Esas dos horas tontas

A las ocho de la mañana el autobús del colegio recoge a Fernandito. Tengo entonces dos horas tontas para ponerle los cuernos a mi marido...

Esas dos horas tontas

La cosa empezó hace unos días. Bajo al supermercado de la esquina con el carro de la compra a cuestas y oigo que llaman:

"¡Nati!"

Me vuelvo. Si alguien grita ¡Cristina! se dan vuelta millones. Si es ¡Nati! solo me doy por enterada yo. Pienso que soy la única Nati que hay en Madrid.

"¡Miriam!".

Me pongo colorada, no puedo remediarlo. Me arden las mejillas. Hace tiempo que dejé atrás la adolescencia, y todavía me entra el sofoco. Miriam...No la veía desde el Colegio, desde aquellas últimas vacaciones en que...Pero mejor no pensar en ello. Trago saliva y procuro recuperar la calma.

"¿Cómo te van las cosas?"

Respondo, me intereso, se interesa, hablamos deprisa, quitándonos la palabra de la boca la una a la otra. Celebramos tener bastantes cosas en común: Las dos somos casadas, nos va bien en el matrimonio y tenemos sendos niños de cinco años, el suyo unos meses mayor.

"Y ¿cómo vas de hombres?" me pregunta.

Doy un suspiro de alivio y me echo a reír.

"Mujer ¡qué cosas tienes! Con Fernando me basta y me sobra. Además no tendría ni tiempo.

Miriam me guiña un ojo.

"Tan bobita como siempre. Yo acabo de tirarme a un estudiante. Todavía me tiemblan las piernas de gusto".

"¡Pero si son las diez de la mañana!"

"La mejor hora para que las amas de casa les pongamos los cuernos al marido, guapa. ¿Tú acompañas a tu hijo al autobús de colegio?"

Afirmo con la cabeza.

"O sea, que a las ocho de la mañana estás en la calle sin marido y sin hijo, recién duchada y fresca como una rosa."

Vuelvo a asentir.

"Y hasta eso de las diez no te pones a trabajar en serio en la casa".

Una tercera afirmación.

"Pues ahí lo tienes: De ocho a diez de la mañana. Ese par de horas tontas te arregla el día. Te das un revolcón y no hay quien te quite la sonrisa de la boca. Hasta tu marido te agradece el buen humor."

"Pero qué cosas tienes, Miriam" protesto.

"He alquilado un apartamento para mis horas tontas a un par de estaciones de metro de aquí. Pero ya seguiremos hablando. Dame el número de tu móvil, Nati."

Se lo doy, me lo da, mua, mua, nos vemos. Un trozo de pasado que creía olvidado. Aquella tarde de verano en la playa.... Pero ¡quita! ¡Qué barbaridades me ha estado diciendo esta mujer? ¡Un par de horas tontas! ¡Ni que estuviera loca!

A la tarde Fernando vuelve del despacho y me nota rara Lo niego, claro, pero no me extraña. Llevo todo el día dándole vueltas a mi encuentro con Miriam. Soy yo y no soy yo. Han pasado diez años desde aquel verano. Pero no deseo recordar. Miriam presumía que no había cremallera de bragueta que se le resistiera. Se pasó por la entrepierna a todos los compañeros de clase e incluso al profesor de educación física, una puerta que apestaba a linimento. Las demás la criticábamos –que si era una golfa, que si no tenía vergüenza-...y la envidiábamos. Nos masturbábamos imaginando que era a nosotras, y no a ella, a quienes los chicos desabrochaban el sujetador y mordían los pezones. Y luego aquella tarde de agosto....

Fernando ronca a mi lado. No consigo dormir y mi mano derecha, como si tuviera voluntad propia, se dirige la entrepierna. Dejo la mano, quieta y pesada, sobre el monte de Venus. Abro los muslos y el dedo corazón cobra vida. Escarba. Busca y encuentra una entrada por debajo de la cintura del pantalón del pijama. Masajeo el centro del gusto, ese dulce botoncillo de carne que se volvió loco de placer aquella tarde veraniega de hace diez años...Ahora puedo pensar en ello, es la hora de los demonios y de los sueños, ahora puedo incluso disfrutar pensando en aquella siesta, Miriam y yo en la misma cama, y puedo recordar sus manos que me acariciaban los pechos y uno de sus muslos que se incrustaba entre los míos. Las dos aparentábamos dormir, nos besábamos en la boca con los ojos cerrados, nuestras lenguas tocándose, comulgando con saliva contraria. Luego la lengua de Miriam abandonó el estuche de mis labios e inició largos y cálidos caminos por mi piel, - húmedo y dulce caracol en avance implacable hacia mi centro,- remoloneó en el breve pocillo del ombligo, resbaló por la nieve del vientre y cayó en el hondo torbellino de mi sexo. La lengua de Miriam me conectó a la vida, al latido del mundo. Nunca pensé que se pudiera sentir tanto. No recuerdo nada más de aquella tarde –o tal vez no quiera recordar- y no podría asegurar si correspondí a sus caricias con las mías, si mi lengua se engolfó también en ella y paladeó su sabor a mar profundo. No, no podría decirlo, pero mi mano telegrafía a mi botón sensible una urgente llamada hacia el orgasmo y el recuerdo de aquella tarde de verano, que creía olvidada, me llena de fuego los pulmones. Ahora no pienso en las dos horas tontas, ni siquiera en el encuentro de hoy. Pienso en diez años atrás, en la siesta compartida, en ese episodio de mi vida que me llevó a mal traer y me llenó de remordimientos en mi primera juventud –mi educación de colegio de monjas- y que luego fue difuminándose hasta desaparecer y rebrota ahora con toda la fuerza del mundo. Cuando estallo en un clímax silencioso –no quiero despertar a Fernando- me convierto en playa sacudida por el reflujo de la marea del placer que mengua –ola latido- y mengua –ola latido más ligeros- hasta desembocar en la paz de un sueño redondo.

Día siguiente. El autobús del colegio recoge a Fernandito y miro el reloj: las ocho y diez. Dos hombres maduros hacen footing. El más alto, casi en los cincuenta, tiene su aquél. Un buen culo. De los que te dejan el cuerpo inquieto. Un grupo de estudiantes jóvenes, tiernos, apetecibles, alborota en el semáforo. Un jubilado en un banco. Lleva los años con dignidad; se le ve fuerte todavía. Y si…¡qué barbaridad! No sé que me pasa esta mañana. De acuerdo, me siento de lo más hetero, pero tampoco es esto. ¿Estaré loca? ¿Cómo puedo pensar estas cosas?

Pero las pienso. Entrecierro los ojos y sueño despierta que tengo dos horas solo mías, aunque no me atreva a aprovecharlas ni tenga dónde hacerlo. ¡No voy a llevarme un tío a casa! Pero si tuviera ocasión… Me entra una desazón guapa entre los muslos. En eso suena el móvil:

"¿Sí?".

Es Miriam. Lo he sabido nada más sonar la primera llamada.

"Estoy en la cafetería de la esquina. Desde aquí te estoy viendo. Ven. Te invito a un café con leche".

Está en una mesa junto al ventanal. Vuelvo a sentirme nerviosa. Hasta tartamudeo al hablar. Ella no parece apercibirse de mis titubeos.

"¿Has pensado en lo que hablamos ayer?" te sonríe.

Digo tres o cuatro incoherencias y ella me pone la mano en la boca.

"No me cuentes tu vida y aprovecha el tiempo. Te regalo este jueves. Aquí tienes la dirección del picadero y una copia de la llave. El jueves es tuyo".

No puedo ni respirar. El corazón me retumba en el pecho.

"Suerte" – se despide Miriam.

Dos días. Faltan dos días hasta el jueves. Dos días larguísimos. Eternos. ¿Me atreveré? Sé que no, pero por si acaso tomo el metro con el fin de echar una ojeada al edificio donde se encuentra el apartamento. El vagón va lleno de estudiantes. Me rozan el trasero y se me encienden hasta las raíces del cabello. En la siguiente parada sube más gente. Me encuentro embutida entre tíos. No es mala sensación. Lástima. Mi parada. Bajo del metro y salgo a la calle. Una farmacia. Compro una caja de preservativos. La casa del apartamento tiene buena pinta. Es en la cuarta planta. Busco el balcón con la vista. Sí. Ahí está.

Después de comer estoy sola en casa y aprovecho para mirarme en el espejo del armario del dormitorio. No soy ni guapa ni fea, pero resulto. Soy alta y de piernas largas y, hasta ahora, me respetan la celulitis y las pistoleras. Toco madera. No doy la talla de modelo, pero casi: uno setenta y dos. Me desnudo. Me gustan mis pechos. También le encantaban a Miriam hace diez años. ¿Le gustarían ahora? Me quito la idea de la cabeza. Sí, mis pechos aprobarían cualquier examen. Los pezones son oscuros y más grandes desde que ateté a Fernandito. Ese mínimo aumento de volumen les sienta bien a las mamas. ¿La cintura? Hace ya años que me recuperé del embarazo. El trasero no es de brasileña ni de cubana, pero llama la atención.

Tendré que pensar en qué me pongo el jueves. Lo propio será ir muy, pero que muy golfa, aunque no puedo hacerlo: no quiero deslumbrar al chofer del autobús de Fernandito. Un sujetador rojo, sí. El rojo es color de pecado y nos va bien a las morenas. ¿Braguitas o tanga? ¿Y si no llevara nada en plan cochino de veras? Solo de pensarlo vuelvo a ponerme colorada. Hago la cena en plan zombie y, cuando mi marido me busca en la cama, me abro de piernas y le dejo hacer. Lo mío no lo resuelve un achuchón matrimonial. Lo mío tiene su morbo. Fernando, nada más vaciarse en mí, da la vuelta y se duerme. Yo no. Miriam pugna por adueñarse de mis pensamientos, pero me resisto. Imagino que tomo el metro y que se pega a mi vientre un estudiante alto y moreno. Noto crecer su masculinidad contra mi cuerpo. Cierro los ojos y él me susurra al oído: "¿Te va la marcha, putón?". Quiero que me insulte, que me desprecie, que me llame cerda. A cada barbaridad, que imagino me dice, se me arquea más el cuerpo y mi mano derecha se afana con mayor empeño en la hendidura de mi sexo. "¿Vamos? Quiero que me folles" le susurro. Él se aparta el mechón que le cae sobre los ojos. "Eres una guarra". Sí, lo soy, me encanta serlo, dime más cosas, soy más puta que las gallinas, deberían dejarme en pelota en la plaza pública para que todos se rieran de mí y me obligaran a chupar sus vergas. El orgasmo es como un bálsamo que me unge las carnes y me deja en paz con el mundo.

Miércoles. Veinticuatro horas para el momento brujo. El autobús del colegio y las ocho y diez. No me he puesto braguitas en esta especie de ensayo general. Me dirijo a la parada de metro. Entro en el vagón. Lleno, como deseaba. Me mal encajo entre estudiantes y hombres maduros que aprovechan el traqueteo para descargar su peso contra mí. Les dejo hacer. Sé que se les está enderezando el sexo. Me gusta pensar que los encelo, que les endurezco la verga, que me desean. Cuando bajo noto los muslos mojados. Estoy excitada. Temo por un momento que los jugos me resbalen piernas abajo sin la contención de las braguitas y que todos me señalen con el dedo. ¿Estaré loca?

La mañana es larguísima. La tarde y la noche se hacen eternas. Todavía velo a las dos y media de la madrugada. Por fin duermo por puro agotamiento dando por finalizado un día loco en que los pensamientos y los deseos han brincado de un lado a otro sin orden ni concierto.

Jueves. El día.

Me levanto media hora antes de lo habitual y me demoro en la ducha. El agua resbala por mi piel, discurre rápida entre mis pechos, se derrama por mi vientre, perla los vellos del sexo, me llueve en la espalda, juguetea pugnando por entrar en la prieta hendidura del trasero, salpica muslos y pantorrillas. La ducha es ínterin entre un antes y un después, tierra de nadie, el remanso del río previo a la desmadrada catarata.

Me seco concienzudamente y luego –una idea repentina- me doy carmín en los pezones que se alborotan al contacto del pintalabios. El sujetador, naturalmente el rojo. Nada de braguitas. A pelo. Dudo si ponerme un top y pantalones de cadera, y presumir de tripa lisa y ombligo, o blusa y falda por encima de la rodilla. Mejor la falda. Menos obstáculos para las manos impacientes. Me visto, me maquillo

un puntín exagerada, respiro hondo, trago saliva, arreglo a Fernandito y bajamos a la calle. Hace un día ideal. El autobús. Ya estoy sola con mi destino. Me analizo. No me perdonaré no aprovechar la oportunidad. No me perdonaré aprovecharla. "Ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio". El llavín. Compruebo que lo llevo por enésima vez en la mañana. Y ahora a cazar a un tío.

Entro en la estación del metro. El corazón me repica en el pecho. Aguardo en el andén. Echo un vistazo en torno. Un hombre no me quita ojo. Me siento en un banco y cruzo las piernas proporcionándole una generosa ración de muslos. Sigue sin quitarme ojo. Le aguanto la mirada y sonrío. Vuelve hacia otro lado la cabeza. Dos jóvenes, uno de acá, el otro sudamericano –lo dicen sus facciones- pasan junto a mí observándome con descaro. El español suelta un racial "tía buena". El otro, un "hermosa" que me alegra el oído. Quiero fijarlos, que no pasen de largo. No lo consigo. Continúan caminando hasta el otro extremo del andén.

Llega el tren. Los vagones van llenos. Busco la plataforma de mayor densidad humana. Roces. Tacto. Presión. Ahora sí. Son las dos horas tontas. Es mi turno. Mi vez. Ahora mismo habrá en Madrid miles de hombres desesperados por no tener una mujer entre los brazos. No ha de resultar complicado topar con uno de ellos. Noto el contacto de una mano abierta que me palpa el trasero. Sí. Sigue ahí. No sé cómo es su rostro, ignoro si es guapo o feo, joven o viejo, pero me muero porque el dueño de esa mano me llame "puta" e inicie las más osadas excursiones por mi entrepierna. Descargo mi peso hacia él en gesto que quiere ser franca invitación y que produce el efecto contrario. La mano se retira. Ya no está. Se fue. La primera parada. Se me acaba el tiempo. ¿Cómo es posible, con tantos hombres que hay por el mundo? Soy yo la que busca el contacto, la que arrima el trasero a las braguetas, la que se restriega. Hasta olvido mi nombre. Soy una hembra en celo en busca de un macho. Nada. Segunda parada. Bajo del vagón.

Miro alrededor. Nadie repara en mí. La gente va y viene, riada hacia fuera, riada hacia dentro, ajena a la tragicomedia que estoy viviendo. Subo las escaleras y salgo a la calle. Ahí, al frente, está el edificio en que Miriam tiene el apartamento. Actúo mecánicamente. Entro en el portal y tomo el ascensor. Ni sé por qué lo hago. O sí. Tengo curiosidad por ver como es un picadero. Nunca estuve en ninguno. Llego a la puerta del apartamento. Abro. El recibidor está amueblado con gusto. Suspiro y busco el cuarto de baño. Me echo agua a la cara. ¿Qué hacer ahora? Sí. Calmarme. Recuperar la compostura. Olvidar, de una vez por todas, esta locura. Un último ramalazo de rebeldía me sugiere al oído encargar por teléfono una pizza. Las traen muchachos fuertes y se han dado casos…Pero ¿quién pediría una pizza a las nueve menos cuarto de la mañana?

Me siento en la salita intentando recuperar la sensatez. Ha sido una volada, algo impropio de mí.

Y, de golpe, cada por qué halla su respuesta y cada pieza encaja en su lugar exacto. Me da un vuelco el corazón y la vida recobra su sentido:

"Nati, no me hagas esperar más, te lo ruego".

No, no lo he soñado. Es la voz de Miriam que me llega desde el dormitorio. Me levanto y corro y allí está ella, tumbada en la cama, aguardándome, y me abre los brazos y me refugio en ellos, y me besa y la beso y nos besamos, que diez años no son nada, y vuelve a ser la tarde de verano que nunca olvidé, "pobrecita mía", "no, llámame puta", "mi putita linda, mi tierna putita"; tus manos recorren la geografía de mi cuerpo y yo me impaciento por llenarte la piel de fuego y de ternura, estas dos horas tontas, "pensé en ti tantas veces", tu muslo entre mis muslos, mi muslo entre los tuyos, "deja que te desnude", bucearé en tu vientre, nadaré en tus honduras, te ofreceré mi sexo, me gusta abandonarme a tus caricias, adoro que te abandones a las mías, "sabía desde el principio que vendrías", una explosión rotunda, nos frotamos los pechos en dulcísimo encuentro de pezones endurecidos, "¡te has dado carmín, qué coqueta!", había olvidado que el universo entero cabe en un beso, ese prodigio de lenguas que se tantean el alma, ese batir de jugos promesa de otros jugos nacidos en los sexos, tus dedos escribiendo en mi espalda, "este será nuestro nido de amor", sí, éste será el portillo por donde nos asomaremos a un mundo solo nuestro

Esas dos horas tontas. Esas dos horas mágicas.

Esas dos horas nuestras.