Esclavo (3: Tarde de Prueba)

Inspirado en El Señor al que adoro y al que sirvo...

Esclavo: Tarde de Prueba

Mientras permanecía en cuatro patas al lado de la puerta en el vestíbulo de la villa, esperando a Andrés, no se cruzó por mi cabeza que aquella tarde tendría que sufrir una prueba que me generaría un sinfín de emociones contradictorias. Al final del día mi confusión iba a rondar los límites de la locura; aunque ya en ese instante mi mente parecía tan voluble como el azogue y me costaba mucho esfuerzo concentrarme en mi propósito inicial.

En esos instantes me preguntaba cómo sería Andrés; quería adivinar el color de su piel, las facciones de su rostro, el tono de su voz, su estatura, su corte de cabello y…el tamaño y la forma de su verga. Martín no me había dado detalles, limitándose a decirme que aquel chico tenía tan sólo 14 años y que era guapo. Pero eso no me bastaba; si iba a someterme, a tratarme como a su esclavo y yo tendría que mostrarme absolutamente sumiso ante él, al menos esperaba que el chico me resultara de verdad atractivo. Intentaba también adivinar cómo me trataría, a qué pruebas me sometería; y hasta pensaba que todo lo que Juba y Martín me habían dicho sobre su conducta arrogante y exigente eran puras exageraciones. Sin embargo ya faltaban pocos segundos para comprobar que ellos tenían demasiada razón.

Juba estaba también al lado de la puerta y un poco atrás de él se encontraba Martín. El negro ultimaba algunos detalles en la cámara porque esa tarde grabaría todo lo que pasara desde el instante mismo en que Andrés llegara. De un momento otro le oí una exclamación y lo vi caer de rodillas enfrente de mí. Supe que Andrés había llegado, pero el gesto de sumisión del negro me pareció exagerado, hasta que creí comprender que su postura se debía a que filmaría cada detalle de cómo yo le iba a lamer los zapatos al recién llegado.

En ese instante se abrió la puerta y entró él. Tuve que esforzarme para aguantar la curiosidad y no levantar mi cabeza para mirarlo. En la postura en que me encontraba, lo único que podía contemplar de Andrés era sus pies. Traía puestas unas costosas zapatillas de esas que usan los chicos para andar en monopatín; y aunque se veían un poco desgastadas y con algo de polvo, se notaba que eran de marca muy fina. Conciente de mi papel, no esperé ni un instante para inclinar mi rostro y empezar a lamerle sus zapatillas, mientras él permanecía ahí en la puerta, sin dar muestras de querer entrar en el vestíbulo.

Tal vez estaba contemplándome desde su altura, viéndome con curiosidad y satisfacción mientras yo me esforzaba en lamerle su calzado e intentaba inconscientemente mostrarme como si fuera su perro, su mascota sumisa y obediente, arrastrándome a los pies de mi Amo para darle la bienvenida. En mi lengua sentía lo rasposo de la badana de sus zapatillas; sin embargo yo no paraba de lamer e iba tragándome todo el polvo adherido en ellas. Y lamía con fuerza, porque ya no era sólo la necesidad de satisfacerlo; era como si una fuerza que emanaba de toda su persona me obligara a someterme, a humillarme ante aquel chico del cual ni siquiera había visto su rostro aún. Él ni siquiera respondió al saludo que le dirigieron Martín y Juba; se limitó a dejarme lamer su calzado por unos minutos, hasta que levantó uno de sus pies y poniéndomelo en la cabeza me empujó y ordenó:

¡Échate!

Su tono de voz me pareció imperativo y al mismo tiempo apacible. No había violencia en él, no era amenazante; y sin embargo generaba un profundo temor; pero no hacia Andrés, sino hacia la desobediencia. Esa orden suya era simplemente eso: una orden; ni buena ni mala; simplemente irrebatible, incuestionable, inapelable. Me sentí entonces con la urgencia de obedecer, de someterme por entero a la voluntad de ese chico; de entregármele y dejarme llevar por donde él lo dispusiera; era como si la única forma de sentirme satisfecho yo mismo era satisfaciéndolo a él, sometiéndomele, obedeciéndole.

Me dejé ir de lado para echarme en el suelo como él me había ordenado. Quedé patas arriba, con mis piernas flexionadas, completamente expuesto a lo que Andrés quisiera hacer de mí. Y entonces pude verlo por un instante y me quedé maravillado. Me las había con un chico verdaderamente hermoso. Alto, tal vez demasiado para sus 14 años de edad; tanto que desde mi posición estimé que su estatura rondaría los 1,75 metros; con una piel blanca y lozana sobre la que marcaba un profundo contraste el negro azabache de sus cejas y su cabello peinado en forma de cresta que le cruzaba la cabeza, lo cual lo hacía ver aún más alto.

El brillo intenso de sus ojos negros me pareció un fulgor de irresistible poder ante el cual no cabía más opción que someterse con humildad. Y a pesar de su contextura delgada, los músculos que empezaban a marcarse en sus brazos daban idea de su fuerza y dejaban ver que con el paso de los meses, Andrés llegaría a parecer un verdadero Adonis.

Sin embargo no pude recrearme demasiado tiempo con esa visión por que Andrés puso su pie sobre mi garganta presionado con fuerza, como si quisiera probar mi resistencia; y se estuvo así por unos instantes, mientras me observaba con atención. Luego me liberó y se movió un poco, caminando a mi alrededor mientras tentaba mi cuerpo con su pie, como si me estuviera sometiendo a un examen antes de usarme. Aquel gesto del chico me generó un sentimiento de incertidumbre que me hizo cerrar los ojos y contener la respiración, en tanto que clamaba con toda mi mente que él quedara satisfecho con mi persona. En esos momentos no tenía nada más que hacer que quedarme ahí, inmóvil y expuesto ante él.

Había perdido la conciencia de mi propio ser y sólo existía en tanto Andrés me observaba. Mis únicas sensaciones se daban en los puntos de mi cuerpo en los que él presionaba con su pie. Y entonces posó su pie sobre mi pito expuesto y eso me hizo caer en cuenta de la tremenda excitación que me había invadido. Sentí que la suela de su zapatilla presionaba mi erección, aplastándome el pito por un instante para luego liberarlo y volver a aplastármelo con fuerza. Estaba a punto de ponerme a jadear por la calentura que me provocaba aquella presión que ejercía Andrés con su pie sobre mi pito; unos instantes más y tal vez no hubiese aguantado y me habría corrido; pero él cambió de táctica.

Dejó de aplastármelo y en vez de ello restregó la suela de su zapatilla sobre mi pito, logrando que el prepucio se corriera hacia atrás hasta que casi creí que me arrancaría la piel. Sentí un dolor agudo, causado sin duda por la tirantez de la piel que me provocaba la forma en como Andrés estaba pisoteando mi pito. Además de ello, la aspereza de la suela sobre mi glande expuesto me provocaba un escozor difícil de describir, y que se incrementaba seguramente por la mugre adherida al calzado del chico y la forma en como él lo refregaba con fuerza contra mi inerme pito.

Y sin embargo mi calentura no mermaba; aquel dolor agudo que me provocaban los pisotones de Andrés sobre mi pito, se mezclaba con una sensación de sometimiento casi absoluto, que me hacía ver todo el poder que estaba ostentando el chico sobre mí, haciéndome sentir como un objeto de su propiedad, a su completa y entera disposición; y extrañamente, esa sensación de sometimiento, me resultaba tremendamente excitante. Casi estaba deseando que Andrés me aplicara un castigo severo y luego me dejara agradecérselo lamiendo sus pies. Y como si adivinara mi deseo, él no se hizo esperar para castigarme.

Levantó su pie liberándome de la presión, y tal vez viendo la forma en como saltó mi pito, quiso dejarme claro su poder y mi condición de esclavo suyo; o fue tal vez que le pareció divertido, que luego de haberme provocado semejante excitación, bajarme la calentura de improviso; el caso es que sin pensárselo me propinó un puntapié en los huevos. Sentí entonces que una explosión de dolor cubrió cada milímetro de mi cuerpo; angustiándome; ahogando un gemido en mi garganta; haciendo que mi mente se nublara con una miríada de luces negras y rojas que no me daban espacio para pensar…solo para sufrir. Ni siquiera pude moverme porque cualquier vestigio de fuerza desapareció de mi cuerpo, empezando por la potencia que había estado tensando mi pito y que fue la primera en vaciarse ante el inesperado golpe.

Y entonces toda la excitación y cualquier otra sensación, se me convirtieron en un miedo lacerante, más profundo que el que me inspiraban las palizas de papá, que cuando las estaba recibiendo me provocaban una furia ciega. Aquel golpe que me diera Andrés, en cambio, no me provocó furia, ni deseos de venganza, ni ánimo de escapar de allí; simplemente me provocó un miedo que al instante se me convertía en la urgencia inaplazable por buscar la clemencia del chico sometiéndomele aún más, esforzándome por satisfacerlo, mostrándole toda mi sumisión y mi obediencia; y sin embargo el dolor no me dejaba moverme y apenas si podía respirar con dificultad.

Pero Andrés, tal vez adivinando mi necesidad de humillármele más para lograr su clemencia, dio un paso parándose al lado de mi cabeza y puso sobre mi rostro el pie con el que me había pateado los huevos, y empezó a refregarlo como si quisiera limpiar con mi piel su zapatilla. No me lo pensé ni un instante y empecé a lamerle la suela; haciendo esfuerzos por dejársela impecable y rogando que pudiera hacerle sentir en la planta de su pie la diligencia de mi lengua. Sin embargo él no pareció notar mi empeño, y en cambio de fijarse en lo que yo estaba haciendo, le dio algunas instrucciones a Juba y Martín, que estaban a menos de un metro de allí. No escuché nada de las órdenes que les dio, porque mi atención estaba puesta toda en lamer la suela de su zapatilla para lograr su misericordia.

No supe en qué momento el panorama había cambiado. Andrés caminaba por un pasillo y yo iba tras de él, andando a cuatro patas como un perro que va en pos del Amo. A mi lado iban Juba y Martín que caminaban en silencio sin fijarse en nada más que en el chico que dirigía la marcha. En esos momentos parecía claro para mí que todos tres, el negro, mi amante y sobre todo yo, estábamos ahí para satisfacer los deseos de Andrés.

Llegamos hasta una habitación y Martín se adelantó para abrir la puerta y darnos paso, a Andrés el primero. Él entró y avanzó por la estancia, seguido de cerca por mí que me mantenía a cuatro patas y muy próximo a sus pies; a mi lado caminaban Juba y mi amante. Pero en medio de la habitación, el chico pareció inquietarse por algo y le ordenó al negro que fuera con él al sótano. Martín y yo nos quedamos solos por primera vez desde nuestra llegada a la villa.

El sonido de la puerta que se cerró tras Andrés y Juba me devolvió a la realidad de mi situación. Lo que había sucedido en los minutos previos me había hecho olvidar todo, sólo había existido ese chico dominante que parecía habérseme convertido en el centro del universo. Incluso me había olvidado del intenso amor que me inspiraba Martín; y ahora él estaba ahí; estábamos solos los dos; volvía a ser mi sustento, mi paz, mi dulce compañero.

Me sentí culpable y avergonzado, sabiendo que mi amado se había percatado del torrente de sensaciones que me provocaran las humillaciones y las torturas a que me sometió aquel chico; y aunque no lograba explicarme a mí mismo lo que me había pasado, tuve la urgente necesidad de explicárselo a Martín, de disculparme con él, de demostrarle que mi adoración por él seguía incólume, aún a pesar que no podía desprenderme del irreprimible deseo de volver a estar a los pies de Andrés.

Aún permaneciendo en cuatro patas, levanté mi cabeza y busqué su mirada. Lo encontré tan dulce como cuando me enamoré de él; aunque ya no me parecía tan hermoso; ni siquiera se me hacía que fuera la mitad de guapo que Andrés. Y sin embargo esa dulzura de sus ojos, esa ternura de su expresión, ese silencio complaciente de sus labios, todo ello me arrancó un suspiro, casi un gemido. No quería perderlo por nada del mundo, porque luego que pasara lo que iba a pasar con Andrés, sólo tendría a Martín y el amor que él me inspiraba; su compañía y su comprensión.

Entonces se me ocurrió que debía resarcirlo demostrándole que estaba dispuesto a hacer con él todo lo que había hecho con Andrés; me le fui acercando poco a poco hasta estar a sus pies e inclinando mi rostro intenté besarle los zapatos; pero Martín retrocedió casi con espanto ante mi gesto de entrega. Aquello me conmovió, generándome una angustia insufrible, que se sustentaba en la certeza de que lo había perdido. Tal vez, al ver mi actitud para con Andrés, mi amado Martín había creído que yo ya no lo amaba y después de esa tarde me abandonaría. No pude reprimir un sollozo e irguiéndome sobre mis rodillas intenté abrazármele a sus piernas; pero él volvió a retroceder y entonces ya no pude más; estallé en llanto y derrumbándome en el suelo para volver a buscar sus pies le supliqué:

Perdóname…por favor….perdóname

Mi estado de abatimiento debió conmoverlo. Se me acercó e inclinándose ante mí me pasó su mano por la cabeza, con el mismo gesto de tierna dulzura con que lo hacía siempre que me veía angustiado. Volví a sollozar, pero esta vez mi angustia empezaba a disiparse.

Tranquilízate…mira que si Andrés…te ve así se va a enfadar…y ya no querrá hacer la película contigo

Volví a sollozar, pero entonces ya no estaba angustiado, por que creí que el único interés de Martín en todo aquello era que Andrés decidiera aceptarme en la película. Volví a buscar su mirada para acabar de solazarme con su dulzura y le pregunté:

¿No estás enfadado conmigo?

No seas tontito…lo estás haciendo bien…esfuérzate un poco más y verás como Andrés te aceptará

Volvió a pasarme la mano por la cabeza acabando de tranquilizarme, y entonces estuve seguro que Martín estaría conmigo para siempre, protegiéndome, dejándome que lo amara, que me le entregara con pasión y amor. Ahora sólo quedaba seguir esforzándome por satisfacer a Andrés, con la seguridad plena de que pasara lo que pasara, Martín estaría siempre junto a mí.

Sin embargo intenté algo más para asegurarme que a mi amado no iban a importarle los hechos que seguirían sucediéndose aquella tarde de prueba. Volví a erguirme sobre mis rodillas y esta vez sí logré abrazarme de sus piernas; lo apreté con fuerza y posé mi mejilla sobre su entrepierna. Entonces me percaté que tenía su verga a tope y eso me excitó de nuevo y me dio la oportunidad que buscaba para demostrarle que mi amor por él no tenía ninguna duda:

Déjame chupártela… – le supliqué –.

Martín me miró con espanto y tal vez tuvo que hacer un gran esfuerzo para no apartarme de él con violencia. En cambio de ello intentó adoptar de nuevo su dulce mirada. Pasó su mano por mi cabeza y suspiró como con desánimo, al tiempo que me decía:

No…mira que si Andrés…nos pilla en estas no va a quererte en la película….Mejor te estás en cuatro patas esperándolo….

No pensé en ese instante que Martín tuviera un motivo diferente para su negativa, que el precaverme de que Andrés me rechazara; de buena fe pensé que su preocupación era que el chico no fuera a privarme de la oportunidad que me significaba hacerle de esclavo en la película. Me resigné y me aparté de él, adoptando la pose indicada, cerca de un pequeño sofá que junto con un sinfín de cojines esparcidos en el suelo, hacía parte del mobiliario de aquella habitación en la que aún me esperaban algunas de las más duras pruebas de aquella tarde. En cuatro patas como un perro, esperé al Amo para volver a entregármele como él lo exigiera.

Y no pasó mucho tiempo antes de que Andrés y Juba regresaran. Apenas verlos entrar fui tímidamente al encuentro del chico para volver a lamerle sus zapatillas, adoptando mi papel de perro sumiso. Pero esta vez él no quiso entretenerse con mis demostraciones de sometimiento; empujó mi rostro con su pie y sin más preámbulos me preguntó:

¿Te han dado por el culo?

Aquella pregunta me pilló completamente desprevenido. Hasta entonces, Andrés sólo se había dirigido a mí para ordenarme que me echara en el suelo, y no esperaba a estas alturas que me interpelara, por que creía que iba a tratarme todo el tiempo como si fuera su perro. Además, el verme en la obligación de responder a su interrogante me hacía sentir demasiado humillado y avergonzado; aún más cuando Martín estaba ahí y oiría mi respuesta. Sin embargo sabía que no podría sustraerme a satisfacer la curiosidad del chico, aún sin imaginarme para dónde iba todo aquello:

Si…Amo

Le respondí con un tono casi inaudible y pronunciando por primera vez en mi vida aquella palabra con la que me reconocía a mí mismo como una cosa o un animal propiedad de un chico. Acababa de reconocer mi condición de esclavo ante Andrés y, sin saberlo, estaba dándole vuelta a una página de mi vida que ya no tendría revés.

No te oigo – dijo Andrés al tiempo que me pateaba por las costillas.

Me estremecí por el golpe, pero más por el miedo que me inspiró la actitud del chico. Me dejaba claro que no iba a admitir ningún error de mi parte; la menor falla me acarrearía un castigo inmediato. Volví a sentir esa irrefrenable urgencia por mostrarle mi sumisión y anhelé poder lamerle sus zapatillas para reivindicarme, pero me contuve y respondí:

Perdón, Amo… – dije con un poco más de resolución.

Pero había cometido un nuevo error y el castigo vino de inmediato. Esta vez Andrés me pateó por la barriga y luego levantó su pie para ponérmelo sobre la cabeza y presionar con fuerza hasta aplastarme el rostro contra el suelo.

Mira imbécil – dijo pausadamente – cuando te pregunte algo, sólo limítate a responder.

Yo estaba a punto de echarme a llorar; y lo hubiera hecho sin duda, si no es porque él levantó su pie liberándome y me habló con un tono pausado y apacible que me tranquilizó:

Ahora voy a repetirte la pregunta: ¿Te han dado por el culo?

Sí, Amo… – respondí con decisión.

¿Cuántas veces? – preguntó de nuevo Andrés.

No sé, Amo…muchas veces, Amo

Empecé a temblar por que creí que esa respuesta mía no iba a satisfacerlo y ya esperaba el castigo. Y no me tranquilicé nada cuando él volvió a poner su pie sobre mi cabeza y de nuevo me aplastó el rostro contra el suelo, sosteniéndome en esa posición al tiempo que me ordenaba:

Levanta el culo.

Con el miedo que me inspiraba ese chico y en la posición en que me tenía, no me resultó nada fácil obedecerlo. Sin embargo me esforcé para que mi culo quedara lo más levantado posible, exponiéndolo para que Andrés hiciera lo que se le diera la gana. En lo único que podía pensar en ese instante era en obedecer, obedecer a mi Amo, sometérmele, complacerlo, entregármele sin reticencias, por que de esa forma no sólo evitaría que me castigara, si no que además podría disfrutar de esa especie de paz que empezaba a llenarme el espíritu el saber que lo satisfacía plenamente.

Con el ridículo atuendo que me habían hecho ponerme Juba y Martín, vestido apenas con esa pequeña camiseta elástica y sin una prenda de mi ombligo para abajo, mi culo quedaba plenamente expuesto, al igual que mis huevos y mi pito. Entonces pensé que Andrés se proponía aplicarme algún castigo severo y dolorosísimo, como cuando me había pateado los huevos. Gemí y sentí cómo el sudor corría por mi piel; pero sabía que nada podía hacer para sustraerme al castigo; si mi Amo iba a torturarme nada se lo impediría; aún menos yo, que en ese instante no era más que un animalito asustado, un esclavo que dependía de mi Dueño para vivir y poder saborear la paz en mi espíritu.

Apreté los dientes e hice un esfuerzo más para levantar mi culo mientras el pie de Andrés seguía presionando mi cabeza con extrema fuerza. Él se inclinó un poco para alcanzar su objetivo y cuando yo ya esperaba el golpe liberador, en vez de eso el chico empezó a darme sobijos en el culo. No era precisamente que me estuviera acariciando; más bien era como si me examinara, apretándome los cachetes, sopesando la firmeza y la lozanía de mi trasero.

Sus manos eran suaves pero me apretaban como enormes tenazas que quisieran arrancarme trozos del culo. Nunca nadie me había hecho eso antes; ni siquiera Felipe, que era el que más me había follado, por que él se limitaba a meterme su verga sin ningún preámbulo, para luego darme con todo hasta que me inundaba las entrañas con su semen. En cambio Andrés me estaba provocando sensaciones completamente nuevas. Y a pesar que sus estrujones me causaban algo de dolor, lo cierto era que también empezaban a excitarme.

Al cabo de unos minutos, los estrujones en mis cachetes se fueron convirtiendo en pellizcos que me hacían sentir como si Andrés me estuviera pinchando el culo con alfileres. Esta vez el dolor era más intenso que al principio; pero aún así mi excitación seguía en aumento. Se notaba que el chico tenía sobrada experiencia en ese tipo de manejos y que a pesar de no tener más de 14 años, ya sabía perfectamente cómo hacerle para lograr que un maricón le suplicara por ser clavado; por que eso era lo yo estaba a punto de hacer: implorarle por piedad que me sodomizara sin ninguna compasión; que me metiera su verga y me follara sin miramientos, hasta que me llenara el culo con su leche y luego me dejara mamársela suavemente para limpiársela. Pero era obvio que no me atrevería a tanto; mi deseo era intensísimo, pero era más grande el temor reverencial que me inspiraba ese chico, al que ya consideraba como a una especie de Dios, ante el cual la única opción era postrarse y adorarlo.

Entonces, al cabo de unos minutos de estrujones y pellizcos, Andrés hizo algo que me hubiese obligado a gritar de excitación, de no haber sido por que él seguía con su pie sobre mi cabeza, aplastándome el rostro contra el suelo. Con una mano me separó los cachetes y luego empezó a repasarme los dedos, frotándome con fuerza a todo lo largo de la raja del culo. Creí que iba a correrme sin remedio y ya se me hacían incontenibles los jadeos; pero el chico sabía muy bien lo que hacía y me provocó un dolor que me volvió a mi sitio. Tomó entre sus dedos algunos de los pelillos que coronaban mi ano y haló con fuerza, arrancándomelos sin ninguna compasión.

Los ojos se me llenaron de lágrimas y no pude evitar que se me escapara un gruñido. El dolor fue tanto que incluso me debatí involuntariamente, lo que Andrés seguramente interpretó como un gesto de insubordinación de mi parte y me castigó de inmediato. Levantó su pie y volvió a descargarlo con fuerza sobre mi cabeza, dedicándome un improperio y ordenándome que me estuviera en mi lugar:

¡Estate quieto, maricón!

Y por supuesto que me quedé inmóvil, aunque al escozor de mi culo por los pelillos arrancados, se unía ahora el dolor en mi cabeza provocado por el golpe que me diera Andrés con su pie. Me sobrecogí de miedo imaginando lo que vendría de ahí en adelante si mi Amo consideraba que yo era un insumiso; y anhelé poder demostrarle mi obediencia y mi sometimiento; pero en la posición en que estaba no podía más que estarme absolutamente quieto, casi hasta evitando respirar. Eso debió funcionar, por que Andrés viró su atención hacia otro objetivo.

¡Acércate! – ordenó el chico sin que yo pudiera saber a quién se dirigía.

Uno de los otros dos chicos, no supe si Martín o Juba, se nos acercó y de inmediato oí un ruido sordo, como de una mano estrellándose plena sobre una mejilla. Supuse que Andrés había abofeteado al chico y estuve seguro entonces que el que había recibido el castigo era el negro, pues ni siquiera consideré que fuera posible que mi amado Martín estuviera allí para algo más que acompañarme; mucho menos que fuera a ser sometido y castigado también por Andrés. El caso es que no me preocupé demasiado por ello, pues me resultaban más acuciantes los dolores que estaba sintiendo en mi cabeza y en mi culo.

La próxima vez no quiero ver ni uno sólo de estos – le dijo Andrés al chico que acababa de abofetear.

Si, Amo. Perdón Amo…. – respondió sumisamente el interpelado con un hilo de voz

Sepárale los cachetes – volvió a ordenar Andrés.

Si, Amo.

De inmediato sentí que dos manos, que no eran las de Andrés, me agarraron los cachetes del culo y me los separaron con fuerza, dejando completamente expuesto mi ano. Sentí una corriente de frío recorriendo mi raja y me estremecí de miedo, pensando que mi Amo se disponía a arrancarme todos los pelos que rodeaban mi esfínter. El sufrimiento que me esperaba sería terrible. Pero ni aún así osé moverme por miedo a que Andrés sintiera que yo estaba tratando de insubordinármele.

Pasaron unos instantes que se me hicieron una eternidad, al cabo de los cuales sentí que algo duro presionaba levemente en mi ano. Creí que a pesar de lo que había dicho Juba cuando él y Martín me preparaban para la prueba, Andrés sí iba a follarme aquella tarde; sin embargo deseché de inmediato la idea porque en la posición en que estaba, aún con su pie aplastándome la cabeza contra el suelo, era imposible que el chico pudiera meterme su verga por el culo, a menos que su herramienta fuera algo monstruosamente largo y retorcido.

Y aún no acababa con mi razonamiento cuando ese algo duro que presionaba levemente en mi ano me penetró con inusitada violencia. Sentí como si me hubiesen desgarrado el esfínter y creí que Andrés había decidido romperme el culo con algún raro instrumento de tortura. Aunque aquello que me había ensartado en el culo no se sentía demasiado grueso, ni siquiera como una verga tan pequeña como la mía, sí era tan largo que me había entrado casi hasta el límite, donde podía tocar mi próstata. No comprendía qué era aquello, pero la extraña sensación que me provocaba, mezcla de insufrible dolor y angustiosa insatisfacción, me hacía olvidar incluso de las dos manos que seguían agarrando fuertemente mis cachetes y me los mantenían separados al máximo.

Pero entonces ese algo que tenía ensartado en el culo empezó a moverse como con vida propia y fue ahí cuando caí en cuenta que Andrés me había metido uno de sus dedos y ahora me estaba palpando por dentro, como si estuviera examinando mis entrañas para saber si lo satisfacían o no. Su dedo me recorría las paredes del ano, provocándome una extrañísima sensación de placidez e insatisfacción, que muy pronto fue convirtiéndoseme de nuevo en una excitación incontenible. Él no paraba de hurgar en mi interior, haciéndolo sin miramientos y causándome un nuevo dolor a cada momento, pero al mismo tiempo aumentando mi calentura hasta el límite.

De un momento a otro dejó de revolver su dedo en mi interior y lo sacó de mi culo para volver a metérmelo con fuerza y hasta el fondo. De nuevo creí que me había rasgado el ano y casi no pude contener un gemido de dolor. Pero entonces él volvió sacarme su dedo para volver a metérmelo, haciéndolo una y otra vez; hasta que el dolor se me fue convirtiendo definitivamente en una calentura que no podía contener. Empecé a jadear aún con mi rostro aplastado contra el suelo y creí que me correría irremediablemente. Él me estaba dedeando y eso me provocó una increíble sensación de bienestar y placer; era como si mi Amo estuviera premiando mi sumisión y mi entrega; y yo anhelaba entregármele aún con mayor sumisión, sometérmele, postrarme a sus pies y adorarlo como a mi Dios; tal vez de esta forma Andrés decidiera follarme hasta sacarme tanta excitación.

Sensaciones similares no me las había provocado más que Eduardo, el hijo de un señor con el que trabajé por algunos meses. Este chico empezó por darme algo de dinero para que le mamara la verga y luego, únicamente a cuenta de ser el hijo del patrón, me obligaba a realizar cualquier tipo de guarradas, entre ellas hacerme estar por largo rato en cuatro patas al lado de su sillón mientras él me dedeaba, hasta que yo le imploraba que por piedad me ensartara su gruesa y retorcida tranca y me rompiera el culo.

Y Andrés siguió dedeándome por algunos minutos, mientras yo hacía verdaderos esfuerzos para no mover mi culo al compás de las arremetidas de su dedo y aún más para no implorarle que me follara sin compasión; cualquiera de esas dos cosas seguramente me habría costado un severo castigo. Pero cuando ya mi excitación estaba llegando al último límite, él me sacó su dedo con la misma violencia inusitada con que me lo había metido la primera vez; de inmediato sentí que las otras manos que habían mantenido mis cachetes abiertos se retiraban también. Creí que todo había terminado allí, pero aún faltaba algo: Andrés me propinó un par de nalgadas fortísimas, que me hicieron sentir que mis cachetes se estaban quemando a fuego lento.

Aún me sostuvo por unos instantes con mi culo levantado mientras me aplastaba la cabeza con su pie, seguramente para contemplar los efectos de las nalgadas en la piel de mis cachetes. Luego me liberó y sin más me ordenó:

Arrodíllate.

De inmediato, como si Andrés hubiese pulsado un resorte en mi cuerpo, me puse de rodillas a sus pies. Juba me había explicado como hacerlo para que el chico viera mi sumisión y mi disposición a obedecer cualquier orden suya; así que erguí mi torso hasta quedar recto y con mi culo respingón; incliné mi cabeza sin levantar la mirada del suelo y eché mis brazos hacia atrás, sujetando la muñeca de mi brazo izquierdo con mi mano derecha. Debía presentar un bonito espectáculo, ahí arrodillado con mi pito pegado al estómago, vestido tan sólo con la pequeña camiseta adherida a mi torso, con mi rostro sucio de polvo y lágrimas, mi cabello alborotado y mi culo ardiendo y rojo por las nalgadas.

Él dio un rodeo en torno a mí, como si estuviera comprobando que mi postura era correcta y tal vez solazándose con mi apariencia; luego se me plantó enfrente, me agarró por los pelos con fuerza haciéndome echar mi cabeza hacia atrás. Creí que iba a golpearme y cerré los ojos mientras empezaba a temblar por el miedo al castigo inminente. A esas alturas ya no sabía a qué atenerme con Andrés, pues todo el tiempo que me había tenido a su disposición, me había obligado a ir del placer al dolor, del dolor al placer; logrando con ello que en mi mente se fijara la idea de satisfacerlo plenamente, como única vía para evitar el dolor y lograr que él me premiara con un poco de placer.

En un momento dado acercó su mano derecha a mi boca mientras con la izquierda seguía sujetándome por los pelos y manteniendo mi cabeza echada hacia atrás. Creí adivinar lo que deseaba y en mi afán por complacerlo abrí mis labios tímidamente y cuando me metió los dedos empecé a chupárselos y lamérselos. Tenían un sabor extraño que me hizo pensar que su dedo de en medio era con el que me había estado hurgando el culo. Aquello me causó un morbo tan intenso que en el estado de excitación en que me encontraba, por poco hace que me corra a chorros. Sin embargo no tuve tiempo de disfrutar de ese inesperado placer, por que esta vez Andrés pareció enfurecerse de verdad y me vi sometido a una escena que no me había esperado:

¡PUTO! – me gritó al tiempo que sacaba sus dedos de mi boca.

Me sacudió una oleada de verdadero pánico. Ahora era casi seguro que aquello no iba a terminar bien para mí. Sentí que el sudor brotaba abundante por cada poro de mi piel y deseé poder echarme a los pies de Andrés para implorarle que me perdonara. Pero él seguía sosteniéndome por los pelos y yo no iba a atreverme a moverme por que eso agravaría mi situación. Y sin pensárselo, el chico me asestó una bofetada violenta, que seguro me habría hecho caer al suelo de no ser por la fuerza con que él me tenía agarrado por los pelos.

¡PUERCO! ¡MARICÓN! – me gritó al tiempo que me propinaba otra bofetada.

No aguanté más y me solté a llorar; invadido de un miedo que nada antes me había provocado. Traté de controlar mis sollozos para evitar que ello fuera a excitar aún más la furia de Andrés; sin embargo, de mis ojos manaban verdaderos raudales de lágrimas y mi cuerpo temblaba sin pausa por todo el terror que estaba sintiendo.

¡¿QUIÉN TE ORDENÓ QUE CHUPARAS, PUERCO, MARICÓN?! – volvió a gritarme dándome un nuevo golpe.

Sin medir las consecuencias y en el colmo de la angustia, me atreví a implorarle:

Perdón, Amo…perdón…Amo, perdón…Amo

Tal vez mis lágrimas y mi súplica lo conmovieron, o simplemente consideró que el castigo había sido suficiente; el caso es que pareció calmarse. No obstante me sacudió por los pelos y me ordenó, ahora con su tono apacible:

Abre bien tu sucia boca.

Obedecí de inmediato, cerrando mis ojos y sin atreverme a pensar en lo que se proponía hacerme. Me metió su mano derecha en la boca y empezó a palparme. Sus dedos recorrían mis encías, mis carrillos, mi paladar. Tocaba mis dientes y mis muelas y hurgaba bien adentro, metiéndome sus dedos más allá de la campanilla. Tuve que esforzarme de verdad para controlar las arcadas, por que el chico no se andaba con miramientos en la exploración que me estaba haciendo, y era como si quisiese medir la profundidad de mi garganta.

Me estaba sometiendo a un examen verdaderamente minucioso, como si se percatara de las características de un animal que se dispusiera a comprar. Así me sentía yo, como un animal que Andrés estaba observando, para saber si me consideraba digno o no de convertirme en su esclavo. Y es que para concluir aquella humillante inspección, me sujetó la lengua con sus dedos, pellizcándomela y halándomela duro, haciéndome que la sacara hasta donde era posible.

Finalmente pareció satisfecho con el examen a que me había sometido; soltó mi lengua y restregó su mano sobre mis pelos, como para limpiarse la baba que se le había adherido. Creí que después de aquello volvería a abofetearme; pero cuando no lo hizo me sentí aliviado y casi feliz. Me había enseñado una nueva lección: no sólo debía esforzarme por sometérmele y satisfacerlo; debía tener cuidado en no mostrar ninguna iniciativa propia; no debía pensar y mucho menos tratar de adivinar cuáles eran los deseos de mi Amo; debía limitarme a obedecer ciegamente y a prestarme con extrema docilidad a todo lo que él quisiera hacerme.

Él se alejó hacia el pequeño sofá y yo me quedé ahí en medio de la estancia, aún de rodillas, con mi torso recto, mi cabeza inclinada, mi mirada fija en el suelo y mis brazos echados hacia atrás; mientras Andrés se acomodaba en el mueble y descansaba sus pies sobre el mar de cojines que estaba disperso a su alrededor. No podía sentirme más indefenso y al mismo tiempo más ansioso. Ahora hasta el más mínimo movimiento mío dependía de las órdenes que me diera Andrés; y si él no me ordenaba nada, yo permanecería estático, semidesnudo y absolutamente humillado.

Afortunadamente para mí, no pasó mucho tiempo antes que el chico volviera a requerirme. Chasqueó sus dedos como si llamara a su perro y me indicó que me acercara. De inmediato me puse a cuatro patas y me dirigí hacia donde él estaba muellemente sentado. Tímidamente me arrimé a sus pies y me incliné para empezar a lamerle las zapatillas, siempre adoptando mi papel de mascota sumisa y obediente. Pero apenas empezaba a repasar mi lengua por su calzado, él me ordenó:

Descálzame.

Las manos me temblaban cuando tomé su pie derecho para retirarle la zapatilla. Juba me había advertido que si Andrés me ordenaba descalzarlo, mi deber era hacerlo e inmediatamente inclinarme para besar sus pies demostrándole devoción. En el momento en que el negro me explicaba aquello, deseé que no me viera obligado a hacerlo, pues besarle los pies a otro chico me parecía un acto demasiado humillante y no estaba seguro de querer caer tan bajo. Pero a estas alturas ya nada más me importaba que dar plena satisfacción a mi Amo y demostrarle mi sumisión y mi obediencia.

Ya antes había tenido que humillarme de semejante forma, pero lo había hecho obligado por papá; y no ante cualquier chico, sino ante el canalla de mi hermano menor, al que tuve que lamerle los pies cuando lo del trapero. En esa ocasión me sentí absolutamente miserable; pero esta vez lo único que me obligaba era mi propio deseo de satisfacer a Andrés, de obedecerle, de sometérmele, de entregármele sin condiciones ni reticencias. Así que a estas alturas, antes que sentirme humillado, veía en ello la oportunidad de demostrarle a mi Amo que podría hacer de mí lo que a bien tuviera.

No me costó trabajo sacarle las zapatillas por que traía las agujetas sueltas. No traía puestos calcetines y eso me libró de un esfuerzo, lo cual agradecí en mi interior por que mi única y mayor preocupación en esos momentos era evitar a toda costa incomodar al chico, pues estaba seguro que de hacerlo me vería castigado duramente. Y luego de haberlo descalzado con toda la diligencia de que fui capaz, me incliné ante él para besarle sus pies.

Me sorprendió un poco el olor que tenían; seguramente había estado usando esas zapatillas durante todo el día, y sin traer puestos calcetines, sus pies habían transpirado abundantemente, lo que hizo que el sudor se mezclara con el tufillo a cuero de su calzado, generándole un aroma peculiar y un tanto fuerte. Sin embargo no me esperé para posar mis labios en sus pies y besárselos con decisión, tratando que él sintiera toda la devoción que yo quería imprimirle a ese gesto de sometimiento, sumisión y obediencia.

Sentí como si una corriente eléctrica sacudiera mi columna vertebral mientras mis labios acariciaban sus pies con absoluta entrega. Quería que ese momento se prolongara, por que en vez de humillación, lo que sentía era una paz intensa que inundaba mi espíritu. Era como si toda mi vida hubiese estado únicamente esperando el momento de poder besarle los pies a Andrés. Y creo que él sintió toda la carga emocional que yo le imprimí a ese gesto de sometimiento, por que me dejó que me estuviera ahí por largos segundos, besándole los pies una y otra vez.

Mi deseo era estarme ahí por siempre, postrado ante Andrés; y que tal vez él me ordenara lamerle sus pies. Me gustaban, me parecían hermosos; eran delgados, largos, de piel suave, con una leve pelusilla en el empeine y de dedos parejos; y a pesar del olor que emanaba de ellos, se veían muy cuidados, con las uñas pulidas y abrillantadas. Se veía que el chico se los cuidaba bien; o tal vez tendría a alguien que se ocupara de esos menesteres; eso era lo más seguro; no sería yo el único esclavo de ese adolescente tan hermoso, tan arrogante y tan dominante.

Pero cuando menos me lo esperaba, todo terminó. Andrés puso uno de sus pies sobre mi cara y me empujó ordenándome que le calzara de nuevo sus zapatillas. Y cuando lo hice se levantó y salió convidando a Juba para que se fuera con él. Me quedé solo con Martín y tuve que esperar en silencio por largos minutos, tal vez una hora, a que regresara el negro, para saber que el chico había dejado en suspenso su decisión sobre mi participación en la película. "Ya se te avisará a través de Martín", dijo Juba y luego nos dio instrucciones para que nos fuéramos de la villa.