Escrito en días de vino y virus.

Recuerdos del verano pasado en este tiempo de confinamiento. Esperamos que este próximo verano sea como mínimo la mitad de excitante.

Sé que el tema es repetitivo: que si se han follado a tu mujer, que si ella ha probado otra polla, que si nos gusta que caliente a otros o se exhiba..., vamos el rollo ese del cornudo consentido. Esta historia real que cuento iría más por lo de emputecerla, en ese límite que está en doblegar su voluntad y echar abajo la resistencia que su moralidad pudiera ofrecer. No cuento nada nuevo, pero me apetecía relatar un capítulo de inicios del verano pasado, admitiendo que se mezclan un sueño que tuve, algo de fantasía erótica y una base más que real, y de lo que no voy a desvelar a qué corresponde cada uno de los hechos.

Nos ofrecieron unos tíos míos para veranear un apartamento en una pequeña urbanización de la costa. Una construcción un poco antigua, pero se suele de decir que a caballo regalado no le mires el diente, pues no está el bolsillo para dispendios. Se trata de una urbanización de quince apartamentos con una piscinita en un patio central. Muchos de los ocupantes en la senectud, de la edad de mis tíos, y varios de los inmuebles inmersos en necesarias reformas. Todo bastante cutre, la verdad, y con la playa a más de tres kilómetros. Segunda quincena de junio y todavía mucha tranquilidad. Con nuestros hijos en la adolescencia y acompañándonos, la verdad es que es difícil darse al descanso. Los chavales, no obstante se iban por su cuenta a la playa, porque pasaban un huevo de nosotros. A mi mujer y a mi nos bastaba con no soportarlos y tomar algo el sol sobre una tumbona. Esos eran los planes.

Todas las terrazas daban a ese diminuto patio con piscina. Constituíamos la atracción de la comunidad como era de esperar por la diferencia de edad; pero nosotros no reparábamos demasiado en las parejas de abuelos y abuelas cuyo entretenimiento exclusivo era escudriñarnos y criticar. Pero lo que alarmó por decirlo de alguna manera a mi mujer fue la presencia de dos albañiles -que desde un principio se me revelaron como marroquíes- que no le quitaron ojo desde el momento en que ella apareció en bikini por la piscinita. Los tíos, arreglando una fachada, no daban pie con bola en sus tareas por tal de apreciar a una cuarentañera larga, que careciendo del atractivo de antaño, era lo más vistoso por aquellos lares. Yo también reparé en la actitud de los dos babosos, pero me hice el tonto, hasta que mi mujer acabó por quejarse y sentirse incòmoda.

-Dos mirones -me dijo mi mujer- lo que me faltaba.

Al ocurrírseme preguntar quienes, mi esposa me dijo que si era estúpido y no veía a esos dos con cara de lerdos comérsela con los ojos.

-¡Ah!, no le des importancia. El único significado de sus miradas es que te encuentran atractiva y es probable que no tengan mujer en este país -dije a mi esposa, sin entender por qué o para qué las mujeres se quieren sentir guapas y ponerse prendas como aquel bikini si luego no quieren que los hombres las miren.

Ella se tranquilizó un poco y se tumbó a tomar el sol con las gafas oscuras hasta dormitar, al igual que yo. Hubo un momento en el que uno de los albañiles, el más joven, pasó ante ella, camino de unas herramientas que guardaban en un pequeño almacén y no se cortó deteniéndose en seco para observar bien a mi mujer. Yo abrí los ojos y me callé como un estúpido, permitiendo que aquel tío se regodease comiendose a la mujer que me pertenecía. Ella ni se dio cuenta. Cuando el tío regresó con con compañero le dijo algo y rieron a carcajadas de buena gana, supongo que le diría algo como: "Mira que buena está esa fulana y seguro que el marido no la folla".

Y es que es verdad, apenas lo catamos. Tuve un problema de disfunción eréctil por esa época y eso dinamitó nuestra relación. Ella inquieta e irascible, me ridiculizaba cada vez más a menudo, y yo estaba aburrido de intentarlo. No me apetecía nada. Antes cuando yo quería a ella no le apetecía nunca y ahora que se me había venido la libido abajo ella siempre tenía ganas.

  • No dejan de mirar, serán cerdos -protestó.

  • No hacen mal. Puede que ahora en sus dormitorios se la casquen y ya está -le dije.

Mi mujer no podía creer que yo dijera algo así. Se quedó unos instantes en silencio y replicó que uno de ellos era un viejo.

-Pero te garantizo que al verte se le pondrá mucho más dura que a un veinteañero -le dije con procacidad-. Les has alegrado la jornada de trabajo; sería un gesto de bondad que les dejases disfrutar de tu imagen.

Mi mujer se quedó pensativa y yo sentí un gusanillo juguetón dentro de mí. Ella sería un poco más natural en adelante y los marroquíes estaban la mar de encantados de verla en bikini de un lado para otro, incluso con ese que al mojarse hacía que pezones y vello púbico se le transparentasen un poco. Me hizo gracia, pero a los albañiles empezó a no cundirles la faena, al pasar de un par de días. Acabé por empujar a mi mujer a que les llevase sendos refrescos, y aunque un poco reticente, accedió. Ellos no cabían en sí de gozo.

Mi mujer me confesó que aunque simpáticos y con cierto atractivo, le daban algo de miedo.

-A ver - le dije- es obvio que te desean, pero no son violadores, son honrados obreros; así que relájate.

-Estoy relajada, lo que no sé es cómo estás tú, o cómo están ellos -soltó airada.

  • Pues mira -le dije-, el hecho de que te miren de ese modo enciende una chispa en mi...

-¿Te pone cachondo todo esto? -me preguntó.

En ese momento reconocí lo imbécil que pude ser con los celos veinte años atrás. Frente a esos marroquíes mis sentimientos eran nuevos; a mi mujer la amo, pero me dí cuenta de lo que anhelaba: que sexualmente otro hombre, u otros hombres le dieran la lección que yo no había tenido cojones a darle en años. Ella gozaría; yo disfrutaría y me empalmaría después de un tiempo; y si fueran estos marroquíes los encargados de hacerlo, los pobres se desahogarían de tanto tiempo que probablemente llevasen sin probarlo. El caso es que pasaban los días y el tema no iba más allá del refresco al que les invitaba mi esposa a media mañana siempre ante mi atenta mirada. ¡Joder! En una playa repleta de gente es probable que esos albañiles ni reparasen en mi mujer, sino en veinteañeras tatuadas y esbeltas. Sin embargo, en la urbanización mi mujer hacía furor, a pesar de tener un pelín de celulitis y algún kilito de más. Tetas grandes eso sí, a cualquier tío le gustan, algo descolgadas ya, pero grandes.

Otro día se hallaban en el interior de uno de los apartamentos cuando mi mujer se dispuso a llevarles un par de tercios de cerveza. Mi mujer se introdujo allí con un "Hola, ¿se puede?", y la perdí de vista. Pensé que saldría de inmediato, pero se demoró un rato. Y una cosa es imaginar a tu mujer zorreando con otro y ponerte cachondo fantaseando, y otra cosa bien distinta es ver en primera persona que se pierde durante un rato en el interior de un apartamento con dos tíos sedientos de hembra.

En realidad no sé cuanto tiempo transcurrió desde que entró y volvió a salir tal cual de aquel "tunnel of love". Hube de cronometrarlo, pero no tuve la ocurrencia. Otros vecinos repararon en la insólita incursión de mi esposa y alguno me miró con gesto burlón. En fin, ¿cuánto estuvo con ellos? ¿Un minuto, dos, diez, más? Empecé a calibrarlo en tiempo necesario para determinadas acciones: ¿Lo suficiente para un morreo? ¿Para una mamada? ¿Para dejarles tocar sus tetas?... Me mortifiqué, sí. Yo que quería que los calentase, ahora sentía hervir mis sesos. Por fin salió, y para mi traquilidad, con el mismo aspecto con el que entró, salvo que...¡oh!, la braguita del bikini la tenía recogida por uno de los cachetes del culo, casi como un tanga. Los albañiles salieron a despedirla cordialmente a la puerta, sin quitar ojo de su trasero, claro está.

Durante las horas siguientes no logré sacar palabra a mi mujer de lo sucedido allí dentro; ella solo reía ante mi insistente curiosidad. Pero por la noche al acostarnos, al ver que me ponía mohino y le daba la espalda, se acercó a mí abrazándome y susurrándome al oído si de verdad quería conocer lo ocurrido. Me agarró la verga y comenzó a meneármela con lentitud; después de unas pocas de sus palabras la polla se me puso bien morcillona.

Tras contarme alguna pequeña guarrería que hiciera con los marroquíes y meneármela a la vez, eyaculé gozoso. Un par de minutos después me sentía molesto.

-Sólo me han enseñado la reforma interior del apartamento número 3. Lo que te he contado es mentira, ¿qué clase de zorra crees que soy? -me dijo.

Me dormí tranquilo y soñé. La verdad es que en territorios oníricos todo es más bien confuso, porque en el sueño que tuve tras la paja nada era inocente: ¿Los albañiles seducían a mi mujer? ¿O acaso ésta estaba más que predispuesta a tener sexo con cualquiera por desconocido que fuese? Pero, ¿qué significaba ese sueño? Un sueño en el que ella era una guarra totalmente distinta a la mujer que yo conocía. O ese sueño era una advertencia del subconsciente en cuanto a la verdadera personalidad de mi mujer. ¡Joder! Lo curioso es que desperté empalmado y eso era todo un acontecimiento, porque mi chorra hacía tiempo que no se sentía tan juguetona. Serían las nueve de la mañana y me giré para intentar clavársela a la parienta, pero mira por donde no estaba. Me levanté y fui a la cocina por si la encontraba allí, pero ni rastro de ella. Los ronquidos de mis hijos se oían en su dormitorio. Otros días a esas horas los albañiles marroquíes hacían bastante ruido a base de martillazos, hormigonera y voces. ¡Maldición, bien pudiera ser que se estuvieran cepillando a mi mujer tan tempranito! Ni probé el café y salí disparado afuera en busca de la infiel y ese par de corneadores extranjeros..., solo que a ella la encontré sentada en un banco del jardín charlando tranquilamente con Justina, una de aquellas ancianas vecinas.

-¿Adónde vas con esos bríos? -me preguntó mi mujer al verme.

  • Me preocupé al no encontrarte -dije ya más sosegado.

-¿Adónde iría un domingo temprano yo sola?

"A follar con dos desconocidos pedazo de puta" pensé yo, volviéndome loca la cabeza toda una historia que transcurría en mi imaginación. Claro que un domingo aquellos cerdos cabrones no trabajaban.

Nos dirigimos a la playa un rato después. Estaba equivocado: mi mujer era observada descaradamente por otros hombres, más jóvenes y más viejos. Unos veinteañeros en grupo, casi con la resaca de la noche, y apenas unos años mayores que nuestros hijos, la miraban embobados, como carneros aburridos. Eran seis o siete, y la insólita imagen de un bukkake con la cara de mi esposa como receptáculo de media docena de chorros de semen se me vino a la cabeza. De repente una nueva erección que me hizo ir al agua. Y desde el agua vi, allá sobre la toalla en la playa que mi mujer se decidía por el top-less. Inaudito. Y no era mi imaginación; eso era tan real como la luz hiriente del sol bronceando sus tetas desde el instante mismo en que se quitó la parte superior del bikini. Para mi fue el colmo, porque en su vida había hecho top-less, de modo que fui hacia ella para reprenderla. Pero cuando estaba a unos pasos de ella, los dos marroquíes aparecieron ante nuestras narices. Los tíos pasaron de mi y se dirigieron como hipnotizados hacia mi mujer, que los saludó efusiva y exultante con los senos al aire. En un día de playa para ellos también imagino que lo que menos esperarían encontrar sería a la tía buena de la urbanización con esos formidables globos al aire. Lo que pasa, y esto lo adelanto ya en el relato de los hechos, es que ella en plan jugueteo les dijo el día anterior a los albañiles que si querían llevarse una sorpresa con ella tendrían que ir a la playa.

Los marroquíes pasaban su día libre en la playa; el joven luciendo un cuerpo atlético, bronceado y con la imagen de una chavala desnuda y con gesto lascivo tatuada en un pectoral. Y el más viejo, no tan en forma, pero con un físico sin duda mejor que el mío. Tras hablar un rato con ellos, hablando de unas baldosas que había que recolocar en el apartamento, se fueron a beber cerveza a un chiringuito. Ya a solas le dije a mi mujer que si no le daba vergüenza andar con las tetas al aire, que podían verla incluso nuestros hijos y avergonzarse de ella; pero como bien dijo ella los chicos iban al revés que nosotros y ese día se quedaron en la piscina.

Entretanto los veinteañeros de la playa que ya mencioné no dejaban de mirarla allá, sentados a unos metros bajo sus sombrillas.

-¿Me echas crema protectora? -me pidió mi mujer.

-Bah -contesté-, sabes que me da asco ese potingue.

  • Se lo tendré que pedir a alguien.

  • Tus moritos marroquíes no están -solté con ironía.

-Eres un estúpido racista -me dijo-, pero ahí hay varios babosos con las hormonas alborotadas que no me quitan ojo... ¿Crees que alguno querría untarme de crema?

-Y no de crema de bronceado únicamente -le dije con rabia.

Pero no la creí capaz de pedirle ese favor a unos chiquillajos, por eso cuando uno de mis hijos me telefoneó pidiéndome el favor de regresar al apartamento para ayudarle a arreglar un pinchazo de la rueda de su bicicleta, la dejé sola en la playa pensando que por mucho que enseñase las tetas, mi mujer era una fanfarrona.

-Te esperamos para comer -dije por toda despedida.

Esa noche, en la cama, mi mujer se giró hacia mí y empezó a masturbarme dando comienzo al relato de lo sucedido tras mi marcha de la playa, y que por increíble que pareciese no dejaba de ser excitante. Esta vez fue distinto. El relato de mi mujer al pajearme tenía un extraño halo de veracidad; sobre todo porque ella no suele ser muy imaginativa y toda su historia estaba jalonada de detalles, bien vividos realmente, bien calculados en un ejercicio creativo-narrativo al que ella no acostumbró jamás.

Que uno de aquellos chicos de la playa la untó de crema bronceadora en cuanto yo me ausenté, y que luego, a ese mismo chico y a un amigo, les animó a entrar en unos vestuarios para mostrarse desnuda y permitirles masturbarse mientras la contemplaban parecía una historia inverosímil por surrealista, pero el modo de contarlo hacía que efectivamente pareciese que aconteció realmente. ¡Joder, mi esposa una exhibicionista!

-Pero...¿no intentaron "magrearte"? -pregunté en plena excitación de la paja que me prodigaba y las palabras que pronunciaba.

No. Al parecer a aquellos chicos les pareció bastante con verla en pelotas, excitados por el juego de la madura mujer y el hecho de encontrarse a escondidas a riesgo de ser sorprendidos en aquel vestuario de playa. Uno de ellos se corrió pronto y casi avergonzado se retiró discretamente. Otro, más valiente y menos tímido se recreó ante la imagen femenina y prolongó las suaves sacudidas a su joven pene.

Para comprobar los efectos de aquella aventura y su veracidad, acudimos al dia siguiente de nuevo a la playa. Aquel grupo de chicos divisó expectante la llegada de mi mujer y la inquietud se reflejó en sus actitudes. Sí, lo relatado por mi mujer pasó de verdad. Ella me miró y notó en mí la consciencia interior de un buen par de cuernos. Uno de aquellos chicos incluso se acercó a pedirle prestado a mi mujer el bote de crema protectora. "Habrase visto mayor desfachatez" pensé…

Un lunes de vacaciones en la playa puede ser un día extraño. No demasiada gente, ni siquiera mis hijos, que prefirieron irse con la bicicleta. Le pregunté a mi mujer que si el chico que le había pedido la crema era uno de los que se había pajeado el día anterior contemplándola desnuda, asintiendo afirmativamente ella a la vez que se preparaba para hacer de nuevo top-less. Me armé de valor y también le pregunté acerca del tamaño de la polla del muchacho. Por respuesta solo emitió un prolongado silbido, riéndose de mi ocurrencia.

-Me lo inventé todo -dijo al cabo-, ¿crees que estaría tan loca como para hacer eso? Pero te diré una cosa, es verdad que yo misma le mandé a hacerse una paja para que me dejase en paz, porque creyó que porque le pedí el favor de que me untase crema ya tenía derecho a algo más conmigo.

Ya no sabía qué pensar de ella, si me decía la verdad o mentía. Cogí mi toalla y me dirigí al apartamento confuso y contrariado, dejándola allí sola y diciéndome a mí mismo que no me importaba lo que la muy... hiciese o dejase de hacer con otros. Así que paré a tomar una cerveza y sentado junto a la barra de un chiringuito sonaron varios toques consecutivos del whatsApp. Cogí el móvil y comprobé que el número desde donde me los mandaban no lo tenía en mi lista de contactos, me era desconocido. Al abrir los mensajes encontré una serie de fotos. La verdad, no eran muy nítidas, algo oscuras, pero sí parecía que era mi mujer la que aparecía con otro hombre en situación muy comprometida. Noté cómo se me revolvían las entrañas después de ver aquellas fotos. Se veía a mi mujer abrazada y besada por un hombre al que no identificaba; veía desnudez sin ver nada concreto. ¿Quién me envió aquellas fotos? Mi obligación era telefonear a aquel número desconocido. A la par que marcaba y me llevaba el auricular al oído giré la vista, hacia la playa para ver a mi mujer, que aunque quedaba ya a cierta distancia, todavía divisaba. Ya había varios de aquellos chicos sentados a su alrededor. Parecía que tan solo hablaban. Pero lo que me importaba en ese instante era quién contestaría a la llamada. Descolgaron el teléfono, quedé en silencio, y al otro lado nadie habló tampoco, porque sin duda sabían que era yo.Quien quiera que fuese colgó finalmente. Mi mujer se dirigió al agua; los chicos la seguían. Me dediqué a contemplar de lejos. Se pusieron a jugar con una pelota hinchable, a la vez que se daban empujones, ahogadillas, etc., con el único objetivo de meter mano a mi esposa. Después de un rato ella salió del agua, y ellos tardaron unos minutos más -quizá esperaron a que se les pasara una más que probable erección. Se me ocurrió entrar a un bazar de chinos del paseo marítimo y por escasos diez euros adquirí unos prismáticos que aunque malos algo me ayudarían a alcanzar a ver qué coño hacía mi mujer. Desgraciadamente -o afortunadamente-poco tiempo más tarde esta última pregunta tendría respuesta: Poner su coño a disposición.

Los jugueteos continuaron sobre las toallas en la arena. Minutos después mi esposa se dirigió a los vestuarios y seguida de cerca por un de aquellos chicos, que se colaron por la misma puerta que ella. Empecé a volverme loco, entre otras cosas porque ya no me servirían de nada los prismáticos. Esperé. Pasaron casi diez minutos y el chico salió de allí. Supuse que ella le seguiría, pero me equivoqué; el chico que acababa de salir hizo una señal a uno de sus amigos que permanecía afuera y éste se dirigió al vestuario para introducirse en él. Ambos se cruzaron y chocaron triunfalmente las palmas de sus manos. El segundo chico tardó en salir un poco más, pero igualmente dio el relevo a un nuevo amigo, y así conté hasta cuatro. Aquello duró algo más de una hora y media, y a pesar de que me figuré de todo, anhelaba con el alma que esa noche mi mujer me lo contase todo.

Deseas calentarte viendo como tu mujer calienta a otros, pero... estás jugando a quemarte. Yo mismo la animé a exhibirse inocentemente delante de los albañiles marroquíes,¿qué esperaba encendiendo esa mecha? A partir de ahí ella podía estar actuando bien excitada, bien simplemente despechada por mi comportamiento. Los marroquíes, los chicos de la playa, sus relatos susurrados en mi oído al masturbarme y las fotos, y sobre todo las incursiones en los vestuarios de la playa.

En fin, el pensamiento principal era el peso de los cuernos. Sin embargo había otras circunstancias que analizar, como el hecho de que mi disfunción eréctil estaba siendo superada circunstancialmente. Esa noche intentaría hablar con mi mujer de todo lo que estaba sucediendo, calmadamente, una charla sin furia, con sosiego, ¿acaso no había yo de algún modo dado pie a su actitud?

Eran las una de la tarde. Me iba aproximando al apartamento y mi mujer aún en la playa. Al llegar al residendial vi a los marroquíes pintando una fachada. A la puerta de su apartamento se asomó una sexagenaria, Justina, conocida de mi mujer, que alzó su mano demandando mi atención. Los marroquíes sonrieron con malicia cuando vieron que me dirigía hacia la buena mujer. La mujer me habló primero de su intención de invitarnos a cenar con otros vecinos en el patio del residencial, por sus bodas de plata con don Odón, su marido; una cena que sirviese de excusa para encuentro comunitario. Además, ya que estaba allí, me pidió por favor que la ayudase a entrar a la cocina varias bolsas de la compra que tenía apiladas en el vestíbulo. Lo hice, ¿qué si no me lo impedía?. Justina me lo agradeció ofreciéndome cerveza fresca, que no rechacé, me ofreció sentarme en la cocina mientras ella ordenaba la compra en los distintos armarios y me servía un aperitivo, no antes sin disculparse un minuto para ir a ponerse ropa de estar en casa. Pensé mientras tanto en mi mujer y su inesperada actitud playera; y pensé en los marroquíes, a los cuales veía trabajar a través de los visillos de la cocina de Justina. La mujer regresó y casi me atraganto con la cerveza al ver que aparecía con una camisola que apenas le cubría unas bragas blancas. Disimulé mi sorpresa, aparenté normalidad y quise pensar que sería su forma natural de andar por casa en verano. Conversamos, pero ya llevaba varias cervezas y mi lengua pastosa se trababa fácilmente, con lo que me esforcé en escucharla a ella, que con descaro y sin escrúpulo se dedicó a hablar humillantemente de su marido. "¡Vaya forma de celebrar un aniversario!" -pensé-. Pero lo criticaba con gracia y me hacía reír; hasta habló de cuestiones de sexo referentes a sus relaciones de pareja y en cuanto a su marido algo insinuó de su falta de virilidad. Reí para mis adentros. Me lo decía a mi que no le andaba a la zaga. ¿Qué les pasaba a las tías a mi alrededor aquellos días? Bueno, a ambas, a Justina y a mi mujer, les faltaba picha, era obvio. Pero a mi me estaba sucediendo algo, y era que viendo a aquella mujer de tal guisa trabajando en la cocina me estaban entrando unas ganas terribles de follar, como hacía tiempo no sentía. "Es yegua vieja", resonó un prejuicio machista en mi maltrecha conciencia, al que con varias cervezas y empalmado como estaba, no hice ni caso.

-Justinita -dije faltándola al respeto y poniéndome en pie con esa cosa erguida y dura bajo mi bañador-, eres una monada.

El rostro sudoroso de Petra llegó a golpear de forma seguida contra el cabecero de su cama. Insistió en que lo hiciésemos en su dormitorio, lugar en el que yo creí que sería más fácil que nos sorprendiese su marido si regresaba en algún momento. Ella buscaba follar con comodidad y yo con seguridad. Prevaleció su criterio y las ganas renovadas que tenía mi polla. Fuimos al grano, esa es la verdad. En la cocina me llevé una bofetada, no por llamarla Justinita o monada, sino por poner la palma de la mano en uno de los cachetes de su desmesurado culo. Se hacía la honesta, pero como viese alguna sombra de duda en mi rostro se le ocurrió decir que qué iba a decir la gente de ella si llegara a saberse. Le prometí que no se enteraría ni Cristo. Fue entonces cuando la abracé, la besé brevemente, pues no era su boca lo que me interesaba, o al menos en contacto con la mía, y la giré para levantar su camisola y embestirla desde atrás. ¿Por qué tenía la surrealista idea de que su culo sería como masa caliente de harina donde mi verga se sintiese en el Paraíso? Fue entonces cuando me rogó que fuésemos al dormitorio y al llegar allí fui yo el que más que rogar la obligué a ponerse a cuatro patas sobre la cama. No fue costoso disponerse: mi bañador por los tobillos, sus bragas a un lado del culo.

-Me costará lubricar sin algo de ayuda -dijo.

Tal y como estaba alargó la mano hasta uno de los cajones de la mesita de noche y me extendió un frasco, que de la impaciencia y excitación casi no atiné a abrir. Me eché un buen pegote de aquel gel sobre la palma de la mano.

  • Frótatelo en la polla y a mi en el coño, verás qué bien -dijo-.

Me alucinó su forma de hablar, e intuí que la tía de cualquier modo vivía una segunda juventud sexual. Llevaba razón al animarme a utilizar el lubricante; mi verga la penetró victoriosamente. Era hora de ir en busca del tan ansiado orgasmo. Embestí con dureza, aplastando incluso su cara contra el cabecero de la cama. Pensé en mi esposa y eso me enrabietó hasta la furia. Petra lo acusó con gemidos más cercanos al dolor que al placer. Pensé en que podría matarla de gusto como en aquella película de Oshima, pero ¡joder!, me di cuenta que allí había hembra para plantarle batalla a mi hombría.

-Has follado con alguno de esos marroquíes, ¿verdad? - le dije sobreexcitado.

-¿Queee...mmm? -exclamó Justina.

Por un momento creí haberme colado. Justina no sabía a qué venía aquello, pero respondió:

  • Yo nunca he follado con un moro.

-Pues deberías Justina, y más con uno de esos dos albañiles salidos salidos -le decía mientras no dejaba de embestirla.

-Lo haría con el más mayor, me parece más atractivo -aclaró ella al tiempo que gemía por la follada.

-Seguro que tiene una buena polla para ti -le dije.

-No digas esas guarradas, me ponen loca del coño -soltó ella.

Nos corrimos gimiendo a lo bestia y solté buena descarga de leche en su coño. Le confesé que hacía tiempo que no echaba un polvo así, y sonrío. Ella me dijo que le había gustado, pero tuve la intuición de que ella probaba cosas así más a menudo.

Continuará...