Escándalo

En plena follada son sorprendidos por un viudo de edad madura...

La lengua de Daniel se movía desesperada esparciendo con la punta la increíble cantidad de saliva depositada, intentando por todos los medios introducirse en mi ano. Esa lengua caliente y experta que me dejaba totalmente a su merced parecía tener vida autónoma, mientras con voz enronquecida de deseo repetía una y otra vez su mantra acostumbrado: “-Ah, ese culito… dámelo, dámelo todo”.

Temblé de placer -aunque también de miedo- porque no ignoraba lo que seguiría en pocos minutos, cuando comprobase a través de las minúsculas contracciones del esfínter que mi cuerpo estaba a punto para ser invadido.

Un mes atrás, cuando nuestro primer encuentro, estuve tres o cuatro días dolorido y le manifesté que no íbamos a seguir teniendo sexo a causa del dolor que me producía. Sin dar demasiada importancia, lo atribuyó a la escasa preparación previa y no al tamaño descomunal de su tranca, agregando en forma cariñosa para convencerme:

“-Error de apreciación: no estamos teniendo sexo. Estamos haciendo el amor, que es una cosa muy distinta”.

Pese a su explicación no me quedaba muy clara la diferencia, pero no insistí demasiado esperando que con el paso de los días y las pocas oportunidades que teníamos de vernos a solas se fuese diluyendo la intención de continuar la experiencia tan poco confortable para mi integridad. Confieso, eso sí, que si me ofrecía la oportunidad de mamarlo lo haría con muchísimo gusto. Porque aunque no pudiese introducirme demasiado su miembro a causa del grosor y largura, me excitaba lamerla y ponerme en la boca una porción, así como succionar uno a uno sus testículos hasta hacerle sentir mareado de tanto placer.

Pero no: ayer me mandó un mensaje diciendo que no habría nadie en su casa y que me esperaba, y no pude decirle otra cosa que a mediodía estaría allí.

De modo que ahora, a la una y cuarto, Daniel ya no daba más y me pedía el culito con aquella voz ronca y sensual a la que me era imposible negarme.

Me deslicé hacia abajo sobre su pecho, dejando a lo largo una estela de saliva que hacía manojitos cada tanto con su vello, hasta ubicarme de espaldas a él, con el culo frotándole la cabeza brillosa y húmeda que había sido festejada por mi boca mientras él me dilataba. La coloqué en posición, para introducírmela a fin de agrandar el espacio y dejarla un poco allí hasta que su presencia fuera confortable, esperando que su prisa no le obligara a seguir metiendo el resto antes de que mi recto estuviera listo.

El glande se estremecía de gusto, y en medio de la introducción pude sentir cómo era rodeado por mis músculos en una especie de comité de bienvenida llena de alborozo. Esta vez no estuvo tan mal, y pensé que quien gusta de la lluvia debe apreciar una mojadura, de modo que yo mismo di un empujoncito para ganar unos centímetros más. Quizá esta iniciativa le estimuló el morbo, porque me respondió empujando su vientre contra mis nalgas metiendo un buen pedazo de sopetón que me hizo ver las estrellas… aunque sin duda con muchísimo menos dolor que la primera vez, de modo que casi de inmediato sentí ganas de un poco más y sin ningún tipo de pudor se lo pedí.

“-Ahora un poquito más, pero sólo un poquito…”

“-Dale, voy” –me dijo con voz casi inaudible, mientras me tomaba de las caderas para proyectarme hacia atrás y ponerla un poco más profundo.

Calculo, a ojo de buen cubero, que tenía unas tres cuartas partes dentro

y si bien tuve la sensación de estar invadido, de ningún modo aquello era desagradable o molesto. Claro que no se movía, de modo que la vaina se iba adaptando paulatinamente a aquella espada descomunal y era yo mismo quien a fin de cuentas estaba despertando el apetito por más.

“-Ahora sí, otro poquito… poquito.”

Un nuevo envión me golpeó la conciencia, en el convencimiento de que había tocado fondo. En efecto, tuve la sensación de haber llegado al límite y se lo manifesté con cierta preocupación, mientras él vertía sobre el resto –para que se sepa, quedaba aún un resto- un generoso chorrito de gel lubricante.

Abrí los ojos y miré hacia el espejo, que me mostró que todavía no había sido totalmente invadido: tres dedos quedaban fuera y me obligaron a agarrarme fuerte de sus rodillas.

“-Bueno, ahora voy por todo, papito”- y de un solo empellón y ayudado por el lubricante introdujo lo que faltaba, haciéndome sentir el roce áspero de su vello púbico en las nalgas.

Y ahí comenzó a moverse dentro y fuera, dentro y fuera, mientras mis ojos se desorbitaban y mi respiración se entrecortaba con aquella verga hurgándome tan profundamente que me daba escalofríos.

“-Ah, ese culito, ¡que divino! Tan calentito y estrecho y mirá cómo me la come, con qué ganas…- me dijo con una mano sobre la cara para obligarme a ver hacia el espejo donde en medio de la luna podía ver mi cara de dolor y su constante bombeo que iba cada vez más rápido.

Inexplicablemente ver aquel juego de dádiva y entrega me estimuló tanto que no podía quitar los ojos del espejo donde se multiplicaba nuestro mutuo placer.

“-¿Te gusta? –preguntó sabiendo que sí, que me había llevado a quién sabe qué paraíso sonde el dolor y el placer se mezclan definitivamente.

“-Sí, me gusta. No pares… -respondí en una suerte de ronroneo gutural –me encanta-

Lástima que ni bien terminé de decirlo, la puerta de la habitación se abrió de repente y en el vano de la puerta apareció su padre…

“-Pero ¿qué mierda están haciendo, dúo de putos? –gritó el hombre al que seguramente le haya fallado el programa del día y regresó al dulce hogar para constatar que su hijo se estaba comiendo el culo de otro macho.

Daniel, colorado como un tomate, la sacó de inmediato, provocándome un intenso dolor para el que no estaba prevenido. Me levanté de un salto buscando la ropa que había dejado sobre una silla mientras él iba hacia a la sala a explicarse a su padre que vociferaba a todo vapor.

Menos mal que era temprano en la tarde y los vecinos del edificio seguramente estaban en sus actividades diarias, porque aquellos gritos eran un verdadero escándalo.

Me vestí de apuro y pasé como una ráfaga junto al señor, que sentado en un banquito de la cocina se agarraba la cabeza, todavía impactado por aquella escena que había tenido que ver en su propia casa, en su propio dormitorio, en su mismísima cama.

Salí corriendo, dando gracias que la puerta se abría desde adentro sin llave, mientras Daniel muy confundido –y todavía en pelotas, con la verga morcillona lustrosa de gel- debía dar explicaciones a su progenitor.

En tres o cuatro zancadas llegué a la avenida, donde me ubiqué para tomar el autobús. Pero no pude reprimir un súbito ataque de risa recordando la cara del pobre señor cuando descubrió a su hijo follándose a otro tío en la quietud del post mediodía soleado.

Y debo haber reído a carcajadas, porque la anciana que esperaba el ómnibus, muy compuesta y digna con su bolsito de crochet, me miró intrigada y, mientras subía a su móvil, se dirigió a mí sonriendo y dijo:

“-Quien solo se ríe, de su picardía se acuerda.”

No tuve otro remedio que soltar una aprobadora carcajada…