Esclavas en un mercado de oriente

Dos jóvenes cristianas son capturadas durante las Cruzadas por los musulmanes y vendidas como esclavas en el mercado de una lejana ciudad.

Las dos salimos temblando y nuestros suspiros se pueden escuchar por encima de los gritos de los compradores y de los mercaderes, por encima de los berridos de los animales y de los crujidos de las ruedas de los carros.

Estamos completamente desnudas y nuestros cuerpos blancos deslumbran a la audiencia. Somos cristianas caídas en desgracia, hijas de cruzados capturadas por los infieles mientras estos estaban luchando. Nuestro destino es incierto.

Después de muchas semanas de caravana por el desierto, después de muchos días encerradas en jaulas, hemos terminado en el mercado de esclavos de una ciudad cuyo nombre no conocemos. Nuevos olores acuden a nosotras, y una sensación terrible de desolación y de tristeza nos envuelve.

Nadie nos ha tocado hasta este momento, hasta esta misma mañana. Todos los días nos han alimentado bien, nos han permitido asearnos y nos han dejado conservar nuestras ropas. Hoy sin embargo, y sin mediar palabra, dos gigantescos hombres nos han arrastrado fuera de la jaula y nos han arrancado la ropa a tirones. Aunque ya hemos secado nuestros cuerpos de lágrimas, hemos vuelto a llorar cuando pensábamos que no volveríamos a hacerlo. Desnudas por completo, nos han lavado con delicadas esponjas unas jóvenes que debían tener nuestra edad. Lo han hecho en medio de un silencio sepulcral. Después, han procedido a depilar el pelo de nuestras axilas y de nuestros pubis. Toda nuestra dignidad, la poca que nos quedaba, ha caído con estos vellos: jamás nos habíamos sentido tan expuestas, tan vulnerables. El tesoro que hemos guardado para nuestros maridos tantos años ahora es visible por cualquiera.

Limpias y secas, nos han conducido a una pequeña sala en la que nos han untado perfume por el cuerpo: las jóvenes nos han pasado sus delicadas manos por los muslos, por los pechos y los pezones, por las nalgas y por nuestras ahora indefensas entradas hacia nuestros violados tesoros, rajas rosadas y prietas de vírgenes. Seguidamente, nos han peinado y nos han colocado grilletes de manera que nuestras manos estén aprisionadas tras nuestras espaldas.

Hemos arrancado a llorar otra vez y llorando nos han sacado al estrado de madera en el que vamos a ser exhibidas. Jamás he sentido una sensación tan repulsiva y… A la vez excitante, malévolamente excitante. Era cierto lo que decían: el Diablo anida entre los infieles y nos contamina a todos, nos hace disfrutar de situaciones terribles, me hace sentirme llena de deseo ante tantos hombres de piel oscura que pujan por mi y que observan mi cuerpo, bendecido por las palabras del mercader y por sus gestos ardientes.

Estoy segura de que María siente lo mismo que yo a pesar de las lágrimas y de su cara enrojecida por la vergüenza. El mercader nos agarra de un brazo y nos toca mientras habla: nos pellizca un pezón o ambos, contornea nuestros pechos y nuestras nalgas, golpea nuestros muslos y nuestras piernas como si golpease las de un caballo o abre nuestras bocas con dos dedos.

Somos dos perlas exóticas en un mundo que para nosotros es exótico. María es alta y recia, pero de formas onduladas y delicadas. Sus pechos son grandes, muy redondeados y firmes, y sus pezones son dos flores rojas abiertas de par en par. Los tiene, como yo, erizados, duros como el granito. Su pelo rubio y largo casi roza su estrecha cintura, que se abre sujeta por dos nalgas grandes y blancas, lustrosas pero no desproporcionadas. Sus piernas largas sostienen un pubis amplio que empieza a mojársele con perfidia.

Yo soy en cambio más baja (aunque no pequeña), y mi pelo pelirrojo apenas me cubre los hombros. Mis pechos son pequeños y respingones, ligeramente picudos, pero bellos y delicados como piezas de orfebrería. Mis pezones son rosados, lánguidos y pequeños, y mi cintura es también estrecha, como mis nalgas, que sin embargo son vigorosas como mis piernas, delgadas pero firmes. Mi pubis es menos amplio que el de María, y también está mojado. Me pica. Me pica tremendamente, y no soporto que mis labios lubricados y olorosos asomen a la vista de todos.

El mercader nos hace avanzar y retroceder, nos obliga a agacharnos para mostrar nuestros culos, que él abre con cuidado, o nuestros tesoros, que únicamente roza con las puntas de los dedos. Nos obliga también con gestos a saltar y a votar, y nuestros pechos y nalgas saltan y caen y votan con nosotras ante la admiración de los compradores. El cuerpo de María es verdaderamente espectacular: todo en él se mueve en miles de cadencias minúsculas que en realidad son una sola.

De repente, quiero lanzarme sobre ella y devorarla: chupar sus grandes tetas, masajearlas, hundir mi lengua en su coño y en su culo y hacerla gritar de placer delante de todos esos monstruos.

El Diablo: el Diablo vive con los infieles.

¿Cuál será nuestro destino?

¿Sucumbiremos ante él?