Esclavo (8: Marcado)
La marca del Amo es la remisión de todos los dolores y las angustias del esclavo...
Esclavo: Marcado
Luego que me hizo mamarle su arrogante verga, el Amo se apartó de mí. De nuevo me sentí vacío y sólo; más aún cuando el chico se fue llevándose a los negros y sin siquiera ocuparse de que me liberaran. Me quedé allí, crucificado y suspendido sobre el suelo, sostenido apenas por aquellas cadenas. Volví a tener conciencia plena de todo el dolor que estaba sintiendo; desfallecido además por la extrema debilidad que me provocaba el no haber probado alimento en todo el día.
La sensación de desmembramiento se me hacía más insufrible a cada instante; las piernas y los brazos me dolían como un demonio. Y ello sin contar con que mi ano destrozado empezaba a arderme de una manera tan intensa que perecía que me lo hubiesen estado frotando con un hierro al rojo vivo. Ese martirio, unido al hecho que estaba ahí completamente cegado por aquella maldita venda y además en medio de un silencio más que sepulcral, me hizo olvidar muy pronto del increíble placer que alcancé cuando el Amo me dio la orden de correrme.
Traté de moverme, buscando estúpidamente que las cadenas cedieran y de esa forma poder llegar al menos hasta el suelo, para descansar un poco mi adolorido cuerpo. Pero lo único que logré fue que las muñecas y los tobillos me dolieran aún más. Poco a poco me fue invadiendo una sensación infinita de miedo y desamparo; empecé a sollozar muy quedo, pero paulatinamente fui incrementando la intensidad de mis gemidos, hasta que se convirtieron en gritos de desesperación.
El sentimiento de soledad era apabullante y se me confundía con la incertidumbre y el miedo que llegaban a resultarme más dolorosos que cualquier castigo que me hubieran infligido hasta entonces. En aquellos instantes desesperados me habría resultado como un bálsamo el perder la conciencia; pero ni ese lenitivo obtenía, pues la misma intensidad del dolor físico que estaba sufriendo, impedía que mi mente afiebrada y convulsa obtuviera el consuelo de un desmayo.
Me dolía la garganta de tanto gritar pidiendo auxilio e implorando clemencia; pero mis súplicas no parecían ser oídas por nadie. Nadie venía en mi rescate; nadie me salvaba de aquella tortura tan cruel; nadie se apiadaba de mí; nadie me tomaba en cuenta. Estaba completamente sólo en el mundo; o mejor, estaba completamente sólo con mi dolor, con mi miedo, con mi angustia, con mi soledad.
Y entonces empecé a desear que volviera el Amo; que viniera para que me follara nuevamente; para que me usara para su placer; que viniera para que me hiciera suyo de una vez por todas; para que me castigara y me hiciera sentir su arrogancia y su poder; pero que viniera también para que me protegiera; para que me dejara estar a sus pies adorándolo; para que me regalara la dicha de serle útil, de satisfacerlo, de entregármele con devoción y sin ningún reparo. Seguro que él me protegería y me aliviaría tanta soledad y tanto miedo.
Y sucedió. Era como si mi deseo de volver a estar junto al Amo se hubiese hecho realidad. Sentí que alguien se acercaba a mí y creí que era aquel chico. Me alegré infinitamente e incluso me atreví a preguntar:
Amo . ¿es usted, Amo?
No obtuve respuesta. Ese alguien que estaba cerca de mí me agarró por los pelos y puso su verga erecta en mis labios. Era otro chico; no era el Amo. También este tenía una verga enorme; pero era diferente; no era la verga del Amo; no tenía su aroma excitante, ese que me habría dejado identificar el falo del Amo entre miles de palos. Me negué a abrir mi boca. Yo sólo quería al Amo; sólo anhelaba que el Amo estuviera allí; no quería a ningún otro chico. Pero no tuve opción. Quien me estaba agarrando por los pelos me soltó un azote furibundo sobre el lomo y me ordenó.
Chúpamela, perro; o vas a ver lo que te sucede si no obedeces, infeliz esclavo.
Era una voz que yo no había oído antes. No era la voz de Luis ni de ninguno de los negros, ni de Martín y menos la del Amo, que siempre me había resultado tan familiar. Pero de todas formas era la voz de un Amo; pues el tono arrogante de sus palabras, su seguridad, su manera imperiosa de ordenar, no podía ser más que la de alguien acostumbrado a hacerse obedecer. Me sentí tan miserable y tan abatido que opté por no resistirme. Al fin de cuentas en esos instantes yo sólo era lo que aquel chico había dicho de mí: un perro, un infeliz esclavo.
Abrí mi boca y me tragué aquella verga que momentos antes presionaba mis labios. Empecé a mamar con desgano; sin poner empeño en nada, sin importarme si aquel chico gozaba o no. Pero ello me acarreó dolorosísimas consecuencias. El chico notó mi falta de entusiasmo y se enfureció. Me propinó un par de azotes salvajes en el lomo y me increpó:
¡¿Acaso no sabes mamar la verga de un Amo, puto miserable?! Ahora vas a ver.
Sacó su verga de mi boca y se alejó un poco. Aunque estaba temblado por su amenaza, me tranquilicé por un instante creyendo que iba a dejarme en paz; pero casi de inmediato sentí cómo saltaba sobre mi cintura y sin darme ni un respiro me ensartó por el culo de una manera tan brutal que me provocó una convulsión por tanto dolor. Empezó a darme palo con violencia, haciéndome sentir que con cada estocada me reventaba por dentro, al tiempo que me azotaba la espalda sin misericordia, ordenándome que moviera el culo para incrementar su placer. Yo, sin embargo, no podía moverme, y mi cuerpo a duras penas si oscilaba un poco por la violencia con que aquel sádico me estaba cogiendo.
No pasó mucho tiempo antes de que otro chico se acercara a mí esgrimiendo su verga erecta. Hasta ese momento había creído que me encontraba sólo con el chico que me estaba cabalgando; pero este otro muchacho que se me acercó me arrancó la venda, y entonces, cuando mis ojos se acostumbraron a la cálida luz azul que bañaba aquella habitación, pude percatarme de que allí había un gran número de adolescentes, casi todos ellos con su respetiva verga en pie de guerra.
A pesar del dolor que me causaba el que me estaba cabalgando, no pude menos que sobrecogerme por aquel espectáculo que daba aquella multitud de chicos, todos muy guapos, todos muy jóvenes (el menor tendría unos 13 años, el mayor no sobrepasaría los 16); pero también todos con una expresión de sadismo que me aterró y me convenció que aquella noche sería la última de mi vida; pues difícilmente iba a resistir que todos esos muchachos me usaran, de la manera tan salvaje como lo estaba haciendo el que me follaba en ese momento, sin que ello fuera a provocarme la muerte.
Intenté suplicarles clemencia a aquellos muchachos; iba a implorarles que tuvieran piedad de mí; pero en cambio de eso, en el momento en que abrí mi boca, el chico que me había quitado la venda me metió su verga y me ordenó que se la chupara. Ni siquiera se me ocurrió la idea de desobedecer. Era infinitamente preferible que aquellos cabrones me obligaran a mamar a que me cabalgaran como lo estaba haciendo el otro. Intenté esforzarme hasta donde podía, para que el chico que me estaba empalando la garganta sintiera el máximo de placer y se corriera en mi boca antes que ir a follarme el culo.
Con éste logré que eyaculara en mi boca; pero cuando ya otro de los chicos se disponía para tomar su puesto y disfrutar de mis labios, el que estaba cabalgándome saltó con agilidad desde mi lomo y vino a situarse a la altura de mi cabeza. Me agarró por los pelos de manera salvaje y me ordenó que se la chupara, advirtiéndome que esta vez me esforzara o me las vería con él. Yo no concebía que pudieran usar de mayor crueldad para conmigo, pero de todas formas me dediqué a mamársela de la mejor manera que me era posible en ese estado de increíble sufrimiento. Sin embargo, no tardé mucho en sentir cómo otro de aquellos sádicos saltaba sobre mi lomo para sodomizarme de nuevo. Fue entonces cuando aquel cabrón que me estaba ensartando por la boca empezó a hablarme de una manera que yo no habría imaginado.
Eres menos que una basura. Eres un desecho miserable. Toda tu puta vida has sido un puto. Y lo peor de todo es que has sido un puto regalado un miserable sumiso y ni siquiera has sabido servir a quien debieras .
No tenía ni idea de porqué ese chico me hablaba de esa forma. Pero empezaba a aterrarme por el desprecio que podía leer en sus palabras. Y lo peor vino cuando se dedicó a enumerar una a una y de manera pormenorizada, todas las relaciones que yo había sostenido a lo largo de mi vida. Me habló de mi relación con Felipe, haciéndome caer en cuenta que desde el principio yo no había sido más que una cosa que los chicos usaban para darse placer. Habló también de los amigos alemanes con los que me compartía Felipe; de la época en que me prostituí con Eduardo y con su primo; de la forma salvaje en como me usaba Mateo; de Raúl, Ricardo y Fernando y de la manera en como éstos me daban palo sin misericordia; no omitió ni siquiera a César, un chico que literalmente me violó una tarde en un parque y al cual nunca volví a ver; tampoco dejó de mencionar a Martín, ilustrándome con detalles la manera en como yo me le insinuaba y lo incitaba para que me usara.
Y durante todo su largo discurso, iba dándome golpes salvajes en la cabeza y ordenándome que me esforzara en mamársela, pues según él, era para lo único que servía. De acuerdo con sus palabras, yo no era más que un agujero cuyo único propósito era albergar la verga de algún chico para darle placer. El muy cabrón no acababa de correrse y en cambio, yo sentía como a cada momento un chico que me estaba cabalgando se corría y le daba paso a uno nuevo, que saltaba sobre mi lomo para seguir rompiéndome el culo.
Empecé a llorar silenciosamente; no tanto por el dolor físico, que a cada instante se me hacía más cruel; si no sobre todo porque lo que me decía aquel chico me hacía comprender hasta dónde mi vida había sido un asco; una sucesión de episodios en los que de verdad nunca nadie me había brindado ni un ápice de cariño. Sólo había sido usado como un objeto que puede provocar placer, pero que luego del orgasmo es apartado con desprecio. En lo que ese chico me decía me reconocí como el ser más bajo y despreciable de este mundo, y ya no me importó que aquellos cabrones fueran a matarme por la manera tan cruel como me sodomizaban. Sí; lo mejor era morirme. Alguien como yo no merecía vivir.
Y sin embargo, no mermaba mis esfuerzos por hacerle una buena mamada a aquel chico; era como si su autoridad y su desprecio hacia mí, me obligaran a no desistir de mi papel de puto sumiso hasta el último instante de mi vida. Había nacido para eso y en eso moría. Parecía que todo estaba consumado; que ya no tendría ninguna oportunidad; y tampoco me importaba; esa había sido mi vida. Ni siquiera mis padres, que hubiesen tenido la obligación de protegerme y darme cariño, lo habían hecho; entonces porqué iba a esperar alguna misericordia de aquellos adolescentes que sólo me veían como un cuerpo del cual disponían para su disfrute. Seguramente nada iría a salvarme. Pero entonces, aquel chico que seguía con su potente verga entre mi boca cambió de tema y empezó a describirme un panorama que me resultaba esperanzador.
Tienes suerte dijo el chico si de mí dependiera haría que te follaran sin respiro, hasta que te mueras como el miserable puto que eres. Seguro que eso te gustaría, perro dijo dándome un golpe salvaje en la cabeza . Pero no. Alguien, ese alguien que tú no has querido servir como debieras, ha decidido convertirte en su mascota. Vas a ser el animal consentido de tu Amo. Pero no te equivoques, puto: porque tu Amo te va a proteger; pero también te va a exigir al máximo y si no lo satisfaces, ya verás cómo tu Dueño te va a entregar a mí para que yo me divierta con tu sucia y miserable vida de puto. De aquí en adelante no vas a tener más valor que el que saque tu Amo de usarte; así que tendrás que esforzarte, perro miserable.
No comprendí muy bien sus palabras. Sin embargo creí entender que el Amo me adoptaba como su mascota y que iba a protegerme y a consentirme. En medio del cruel tormento que estaba sufriendo, me alegré íntimamente. Era demasiado extraño; pero el Amo me inspiraba un sentimiento que yo no podía explicarme; era como si lo amara, pero además el saber que iba a pertenecerle, que él iba a usarme, que me tomaría bajo su protección y bajo su autoridad, me hacían sentirme seguro. Era como si al fin de cuentas alguien, el Amo, viera en mí algo más que un miserable puto. Sería su animal, su mascota; pero eso no me importaba; por que sabía de cierto que a las mascotas se les prodiga el cariño que yo nunca había recibido de nadie.
Entonces algo me sacudió el alma; un sentimiento de esperanza; como si en ese instante hubiese encontrado mi destino. Atrás quedaría todo; toda mi miserable vida se diluiría. Ya no estaría papá zurrándome a cada rato; ya no volvería a ver en la cara de mamá esa expresión de desprecio que tanto me había hecho llorar en la soledad de mi habitación cuando era aún un niño. Y lo mejor de todo: ya no tendría que soportar la arrogancia y las humillaciones del canalla de Julián. Ya no tendría que sentir ese dolor lacerante que le provocaba a mi dignidad el tener que servirle al cabrón como si yo fuera su mucamo. Ahora iba a convertirme en un esclavo; de hecho ya era un esclavo; pero mi Dueño no sería ese ser al que tanto había odiado toda mi vida, sino más bien un chico al que sin haber visto ya amaba, por que lo había sentido; y el estar cerca de él, poder besar sus pies, tener la posibilidad de complacerlo, entregármele sin restricciones, era algo que me maravillaba.
Era como si de verdad hubiera encontrado en la villa lo que había ido a buscar. Ya ni siquiera me importaba el dinero que fueran a pagarme por la dichosa película. El Amo seguramente me sacaría de mi vida miserable; me alejaría de la crueldad de mi familia; me llevaría con él a un mundo maravilloso, en el cual mi existencia se reduciría a estar a sus pies, adorándolo y complaciéndolo hasta el límite de mis posibilidades. Recibiría de él algunos mimos y me sentiría seguro perteneciéndole; sabiendo que de mí dependería que él se sintiera satisfecho y me dejara seguir a su lado por el resto de la vida.
Aquellos pensamientos me llevaron a esforzarme aún más en la mamada que le estaba haciendo a aquel chico. No lo hacía ya por miedo; era más como si quisiera agradecerle que luego de haberme dejado contemplar toda la magnitud de mi vida miserable y sin sentido, ahora me diera esa esperanza sublime de que el Amo iba a tomarme. Y no sé si fue que mi esfuerzo valió o que él ya estaba al borde del orgasmo; el caso es que no tardó en correrse en mi boca, haciéndome tragar hasta la última gota de leche y coronando su actuación con un golpe salvaje en mi cabeza, que terminó por dejarme sin sentido.
Cuando desperté me encontré en el suelo, ya libre de aquellas cadenas que tanto sufrimiento me habían causado. Sentía mi culo completamente destrozado y no podía dejar de gemir por el dolor. A mi lado estaba Juba; y meneaba su cabeza con un gesto de conmiseración, tal vez por mi deplorable estado. De los otros chicos no se veía ni rastro y llegué a pensar que todo aquello había sido un sueño nada más; pero el terrible dolor de mi ano desgarrado me indicaba que de verdad había sido violado salvajemente por aquellos adolescentes; eso sin contar con que mi lomo parecía estar quebrado y no sentía mis brazos ni mis piernas, que estaban completamente amoratados, casi a punto de agangrenárseme.
En el estado en que me encontraba me resultaba casi imposible moverme, aún más cuando el más mínimo movimiento me causaba un nuevo y terrible dolor en cualquier parte de mi miserable cuerpo. El negro me tomó en sus brazos y me levantó del suelo como si yo fuera un niño pequeño y me llevó con él tratando de convencerme de que todo estaría bien para mí al día siguiente. Nos dirigimos a una habitación que antes no había visitado y ya allí me depositó con todo cuidado sobre una especie de diván. Entonces se arrodilló a mi lado y empezó a darme un vigoroso masaje por todo el cuerpo, especialmente en brazos y piernas.
Aunque grité como un endemoniado por aquel masaje, pues los dolores que sentía eran terribles, la verdad es que aquello terminó por resultarme muy reconfortante. Poco a poco fui recobrando la sensación en mis extremidades y llegué a agradecerle a Juba todos sus cuidados. Para terminar, el negro me echó bajo la lengua una generosa porción de aquellas gotas milagrosas que tanto me habían servido luego de la competida cabalgada de los Amos. Entonces tuve fuerzas para levantarme e irme con él a la tan visitada sala de torturas. Y aunque me inquietaba pensar que en cualquier momento sería sometido a algún suplicio cruel, el bondadoso negro me aseguró que de ahí en adelante sólo me quedaba descansar hasta el día siguiente.
Sin embargo, apenas entramos en ese sobrecogedor recinto vi algo que me conmocionó de miedo y angustia. Casi en el centro de aquella lúgubre sala, había un chico materialmente colgado del techo por unas gruesas cadenas. Estaba desnudo completamente, a no ser por un capuchón negro que cubría su cabeza. Las cadenas que casi lo mantenían suspendido, estaban unidas a unas argollas metálicas que se cerraban sobre las muñecas del infeliz, manteniéndolo tan tenso que a duras penas tocaba el suelo con la punta de los dedos de sus pies. Y como para completar el cuadro de horror, de su verga habían anudado una cuerda de la cual pendía un bloque metálico de regulares proporciones pero que debía pesar demasiado, a juzgar por la forma en como el pito del pobre chico se mantenía estirado como si en cualquier momento se le fuera a desprender del cuerpo.
¿Quién es? le pregunté a Juba con la débil voz que con esfuerzo salía de mi garganta.
El pony del Amo Luis
¿Y por qué lo tienen así?
Está castigado por débil
Pero .
El negro no me dejó continuar: "Preocúpate por ti mismo ese chico no debe importarte ", dijo el negro con una sequedad pasmosa que casi me aterró más que aquel espectáculo de sufrimiento. Opté por cerrar los ojos y no pensar más que en mi propio estado de dolor. Juba me hizo recostarme sobre el suelo, cerca de una de las paredes de la sala y procedió a ponerme un collar metálico que estaba unido a una gruesa cadena que se empotraba en la pared. Aquello me aterró por que creí que iban a someterme al mismo tratamiento que estaba sufriendo el pobre infeliz que se encontraba allí colgado. El negro debió notar mi angustia y me explicó que nada malo me pasaría; simplemente me estaba dejando sin posibilidades de irme de allí, para que no fuera a meter mis narices donde no correspondía.
Juba salió de la habitación y yo me quedé ahí, atado como si fuera un verdadero perro; completamente desnudo y sujeto por mi garganta a un collar metálico. La cadena que se unía a mi collar y que estaba empotrada a la pared, como a un metro de altura desde el suelo, era sin embargo lo suficientemente larga como para que yo pudiera echarme en el piso a descansar. No obstante, a pesar de mi agotamiento, me ganó la curiosidad y quise entablar conversación con el pobre miserable que estaba colgado del techo.
Le hice algunas preguntas pero el chico se mantenía inmóvil y sin responder una sola palabra. Me asusté creyendo que el infeliz tal vez estaría muerto y cuando ya casi estaba a punto de gritar por el terror que me causaba el estar sólo con un cadáver, el pobre infeliz se movió un poco y dejó escapar un lastimero gemido que hizo que mis pelos se pusieran de punta. Luego siguió quejándose por lo bajo, mientras a mí me ganó el agotamiento y mi mente y mi cuerpo ya no resistieron más. Me rendí a un sueño reparador, que me dio la fuerza suficiente para soportar lo que aún me esperaba.
No tengo idea de cuánto tiempo dormí. El caso es que cuando Juba regresó para despertarme, me dio la impresión que habían pasado muchísimas horas desde que el Amo desconocido me había hecho vivir aquella experiencia al mismo tiempo tan sublime y tan aterradora. El negro traía un tazón del cual se desprendía un aroma a comida que me hizo recordar todo el tiempo que había pasado sin probar bocado. Empecé a salivar mientras Juba me acercaba aquel recipiente y no me lo pensé dos veces antes de ponerme a cuatro patas como un perro y meter mi rostro para empezar a tragar la pitanza que aquel esclavo ponía a mi disposición.
Me harté hasta más no poder con aquel revoltijo de carne, pan y salsas, tratando de aplacar la urgente necesidad de llenar mi panza con algo que no fuera el semen o la meada de algún Amo. Ni siquiera me preocupé por que Juba me estuviese filmando mientras yo me mantenía en semejante actitud tan degradante. En aquellos instantes ya no me planteaba la cuestión de mi dignidad, pues a esas alturas ni pensaba en mí mismo como en un ser humano; simplemente me veía como un animalito asustado, que depende de la voluntad soberana del Amo para ser feliz y aún para sobrevivir.
Aquella comida debía contener algún somnífero muy fuerte, pues no pasó mucho antes que empezara a sentir un sopor irresistible, que me hizo caer de nuevo en un sueño profundo, que nada turbaría hasta bien entrada la noche del sábado, cuando el mismo negro vino a prepararme para que se me impusiera definitivamente mi condición de esclavo, al ser marcado como una res por aquel que en adelante sería mi Dueño absoluto.
Cuando Juba vino por mí; mi somnolencia era tal que difícilmente podía sostenerme en pie. El negro tuvo que cargarme como un fardo para llevarme hasta el cuarto de baño. Mi cuerpo estaba hecho un asco. Aunque parecía que las magulladuras y los moretones habían desaparecido como por encanto, mi piel estaba pegajosa por tanto sudor, y además mis piernas parecían acartonadas por tanto semen que se había escurrido desde mi culo. El negro empezó a lavarme con cuidado, pero cuando pasó sus dedos por mi raja me hizo saltar por el dolor. Verdaderamente que aquellos cabrones que me violaron me habían roto el culo sin misericordia.
Estaba aullando por tanto dolor y el negro tuvo que interrumpir el baño para ir por un paño con el que me frotó, haciendo que desapareciera el dolor y las heridas, de la misma forma en como habían desaparecido las heridas provocadas por la rienda y las espuelas del Amo luego de la cabalgada. Por fin Juba pudo terminar de lavarme y me llevó de nuevo al interior de la sala de torturas para acabar de prepararme, aunque no me había explicado para qué lo estaba haciendo y yo tampoco había atinado a preguntarle.
Sin embargo, cuando estuvimos de nuevo en la sala, noté que ya no estaba el infeliz que había estado allí colgado cuando el negro me llevó para que durmiera. En medio del sopor que aún no desaparecía del todo, me aventuré a preguntarle al negro por la suerte del aquel miserable; pero él se limitó a decirme que ya el Amo Luis le había levantado el castigo, sin darme más explicaciones.
El negro me tendió sobre aquella mesa metálica y tomó un nuevo paño y con él friccionó mi cuerpo completamente; teniendo especial cuidado de volver a repasármelo por el culo, que aún me dolía un poco. Aquel líquido maravilloso con que estaba empapado el paño, acabó por borrarme cualquier vestigio de las torturas a las que fui sometido en las horas previas. Me sentí reconfortado, pero aún así el sopor no desaparecía del todo. Juba acabó de prepararme con las usuales lavativas y todo aquello a lo que ya estaba habituado y luego me dio a beber una pócima asquerosa, pero que acabó de despertarme.
Entonces, cuando ya consideró que estaba listo, y extrañamente para mí, el negro me llevó a una pequeña estancia, me hizo que me acomodara en una especie de sofá y se sentó a mi lado para darme algunas instrucciones que me eran necesarias para lo que viviría en los próximos momentos. El negro hablaba y hablaba y yo trataba de ponerle atención; pero lo que me decía me resultaba tan extraño, que todo me parecía un cuento inventado por el negro para tratar de evaluar mi estado mental. No obstante, faltaría muy poco para descubrir que nada de lo que me había dicho Juba eran invenciones suyas.
Desde aquella estancia, el negro me hizo ir con él por pasillos y más pasillos que yo aún no conocía. Iba completamente desnudo; pero eso poco me importaba, porque así había estado casi todo el tiempo desde que llegué a la villa. Además parecía que sólo estábamos Juba y yo. Pero finalmente llegamos a una especie de patio y allí las cosas cambiaron sustancialmente. Mi desnudez empezó a pesarme, convirtiéndoseme en un sentimiento de vergüenza y sobre todo de indefensión.
En aquel patio había una extraordinaria cantidad de chicos, entre los que pude reconocer algunos de los que me follaron la noche anterior, cuando me encontraba suspendido por aquellas malditas cadenas. Pero esos chicos no estaban solos; cerca de cada uno de ellos había uno o dos muchachos más, que igual que yo estaban desnudos y sólo portaban un grueso collar metálico adosado a su cuerpo.
Estos muchachos mantenían una actitud decididamente sumisa frente a los otros chicos, por lo cual pude concluir que eran esclavos como yo. Los Amos estaban entretenidos charlando entre ellos; algunos comían; otros se hacían mamar por alguno de sus esclavos, o se divertían aplicándoles algún castigo y riendo con los gestos de dolor de los infelices. Aquello parecía una locura. En mi vida hubiera podido imaginar que se diera ese tipo de situaciones; pero la verdad era que estaba allí; lo estaba viendo con mis propios ojos y además, todo lo que me había sucedido hasta entonces, no hacía más que corroborar que aquello era una realidad tangible, aún a pesar que superara los límites de mi imaginación.
Empecé a temblar por que creí que iba a convertirme en el centro de diversión de aquellos sádicos jovencitos. Ya imaginaba los suplicios a los que iba a ser sometido y estuve a punto de echarme a llorar y salir corriendo de ahí para tratar de escaparme. Pero me estaba dando más importancia de la que en realidad tenía para los Amos. En aquel escenario yo no era más que un mísero esclavo, como cualquiera de esos otros infelices que estaban allí a los pies de sus Dueños. Nadie se fijó en mí; ni siquiera me miraban; pasé desapercibido ante todos ellos.
Entonces mi atención se centró en algo que había allí y que me causó curiosidad y al mismo tiempo un miedo que no podía explicarme. En el borde del patio estaban clavados al menos media docena de postes muy altos y gruesos, con una apariencia sólida. En el extremo superior de cada botalón estaba empotrada una gruesa argolla metálica de la cual pendía una especie de soga fabricada con un material que parecía piel cruda de vaca. Pero lo que realmente me sobrecogió y me produjo mucha angustia, es que en dos de aquellos postes, en cada uno de ellos, estaba atado un muchacho, puesto con el rostro hacia el madero y sujeto por las muñecas con aquella soga que pendía de la argolla metálica.
Los infelices estaban casi colgados del botalón y a duras penas si podían tocar el suelo con la punta de sus pies. Se quejaban un poco y se debatían sin mucha convicción; pero nadie parecía fijarse en ellos. Estaban tan desnudos como yo y su situación me hizo recordar el suplicio del miserable que había estado colgado en mitad de la sala de torturas. Creí que los estaban sometiendo a algún castigo y le pregunté a Juba cuál había sido su falta para que los estuvieran torturando de esa forma.
No están castigados me respondió el negro . Son esclavos nuevos y el Amo de cada uno lo va a marcar.
No entendí muy bien a qué se refería Juba, hasta que me fijé en que cerca de los postes donde estaban atados los infelices, había una especie de fogón u hoguera pequeña, en la que se estaban calentando tres hierros, iguales a esos instrumentos que los granjeros usan para marcar sus reses. Un escalofrío recorrió mi espina al imaginar que aquellos pobres miserables fueran a ser sometidos a semejante tratamiento. No sólo era por el dolor que imaginaba que iban a sentir; yo mismo había sufrido castigos más crueles en las últimas horas; era más bien el pensar que eso sólo se le hacía a los animales y que para cualquier persona debería resultar exageradamente humillante y denigrante sentirse marcado como una simple vaca.
Gracias a mis cavilaciones no me percaté que Juba me iba conduciendo hacia uno de aquellos postes; y no fue hasta que el negro me ordenó que le diera mis manos para atarme por las muñecas, cuando caí en cuenta que yo mismo iba a ser marcado. Era claro: en el fogón había tres hierros y en los postes sólo estaban dos esclavos; el tercero era yo. No pude contenerme y me eché a llorar suplicándole al negro que me dejara ir. Ahora tenía mucho miedo; aunque seguía con docilidad las instrucciones de Juba.
El negro no hizo el menor caso de mis súplicas; antes por el contrario, parecía afanado en concluir su tarea. Acabó de enlazarme las muñecas y cuando iba a empezar a izarme en el poste, pareció recordar que faltaba algo. Se esculcó entre los bolsillos de sus amplios calzones de algodón y no encontró lo que buscaba; soltó por lo bajo una imprecación de gran calibre y se fue de allí casi a la carrera. Me dejó sólo en medio de aquella multitud de chicos que ni siquiera me miraban. Pensé en huir; pero algo en mi interior me mantenía estático; me impedía moverme; era como si estuviera imposibilitado para escaparme a mi propio destino.
A los pocos minutos regresó el negro; traía una tira de tela negra entre sus manos y entonces supe para dónde iba la cosa. Empezó a vendarme los ojos y yo volví a suplicarle que me dejara irme de allí; mis ruegos y mi llanto debieron impacientarlo, porque al fin me hizo explícito lo que ya era evidente:
Es mejor que te comportes el Amo te va a marcar y si te encuentra gimoteando como una mujer, te vas a perder del premio .
Las primeras palabras del negro habían sido como un mazazo para mí. Me habían conmocionado y me habían hecho que empezara a temblar como el azogue. Pero aquello del "premio" era algo que me intrigaba y al mismo tiempo me ilusionaba. Aunque también pensé que nada en el mundo podría compensar el hecho de ser tratado como una res, marcado al fuego como un animal. Nada podría compensar el ser rebajado a semejante estado de indignidad y de humillación.
Pero entonces recordé las palabras del chico aquel que había estado follándome la boca mientras enumeraba con pormenores los actos de mi vida de puto. Volví a sentirme tan miserable como entonces; sin embargo, casi al instante vino también a mi memoria lo que me había dicho ese chico sobre la protección que iba a brindarme el Amo. Sí; era eso. El Amo iba a marcarme para que todos supieran que yo le pertenecía. Así nadie más en el mundo tendría derecho de usarme, ni a castigarme, ni a herirme, ni a hacerme sufrir. El Amo iba a imponerme su marca para convertirme oficialmente en algo de su propiedad.
Y entonces ya no me planteé lo humillante que resultaría ser marcado. Eso era lo de menos; si con aquella marca que me impusiera el Amo en adelante yo sería su mascota, no iba a importarme llevar en mi lomo el símbolo con el que podrían reconocerme como de su propiedad. Al fin de cuentas esa era mi mayor ilusión; a eso había ido a la villa; ese era mi destino. Me convertiría en un animalito del Amo, pero él me liberaría de la asquerosa existencia que me había impuesto la maldita suerte de haber nacido.
No me resistí ni lloré más; me entregué con toda docilidad para que el negro acabara de disponerme para lo que se me venía encima. Incluso empezaba a ilusionarme y a soñar con aquel premio del que me había hablado y del cual yo no tenía ni idea de qué fuera, pero que seguramente representaría el inicio de mi nueva vida al servicio de mi adorado Dueño.
Juba acabó de vendarme los ojos y de inmediato empezó a izarme en el poste que me correspondía. Sentí cómo la soga que se anudaba en mis muñecas empezaba a tensarse y a levantar mis brazos. En menos de nada estaba haciendo esfuerzos para poder tocar el suelo con los dedos de mis pies; en una posición casi más incómoda que la que me había tocado sufrir cuando estuve suspendido de aquellas endemoniadas cadenas.
No pasó mucho tiempo antes que sintiera una gran dificultad para respirar. Cada bocanada de aire me costaba un tremendo esfuerzo y cada inspiración terminaba por resultarme dolorosa. A aquella insoportable sensación de ahogo se unió además el hecho que cada músculo de mi cuerpo empezó a acalambrárseme y las muñecas me dolían como si me hubiesen amputado las manos.
Y sin embargo, a mi alrededor el mundo seguía girando con la misma parsimonia con que lo ha hecho siempre. El tiempo se me hacía eterno en medio de semejante tortura; aún más cuando lo dificultosa de mi respiración me había quitado hasta el consuelo de los gemidos. Podía escuchar con claridad el rugido de placer de algún Amo que seguramente estaba descargándose en la boca de uno de sus esclavos; oía los gemidos de dolor de alguno de aquellos miserables que servían, seguidos de la explosión de risa de aquellos sádicos jovencitos; escuchaba incluso fragmentos de las conversaciones de aquellos adolescentes arrogantes. Pero a mí no me pasaba nada más que el sentir que estaba muriéndome muy lentamente, izado en ese madero y sin siquiera poder implorar que me tuvieran un poco de clemencia.
Pensé en aquellos otros dos miserables que al igual que yo estaban izados en los otros maderos. Esos infelices llevaban más tiempo sufriendo aquel suplicio; imaginé que a esas alturas ya no les quedaba vida y que cuando sus Amos vinieran para marcarlos, apenas encontrarían cadáveres que ya no iban a servirles ni para su diversión ni para su placer. Pero entonces, de un momento a otro, sonó una especie de trompeta estentórea y cesó todo aquel ruido que hacían los Amos con sus juegos y sus charlas y los esclavos con sus aullidos de dolor. Oí una voz que con tono histriónico gritaba:
¡EL MAR CA J E! ¡LOS ES CLA VOS VAN A SER MAR CA DOS!
Sentí un atronador barullo a mi alrededor. Seguramente los Amos se acomodaban tratando de obtener la visión más adecuada de aquella ceremonia tan peculiar, en la que tres muchachos íbamos a convertirnos oficialmente en los esclavos, en las macotas, en los objetos de placer y de diversión para cada uno de nuestros respectivos Dueños. A esas alturas ya nada parecía importarme; era como si el dolor de mi cuerpo, ese sentido de indefensión y el abatimiento mental que sufría, hubieran borrado cualquier sentimiento de miedo, de humillación, de tristeza o, incluso, de esperanza.
El cuerpo me dolía como un demonio y aún me esforzaba por respirar; pero era sólo por instinto de sobrevivencia. Mi mente estaba insensibilizada. Oía ruidos y ya no podía distinguirlos; oía palabras y no las comprendía; escuchaba aún los gritos de dolor de algún esclavo pero ya no me importaban. No podía percibir nada más que mi propia y absoluta soledad.
Pero entonces escuche un alarido más fuerte que cualquier otro que hubiese oído antes y casi al instante empecé a percibir un olor a carne quemada que se me hizo nauseabundo. De no haber estado en la posición en que me encontraba y además con mis tripas vacías y limpias, seguramente habría vomitado sin poder contenerme.
Todo ruido cesó para mis oídos excepto aquel alarido, que seguía retumbando en mi mente como un tambor de feria. Perdí toda sensación excepto aquel nauseabundo olor a carne quemada, que seguía revolviéndome el estómago con dolorosísimos espasmos. El tiempo parecía detenido. No sabría decir cuánto pasó antes que un nuevo aullido me hiciera percutir el cerebro. El olor de carne quemada se incrementó; llenándome la nariz y haciéndome desear que ya no pudiera respirar. Y otra vez la quietud; la insoportable quietud y el silencio. De nuevo perdí la noción de todo; aunque seguían retumbando aquel par de alaridos y el hedor a chamusquina se me hacía más insufrible.
Pero cuando menos lo esperaba, escuché un nombre y casi al punto sentí un intenso dolor. No podría describirlo; no era nada que hubiese experimentado hasta entonces y que no he vuelto a experimentar hasta hoy. Era simplemente un dolor, el más terrible de los dolores. Un dolor que partía de mi nalga izquierda y se extendía como una avalancha por todo mi cuerpo ya demasiado torturado. Tal vez aún hubiese tenido algún aliento para debatirme izado en el madero; pero me quedé inmóvil al escuchar un tercer alarido y al sentir cómo mi propio cuerpo exhalaba ese olor a carne quemada. En un instante de lucidez o de locura, no lo sé, pensé que ese tercer alarido que escuchara había salido de la garganta de algún infeliz que acaba de expeler su alma de esa forma. Creo que perdí la conciencia.
Cuando volví en mí, me hallé en cuatro patas. No me causó demasiada extrañeza no recordar lo que había pasado; según mi entender, yo había muerto en aquel madero en el que me suspendiera Juba para ser marcado como a un animal. Ahora tal vez estaba en otra dimensión o había renacido a una nueva vida. Sin embargo no tuve demasiado tiempo para ponerme a pensar en mi situación. Alguien tiró de una correa que se unía al collar que tenía en mi garganta y me ordenó que lo siguiera.
¡Vamos, Gil. Apúrate!
Era la voz del Amo. Entonces sentí un alivio que no había experimentado nunca antes y también una felicidad que era nueva para mí. No podía explicarme lo que había sucedido. Pero tampoco me importaba explicármelo. Ya nada más me importaba si no el hecho de estar junto al Amo. Y su voz me seguía siendo familiar; pero ahora también era apacible, acariciadora, cálida. Era la voz de mi Dueño, de mi Protector, de mi Señor. Seguramente que de ahí en adelante todas mis penas, mis angustias, mis temores y mis sufrimientos habían cesado. Ahora estaba con mi Amo y él se encargaría de protegerme y de cuidarme.
Empecé a mover mis cuatro patas con una agilidad inconcebible para alguien cuyo último recuerdo era el de estar muriendo suspendido de un madero. Pero toda mi fuerza, toda mi esperanza, todo mi valor, mi felicidad y mi consuelo me los regalaba mi Amo. Era un don que él me obsequiaba y con el cual podría seguir viviendo para complacerlo, para servirlo, para adorarlo y para entregármele con absoluta devoción y amor.
Y fui siguiéndolo sobre mis cuatro patas, dejándome conducir por él sin ningún temor y sin ninguna reticencia; con absoluta confianza. Aún tenía puesta aquella tira de tela negra con que Juba me había vendado. Me hubiese bastado con levantar una de mis manos y quitármela para poder saber quién era el Amo. Pero a esas alturas mi voluntad estaba completamente anulada; no tenía la facultad de tomar la menor decisión por cuenta propia. Y si el Amo no me retiraba aún la venda, seguramente era porque estar a oscuras sin poder contemplarlo, era lo mejor para mí.
Luego de un buen rato de andar, debimos llegar a destino porque el Amo haló de la correa para detener mi marcha. Paré y de inmediato, con toda la mansedumbre y tratando de expresarle toda mi sumisión, me eché en el suelo y le besé los zapatos temblando de emoción. No me atrevía a pronunciar ni una palabra, pero con ese gesto intentaba demostrarle cuán feliz me hacía pertenecerle. Él seguramente entendería mis emociones de aquel instante y no me negaría la dicha de estarme ahí por unos momentos, rindiéndole un homenaje que me parecía demasiado poco, pero que era el único que podía prodigarle.
Sin embargo él haló de la correa y me ordenó que me pusiera de pie. Extrañamente no sentí temor; pensé que si había hecho algo malo el Amo me corregiría con algún castigo que tal vez me resultara doloroso, pero que de todas formas iría enseñándome a servirle como era debido. Pero no hubo castigo alguno; antes por el contrario, el Amo me ordenó con su apacible y cálida voz.
Desnúdame.
No me lo pensé para obedecer; y aunque las manos me temblaban por la emoción y sobre todo por el temor reverencial que me provocaba estar de pie junto a él, traté de no mostrarme demasiado torpe, para evitar que se incomodara. Lentamente fui desabrochando los botones de su camisa y cuando le retiré la prenda, accidentalmente mis dedos rozaron su pecho y me estremecí al contacto de su piel suave y tibia; fue como una descarga eléctrica muy sutil, que recorrió todo mi cuerpo y por poco me hace caer de rodillas a sus pies.
Él debió notar mi turbación e hizo algo que no me esperaba, pero que me llevó a un estado indescriptible de felicidad, de emoción de adoración hacia mi Dueño. Me tomó por la mano derecha, la acercó a su pecho y fue haciéndome que lo acariciara muy suavemente y muy despacio. No me decía nada; apenas conducía mi mano sobre su tórax regalándome con una exquisita sensación.
No podía verlo con mis ojos; pero mi mano iba leyendo en las curvas de su pecho, en la suavidad y tibieza de su piel, en la pequeñez de sus tetillas, en la dureza de su abdomen, en aquella increíble belleza que yo no podía contemplar, pero que de todas formas estaba imprimiéndose en mi memoria y dejando en ella una huella tan indeleble como el anagrama de mi Amo, que ahora estaba estampado al fuego en mi culo de esclavo.
Nadie en la vida me había dejado hacer aquello; todos los chicos con los que había estado sólo querían mi boca o mi culo para correrse ahí; algunos tan sólo me habían exigido que les diera mis labios para que les chupara los pies; pero no me habían permitido ninguna otra caricia; ninguna muestra de ternura; nada. Yo simplemente había sido un agujero en el que ellos metían su verga y descargaban sus copiosos orgasmos; nada más. Y precisamente el Amo, era ahora el que venía a hacerme que lo acariciara. Mi emoción fue a tal punto que lloré de felicidad, casi sin poder creer que aquello estuviera pasándome a mí; y precisamente con el Amo; con el chico más perfecto que había conocido hasta entonces.
No sabía cuánto iba a durar aquello; pero tampoco me importaba. Mi felicidad era tan completa que en mi memoria no había pasado ni futuro; solo existía ese maravilloso momento que estaba disfrutando como nunca antes. Entonces recordé las palabras de Juba mientras me estaba izando en el madero: ese exquisito momento seguramente era "el premio" que me estaba dando el Amo, y aunque no fuese a durar más que un instante, ya sería demasiado para mí. Pero aún faltaba más; mucho más.
El Amo tomó la correa que seguía unida a mi collar y la haló hacia abajo. Entendí qué se proponía y volví a caer a sus pies, adoptando mi posición de cuadrúpedo. Entonces él me condujo por un muy corto trecho, hasta que se detuvo y me pareció que se sentaba. Me quedé a sus pies, sumiso, expectante, ansioso por oír sus órdenes para obedecerle al punto.
Descálzame me ordenó con su voz apacible y acariciante.
No me costó mucho esfuerzo. Aunque mis manos me temblaban por tanta emoción, pude retirarle su calzado suavemente, evitando incomodarlo. Y no me resistí para inclinarme y besarle sus pies con total adoración. No temí que se enojara, pues en el fondo de mí tuve la seguridad que aquello me estaba permitido: siempre me estaría permitido besar los pies de mi Amo con absoluta devoción.
Ahora me vas a lamer mis pies como un buen perro.
No me sentí humillado porque me llamara perro; yo era ya su mascota y mi Amo podría hacer de mí lo que le viniera en gana. Me usaría como su esclavo, o me convertiría en su perro. Le pertenecía completamente y nada que mi Dueño hiciera de mí me resultaría malo, incómodo o humillante. Mi único propósito de ahí en adelante era servirle, obedecerle, satisfacerlo, complacerlo; sólo de esa forma aseguraría mi propia felicidad. Era como me había dicho el chico que me folló la boca mientras estaba suspendido de aquellas malditas cadenas: mi único valor estaba en el uso que mi Amo hiciera de mí. Y yo quería tener el mayor valor posible para mi Amo.
No sé durante cuánto tiempo me estuve lamiéndole los pies. El tiempo volaba demasiado a prisa, pues cada instante era un instante de felicidad, de seguridad, de bienestar para mí. Sólo podía pensar en que estaba lamiéndole los pies a mi Amo y que eso lo estaría satisfaciendo a él. Nada más podía importarme.
Oía ruidos como de pisadas a mi alrededor; además escuché que el Amo impartía algunas órdenes. Seguramente otros esclavos estaban allí sirviéndole. Pero a mí me había encargado de lamerle sus pies; esa era mi labor y en ella me concentraba por completo. Nada podía perturbar la ejecución de aquella tarea que me había encomendado mi Dueño.
Al cabo de algún tiempo creí entender que el Amo despedía a los otros esclavos y me inquieté un poco, pues seguramente yo sólo no iba a alcanzar para darle plena satisfacción. Redoblé mis lametazos a sus plantas, pero atento a obedecerle a la menor indicación. Y no se hizo esperar. Agarró la correa y la haló haciéndome poner de rodillas ante él al mismo tiempo que se ponía de pie. Me ordenó que le ayudara a quitarse su pantalón y su bóxer y volvió a tomar asiento.
Ahora vas a complacerme. Y te vas a esforzar como nunca lo has hecho.
No me dijo nada más; pero sus palabras fueron un incentivo maravilloso, que unido al excitante aroma de su arrogante verga, se me convirtieron en una urgencia infinita por darle placer a mi Dueño. Y si haber estado lamiéndole los pies me provocó la satisfacción de sentirme útil, estar ahora con su palo en mi boca, complaciéndolo, me produjo un sentimiento de seguridad y al mismo tiempo de agradecimiento, que difícilmente se pueden describir. Aquello era para mí en ese instante, como tener la posibilidad de complacer a Dios.
Tampoco ahora supe cuánto tiempo llevaba dándole placer a mi Amo cuando él me dejó sentir en mi garganta los espasmos de placer de su verga, con los que se me anunciaba la proximidad de su orgasmo. Su leche me inundó a torrentes y yo entendí que su eyaculación había sido la confirmación de que él estaba satisfecho con mis servicios. Eso fue mucho mejor que aquellas palmaditas de aprobación que me obsequiaba Felipe luego de correrse en mi boca. No pude contenerme y lloré silenciosamente, mientras me dejaba caer de nuevo a sus pies para besárselos, agradeciéndole que me hubiese usado; que me hubiese regalado la oportunidad de sentirme útil a su placer y seguro por estarlo sirviendo bien.
Al cabo de algunos instantes sentí que halaba nuevamente la correa y me hacía dar unos cuantos pasos. Seguramente ató el dogal a la pata se su cama antes de acostarse y yo me quedé ahí, echado en el suelo al lado de su lecho, como su mascota, feliz por estar cerca de mi Amo. Al poco tiempo sentí que su respiración se hacía pausada y suave y supuse que estaba dormido. Yo no podía dormirme; todo lo que me había hecho vivir él en las últimas horas, bullía en mi cabeza y me provocaba una felicidad incontenible, pero al mismo tiempo una ansiedad irrefrenable por volver a estar a sus pies, por volver a ser usado para su placer.
Debieron pasar horas, durante las cuales yo imaginaba cómo iba a ser mi vida sirviéndole, adorándolo y complaciéndolo. Hasta que él pareció despertar. Lo sentí revolviéndose en su cama y me puse alerta, pensando que tal vez fuera a usarme o a darme alguna orden que yo anhelaba obedecer con prontitud. Y no tuve que esperar mucho tiempo. Al cabo de unos instantes se levantó de su lecho, desató la correa y la haló haciéndome dar unos cuantos pasos y luego me hizo ponerme de rodillas ante él.
Sentí el exquisito y excitante aroma de su verga arrogante, y sumisamente abrí mis labios, esperanzado en que volvería a usarme. De inmediato me la metió hasta la garganta y me ordenó que se la chupara. Lo hice con suavidad y ternura, rindiéndome ante el poder de su polla enorme y erecta. Pero luego de unos cuantos segundos me la sacó y me indicó que me inclinara sobre un mueble dejando mi culo en pompa. Supe que iba a sodomizarme y me estremecí con una mezcla de miedo y excitación; y ciego como estaba no medí mis movimientos, actué con torpeza y por poco no atino a ponerme en la posición que mi Amo requería para ensartarme.
Él tuvo que darme algunas indicaciones; aunque parecía un tanto impaciente y acompañó sus palabras con un buen par de nalgadas en mi cachete izquierdo, que me arrancaron algunos gemidos de dolor, pues aquellos golpes suyos fueron a dar precisamente al sitio de mi culo en donde poco antes me había estampado al fuego su anagrama. Pero puede por fin tomar posición y mi Amo no se hizo esperar para ensartarme.
Me metió su verga de una sola embestida, haciéndome gemir nuevamente y reavivando todos los desgarrones de mi ano, lo cual me provocó un dolor tan intenso que casi estuve a punto de apartarme de ahí. Sólo me sostuvo en mi posición el pensamiento fijo en que era mi Dueño el que me estaba causando ese terrible sufrimiento y que aquello era un precio ínfimo, pagado por mí a cambio de la infinita dicha de ser usado por mi Amo.
Me dio palo sin miramientos; usándome literalmente durante mucho tiempo. Hasta que finalmente lo sentí estremecerse y lo oí rugir al tiempo que me inundaba de nuevo con su eyaculación. Terminó y me hizo poner de rodillas a sus pies. De mis ojos manaban lágrimas de dolor y al mismo tiempo de agradecimiento y felicidad. Alcanzó a meterme su verga en la boca para que se la limpiara, pero pareció recordar algo. Entonces se retiró dejándome con los labios entreabiertos; pero al cabo de algunos segundos regresó; introdujo un par de pepas en mi boca y luego volvió a meterme su verga.
Traga, esclavo me ordenó.
Y yo obedecí con mansedumbre. Me comí aquellas pepas y de inmediato él empezó a mear dentro de mi boca. Tragué con premura hasta la última gota de su meada y casi al instante sentí un sopor irresistible; me desvanecí y a duras penas si tuve tiempo de besar sus pies una vez más, antes que el sueño me venciera irremediablemente.