Esclavo (1: De Odios y de Amores)
Aquí voy de nuevo. A todos gracias por sus críticas a mi anterior serie...a mis detractores, especialmente, por las cargacajadas que me projo lo inocuo de sus críticas...
Esclavo: De Odios y Amores
No creo que existan dos personas en el mundo más diferentes que mi hermano y yo. Tal vez por eso es que llegué a odiarlo con tanta pasión e intenté siempre sustraerme a su atractivo para no vivir bajo su sombra.
Julián es tremendamente guapo; o al menos eso dicen todos lo que lo conocen. Con su cabello dorado y sus ojos color miel coronados de largas y tupidas pestañas, parece un ángel que les provoca suspiros a todas las amigas de mamá. Las chicas y algunos chicos parecieran derretirse cuando están cerca de él, por que a pesar de no tener más que 14 años muestra un físico excepcional, que lo hace parecerse al modelo que debió inspirar el David a Miguel Ángel.
En cambio yo soy flacucho, más bajo que mi hermano aunque ya tengo 18 años. Mi pelo castaño y mis ojos de color café parecen demasiado comunes como para llamar la atención de nadie. Además mi rostro tiene cicatrices de acné y no puedo mirarme al espejo sin dejar de compararme con mi hermano. Lo único que destaca en mi cuerpo es un trasero respingón y firme, que cuando niño me hacía objeto de bromas en la escuela, pero que en los primeros años de la adolescencia hizo las delicias de Felipe y de algunos de mis compañeros de colegio y también me ayudó a disfrutar a mí de mis preferencia por los chicos.
La verdad es que nunca he podido superar mi sentimiento de inferioridad ante Julián; estoy conciente que soy muy poca cosa comparado con él; aunque eso siempre me ha causado más coraje que resignación y me ha llevado a intentar por todos los medios superar a mi hermano; aunque nunca haya tenido éxito.
Cuando Julián nació yo ya tenía 4 años de edad. Aunque papá y mamá no me habían consentido especialmente, yo sentí que el mundo se me derrumbaba, pues la poca atención que me habían brindado, se la dedicaban ahora a mi pequeño hermano, al que sí colmaban de mimos, caricias y palabras de alabanza. Uno de mis primeros y más dolorosos recuerdos se refiere a una cruel paliza que me propinó papá cuando me descubrió observando a Julián en su cuna, por que según el viejo, yo tenía toda la intención de dañar al bebé.
Con el paso de los años las cosas se pusieron aún más difíciles para mí. Por la mínima queja de Julián, papá o mamá me apaleaban o me castigaban con privaciones que me resultaban demasiado dolorosas. Los viejos siempre han sido demasiado severos conmigo, casi crueles; pero con Julián se han mostrado indulgentes, consentidores y mientras las palizas han menudeado sobre mi pobre humanidad, no recuerdo que a mi hermano le hayan tocado nunca ni siquiera un pelo.
Esa marcada preferencia de mis papás por Julián, fue desarrollando en mí un sentimiento de profundo resentimiento, que muy pronto se convirtió en un odio ciego hacia mi hermano. Y él también contribuía a acrecentar ese sentimiento; siempre mostrándose como el mejor, exhibiendo sus triunfos, restregándome en la cara sus logros, comportándose como si fuera un Príncipe mientras me trataba a mí como a un ser inferior; su arrogancia y su pedantería han llegado incluso a arrancarme lágrimas de coraje y me han hecho imaginar mil maneras de destruirlo, de verlo derrotado, de saberlo tan mediocre como yo.
Pero nada me ha funcionado y ya no tengo ni la mínima esperanza de destruirlo. Él siempre ha sido el mejor en todo lo que hace: el mejor deportista del colegio, las calificaciones más brillantes, un carisma que lo hace simpático y querido para todos los que lo conocen; un don de mando que utiliza para hacer que todo el mundo se someta a su voluntad. Si no lo hubiese odiado tanto, yo mismo habría sucumbido por mi propia voluntad a ese hechizo suyo que obnubila a todos los que lo conocen.
En contraste, yo siempre he sido un mediocre. Torpe, incapaz de coordinar tres movimientos y menos aún de practicar con algo de éxito ningún deporte. Mis calificaciones han sido tan malas, que a los 16 años cursaba estudios con un grupo de chicos de 14 años. Y mi popularidad ha sido, o mejor dicho, no ha sido; por que nadie parece fijarse en mí y los únicos que me tomaban en cuenta en la escuela fueron tres chicos que yo creía mis amigos, pero que en realidad me dejaban que me les acercara por que con mis labios yo les evitaba el esfuerzo de hacerse pajas y por que mi culo respingón les causaba erecciones de campeonato, que sólo se les bajaba luego de rompérmelo dándome palo con toda la potencia de su adolescencia.
En general, mi infancia y los primeros años de la adolescencia los pasé entre las palizas de mis papás, mis fracasos de todo orden, mi homosexualidad oculta y mal asumida, y ese sentimiento creciente de resentimiento, envidia, odio y frustración frente a Julián.
Y como para completar mi frustración y mi envidia por Julián, cuando entró en la adolescencia, a eso de los 11 o 12 años de edad, un caza talentos lo descubrió y lo convirtió en uno de los modelos jóvenes más cotizado del país. Desde entonces, mi odiado hermano se volvió aún más popular y más pedante. Ahora ganaba dinero a manos llenas, que le servía para hacerme sentir más inferior que nunca y para que nuestros papás lo convirtieran en casi un dios que toda la familia debía adorar y obedecer.
Fue por esa época que mi hermano llevó a casa a Martín; y por esas paradojas de la vida, yo me enamoré perdidamente de ese chico que al parecer era el mejor amigo de mi odiado hermano, pero que parecía completamente diferente a él. Sí, me enamoré con locura de Martín, casi como lo había estado de Felipe, sabiendo sin embargo que no podía albergar ninguna esperanza y que estaba condenado al silencio y a una nueva frustración; porque no iba a arriesgarme a revelarle a mi hermano mi homosexualidad, para que él se aprovechara de mi condición para humillarme más y para ponerme en evidencia ante papá, que siempre ha sido un retrogrado que cree que los gay somos una peste que debe ser exterminada.
Martín se mostraba cortés y amable conmigo, sonriéndome cuando teníamos algún momento para compartir. Siempre se interesa por mis cosas, preguntándome por mis estudios, por mis amigos, por mis tristezas. Tenía 14 años de edad y yo ya había cumplido 16. Me parecía hermoso; mucho más que mi hermano, que a sus 12 años ya era un modelo reconocido y mostraba todo su inmediato potencial.
Yo no lograba comprender cómo era que Martín, un chico tan amable y dulce pudiera ser amigo de Julián, que desde siempre se ha mostrado tan arrogante y egocéntrico. No lo comprendía; no me cabía en la cabeza. Y las pocas veces que le pregunté a Martín el porqué de su amistad con Julián, no supo o no quiso responderme y yo creía ver que a él le molestaban mis interrogatorios; hasta que desistí y me conformé con disfrutar de los pocos momentos en compañía de aquel chico de cabello negro ensortijado y piel trigueña, que siempre tenía una sonrisa en sus labios para mí y me trataba con la consideración y el respeto que nadie me había dedicado antes. Amaba de verdad a Martín y mi amor por él crecía de día en día, aunque mis esperanzas eran nulas.
Y cuando ya ese chico se me había convertido casi en una obsesión que me costaba demasiado trabajo ocultar, sufrí una de las peores humillaciones de mi vida. Yo había estado rogándole a papá que me comprara un par de zapatos por que los que tenía estaban muy maltrechos y ya no aguantaban un remiendo más. Mi viejo no me había hecho mucho caso, limitándose a decirme "Ya veremos. Si no das problemas tal vez te de algo de dinero". Y es que así han sido siempre las cosas en mi casa: a mí se me niega hasta lo más necesario; en cambio a Julián nunca le ha faltado nada, pues mientras los viejos son exageradamente tacaños para conmigo, son espléndidos con mi odiado hermano menor.
Pues bien, ignorando mis ruegos, papá decidió en cambio obsequiarle a Julián un bonito par de zapatillas de la marca más costosa que se podía conseguir en el mercado. Eso era injusto a todas luces. Mi hermano tenía por lo menos 20 pares de zapatos de todos los estilos y de los más finos. En cambio yo sólo tenía mis zapatos rotos y un viejo par de zapatillas baratas que a duras penas me servían para caminar por la calle sin correr el riesgo de quemarme los pies con alguna colilla de cigarrillo. Me enfurecí y no pude disimularlo; hice una verdadera pataleta, tratando de reclamar mis derechos; pero una oportuna bofetada de papá calmó mis ánimos mientras Julián sonreía con satisfacción.
Pero ya verás que no te van a durar mucho le amenacé a mi hermano mientras papá volvía a abofetearme y me ordenaba encerrarme en mi cuarto.
Aquel día mamá estaba algo indispuesta. En la tarde llegó Julián con unos amigos, entre ellos Martín; papá me levantó el encierro para ordenarme que fuera a la cocina y les preparara la merienda a los chicos que estaban divirtiéndose en la habitación de mi hermano. Obedecí, no por que me agradara servirle a mi hermano, si no por que ya había aprendido que si me negaba, el viejo me apaleaba y de todas formas me obligaba a servirle a Julián como si yo fuera su mucamo; así que mejor me tragaba la humillación solamente y no la humillación y la paliza.
Pero entonces creí encontrar una oportunidad para desquitarme por lo de las zapatillas. Acomodé la merienda de los chicos en una bandeja y me dirigí a la habitación de Julián con toda la intención de jugarle una trastada. Ya había imaginado cómo ensuciarle al menos sus lindas zapatillas nuevas a mi odiado hermano. Entré en la estancia llevando la bandeja y cuando juzgué que la distancia era la debida, fingí tropezar y caí de bruces a los pies de los chicos, dejando que el contenido de la bandeja se esparciera sobre las zapatillas de Julián.
¡Papá ! berreó Julián al ver sus zapatillas nuevas todas embarradas de salsas y refresco.
Ni siquiera tuve tiempo de levantarme del suelo cuando ya papá estaba en la habitación para atender al llamado de su hijo favorito. Pero traté de tranquilizarme y pensé que todo parecía un accidente y el viejo no tendría por qué castigarme.
Así que cumpliste tu amenaza dijo papá viendo las zapatillas de Julián . Pero ahora vas a ver.
Y antes de que yo pudiera argumentar lo del accidente en mi defensa, el viejo me puso uno de sus pies en la espalda aplastándome contra el suelo. Se sacó su grueso cinturón de cuero y empezó a zurrarme sin piedad, haciéndome ver el infierno por la brutalidad de los golpes. A pesar que mi cara estaba casi enterrada entre los pies de mi odiado hermano, no pude evitar aullar de dolor mientras papá seguía azotándome sin misericordia y dejando caer los golpes sobre mi culo, mis muslos y mis riñones. Creí que iba a matarme y ya estaba a punto de perder la conciencia; pero entonces paró el castigo de improviso y me ordenó:
Ahora le vas a limpiar las zapatillas a Julián y lo vas a hacer con tu lengua o te voy a zurrar hasta que te arranque la piel a cinturonazos.
Aquello era demasiado. La humillación que sentía en ese momento no podía compararse con nada. Obligarme a lamerle los zapatos a mi odiado hermano era el peor castigo que se le hubiera ocurrido a papá. Habría preferido que me reventara a golpes, pero estaba demasiado adolorido y aterrado como para soportar un azote más. Y sabía que el viejo hablaba en serio. Ya me había demostrado su brutalidad demasiadas veces como para que dudara de sus amenazas. Muy bien podría molerme a golpes y luego obligarme a obedecerlo; eso ya lo había hecho antes con extremada frecuencia.
Entonces tímidamente y con las lágrimas asomándome en los ojos, saqué mi lengua y empecé a lamerle las zapatillas a Julián, mientras papá observaba atentamente mi labor. Por supuesto que no lamía con entusiasmo. Más bien quería darle una satisfacción al viejo para que me dejara en paz de una vez; pero él se percató de mi falta de ánimo y quiso incentivarme un poco; volvió a ponerme su pie sobre mi espalda y me regaló con un par de azotes más violentos que todos los anteriores y me ordenó:
Lámele con fuerza, como un hombre. ¿O acaso eres un maricón?
Ya no resistía más el dolor y el miedo; así que me decidí por someterme a aquella humillación. Empecé a lamer con fuerza, poniendo todo de mí para limpiarle las zapatillas a mi odiado hermano lo más rápido posible. Y el muy cabrón seguramente estaba disfrutando de lo lindo de mi sometimiento, por que movía sus pies acercando a mi boca su calzado para que yo lamiera por todos lados. Por supuesto que no iba a arriesgarme a un nuevo golpe, así que hice que mi lengua corriera con diligencia por las zapatillas de Julián, tragándome mi dignidad junto con los restos de salsas y refresco, mientras seguía sintiendo la presión del pie de papá en mi espalda y no podía contener mis lágrimas de dolor y sobre todo de humillación.
Y cuando ya creía haber limpiado pulcramente las zapatillas de Julián, mi perverso hermano me ofreció las suelas para que también se las lamiera. Quise evitar aquel otro detalle de pérfida humillación; pero papá adivinó mi intención y aumentó la presión de su pie en mi espalda y amenazándome con un nuevo golpe me ordenó:
Lámele. Y a ver si se las dejas bien limpias, o ya sabes como te irá si no obedeces.
Ahogué mis sollozos, pero presionado por el miedo y el dolor, empecé a lamer la suela de las zapatillas de Julián, tratando de hacer un buen trabajo para limpiárselas rápido y poder terminar de una vez por todas con aquella humillación que me estaba corroyendo por dentro. Me tragué todo el polvo de las suelas de mi odiado hermano, repasándoles la lengua una y otra y otra vez; intentando que papá viera mi obediencia y evitándome así que siguiera golpeándome. Y lamí con tanta eficiencia que en pocos minutos las suelas de las zapatillas de Julián estaban otra vez nuevas, como si él no hubiese caminado con ellas durante todo el día. Entonces el viejo estuvo satisfecho y quitó su pie de mi espalda; creí que allí había terminado la humillación, pero no fue así.
Papá se inclinó para agarrarme por los pelos y haló con fuerza haciéndome poner de rodillas ante Julián y me obligó a que le pidiera perdón. Traté de controlar mis sollozos por que no quería darle a mi hermano la satisfacción de verme arrodillado a sus pies, suplicándole perdón y para completar ahogado por el llanto. El miserable sonreía satisfecho y con aire de superioridad al verme en el colmo de la humillación y yo quería saltarle al cuello y estrangularlo con mis dedos crispados por el odio. Pero el terror que me sacudía por la furia de papá, era un límite demasiado alto para mi propio coraje.
Traté de balbucear mi súplica de perdón mientras papá me seguía sosteniendo cruelmente por los pelos; creo que logré hacerme entender por que el viejo mostró su satisfacción liberándome, mientras a Julián le brillaban los ojos con el fulgor de su completo triunfo sobre mí. Pero entonces volví a tener conciencia de la presencia de Martín y me quise morir; anhelé que la tierra se abriera y me tragara. En ese instante pensé que mejor hubiese sido que papá me matara a golpes, antes que someterme a semejante humillación en frente del chico al que yo amaba con todo mi corazón. Traté de levantarme para salir de allí corriendo e irme a tragarme la vergüenza en la soledad de mi habitación.
Pero papá volvió a agarrarme por los pelos e hizo amago de azotarme nuevamente. Pero entonces sucedió algo que me dejó verdaderamente atónito y confuso.
Espera papá dijo Julián no lo golpees más.
El viejo se quedó con el cinturón levantado en el aire, tal vez tan atónito como yo mismo, que ya casi me había resignado a seguir recibiendo la paliza. Y era que por lo común mi odiado hermano disfrutaba de ver a nuestros viejos apaleándome; pero esta vez había actuado en mi defensa. Eso enervó más mi coraje, por que no quería que el cabrón me compadeciera. Era mejor que papá me matara a golpes y así terminar de una vez por todas con mi vida miserable y con esa vergüenza y esa humillación que me corroían las entrañas. Sin embargo el gesto de Julián no era gratuito; aún me esperaba una humillación más.
Mejor que me pague el daño de mis zapatillas dijo Julián . Y si quiere que lo perdone que me lustre todos mis zapatos y que me los deje bien brillosos o si no pues lo vuelves a castigar
Yo quería gritar de indignación. El miserable de Julián esta vez se había pasado de lejos. Ocurrírsele semejante despropósito, como si yo fuera su sirviente. Lo miré de tal forma que si mis ojos hubiesen sido puñales, le habría partido las entrañas. Él sin embargo sonreía con satisfacción, viéndome arrodillado a sus pies, sabiendo de sobra que yo tendría que someterme a ese capricho suyo, humillándome aún más de lo que ya estaba.
Ya oíste dijo papá sacudiéndome por los pelos . De ahora en adelante te vas a encargar de lustrarle todo el calzado a tu hermano. Y lo harás bien, o voy a hacer que se lo lustres con tu lengua. Luego, dirigiéndose a mi odiado hermano dijo: Me avisas si te lustra bien tus zapatos y si no estás satisfecho haremos que te los lama hasta que te los deje como debe ser.
Y efectivamente, en más de una ocasión papá me obligó a lamerle los zapatos a mi odiado hermano menor, por que el muy cabrón consideró que yo no se los había lustrado adecuadamente. Pero aquella tarde, tuve que limpiar la habitación de Julián y luego tomar los más de 20 pares de zapatos, zapatillas, pantuflas, botines, botas y sandalias, para llevármelos a mi habitación y empezar con la humillante tarea que me había impuesto papá.
En esos instantes yo no pensaba más que en morirme y acabar de una vez por todas con mi miserable vida. No iba a someterme a ser el sirviente de mi odiado hermano menor, humillándome hasta el punto de tener que lustrarle sus zapatos so pena de lamérselos si él consideraba que mi trabajo no era suficiente. Decidí llevarme los zapatos de Julián a mi habitación y allí cortarme las venas para morirme dejándoselos empapados con mi sangre en cambio de lustrárselos. Ese hubiese sido un desquite algo estúpido pero satisfactorio para mí.
Pero entonces Julián recibió una llamada del director de una campaña publicitaria de la que estaba participando y tuvo que salir de urgencia para revisar unas fotografías y filmar algunos cortes para un comercial. Su prisa fue tal que seguramente ni siquiera se percató que Martín se había quedado en su habitación haciéndome compañía.
Incluso yo me había olvidado nuevamente del chico y al sentir que mi hermano se iba, me dejé caer en el suelo y empecé a llorar con llanto convulso. Martín se me acercó despacio y me miró con dulzura. Entonces no tuve escrúpulos y me abracé de sus rodillas buscando alguna expresión de conmiseración. Y él se arrodilló a mi lado y me abrazó suavemente, pasando su mano por mi cabeza y dejándome desahogar mi llanto en su hombro. Estuvimos así por unos minutos que a mí me llenaron el alma de una paz indescriptible.
Luego él me hizo mirarlo a los ojos y me besó en la frente con tanta dulzura que no pude evitar volver a llorar. Pero esta vez mis sentimientos eran una mezcla confusa de paz, vergüenza, angustia, humillación y amor. Martín me consoló con palabras tan tiernas que me olvidé del resto del mundo y sentí que no valía la pena morirme ahora que estaba en brazos del chico por el cual latía mi corazón. Entre ambos recogimos los zapatos de mi hermano y nos los llevamos a mi habitación; allí me ayudó a lustrarlos, dándome algunos secretos para que quedaran más brillosos.
El resto de la tarde la pasamos juntos y ya no pensé más en la humillación que había sufrido. Y debo confesar que hasta agradecí en mi interior todo lo que había pasado, por que ello me permitía ahora estar con Martín, con mi adorado Martín. Y aunque estaba consciente que no podría sostener con él una relación como la que me hubiese gustado, por temor a delatarle a mi hermano mi homosexualidad, me bastaba con estar cerca de él, con mirarlo, con poder tocarlo aunque furtivamente y sobre todo con oír sus palabras de consuelo, sentir el calor de sus abrazos y contemplar la dulzura de sus ojos negros.
Desde aquella tarde amé aún más a Martín. Ese chico era mi vida. Mi relación con él se me convirtió en un tesoro que cultivé con esmero y con paciencia. Aunque yo sabía que no podía ir más allá de una bonita amistad, no me importaba; por que aún sin la esperanza de tener sexo con él, lo que valía para mí era la dulzura y la consideración con la que me trataba, haciéndome sentir que había alguien en el mundo que sentía respeto por mí y me quería aunque fuera un poco.
Martín seguía siendo en apariencia el mejor amigo de Julián. Andaba con él a toda hora y los dos compartían mucho tiempo. Eso hacía que mi odio por mi hermano menor creciera aún más, sintiéndome celoso de que él pudiera estar con el chico que yo amaba con locura cuando se le diera la gana, mientras yo tenía que conformarme con los pocos momentos en que podíamos estar a solas para hablarle y verlo sonreír.
Al principio traté que Martín dejara de ser amigo de Julián, pero él me respondía siempre que eso no era posible. Entre ellos había un vínculo que yo no podía comprender y que era mucho más fuerte que la amistad que Martín me brindaba. Un día que insistí en hablar pestes de mi hermano, Martín pareció enojarse y me recriminó mi falta de tolerancia. Tuve miedo de perderlo y ya no insistí más; me conformé con lo que obtenía en los escasos momentos que él podía dedicarme.
Pasaron los meses y mi relación con Martín se consolidaba al margen de su amistad con Julián; siempre dedicándome algunos minutos para preguntarme por mis cosas; consolándome de mis tristezas y dándome ánimos para no sucumbir a la desesperación ante la miserable vida que cada día se me hacía más difícil, cargada de humillaciones, de dolor y de un desamor que sólo tenía paliativo con la dulce mirada de Martín.
A diario me telefoneaba para saludarme y darme ánimo; algunas tardes en que Julián estaba demasiado ocupado para reunirse con él, Martín me invitaba a pasear; me llevaba por sitios de la ciudad desconocidos para mí y me mostraba las bellezas de los parques. Los dos nos mostrábamos sensibles y románticos y aunque no me había atrevido a confesarle mi homosexualidad, Martín parecía comprender lo que me pasaba; aunque no mencionaba una palabra y se limitaba a sonreír con dulzura ante mis tácitas pruebas de amor pro él.
Por supuesto yo no dejaba de fantasear con Martín y mientras Ricardo, Raúl o Fernando me estaban partiendo el culo, yo imaginaba que era él el que me hacía el amor con dulzura. También cuando los chicos me ponían a mamarles la verga yo cerraba mis ojos y soñaba con que era a Martín que se la estaba chupando con ternura, esforzándome por darle placer y demostrándole todo mi amor. Nunca fui muy aficionado a tragarme la leche de los chicos por que me parecía demasiado humillante y sólo lo hacía por que ellos me obligaban; pero cuando imaginaba que era mi amado Martín el que se corría en mi boca, yo saboreaba el semen con deleite, pensando que era el producto del placer que yo le había provocado, y me lo bebía como si fuera una prueba más de mi amor por él; tratando de demostrarle a mi idealizado amante mi total entrega.
Y sin embargo nunca me había atrevido a ir más allá de los dulces abrazos y las tiernas miradas; por que aunque al principio sólo era el temor de ponerme en evidencia ante mi odiado hermano; con el correr del tiempo empecé a ver a Martín como a un ángel, un ser puro e inmaculado que yo no iba a mancillar con mis bajos instintos. El respeto por aquel chico llegó a ser tan grande como mi amor por él, y ese sentimiento fue otro límite más fuerte para la satisfacción de mis deseos. Pero como todo lo que se desea con fuerza tiende a hacerse realidad, al fin llegó el momento de mi satisfacción.
Julián no paraba de triunfar y de humillarme; pero gracias a los consejos y a la dulzura de Martín yo había logrado controlar mi odio por el canalla. Hasta llegué a mostrarme conforme con mi papel de segundón y a plegarme sin demasiados remilgos a las humillantes tareas a que me obligaba papá, lustrándole los zapatos a mi hermano, llevándole la merienda y en fin, actuando como si yo fuera su mucamo, mientras él sonreía con satisfacción y suficiencia ante cada nueva afrenta.
Julián acababa de cumplir sus 14 años y a decir de todos estaba hecho un verdadero Adonis rubio, a cuyos pies debería postrarse el mundo entero para adorarlo. Martín llegaba ya a sus 16 años y cada día me parecía más tierno y más dulce; para mí era la imagen de la pureza y la bondad; mientras que mi odiado hermano menor se me parecía a un demonio malévolo que en cualquier momento dejaría ver la negrura de su retorcida alma. A mis 18 años, yo llevaba ya 2 años amando en silencio a Martín y odiando cada día más a Julián, hasta que una noche ya no aguanté más mi deseo y fue precisamente Julián quien me dio la oportunidad de aventurarme.
En algunas ocasiones, cuando los viejos estaban ausentes, Julián solía llegar a casa acompañado alguna chica. Entonces mi odiado hermano menor se encerraba en su habitación a follarse a la jovencita. Una de esas veces, los viejos se habían ido de fin de semana, dejándonos solos en casa a mi odiado hermano y a mí. Y Julián aprovechó la ocasión de la mejor manera.
El viernes como a las 9 de la noche llegó acompañado de Martín y de una chica que en verdad estaba muy bella. Me sentí tremendamente mal por que creí que Julián iba a compartir la chica con mi amado Martín y que él iba a irse a la cama con la chiquilla; y aunque no albergara hasta esa noche ninguna esperanza para mi silencioso sentimiento de amor, me haría mucho daño saber que él estaba a pocos metros de mí revolcándose con una chica, mientras a mí me consumían los celos y el deseo.
Sin embargo no sucedió lo que yo me temía y en cambio tuve la oportunidad de aventurarme en la satisfacción de mi propio deseo. Mientras la jovencita se le colgaba del cuello y lo besuqueaba evidentemente cachonda, mi odiado hermano menor le dijo a mi amado Martín:
Esta noche te puedes quedar a dormir aquí. Acuéstate en la habitación de éste dijo señalándome . Yo voy a tardar y no creo que vayamos a salir de nuevo esta noche.
Martín asintió y yo creí adivinar un aire de resignación es sus hermosos ojos negros. Pero entonces empecé a imaginar lo excitante que sería compartir la cama con Martín y cualquier escrúpulo y cualquier resentimiento contra el canalla de Julián se me olvidó por el momento.
Él se encerró con la chica en su habitación y al poco rato empezamos a oír sus rugidos y los desaforados jadeos de la jovencita. La situación me resultaba insoportable; más aún cuando Martín se mostraba extrañamente ansioso y ni siquiera respondía a mis preguntas. Era como si sufriera por lo que estaba pasando en la habitación de Julián y yo imaginé que se sentía mal por no poder estar con la chica, mientras el canalla de mi hermano la disfrutaba a sus anchas. Cada que la chiquilla profería algún gritito de placer, Martín casi saltaba en el sofá y decía como para sí mismo:
Deben estar gozándolo al máximo
Me percaté que Martín estaba tremendamente excitado porque en su pantalón se marcaba un apreciable bulto. Eso despertó mi propia excitación, haciendo que me olvidara del recato que requería mi temor a ponerme en evidencia y sobre todo el respeto que le debía a mi adorado Martín, que seguía pareciéndome la imagen de la pureza y la bondad. Me le acerqué poco a poco y le rodeé el cuello con uno de mis brazos mientras no podía apartar mis ojos del bulto de su entrepierna. No obstante él parecía no percatarse que yo estaba ahí y su mirada seguía perdida en el vacío.
Los grititos y jadeos que provenían de la habitación de Julián se hacían cada vez más intensos y ya casi eran un escándalo. El bulto de Martín parecía palpitar entre su pantalón y yo, atraído por aquel tesoro que tanto deseaba y naufragando en medio de mi propia excitación, fui inclinándome casi imperceptiblemente y acercando mis labios a la entrepierna de mi adorado. El chico seguía sin inmutarse y yo tomaba ánimos con su pasividad. Hasta que posé mis labios en su bulto y le dediqué un beso suave, muy suave, y luego otro y otro embriagándome con su aroma viril, enloqueciéndome por la proximidad de aquel falo con el que tanto había soñado durante los últimos 2 años.
Martín seguía sin inmutarse por mi atrevimiento y yo tomaba cada vez más ánimos. Hasta que ya no resistí más. Su bulto palpitaba rozando mis labios con cada beso que yo le dedicaba. Entonces me puse de rodillas ante él y con toda la habilidad de que soy capaz, le desabroché el pantalón, metí mano bajándole el borde de su calzoncillo y le saqué la verga completamente erecta. Se le veía morena y de un tamaño regular (tal vez unos 15 centímetros). Yo ya había probado unas mucho más grandes, pero de todas formas no estaba mal para un chico de 16 años y además era la verga de Martín, de mi adorado. Era el sueño de mi vida. Volví a besársela suavemente y ya no aguanté más. Tímidamente empecé a lamérsela hasta que le corrí el prepucio y me llevé a la boca ese glande que ya estaba empapado de un líquido transparente que me supo a gloria.
Iba a darle placer a mi adorado Martín y ya no me importaba nada; ni siquiera que Julián me descubriera. Nada existía en ese instante; ni el odio por mi hermano, ni los jadeos de la chica que él se estaba follando, ni el terror que le he tenido siempre a que papá se entere de mi homosexualidad. Estábamos solos en el mundo, Martín y yo. Lo otro no eran más que malos recuerdos de una vida miserable que estaba a punto de terminar para mí, porque después de ese instante yo sería el chico más feliz del mundo.
Pero todo terminó de improviso, llenándome de incertidumbre y devolviéndome a la miseria de mi vida, que ahora seguramente iba a ser más miserable que nunca por que iba a estar sin Martín. Y fue que en el momento en que empezaba a mamársela, él me apartó con brusquedad haciéndome caer al suelo; se acomodó su verga entre su pantalón y casi corrió hacia la habitación de Julián. Mi terror y mi tristeza se me convirtieron en ataduras que no me dejaban moverme ni pensar. Todo parecía perdido para mí. Ahora el infierno de mi vida ardería sin remedio.
Entonces oí voces acaloradas en la habitación de mi odiado hermano, aunque no pude entender lo que decían. Eso hizo que mi terror y mi incertidumbre crecieran en forma exponencial. Ya me imaginaba las burlas y las humillaciones a las que me sometería Julián y los terribles castigos que me propinaría papá. Ya poco faltaba además para que mamá me despreciara y el saber que yo era un pobre maricón haría que mi vieja se avergonzara de mí. Otra vez quería morirme en ese instante, aunque ni siquiera pudiera levantarme del suelo en donde había caído luego del empujón con que me apartara Martín.
Pero de nuevo ocurrió algo con lo que yo no contaba y que ni siquiera me había imaginado en esos instantes de infinito terror e incertidumbre. Martín volvió hacia mí; su rostro trigueño había tomado un color sanguíneo, casi violeta. Parecía demasiado turbado y sus movimientos eran torpes; hasta creí adivinar que estaba a punto de echarse a llorar. Pero se me acercó, se inclinó un poco pasándome su mano por la cabeza; me miró tratando de imprimirle un aire de dulzura a sus ojos negros y me tomó de la mano ayudándome a levantarme y me dijo:
Vamos, ya pasó todo. Podremos hacerlo en tu habitación. Vamos, podrás chupármela.
Yo estaba atónito. No tenía idea de lo que había pasado en la habitación de Julián, pero no tuve demasiado tiempo para pensar. Martín me llevaba casi a rastras hacia mi habitación, agarrándome con fuerza de la mano. Era como si se comportara igual que el macho que lleva a su hembra a la cueva para que lo complazca, para aparearse con ella. Todo eso era tan confuso para mí, que ni siquiera me planteé la idea de resistirme. Sólo me dejé llevar por mi adorado Martín, pensando que él podría hacer lo que quisiera conmigo, excitándome más a cada instante ante la perspectiva de complacerlo, de entregármele por completo, de sentirme suyo al fin, después de tanto tiempo de estar con él y no tenerlo.
Entramos en mi habitación y ya con mis ánimos renovados me colgué de su cuello e intenté besarlo pero él apartó su cara. Me quedé con las ganas de dar mi primer beso, precisamente al chico que amaba con todo mi corazón; Martín era algo más alto que yo, tenía la misma estatura de Julián, aunque mi hermano tenía 14 años, Martín 16 y yo 18. Sin embargo esta vez tampoco tuve demasiado tiempo para pensar. Tratando de disimular sus sentimientos que yo no podía adivinar, Martín me dijo con sequedad pero queriendo imprimirle un dejo de dulzura a su voz:
Tendrás que desnudarme.
Mi excitación llegó al colmo con esa orden suya. Desabroché su camisa despacio, deseando con ardor poder besar su hermoso cuerpo pero sin atreverme por miedo a un nuevo rechazo. Lo tomé de la mano y lo invité a sentarse en el borde de mi cama; me arrodillé ante él y lo descalcé; luego desabroché su pantalón y se lo saqué despacio, tratando de controlar mi temblor y mi excitación para no gritar de dicha. Pero él parecía inconmovible, era como si no estuviera allí; apenas se dejaba hacer casi sin colaborar en nada. Lo veía cerrar sus ojos y pensaba que él estaba tratando de imaginar que estaba con alguna chica; pero nada me importaba.
Estaba a punto de hacer realidad mi propio sueño; de complacer a mi amado; y si él sólo me veía como a un medio para desahogar su calentura, pues yo me sometía de buen grado a que me usara; al fin de cuentas ya estaba acostumbrado a ello, pues ya sabía que todos los chicos no hacían más que usarme para sacarse su excitación con mi boca o con mi culo, según les apeteciera. Así que ser usado por Martín no era una humillación si no más bien la cristalización de mis sueños reprimidos por más de 2 años.
Cuando acabé de desnudarlo lo invité a tenderse en la cama y él lo hizo sin proferir ni una palabra. Se acostó con sus ojos cerrados, poniendo sus brazos bajo su cuello y sin manifestar la más mínima emoción. Su verga estaba fláccida y yo empecé a besársela suavemente, pero lo que en realidad la hizo reaccionar fueron los rugidos de placer de Julián y los jadeos de la chica que él se estaba follando en la habitación de al lado. Pero tampoco eso me importó. Viéndole su polla erecta, empecé a mamársela con toda la ternura que me inspiraba mi amor por él; tratando de darle el máximo de placer, aunque él no manifestaba nada más que leves suspiros cada que me mis labios se la apretaban y mi lengua le repasaba por el glande.
Mi propia excitación me hacía imprimirle pasión a la mamada; y aunque Martín seguía sin decir nada, con sus ojos cerrados, como si el estar allí fuese más una obligación que una decisión suya, yo seguía chupándosela como si en ello me fuera mi propia vida. Al fin de cuentas mi pasión alcanzaba para ambos; y pasados algunos minutos, Martín empezó a descargarse en mi boca sin apenas dejar traslucir su placer más que en la vibración de su verga que mis labios apretaban tiernamente para recibir dentro de mí sus chorros de semen. Su corrida fue abundantísima, como si sus huevos hubiesen contenido la leche de muchas semanas sin eyacular; pero él ni siquiera gimió; se limitó a dejarme hacer sin ni siquiera dedicarme una mirada de aprobación que mis ojos buscaban con ansiedad mientras le besaba su verga con todo el amor que me inspiraba ese chico.
Martín no dijo una sola palabra; me dejó que siguiera besándole la verga por algunos minutos; luego me apartó con suavidad se levantó para buscar su calzoncillo y se lo puso, para luego volver a tenderse en la cama sin decir nada. Yo esperaba que me diera su aprobación, que me dijera cuánto había gozado con mi mamada, que se mostrara tan dulce como siempre y me abrazara como una forma de agradecerme todo el placer que había recibido de mí. Pero él no dijo nada; ni siquiera un sonido.
No sabía qué pensar; el mutismo de Martín me creaba dudas, y sin embargo no podía estar más feliz. Así eran los chicos; yo lo sabía ya; después de estar satisfechos simplemente se apartaban sin una palabra; lo único que les importaba era descargarse y luego se iban. Martín era dulce, pero tal vez era su primera vez con otro chico y seguramente aquello había sido demasiado fuerte para él. Pero ya yo le mostraría todo mi amor y él se acostumbraría a tenerme a su disposición para complacerlo, para adorarlo, para amarlo con todo mi corazón, para entregármele sin condiciones. Quise abrazarlo pero él se apartó con suavidad y ya no insistí más por esa noche.
Me acosté a su lado sin tocarlo; no quería que se molestara conmigo; lo que habíamos pasado en los minutos previos ya era demasiado por el momento. Se dio vuelta y enterró su rostro entre la almohada. Yo me quedé viéndolo en la penumbra, con mi corazón pleno de gozo y de amor por él; esperanzado en que las cosas mejorarían paulatinamente por que mi amor por Martín era lo suficientemente fuerte y grande como para hacer que él también me amara aunque fuese un poco.
Los jadeos y los rugidos de placer no cesaban en la habitación de Julián; yo no podía dejar de observar a mi amado Martín, aunque sospeché con angustia que él estaba llorando. No entendía lo que estaba sucediendo y aunque no podía ni quería arrancarme la felicidad que me provocaba lo que había hecho con mi adorado Martín, creí que las cosas no funcionarían como yo deseba. Sin embargo, durante los días siguientes iba a tener razones para creer que mis temores de esa noche eran infundados.