Esa madura que se reía como nadie

Lorenzo acude a la boda de su prima, donde tendrá una morbosa experiencia con una tía materna del novio.

Volví al pueblo para asistir a la boda de Pilar y, de paso, quedarme unos días en casa de mis padres. Mi mente tortuosa no podía imaginar ni por asomo lo que me sucedió en ese evento. La expresión «me sucedió» me deja como sujeto pasivo de los hechos y eso no sería del todo justo. Yo también puse de mi parte.

Pilar es mi prima. Siempre fue un coño inquieto, inestable y muy excéntrica. Si cortaba las uñas al canario quería ser veterinaria; y si se depilaba las cejas, cirujana estética. Decía entender de alta cocina porque aprendió a machacar caramelo con la picadora y a pegar los pedacitos en el borde de los vasos. Cada vez pasaba más tiempo en Ibiza y menos en la realidad, y era una firme candidata a acabar en una secta tras raparse la chola y vestirse de color azafrán. Mis tíos no estaban dispuestos a consentirlo y decidieron llevarla a terapia para que sentara cabeza. Allí conoció a un terapeuta neorural, homeópata y algo excéntrico como ella. La relación cuajó milagrosamente, ya fuera por afinidad en el universo astral o por compartir aficiones terrenas.

Fue un noviazgo corto y con fecha fija de boda, les faltaba tiempo a los padres para quitárselos de encima. El día señalado, Pilar estaba como están todas las novias: como un flan, muy guapa y casi sentí celos del novio. Por expreso deseo de ella, se celebró en casa de mis tíos y no en la iglesia parroquial como hacía la mayoría; o en la ermita de San Blas, donde acudían los más progres a casarse con pantalones vaqueros. Para el banquete, tampoco se contó con esa sala barroca en el restaurante La Rajoleta, donde se vestían las sillas con fundas de lazo, y eso causó gran desconfianza entre los invitados.

La Rajoleta era garantía de comer bien y en abundancia. Suponía un mínimo de entrantes variados; tres platos, uno de ellos, paella; sorbetes, postres surtidos más pastel de boda; con raciones para hartarse y llenar el tupper si ello fuera necesario. Se temía lo peor: un catering servido bajo carpas de lona en el jardín y traído por algún chef de moda, dispuesto en platos cuadrados, con poca enjundia y sin pan para rebañar ni servilletas de hilo para limpiarse los morros.

Allí estábamos los allegados: un doce de setiembre a las siete de la tarde como si aquello fuera el verde Miami de las series y su cielo de palmeras, y no la urbanización La Carrasca con su sol de justicia que amenazaba con abrasarnos. Apenas se oía al cura y el juramento de los novios, tan fuerte era el cantar de las chicharras. Una polvareda arrastrada por el viento irrumpió en el recinto y alguien a mi lado habló del mal agüero que eso suponía. No sé si mi prima lo hizo en broma o fue por accidente, el caso es que el ramo fue a darme en plena cara para jolgorio de los demás y frustración de las casaderas presentes. Pero una risa destacaba por encima de las otras: una risa clara y vibrante que sugería ofrecimiento y cópula inmediata. La proyectaba esa rubia de bote que tenía delante: un coñito maduro pidiendo guerra que me miraba con sarcasmo mientras sujetaba la pamela conjuntada con un vestido rosa. Rebosaba maquillaje como un pescadito de freír desborda harina, pero no le quedaba del todo mal y me prometí sacudirle el sobrante a vergazos si me daba pie a ello. Era más bien bajita, pero normal para las de su quinta y, aunque mostraba redondez en cadera, teta y muslos, no se la veía flácida por ningún lado. El panel de invitados era tan original como caótico, la ventolera hizo el resto, y yo aproveché la confusión para sentarme a su lado frente a esas mesas grandes y redondas.

Nos presentamos. Se llamaba Julia, era tía materna del novio y vivía en Valencia, o eso es lo que me dijo mientras sacudía la arena de la pamela. Nuria S. me miraba jocosa desde la otra punta del jardín, como si el hecho de estar junto a esa señora y no a su elegante persona fuera para mí un gran suplicio. Es la ventaja que tiene el que te gusten las maduras: l@s "normales" te ven como un joven atento y no como a un depredador vicioso. Le sonreí y guiñé un ojo a Nuria S. para dejarla tranquila, no fuera a pasarle por la cabeza el venir a echarme un cable y a asustarme la presa.

Llevábamos muchas horas sin probar bocado y aparcamos la conversación por cuestión de prioridades. Hasta que no llegó la paella, no respiramos sosegados y se disolvió cualquier duda sobre la solidez del ágape. Los platos eran redondos y las flores no eran para comer, sino para adornar, disponiéndose en centros muy bien decorados. Entonces llegó el reto de partir los langostinos con cuchillo y tenedor, actuación forense que parece dar mucho crédito al que lo consigue sin saltarle un ojo al vecino. Pero mi madura no era de esas, no tenía prejuicios y tomó el animal colorado y jugoso con los dedos, le chupó la cabeza hasta dejarlo más seco que un sarmiento y lo metió en su boquita de piñón tras pelarlo debidamente con los dedos. Gente tan remilgada en la mesa y que en la cama todo lo hace a pelo, tomando con los dedos y la boca, no la entiendo. Por eso me encantó aún más, cuando un chorrito de salsa le cayó por la barbilla al crujirle la cabeza a la siguiente gamba. Yo no la miraba descarado sino de reojo, y me pareció verla bizquear de placer relamiéndose hasta los codos. Esa mujer prometía dándose gusto a discreción. Yo me había enfrascado de nuevo en mi plato cuando le oí decir:

-Corazón, ¿te importaría recogerme la servilleta? Me ha resbalado al suelo.

-Cómo no -contesté yo- mirando hacia abajo sin ver nada.

Tuve que agacharme y avanzar hasta el centro de la mesa. Estaba claro que la había lanzado a propósito. A cuatro patas y volviendo, pude ver su espatarre: los pies colgaban de sus piernas cortas y delicadas; en cambio, sus muslos se ensanchaban obscenamente hasta llegar a la raja apenas disimulada por unas bragas blancas casi transparentes. Ni rastro de varices: sólo una pequeña red de arañas vasculares a la altura de las rodillas y la marca de los ligueros en los muslos. Probablemente se los había quitado junto con las medias para aliviarse del calor.

Me levanté traspuesto y, tras devolverle la servilleta, me senté de nuevo, tenso, morcillón, casi erecto. Sudaba por el calor y la lujuria, y no podía dejar de pensar en esas marcas que le habían dejado los ligueros. Imaginé que le haría si fuéramos invisibles para los demás y si ella consintiera: La sentaría en mi regazo sobre la dureza de mi tranca; le levantaría la falda hasta la cintura y le masajearía los muslos para reactivarle la circulación y así unificar el color desmejorado. Luego subiría las manos a sus tetas para sobarle los pezones, le bajaría las bragas, rebañaría el plato con un gambón pelado... se la hundiría en su coñito y...

-¿Más cava, señor? -dijo el camarero interrumpiendo mis pensamientos.

Asentí. Vi la botella a mi lado avanzando hacia la copa. ¿Por qué siempre le meten el dedo en el culo a la botella? ¿No hay otra forma de sostenerla? Creo que sólo lo hacen para joder a quien tiene la libido sensible y delicada como es mi caso. De nuevo oí su risa, ese cloqueo vibrante que tiraba de mi sexo. Casi me muero de celos. Estaba coqueteando con el lerdo de su izquierda y su pamela temblaba asintiendo a sus razones con buen ritmo de jodienda. Intenté concentrarme en el plato: mi ración de tarta seguía ahí, esperando con sus capas de bizcocho y nata. Ya estábamos en los postres y yo sin darme cuenta. El dulce no me apasiona y me puse a jugar con el tenedor y la copa.

-Cielo, ¿no te gusta la tarta? -preguntó la madura con la mano en mi brazo, mitad para llamar mi atención y mitad para acabar con el tañido crispante.

Me fijé en su plato mientras le confesaba mi aversión al dulce. Se había zampado su ración y estaba claro que mendigaba la mía. Se la ofrecí, y ella, tras partir un trozo con la cuchara, se lo llevó a la boca cerrando los ojos, chupando golosa el engrudo viscoso. Se pringó la nariz, y yo extendí la mano para limpiarla como si estuviera hipnotizado. Sin darme cuenta, me la llevé a la boca como si la nata no me diera ascos. Hubo un revuelo a nuestro alrededor: los niños chillaban excitados y muchos adultos se levantaron de las mesas, aunque no era por lo nuestro, por supuesto. Oscurecía y preparaban una traca con fuegos artificiales. La madura estaba absorta mirándome y acercó su mano a la nariz donde yo había posado mis dedos momentos antes. Los dos sabíamos que estaba pasando. Por fin, bajó la mano, pero un movimiento torpe o calculado, vete a saber, hizo que se enganchara la pulsera al collar rompiendo el hilo. Las cuentas, gruesas y brillantes con toda la gama de metales, rodaron por el suelo.

-Oh... lo siento... -gimió- qué tonta soy.

-No se preocupe -le dije sonriendo para tranquilizarla-, yo se las recogeré.

Y ahí estaba de nuevo, a cuatro patas como un perro. Tras recoger unos cuantos abalorios, me di un pequeño descanso que aproveché para desviar la mirada a su entrepierna. Alucinaba. Tenía una mano en el pubis rasurado mientras con la otra apartaba las bragas. Observé que su dedo índice llevaba la uña cortada al contrario de los demás, que lucían una manicura larga y ostentosa. Ese era el dedo del placer, que acercó, poco a poco, a su vulva. Aun llevaba restos de nata y se la untó en la raja con sutiles movimientos en los que el dedo acabó por penetrar en el interior de su vagina. Estaba claro por su manera de actuar que se sentía observada y le gustaba. Los largos faldones del mantel cubrían la retaguardia de miradas indiscretas, y las piernas de los otros comensales no eran un impedimento porque la mayoría se había levantado para ver el espectáculo pirotécnico.

Estaba fascinado mirando como ella manipulaba su vulva, hasta que decidí suscribirme como sujeto activo de los hechos. Extendí la mano y la puse sobre la suya. No hubo sorpresa ni respingo por su parte; me dejé llevar por su movimiento hasta que, poco a poco, se la tomé y aparté a un lado para dejar libre el camino. Le bajé las bragas del todo y acerqué mi cara a ese triángulo de carne ofrecido, sintiendo el calor intenso y húmedo que despedían sus muslos desnudos. Puse mis labios sobre los suyos y saqué la lengua. Se los lamí de arriba abajo y le di suaves mordiscos hasta que quité la nata pastelera de la raja. La abrí más con los dedos e hice que el clítoris saliera. Lo chupé, aplicadamente, hasta que mi saliva se mezcló con sus fluidos. Eso merecía un homenaje y me saqué la verga para pajearla con la mano libre. La grava del suelo se clavaba en mis rodillas, pero yo sin enterarme, tan absorto estaba en la operación. Seguía y seguía hasta que se oyeron los primeros petardos y vi las luces de las bengalas tamizadas por la tela del mantel. Su mano me agarró la cabeza mientras comprimía mis mejillas con sus muslos. Sentí asfixia y, con todas mis fuerzas, abrí sus piernas de nuevo para liberarme y tomar aire. Chorretones de flujo salían de su coño, y yo, arrepentido de mi actitud cobarde, ataqué de nuevo sus mucosas sin cesar de masturbarme. Me aflojé sobre la piel de sus zapatos, mi leche al ritmo de los destellos pirotécnicos.

-¡¡¡Oooooooooooooooooooooooohhhhh!!! -gritaban los comensales, admirando el artificio.

Las risas y el jolgorio me parecían ajenos. No tenía ganas de salir, sólo de quedarme a sus pies tumbado como si fuera su mascota; pero el protocolo mandaba y los demás aún no iban lo suficientemente borrachos como para no notar mi ausencia. Recogí el resto de las cuentas, se las entregué en mano y salí de mi postura lo más dignamente que pude. No me atreví ni a mirarla. Me sentía raro como si hubiese dejado algo inacabado, o ese acto perteneciera a lo furtivo y vergonzante que no se debe contar a nadie. Fui al baño a recomponer mi persona mientras sonaban las primeras notas de música. Limpié con agua los chorretones de semen que colgaban de la pernera y la sequé con un secador de pelo que encontré en un cajón. Mojé la cara en la pila, me peiné y, cuando salí, me tope con Nuria S. con una copa en la mano. La puso en la mía mientras me arrastraba a la pista improvisada. Ella tomó otra y yo me dejé llevar por ella y por la música, lo que fuera con tal de no volver a la mesa.

Al día siguiente, desperté con resaca y en casa de mis padres. Poco a poco, la migraña se acostumbró a la luz y me dejó mirar por la ventana. Mi coche no estaba fuera, alguien me había traído. Tenía una de esas lagunas en que no recordaba nada, ni siquiera si había roto esa promesa hecha a mí mismo hace años cuando iba al instituto: no repetir con Nuria S. hasta que tuviese los cuarenta. Aunque visto lo que había bebido, lo más probable es que no erectara siquiera.

Pasaron unos días de calor y flojera intensa, y yo no salía de la piscina más que para comer y dormir; cuando una tarde, después de la siesta, decidí dar una vuelta. Andaba junto a la carretera y, aunque iba por la sombra, ya me había arrepentido de mi audacia y pensaba meterme en el bar; cuando un coche frenó junto a mí levantando el polvo del arcén. «Alguien que se ha perdido» pensé mientras veía la ventanilla bajarse. Me agaché junto al vehículo, colaborador, para que consultaran sus dudas.

-¿Subes? -me preguntó esa mujer sonriente, camuflada tras unas enormes gafas negras.

Me quedé cortado, pero reaccioné cuando oí su risa peculiar y vi sus tetas moviéndose al ritmo de sus pulmones bajo la camiseta. El corazón se aceleró traicionero.

-Lo siento, Julia, pero no te reconocía -le dije sinceramente con los brazos apoyados en la ventanilla.

-Siento decepcionarte -contestó- pero no soy la reina madre aunque a veces lo parezca y sólo me disfrazo en las bodas y entierros. Anda, sube -prosiguió-. No puedo estar aquí todo el día.

-¿Qué te hace pensar en que voy a subir? -le contesté sonriente y con ganas de jugar.

-Tu cara de aburrimiento y lo galán que eres -prosiguió apartando unas revistas del asiento para hacerme sitio-. Pensaba que podrías mostrame las maravillas del lugar.

-¿maravillas...? jajajajaja -cuestioné mientras me sentaba a su lado y cerraba la puerta-. Empecemos con dos puntos: La iglesia parroquial.

-Ayer la visité... -contestó mientras ponía el intermitente y salíamos a la carretera entre una nube de polvo.

-¿El Ayuntamiento?

-Está enfrente.

-¿La ermita de San Blas?

-Fui andando esta mañana y estaba cerrada.

Lo tenía difícil haciendo de anfitrión en un entorno con tan pocas prestaciones.

-¿El ambulatorio? -continué en broma.

-¿Tan mala cara traigo? -contestó riéndose.

-¿La urbanización La Carrasca? -solté para rematar.

-Estuve la otra noche y un cabrón se largó sin despedirse tras comerme el coño -contestó dejándome helado.

-Perdona, lo siento, pero... -dije simulando culpa.

-No hay nada que perdonar, cielo -me interrumpió- sólo quiero dejar las cosas claras. En el fondo te comprendo. Aquí tú te avergüenzas de mí porque casi te doblo la edad y todo el mundo te conoce. En Valencia, yo no iría a tu lado ni loca por mucho morbo que me diera mostrarte, aún me caería la condena de la envidia eterna si alguna de esas perracas, que se dicen amigas, me viera.

Y tras soltar lo que tenía en el buche, se rió de nuevo sin rencor aparente y extendió la mano para acariciarme la nuca, suavemente...

-Gira a la derecha por la segunda bocacalle -dije-. No te alarmes si ves un camino de tierra. No es un lugar muy turístico, pero si es importante para mí y me encantaría que lo vieras.

Tuve esa sensación que nos prende cuando mostramos un paisaje o monumento de nuestro entorno cotidiano a alguien forastero, al verlo todo con ojos nuevos y descubrir detalles que el día a día han apagado hace tiempo. El camino nos llevaba hasta el fondo del torrente y nuestros cuerpos se balanceaban al ritmo de las piedras y los baches. Era el paisaje de mi infancia donde forjé travesuras con la complicidad de los amigos, y en el que tuve los primeros roces casuales que entonces ni siquiera relacionaba con el sexo. Cruzamos el cauce casi seco y remontamos por el otro lado, donde había un huerto abandonado y una higuera inmensa en el borde.

-Para aquí, por favor -dije.

-Menos mal -contestó deteniendo el vehículo-. Por un momento me sentí como en Thelma y Louise: al borde del precipicio.

Y sin saber quién era Thelma y quién, Louise ; salimos y respiramos hondo. El ambiente era más fresco, agradable; y yo la tomé de la mano acercándola a la higuera. Ella se tambaleaba, inestable, con sus alpargatas de medio tacón y la rodeé por la cintura para sostenerla. Llevaba, como falda, una camiseta blanca y larga con un motivo juvenil a la altura del pecho. Apenas le cubría las nalgas y yo bajé las mano hasta su carne robusta. Ella se dejaba hacer y se ciñó a mi cintura recostando la cabeza contra mí.

-¿A dónde me llevas, malvado? -preguntó entre dientes con siseo de serpiente.

-Al huerto -contesté.

Replicó con esa risa que me volvía loco y me tensaba la bragueta. Pero esta vez me encendió de veras y la alcé para tomarla en mis brazos. Ella seguía riéndose, loca de excitación y pateando en el aire cuando nos metimos bajo la umbría del árbol, el único sitio que parecía ofrecer una intimidad sensata. La deposité en el suelo y le arranqué las bragas de un tirón sin que ella mostrara resistencia alguna. Tras quitarme la camisa, los pantalones y los gallumbos, me tumbé sobre ella y busqué su coño húmedo abriéndola de piernas. Ahí estaba: sobrado de lubricante. Le tanteé el orificio con la punta del capullo duro como una piedra, y se la hundí con un golpe seco de pelvis. Entró prieta pero untuosa y esa risa loca pareció detenerse por un momento, pero retomó con más fuerza al ritmo que metía y sacaba. La miré fijamente con mezcla de deseo y rabia, y ella me devolvió esa mirada con más risa lujuriosa. Llevé mis manos a sus hombros, una a cada lado del cuello, y le di un envite fuerte como si quisiera atravesarla. El cloqueo pareció detenerse. Le di otro más salvaje y, luego, seguí con otro que me pareció superior. Funcionó: ahora sólo boqueaba y un hilo de saliva desbordó por la comisura de sus labios. Decidí seguir con el tratamiento y busqué algo con lo que apoyarme, encontrándolo con el pie; sería una roca o una raíz que me ayudó a empujarla: la embestida arrastró su cuerpo por el suelo húmedo de hojas y frutos caídos. Busqué de nuevo apoyo, pero la suela resbaló sobre los higos aplastados. Resoplando con frustración, extendí los brazos por encima de su cara hacia una raíz despegada del suelo. La agarré fuerte y tiré de mí con esa rabia que provoca el deseo no consumado. Mi verga era como un gancho de carnicero tirando de una res: ese cuerpo lujurioso, aún por satistacer, desplazado unos veinte centímetros más sobre la pulpa roja de los frutos. A trancazos, la arrastré hasta que nuestras cabezas toparon con el tronco de la higuera. Temblaba, tenía la mirada perdida y gemía de dolor y gusto, resoplando con sus mofletes colorados. Sus pezones erectos se transparentaban bajo la camiseta empapada en sudor y la rasgué con saña aprovechando la vulnerable humedad de la tela. Sus ubres desbordaron con la complicidad de mis manos. Las estrujé, hundiendo mis dedos en ese calor mojado y pellizcando la tungencia de sus pezones. Hacía rato que yo no culeaba sobre ella, enfrascado en sobarle las tetas; pero sentía el calor de su vulva apretada contra mis huevos y eso me reactivó con fuerzas renovadas.

-¿Sólo hay una manera de que se te quite la risa, verdad? -le dije mirándola con dureza y arremetiendo en su coño con saña.

-Mmmm... síííííí... y tu la has... encontrado... -contestó al ritmo de mis embestidas...

-Esta tarde has salido bien caliente y olfateando rabo... ¿qué buscabas?, ¿un labrador soltero sin saber dónde meterla o un camionero putero intentando embucharla gratis?

-Cualquier cosa me hubiese bastado mientras la tuviera dura, grande y la hincara hasta el fondo como tú... ooooohhh... síííííí... -dijo levantando las piernas y cruzándolas en mi espalda para facilitar la follada.

Yo seguía a pistón fijo, sacando y metiendo en ese entorno salvaje; ella era una hembra y yo era lo que había salido a buscar: un macho de su especie, sin prejuicios ni tabúes de edad, sólo la naturaleza guiando nuestros pasos. Iba a arrancarle un buen orgasmo aunque tuviera que desollarle la vagina a vergazos y yo destrozarme el capullo, pero no tuve que llegar a ese extremo porque el calentón le subió sin tardanza. La vi desesperarse de placer bajo mi cuerpo. Sus uñas arañaron mi espalda y sus pupilas se perdieron tras los párpados. Boqueó antes de aullar y, cuando por fin lo hizo, dejó el valle inmerso en un silencio reverente. Fue la vibración o por casualidad, el caso es que unos cuantos higos cayeron de sus brotes. Yo seguí arremetiendo para llevarme mi dosis de gusto y me corrí llenándola con mis lechadas. Eso le reactivó el orgasmo y sumó sus flujos a los míos, estrujándonos, retorciéndonos, volteando encima mío y apurando con frotes salvajes mi erección en su coño ardiente.

Quedé atrapado bajo su cuerpo, boqueando aire; yo robándole el suyo y ella, el mío. Se tumbó a mi lado respirando aceleradamente. Tomé un higo del suelo. Estaba en su punto, negro y maduro; y sacudí un par de hormigas que sorbían el néctar almibarado que prendía. Lo sostuve sobre su boca y ella lo lamió obscenamente hasta que se lo acerqué más y lo presionó con los dientes dejando que la pulpa roja se abriera y bajara hasta su boca. Lo masticó con gusto y dijo por fin:

-Delicioso.

EPILOGO

No sé si estas cosas ocurrirán en las bodas reales, pero no estaría mal que algún paparazzi estuviera bajo las mesas con su cámara para indagarlo. De paso nos enteraríamos de que color son los menstruos de la realeza... ¿rojos, azules o violáceos?