas y en muy distintos lugares de la casa llevada por ese deseo incesante e irreprimible de autosatisfacerse a como diera lugar.
Incluso, llegó a comprarse un pequeño consolador por Internet -que como vimos esconde, envuelto en una bombacha, al fondo de uno de los cajones de su cómoda- con el que se regocija cada vez más seguido y con el que se arriesgó a masturbarse, en silencio y a oscuras, un par de veces nomás, bajo las mismas sábanas de la mismísima cama matrimonial, mientras su marido dormía de espaldas a ella.
Todo siguió más o menos igual para Emma hasta aquel domingo de noche cuando todo comenzó
Continuará