Escenas urbanas: morbo en el Metro
Desengañémonos: volver a casa desde el curro a las mil es un coñazo. Aunque, eso sí, no deja de ser una oportunidad como cualquier otra para experimentar un encuentro sexual tan inesperado como lleno de morbo.
Escenas urbanas: morbo en el Metro
Es uno de esos días, en que me tengo que quedar hasta muy tarde en el curro y cuando salgo ya es noche cerrada, no hay un alma en la calle (es lo que tiene aquí el verano) y me encuentro derrotado. Trabajo a las afueras de Madrid, y me espera un largo viaje en metro hasta casa.
Ha sido un día duro, hoy teníamos reunión con los peces gordos y por eso he tenido que venir trajeado. No suelo, pero tampoco me desagrada, como les ocurre a otros. La tela del traje es ligera, la camisa me recorre la piel con suavidad, y hay cierta idea morbosa en el hecho de que la corbata apunte permanentemente hacia mi polla. Vaqueros y camisa informal son mi ropa de guerra, pero el traje no me molesta. Me siento cómodo. Salvo quizá por estos putos zapatos.
Llego a la boca del metro, pero esta salida está cerrada. Hay otra cruzando la calle. Tendré mucha coña si pillo el último, a estas horas. Si no, a gastarse el sueldo en un taxi. Bajo, y el eco de mis zapatos contra el suelo va resonando en las bóvedas del túnel vacío. Al pasar los tornos observo cómo el guarda descansa apoyado en uno de ellos con cara de aburrimiento. Aprovecho para mirarle disimuladamente mientras le sobrepaso. Quién pudiera sobarte ese cuerpo y comerte la boca, cabrón. No sé si son los uniformes o qué pero esta gente siempre me ha suscitado un morbo especial. En fin.
Estoy en el andén, y el cartel indica 5 minutos hasta el próximo tren. No hay ni Dios. Normal, quién coño va a estar aquí un martes. Me entretengo caminando hacia el fondo del andén. Por el otro extremo llegan un par de personas más, pero yo me quedo allí, alejado. Estoy cansado, me mola estar así un rato, apartado del mundo. Me siento. Ahora noto el sudor, principalmente en la espalda, recorriéndome el estrecho espacio que queda entre la camisa y la piel cuando yergo la columna para estirarme. No me he dado cuenta de quitarme la chaqueta, pero no tengo ni ganas. Simplemente me reclino hacia delante. Me relajo
Casi se me están cerrando los ojos cuando me sobresalto por la llegada repentina del tren, que inunda el andén lanzándose como un puto rayo, despidiendo una pequeña ráfaga de aire a su paso. Cojo mi maletín y entro. Es el último vagón, y no hay nadie. Bueno, sí, allá veo a un tío sentado, inmóvil. Por alguna razón que nunca adivinaré, en vez de sentarme en cualquier sitio del otro rincón, mis pasos me acaban conduciendo hacia este tipo, para acabar acomodándome precisamente frente a él. Y, dado que el vagón está por lo demás vacío, ha quedado un poco extraño. Afortunadamente, el pibe ni se inmuta.
Aquí dentro está mejor de temperatura, bendito aire acondicionado. Observo distraídamente al tipo frente a mí. Después de todo, estaré un buen rato sin otra cosa que hacer. Parece un macarrilla, un tío curtido, de unos cuarenta, vestido con aire muy informal pero mirada seria. No le haría ascos, en un momento dado. Creo que estoy bastante salido. De pronto hace un pequeño gesto, parece que ha notado que le miraba. Desvío la mirada, me he cortado un poco. Por el rabillo del ojo alcanzo a ver que ahora es él quien me mira, pero abiertamente, de frente, inmóvil como hace un momento. Uf. Le devuelvo la mirada, es lo mejor, naturalidad ante todo. No veo procedente sonreír. Él sí lo hace. Bueno, no estoy seguro de si ese leve gesto de su boca es una sonrisa o una especie de mueca de circunstancia. Intento relajarme y me recuesto hacia atrás, mirando hacia arriba. Parece que mi pene empieza a tener la misma idea.
Una parada, dos, quedan mil y el vagón continúa con el colega tranquilete y yo como únicos ocupantes. Y es aquí cuando me doy cuenta de que había olvidado por completo un detalle. Que no llevo vaqueros, coño. Que el empalme se me ve a cien kilómetros. Cosas de no estar acostumbrado a llevar traje Al percatarme de mi descuido hago un pequeño gesto reflejo, casi imperceptible, pero demasiado obvio como para no llamar la atención del extraño. Llevaba un rato mirándome el paquete. Y ahora sí que sonríe, sin duda, pero una sonrisa para sí mismo, maliciosamente pensativa.
Y el tío se decide, y mirándome a los ojos se recoloca en el asiento con un movimiento brusco, recostándose, y acto seguido se agarra descaradamente el paquete con una mano, con gesto desafiante, y con una repentina lascivia que me deja pasmado se pone a restregárselo con intensidad. Varios pensamientos fugaces destellan en mi mente somnolienta. Esto es demasiado para mí.
Ni cuando el metro se detiene en una nueva parada el macarra deja de restregarse la polla por encima del pantalón. Yo no puedo apartar la mirada. Y, qué coño, ha sido un día duro. ¡A tomar por culo todo! Decido entrar en su juego. Y lo primero que noto al llevar la mano a mi miembro es la tela del pantalón, una vez más esa tela suave, fina, de traje de verano. Clavo la mirada en el cabrón que tengo enfrente y comienzo a recorrer con los dedos el contorno de mi polla, durísima ya desde hace un buen rato. Es acojonante la facilidad con que la parte interna de la tela desliza sobre mi slip. Percibo cómo cada milímetro de mi pene se excita a medida que lo voy recorriendo con las puntas de mis dedos. El tipo me sonríe con lujuria y complicidad. Me apetecería levantarme y darle un buen morreo. Tocarle yo el paquete. Pero una extraña regla no escrita me impide hacerlo, como si esta situación pidiera a gritos seguir así, mantener el morbo de estar sentados tranquilamente en el vagón del metro, sobándonos cada uno nuestro rabo como si estuviéramos en el puto salón de nuestra casa.
Otra parada, sigue sin subir nadie, y por favor que no lo hagan, ahora no. No en este momento, en que estoy sintiendo cómo mi capullo sobresale por la parte de arriba del slip, todo esto por debajo del pantalón, como en un mundo oculto a todos menos a mí. Y ahora no creo lo que ven mis ojos. El macho que tengo enfrente se desabrocha la bragueta, y durante un segundo se vislumbra a través de ella un trozo de carne de aspecto prometedor, que el hijoputa a continuación se saca con cuidado, dejando su mástil apuntando hacia arriba, retirando las manos y parándose a observar, muy atento, mi posible reacción.
Me quedo como fascinado observando su miembro, mientras mis dedos acarician distraídamente la punta del mío y el sudor me va empapando cada vez más la camisa. Tiene una buena polla. De tronco oscuro y venoso, ligeramente curvada hacia abajo, capullo puntiagudo no muy grande. Casi sin darme tiempo a reaccionar, el colega hace otro gesto y se saca rápidamente los cojones, quedando así completa la imagen tan inesperada y que me está alegrando a lo bestia el viaje de vuelta. Son dos testículos rugosos pero firmes, invitadores, y ahora sí que tengo ganas de abalanzarme sobre su polla, de lamerle los huevos, de salivarle entero ese leño de placer que se cierne ante mí. Y sobre todo porque su actitud de chulo provocador me está poniendo a mil.
Pero no me muevo de mi asiento. Él sigue sonriendo, una sonrisa de macho complacido, de cabrón satisfecho con el curso de las cosas. Pues que siga así el temita. Yo, encantado. Continuamos con nuestra paja, cada uno con la suya, él ya con pleno descaro, abarcando el duro cilindro con toda su manaza. Yo me animo a agarrar toda la longitud de mi polla por encima del pantalón y a apretar más fuerte, pero no me atrevo a sacármela. Me siento como una nenaza frente a este macho de imprudente impulsividad. Pero este contraste me pone aún más. Si es que es posible tal cosa, a estas alturas.
Una nueva parada, y de improviso observo cómo el extraño se levanta, tapándose tan sólo un poco con una mano. ¿Va a salir así sin más, con la polla fuera y todo? No, parece que no. Sólo ha ido a recolocarse al fondo del vagón. Me doy cuenta de la razón: acaban de entrar un par de personas. Afortunadamente reacciono con rapidez y, una vez más, mis pies me hacen seguir inconscientemente a mi compañero de pajote. Me siento una vez más frente a él. Hay una especie de línea imaginaria entre las dos filas de asientos, una barrera que no se me permite cruzar; mi sitio está frente a él, no a su lado, no tan cerca como para poder tocarle. Se cierran las puertas y el viaje sigue. No deben de quedarme ya muchas paradas. Pero me la suda. Como si se me pasa la mía y acabo en la otra punta de Madrid. Los dos nuevos viajeros se han sentado lejos y parece que están a su bola. No se coscan de lo que se cuece en nuestro rincón.
La paja sigue, y una pequeña mancha oscura y redonda tiñe desde hace unos instantes la parte superior de mi paquete, un precum delicioso. Yo he colocado mi maletín al lado a modo de parapeto, y echado hacia atrás puedo seguir tocándome sin miedo a que me vean. El pibe también se masturba algo más discretamente, para no llamar la atención de los nuevos intrusos. Pero sigo viendo con claridad cómo se la sacude con ganas, arriba y abajo, mientras alterna con pequeños gestos su mirada: primero hacia abajo, hacia su polla, para después dirigir los ojos hacia mí, después de nuevo a su polla Y ya nunca me ha vuelto a mirar al paquete, sólo a los ojos. Mi bulto es evidente, así como mi pequeña mancha, pero él sólo me mira a los ojos.
Segundos después, me he olvidado de todo y me pajeo violentamente, sin ningún pudor, siempre por encima del pantaca, enfocando mi mirada ligeramente borrosa en ese tío acojonantemente morboso que tengo delante, y que no hace más que pajearse con cara de chuloputas. Un cosquilleo aflora a la superficie de mi nabo, incrementándose exponencialmente en cuestión de milésimas de segundo. La sensación se desplaza hasta la punta de mi polla y un inevitable espasmo de todo el cuerpo acompaña al primero de esos chorros de gloria fabricada dentro de mis cojones. Se me escapa un leve gemido, aunque ya no me importa una mierda que alguien me oiga. No pienso en nada más. Y luego la sensación decrece rápidamente. Me quedo pasmado, sumido en un dulce aturdimiento, sudando como una puta. Miro al pibe, que sin variar demasiado el gesto consigue desprender un nuevo aire complicidad dando a entender que se lo ha pasado de puta madre con mi corrida. Él no ha variado el ritmo de su paja.
Es casi simultánea mi percatación de dos hechos importantes: primero, que tengo el pantalón perdido de lefa (la punta del capullo sobresalía por encima del slip, que no ha frenado ni una gota de semen); y segundo, que el metro acaba de llegar a mi parada. Joder, ni que lo hubiera hecho a propósito. Me intento levantar aparentando toda la naturalidad de la que carezco ahora mismo. Consigo llegar a la puerta, cubriéndome en todo momento con el maletín de forma ridícula. No me he atrevido a mirar de nuevo a mi colega de aventuras. Seguía con la polla fuera y a media paja. Me asalta una levísima pero perceptible sensación de culpa al pensar que me he marchado súbitamente sin darle oportunidad de correrse. O quizás es una forma disfrazada del deseo que tenía de ver su lefote brotando de esa polla al aire.
Antes de que el tren reanude la marcha, vuelvo la cabeza y alcanzo a ver al colega, aún con la polla fuera, a su bola y con su gesto típico de no inmutarse ante nada. Parece que no le ha importado que me fuera. Ya ha tenido su ración de morbo. Y yo, hostias, también he tenido la mía.
Recorro los pasillos de mi parada, y seguidamente la calle desierta, con el semen aún fresco inundando mi entrepierna. Me he corrido bien, y algunas gotas se desprenden y caen hasta media pierna dejando pequeños rastros en la pernera. Creo que me acabará molando lo de usar traje. Eso sí, habrá que llevar el pantalón al tinte. Y entrar en casa con cuidado, que tendré que quitármelo discretamente, antes de que lo vea mi novio.
por Falazo, Abril 2010