Escenario

Una observadora, una atada, un escenario. Sexo, drogas y BDSM.

El pintillo entre sus labios volvió a brillar, quemando hierba y papel. El espeso humo salió de su boca y cigarrillo volvió a descansar sobre el cenicero junto a su encendedor. Sus brazos descansaron sobre el espaldar de tres plazas de color rojo en el que se encontraba. Las luces de neón blancas en el techo hacían que su pálida piel, cubierta únicamente por la fina tela de una camisa de seda negra manga larga totalmente desabotonada, brillará. Descruzó sus piernas y se inclinó hacia delante, entrelazando los dedos de su mano izquierda para peinar hacia atrás su azabache cabellera, intentando que la ansiedad desapareciera. Alzó sus ojos café al frente y una vez más, la visión ocasionó que estos se oscureciendo de placer. Sintió una convulsión en su entrepierna, pero no dejó de mirar, no podía.

Su cabello rizado caía sobre su rostro, cubriendo su frente y parte de su oreja derecha. Su cabello corto le fascinaba, aunque muchas veces le había comentado que le encantaría que se lo dejara crecer. Su pecho subía y bajaba con pesadez, estaba agitada, se notaba en como su boca se encontraba semi abierta en busca de más oxígeno que llenara sus pulmones. La luz blanca la bajaba con mucha más intensidad, resaltando cada pigmento ruborizado en su piel de porcelana. La Observadora sonrió al notarlo, le fascinaba la palidez de la chica.

El sonido metálico de las argollas de metal al tensarse anunciaron que la mujer intentó moverse, pero el cuero firmemente apretado alrededor de sus muñecas y tobillos se lo impedía. Ella lo sabía y la Observadora mucho más. Por eso no le prestó la más mínima atención y siguió concentrada en el cuerpo de quién se exhibía ante ella. Vestía únicamente un short color blanco muy ajustado que le dejaba apreciar perfectamente toda la forma de su vagina. Su mirada se perdió en esa zona tan erótica por varios minutos. Le encantaba como su coño se marcaba, como la telabñ se amoldaba como una segunda piel a sus labios vaginales y como se incrustaba en su hendidura, haciendo que una oscura mancha de humedad la adornará. Salió de su ensoñación para encontrarse con su estómago apretado, posiblemente por la ansiedad, y con unos pequeños senos cubiertos por otra pieza de tela fina, esta vez un top de algodón blanco que apenas podía contener un par de pezones que sobresalían altivos, duros.

La Observadora siguió subiendo hasta la mandíbula tensa y la boca apenas abierta, una nariz levemente respingona y un trozo de tela púrpura que cubría los ojos de su chica.

Atada , vendada. Por más de media hora.

Sus piernas y brazos comenzaban a dolerle y ella apenas oía algo desde… ¿Desde cuándo?, ¿Cuánto tiempo llevaba ahí?, ¿Seguiría observándola?, ¿Que hacía?, ¿Se estaría tocando?, ¿Por ella? Ese pensamiento ocasionó que su sexo se apretara deliciosamente, por lo que apretó sus puños y sus muslos, pero no pudo moverlos ni un milímetro. Se encontraba tan prisionera y eso, paradójicamente, la excitó más.

La Oservadora se levantó después de deleitarse una vez más, caminando calmada, sintiendo sus muslos resbalosos por su propia humedad. Se paró frente a la mujer Atada , mirándola hacia abajo por la gran diferencia de estatura, sintiéndose gigante, imponente, incluso superior. Era suya, existía para complacerla, a ella, solo a ella. Sonrió arrogante, con el ego inflado y caminó rodeando las barras paralelas donde las esposas de cuero estaban fijadas con argollas de acero. Se paró frente a la mesa de madera pulida, cubierta por el mantel carmín y la estudió como si escogiera la próxima herramienta de una operación. Tanteó los diferentes objetos, apenas acariciándolos con la llena de sus dedos, hasta que se decidió por una pequeña navaja de bolsillo. Volvió a situarse frente a la Atada y colocó la navaja frente a su rostro, sacando la hoja con un sonido de resorte seco, provocando un respingo en su chica.

Notó como la boca se tensó y se cerró ipso facto, el aire dejó de correr por sus vías respiratorias, como si se le hubiera olvidado respirar. Sabía que reconocería el sonido, por eso lo hizo de ese modo. Acercó la punta de la hoja a sus costillas, hundiéndola en su piel con la suficiente fuerza para que le doliera, pero sin la necesaria para provocar ni un rasguño. Una vez más notó como todos los músculos de su abdomen se tensarse, convirtiéndose en nudos ante el camino que el metal hacía por su vientre, por su monte de Venus, por su pubis, por sus costillas. Dejando una carretera de ardor leve que comenzaba a causar estragos en la cabeza de la Atada , quien sintió como un trozo de cordura escapaba de su cuerpo en forma de jadeo cuando notó el filo de la navaja liberar sus tetas con un solo y experto movimiento.

En ese momento, cuando un trago de saliva recorrió el camino de su reseca garganta, raspándolo, se dio cuenta que había dejado de respirar. Llenó sus pulmones de oxígeno, pero no pudo evitar aguantar la respiración por unos instantes más cuando sintió, de nuevo, el filo de la navaja cortando las costuras de short a la altura de las caderas. El corte apenas despegó unos cuantos centímetros de hilo, aflojándolo, pero sin dejar que este cayera hasta el suelo por su propio peso. Fue la Observadora quien, con brusquedad, metió sus dedos por el frente del short y crispó sus dedos hacia afuera, apretando la tela con fuerza para, seguidamente, tirar de él, arrancándolo por completo.

La Atada no pudo evitar largar un lamento lánguido, acuoso a la vez que su pelvis se alzaba por el mismo ademán, pero luego volver a su posición. Sus brazos se tensaron, pues a punto estuvo de perder el equilibrio, pero los amarres la mantenían en su posición. Se incorporó nuevamente, intentando saber a dónde se había ido su chica, percibir el mínimo movimiento, sonido o, incluso, su aroma, pero un dolor punzante en su muslo derecho le hizo desistir de toda búsqueda. La Observadora empleó una vez la navaja, colocándola en su muslo derecho, con la punta filosa, esta vez, sobre la carne de su chica. No hacía falta ser un genio para saber lo que estaba sucediéndole a la piel, quien dejó escapar un hilillo de sangre que descendió imparable por toda la redondez del muslo, hasta perderse por una zona detrás de la rodilla. La Atada podía sentirlo, percibía la laceración en su pierna y como el ardor rápidamente se instalaba en su cerebro; la había cortado, la había marcado, como una vaca, como un animal.

Era la prueba de que era suya.

Y eso le gustaba.

Sus caderas se batieron cuando sitió el cálido camino del líquido pegajoso que bajó por su muslo. Estaba sangrando, podía percibirlo. Pero no supo más que sucedía a su alrededor. La Observadora se había ido y se había sentado una vez más en su sofá, largó su mano izquierda para tomar el pitillo de marihuana y volvió a hacer arder la hierba en su interior, dando una gran bocanada antes de dejar salir el humo. Se levantó, con el cigarro en la mano y lo acercó a los labios de la Atada , quién abrió los labios gustosa para recibir el delgado cilindro y aspirar cuando sintió que la combustión dejaba entrar el humo en su garganta y fosas nasales, llenándose de él, sintiendo sus efectos. Pero su cabeza rápidamente dio un vuelco cuando sintió un calor intenso en su pezón y el respectivo ardor hizo que todos sus sentidos se concentrarán en él. La Observadora había encendido su encendedor y había dejado que la llama acariciara la tensada y dolorosamente sensible piel de su pezón izquierdo. Dio un respingo ante la sensación, haciendo sonar las argollas en los postes. Pero al instante, una cálida y húmeda caricia provocó que el dolor desapareciera de inmediato.

La lengua de su chica tenía ese efecto en ella, era analgésica. Era sanadora.

La Observadora rio suavemente y caminó una vez más hasta la mesa, dejando el encendedor y el porro sobre esta. Esta vez no tomó nada y decidió recrearse con sus propias manos; abarcó cada centímetro de piel, con suavidad, percibiendo cada poro erizado, como los pezones presionaban impacientes contra la palma de su mano por su dureza cuando abarcaba ambas tetas con sus manos antes de hacer pinza con su pulgar y su índice para pellizcarlos con saña, provocando jadeos y quejidos. El dorso de su mano se recreó una vez más por su clavícula, mientras su boca se alimentaba de su cuello, mordisqueándolo y dejando un camino de húmedos besos hasta su nuca, recorriendo la parte posterior de su oreja y volviendo a bajar hasta su clavícula. Su mano derecha apenas rozaba la cortada que había hecho previamente, provocando sensaciones contradictorias en la Atada y el dorso de su izquierda acariciaba lánguidamente el espacio entre sus pechos, trazando suavemente el tatuaje en la zona con las yemas de los dedos y volviendo a usar el dorso para bajar por su ombligo, hasta alcanzar su monto de venus.

La mano derecha dejó la cortada y se movió en dirección norte, hasta alcanzar y cubrir toda la redondez de su nalga derecha. Un suave masaje comenzó, amasando y apretando suavemente, primero un glúteo, luego el otro. Mientras la mano izquierda bajaba descaradamente hasta tocar zonas sensiblemente peligrosas. Sus dedos se abrieron en forma de tijeras y atraparon sus gordos labios mayores, sintiendo la copiosa humedad que desde hace rato los había cubierto.

— ¡Ah…! — Un gemido apelmazado salió de sus labios cuando los dedos tocaron su vulva y la Observadora sintió como sus caderas habían comenzado a temblar.

Ese sonido. Ese maldito sonido era música para sus oídos… una música satánica que hacía salir todo lo malicioso, malintencionado e irracional de su ser. Unió sus dedos una vez más, acercándolos a su hendidura y abrió los labios mayores, encontrándose con unos pliegues inundados de flujo y excitación. Sus dedos se recrearon con el tacto resbaladizo y carnoso de los labios menores, la uretra. Alcanzaron su clítoris, el cual apenas rozó con su pulgar antes de llevar un travieso dedo hasta su entrada.

— Ey… — La Observadora llamó y la Atada y esta levantó su rostro automáticamente en busca del origen del sonido que llegaba amortiguado a su cerebro excitado.

— ¿Sí…? — Respondió apenas en un susurro, sintiendo la tortura placentera entre sus piernas.

— ¿Quieres que te coja? — Fue oír esa palabra, y la Observadora debió alejar levemente su mano, pues las caderas de su chica se alzaron en la búsqueda de llenarse. De sentirse invadida. Rio ante la acción, pero no se dejó llevar.

— Ujum… — respondió lánguidamente, como si le pesara hablar.

— Eso no es una respuesta ¿Quieres mi dedo dentro de tu coño?

— Sí… quiero tú dedo en mi coño… — apenas escuchó, utilizó la yema del dedo índice para dibujar círculos alrededor de su entrada, pero sin penetrarla. Su otra mano había alcanzado sus pantorrillas, y subía lentamente, lamiendo la zona detrás de las rodillas, causándole unas cosquillas que le hacían levantar el culo y llenaban su estómago de nudos, convirtiéndola en un amasijo de placeres y sensaciones, listo para ser moldeado a su antojo —, por favor… — suplicó cuando sentía su cerebro derretirse.

Entonces, mordió su cuello, duro, como un gato que aprisiona a una gata en celo para que no huya cuando la pisa y enterró, uno, sino tres dedos de un solo golpe.

Un sonoro grito escapó de los labios de la Atada , sintiendo como el dolor abrazador de su conducto sumamente estrecho cedía forzosamente a la intromisión de los dedos de su chica. Odiaba que hiciera eso, sabía lo cerrada que era y aun así le encantaba penetrarla de golpe con más de un dedo. Pero por extraño que le parezca, esa sensación de ardor e incomodidad aumentaban le inyectaba sobredosis de adrenalina en su torrente sanguíneo, porque rápidamente el placer superaba cualquier tipo de sensación.

Sus caderas se sacudieron, su culo se alzó y las uñas acompañaron el movimiento, enterrándose en su nalga izquierda, provocando un delicioso dolor doble. Su coño y su culo eran torturados y ella no se podía mover, no podía ver. Solamente podía sentir. Ese era su papel, sentir, nada más. Y lo hacía, lo hacía con cada fibra de su cuerpo. Por eso se odió cuando sintió centellazos en cada célula, como si se le entumeciera todo el organismo y una cálida sensación se acumulaba en su vientre hasta que se volvía insoportable. Sabía que lo estertores del incipiente orgasmo se avecinaba y quería aplacarlo lo mayor posible, pero cuando los dedos se crisparon en su interior, tocando zonas que eran capaces de derrumbar cada una de sus barreras, no tuvo más opciones que dejarse llevar y ser arrastrada por la primera corrida de la noche.

— Me… me vengo, ¡Dios! Me corro ¡Me corro! — Gritó, pataleando, mientras el orgasmo invadía su organismo con centellazos eléctricos imparables que la destruyeron por completo y si no fuera por la tensión del cuero en sus muñecas, habría  caído de bruces contra el piso.

Pero el vaivén dentro de su vagina no finalizó. La Observadora continuó bombeando, con más fiereza si cabe, y la Atada , aunque no se podía ver, abrió sus ojos de par en par al igual que su boca. La agonía del primer orgasmo no se había marchado y la piel sensible de su coño seguía recibiendo castigo. Sentía fuego, sentía que los dedos de su chica eran metal ardiendo y ella no podía controlar el líquido que emanaba de su coño en un intento de apagar el fuego.

— Por, por… fa, fa, fa, voorrr ¡Di, Di, os Míoooooooo! — apenas podía articular. Las palabras salían entrecortadas a la par del chapoteo que emitía el flujo que golpeaba la madera del piso. Mientras las llamas de su subconsciente volvían a generarle un segundo orgasmo en menos de un minuto.

Ahí sí, la Observadora dejó de bombear, pero no sacó los dedos. Su mano derecha sintió como las nalgas de su chica se apretaban, su pelvis se levantaba en dirección al cielo y las piernas temblaban espasmódicamente. Cuando su cuerpo se relajó, sus dedos salieron con una lentitud tortuosa, provocando más jadeos en la Atada .

Ésta se dejó vencer por su propio peso, sintiendo como sus muñecas se resentían al soportarlo, pero no podía evitarlo. La palma de sus pues sentían el líquido que había expelido y la vergüenza de haber tenido un squirting la invadió. Era contradictorio que una persona que se dejara atar de esa manera, pudiera sentir vergüenza por un proceso natural del cuerpo humano… pero así era ella. Y era de las cosas que más le gustaban a la Observadora .

Cuando las fuerzas volvieron a sus piernas, se incorporó como pudo. Una vez más, el silencio se apoderó de la sala y solo se quebró cuando volvió a sentir el humo de la marihuana en su rostro. Dio una calada más y volvió a sentir como su rostro se entumecía.

— Saca el culo — seca, autoritaria. Así le ordenó y ella, como una poseída, obedeció y arqueó su espalda y levantó las caderas después de recibir una sonora nalgada. No sabía que sucedía, pero sintió como algo caía sobre la parte superior de sus nalgas y como un plástico fino y duro peinaba su piel. Fue solamente cuando escuchó el típico sonido, que entendió que su chica estaba esnifando. En su culo. — Toma — dijo, acercándole el dorso de la mano y bloqueando una de sus fosas nasales con la otra. La Atada aspiró, fuerte, sintiendo el polvo espeso entrar la nariz y esparcirse por toda su mente. — La necesitaremos… — aclaró coquetamente mientras limpiaba los restos de cocaína de su nariz.

La Observadora volvió a la mesa, dejando el pequeño empaque y la tarjeta sobre ella. Esta vez no pensó tanto para escoger el próximo objeto. Se situó frente a ella y la miró nuevamente. Ambos brazos extendidos hacia los lados, como si estuviese clavada en una cruz. Ambas piernas abiertas y todo su cuerpo expuesto, solo para ella. Sonrió y su lengua se asomó para paladear el momento. Sus manos palparon el objeto en sus manos, lo sintieron, acariciaron, cada costura, cada arruga, cada trabilla, el frío metal de la hebilla. La dobló, haciendo el cinturón más manejable y sin mediar palabra, lo alzó, blandiéndolo como si fuese un látigo sobre el costillar derecho de la Atada .

No le dio tiempo siquiera de jadear, sintió como un rayo se estrellara sobre su cuerpo, un rayo que dejaría una insoportable sensación de ardor sobre la piel. Apenas estaba conociendo su suplicio cuando sintió otro relámpago caer sobre su culo, atravesando sus nalgas. Otro más sobre sus muslos y otro más sobre su barriga antes de sentir una mano cerrarse fuertemente alrededor de su cuello y levantarla hasta colocarla en la punta de sus pies. Su boca se entrevió, en busca del aire que se había cortado de repente. Su lengua también salió en busca de facilitar la entrada de oxígeno, pero fue atrapada por una lengua perversa que se enrolló en ella, así como una boca que se apoderó de la suya, bloqueando cualquier posible entrada de aire.

No se podían ver, pero después de un par de minutos, estaba segura que sus ojos estaban a punto de perderse sobre sus párpados, pero antes de que estos se desvanecieran, la mano la soltó y una exhalación profunda, ahogada, la hizo volver en sí. Pero no había mucho tiempo de recuperarse, pues una bofetada le atravesó la cara como un latigazo, dejando, seguramente, una dolorosa y rojiza marca. Escuchó el típico sonido acuoso de un escupitajo y al instante percibió el espeso y baboso líquido sobre su frente, deslizándose pausadamente hasta situarse sobre su tabique. Un segundo beso hambriento la asaltó, profundo, con una lengua que le invadía toda la boca, un beso que duró un par de minutos más.

Fue solamente sentir su boca huérfana para que todo el maltrato cayera sobre ella de golpe. Jadeó de dolor, de suplicio, cada correazo quemaba, la bofetada quemaba y su garganta maltratada dolía.

Dolía, dolía mucho. Y por eso volvió a correrse.

La contradicción de sensaciones en su cabeza era todo un caos. O quizás no era ninguna contradicción y solamente, en lo más profundo de su ser, se negaba a aceptar a ser una sumisa que el dolor le provocaba placer. Pero no hubo tiempo para pensar en eso, porque entre los espasmos de su tercer orgasmo y sus meditaciones, una nueva acometida la sorprendió. Sintió como si el cuero cortara su piel cada vez que estrellaba en ella. Sentía que cada a cada grito, su resistencia mermaba un poco y por eso ya no podía controlar la reacción natural de su cuerpo al moverse, intentando inútilmente evitar el nuevo golpe; si percibía que el próximo azote llegaría de la derecha, su dorso se doblaba en la dirección contraria. Si percibía que venía desde atrás, su cuerpo se tensaba hacia delante. Todo acompañado de una banda sonora de gritos y súplicas deliciosas.

Y eso, eso era lo más hermoso que la Observadora podía ver.

En total fueron veintisiete correazos. Veintisiete impactos que causaron estragos en la pálida piel de la Atada , los impactos que habían cortado la piel, provocando laceraciones muy visibles. En algunas zonas, la piel no se había partido, pero estaba hinchada, y todas compartían ese color rojizo oscuro de la sangre coagulada, típica de golpes y heridas fuertes. Para cualquiera, la visión hubiera sido deplorable, escandalosa e indignante. Pero la Observadora no, para ella, su chica se veía, incluso, mucho más hermosa que antes. Por eso no pudo reprimir el impulso de levantarle el rostro y besarla, besarla con tanta ternura y a la vez con tanta pasión que era algo imposible de explicar. Y eso era suficiente para la atada, quien sentía como el dolor se iba drenando en cada beso, en cada caricia de su lengua, en cada succión, en cada mordisco en su labio inferior…

De igual forma, tampoco es la Atada pudiera pensar con claridad. Su mente era un revoltijo de sensaciones extremas. La sensación de dolor insoportable estaba presente, pero chocaba con el placer irracional que le brindaba cada agresión. Eso hacía que su mente se bloqueara, como una computadora que sobrepasa la memoria que puede soportar y se tilda. Su cuerpo se había limitado solamente a sentir y así le gustaba. Le gustaba que le pegara, le gustaba le doliera, le gustaba que le diera placer…

Un último beso y la Observadora se retiró a la mesa, dejó el cinturón sobre ella y tomó una vez más el pequeño empaque de la cocaína. Hizo una nueva línea sobre el seno derecho de su chica y la aspiró, degustándose con la sensación y sonrió. Repitió la operación con el dorso de la mano para que ella también pudiera consumir antes de agacharse y quedar a la altura de su cuño. Lo admiró, hinchado, rojo, sensible… apetitoso.

— Tú cuca me encanta — dijo con una dulzura que no concordaba con la vulgaridad que profirió.

Dejó la cocaína en el piso, cuidado que no se mojara con el charco de flujos y que con una mano abrió una vez más los labios mayores, exponiendo su sexo por completo. Con la otra mano la palpó con la yema de los dedos, recreándose una vez más con la babosa sensación. Acarició la uretra, la entrada dilatada, recorrió cada plegue hasta tocar el clítoris, provocando un nuevo sobresalto en su chica. Con la mano izquierda retrajo el capuchón, dejando expuesto ese pequeño y sensible botón, el cual acarició con ternura y deseo en partes iguales.

Sin dejar que la piel que recubría el clítoris volviera a su lugar, dejó de tocarlo y metió los dedos pringados de humedad en la bolsita de cocaína y con los dedos embadurnados de polvo blanco, volvió a llenar el pequeño órgano, llenándolo de la droga. Así lo hizo por cada pliegue, extendiéndola por toda la carne sensible. Repitió el proceso en la bolsa y tanto su dedo anular, como el índice, salieron rebosados de droga; dedos que introdujo con calma en su interior, moviéndolo de un lado a otro, y asegurándose de que, cuando los sacara, estos tuvieran la menor cantidad de cocaína posible. Cuando terminó su trabajo, sacó los dedos y los chupó para volver a repetir la operación, introduciendo más droga en su coño, pero esta vez, cuando sacó los dedos, los llevó hasta la boca de su chica, quien los chupó golosa.

La Atada podía sentir le sensación arenosa en su interior y entre sus pliegues y labios y como su coño comenzaba a entumecerse por completo. Era una sensación extraña, no le incomodaba, pero no podía evitar que su estómago se hundiera ante el temor de los efectos que le podría provocar.

— Levanta el culo — volvió a escuchar y esta vez, con mayor esfuerzo por el cansancio y el dolor de sus heridas, volvió a arquear la espalda, ofreciéndole el culo a su chica.

Esta vez sintió como un nuevo escupitajo caía entre sus nalgas y era regado alrededor de su esfínter. Sabía lo que eso significaba y, por ello, sintió un nuevo acelerón en su corazón. Ya no sabía si era por la cocaína o una nueva oleada de excitación irracional… o ambas. La Observadora comenzó a rasguñar levemente el anillo, empujando periódicamente su dedo índice, comenzando a dilatar el ano de la Atada . Los jadeos empezaron una vez más y se incrementaron cuando un dedo invasor comenzó a entrar en su esfínter, abriéndolo.

Esa sensación siempre era extraña. Sentía que las ganas de ir al baño la invadían, pero se perdían al instante que el placer se acumulaba. El dedo comenzó a salir y a entrar, raspando levemente las paredes de su recto hasta que se acostumbraron a él. Le dolía, pero no tanto, por ello sintió que su culo se había delatado aún más cuando un segundo dedo entró, estirando el anillo. La Observadora giraba la mano para que sus dedos se movieran en círculo, después los sacaba y metía suavemente. Lo quería cogerla aún, quería que su culo se dilatara hasta que pudiera meter tres dedos. Tercer dedo que se introdujo a los pocos minutos, forzándolo y provocando las quejas en la Atada .  Quejas que fueron calladas con una fortísima nalgada.

La Observadora sacó los dedos y caminó hasta la mesa. Un plug anal de cuatro centímetros de en su parte más ancha y de unos diez centímetros de largo se mostraba imponente sobre la mesa. Cuando lo tomó, la cola de pelo sintético cayó de bruces, quedando colgando desde su mano. Casi un metro.

Se acercó nuevamente hacia su sumisa, sonriendo al verla en la misma posición que la había dejado, a pesar de que sus piernas temblaban erráticamente. Para ese entonces, los calambres ya deberían ser comparables con el dolor en su piel. Se acercó por delante e introdujo el plug anal en su boca con poca sutiliza.

— ¿Sabes para qué es esto? — Preguntó con sorna, acariciando su nariz con el suave pelo de la cola. La Atada negó con un movimiento de su cabeza. — Es para que seas mi perra.

Sonará insólito, pero la Observadora pudo notar como el rubor se apoderaba del rostro de su chica, aún en esa situación, esas declaraciones le daban una vergüenza terrible. Vergüenza que, a la Atada, le provocaba retorcijones en su coño que, a pesar de sentirlo entumecido, seguía apreciando claramente.

La más alta retiró el juguete con un suave plop de la boca de la Atada y la rodeó hasta quedarse a la altura de su culo. Tomó su nalga derecha y la abrió para que su ano quedara expuesto. Acercó su rostro y esta vez su lengua fue la encargada de lubricar todo el anillo y el esfínter, dejándolo totalmente mojado. Tomó el plug y lo acercó al orificio, haciendo presión.

De un momento a otro, la Atada sintió que la estaban partiendo en dos.

El juguete empezó a abrirse paso entre su culo, abriendo el anillo, forzándolo a todo lo que daba y sintiendo su esfínter adolorido. La parte más gruesa aún no había entrado, por lo que la Observadora debió retirarlo antes de empujarlo un milímetro más, luego dos. Repitió el proceso y la Atada sentía su culo romperse.

— Tranquila, ya tienes la parte más gruesa, un poquito más y entra… — dijo y la Atada sintió alivio.

Pero ello se desvaneció cuando sintió el plug retirarse por completo, cuando estaba a punto de entrar y, segundo después, sintió una descarga eléctrica en su culo. La Observadora lo había metido de golpe.

Un grito gutural emanó de los labios de la más pequeña, quien sintió como el dolor abrazador se transformaba automáticamente en placer. Nunca había sentido ese cambio tan rápido, pero lo más probable es que fuera culpa de la cocaína. Pensó.

— Ahora si eres mi perra ¿Verdad? — Preguntó burlista, una vez más, y la Atada fue a contestar, pero antes de que su boca pudiera articular palabra, sintió otra sensación dolorosa, esta vez en sus pezones. Sentía como eran aplastados ¿Eran sus dedos? No, era mucho más duro. Eran pinzas de oficina, con el plástico negro sumamente fuerte aplastando cada uno de sus pezones.

— Lo, lo soy — gimoteó, sintiendo su culo invadido y sus pezones torturados. Una nueva pinza se ancló sobre su labio exterior derecho, provocando un nuevo grito desgarrador, el cual provocó la risa sádica en su ama. — Me duele… — gimió. Lo que provocó una oleada de placer descomunal sobre la Atadora , quien se vio obligada a esforzarse para no correrse ahí mismo.

— Lo sé, cariño, lo sé… — dijo suavemente a su oído, mientras dejaba otra pinza cerrarse con fuerza sobre el otro labio vaginal. Un nuevo grito invadió su cavidad auditiva y un nuevo retorcijón en su coño. Estaba a punto de correrse.

Por ello volvió a la mesa y miró con delicia su último juguete. Tomó las correas de cuero y se las pasó entre las piernas, como si fuese una tanga y guio la cabeza del dildo interior hasta su entrada, introduciéndola con cuidado, arrancándose suspiros de placer. La otra cabeza quedó hacia fuera; un dildo de unos dieciocho centímetros de largo y otros siete de grosor. Se colocó detrás de ella y llevó la cabeza hasta su coño, moviéndolo de arriba abajo con suavidad, lubricándolo.

— ¿Mi perra quiere que la coja?

— Sí… — la respuesta llegó apelmazada, pero la respuesta era clara.

Sin mediar otra palabra, introdujo suavemente el dildo en el coño de su chica, suavemente, llenándola de si, sintiendo como cada estrujón movía el que se encontraba en su interior, provocándole placer. Lo retiró suavemente y volvió a clavarlo con fuerza, ocasionando espasmos de placer en su interior. De esta forma comenzó a bombear a un ritmo continuo, primero con suavidad, luego frenético. Cada embestida movía el juguete dentro de su propio coño, ocasionándole que el orgasmo se acercara cada vez más.

En la Atada, sentía que la vida se le iría en este último orgasmo. Su coño era un amasijo de carne y fluido que era empujado por su chica. Concentrada en sentir la deliciosa invasión en su interior, no vio venir el golpe que impacto en sus costillas. Sintió como el aire escapaba de sus pulmones. Su chica acaba de darle un puñetazo en las costillas y a ese le vino otro en la espalda, otro en el estómago. Su mano se enredó en sus rizados cabellos y tiraron de él con fuerza para que su rostro quedara levantado, en ese momento la venda cayó al suelo y se vio en el espejo de cuerpo completo que había a un costado del escenario.

Estaba irreconocible, con el cuerpo lleno de heridas transversales, con algunos goterones de sangre manando de ellos, con una cola de perra batiéndose dentro de su culo mientras su chica se la coge con un arnés.

Otro puñetazo impactó su otro costillar, causándole una exclamación profunda en busca de que el escaso aire no escapara de los pulmones. El siguiente puñetazo cayó sobre su estómago una bofetada se estrelló contra sus tetas, provocando que la pinza se cayera. La Atada sintió que le había arrancado el pezón.

Los gritos estaban inundando la habitación. Cada golpe era un grito nuevo.

— No, no me pegues… ¡No me pegues más, por favor! — Gritó, pero no hubo tregua, los puñetazos se hacían más continuos y fuertes mientras la Observadora se acercaba al orgasmo. Y no hasta que no explotó de éxtasis, no se detuvo… y la Atada sintió que todo su orgullo, su dignidad se quebraba a cada golpe

La Observadora se abrazó de la cintura de la Atada y se dejó se deshizo sobre su culo, balándola de líquido que salía a borbotones de su cuño. Cuando el último la lamió, se separó, desatando las correas en las muñecas y tobillos de su chica, quien cayó exhausta y dolorida al suelo. La Observadora la levantó de inmediato y la tomó en brazos, cargándola y haciendo que esta se anclara de su cuello. Así dejaron la habitación para dirigirse a la suya.

Con suavidad, la llevó hasta el baño y una suave esponja, limpió cada una de sus heridas y curó con vendaje y gasas cada cortada. Dándole una sesión de besos y mimos que constataban completamente con el sadismo exhibido apenas minutos previos. Volvió a cargarla y la llevó hasta su habitación, vistiéndola con una fina bata de seda blanca antes de acostarla con suavidad sobre su colchón. La Observadora la miró una vez más.

— ¿Por qué no usaste la palabra de seguridad? — Preguntó, curiosa y preocupada.

— Porque no quería… — respondió pícara, cubriéndose los ojos con uno de sus brazos, avergonzada, pero sin poder cubrir una coqueta risilla que escapó de sus labios.