Es lesbiana! (7)

Haz conmigo lo que quieras.

Era algún fin, cualquiera, del mes de noviembre, cuando fui con Leo y sus amigos a un festival de música a las afueras de la ciudad. No contaba con que también iría la agradable hermana de Leo –aquélla que me ignoró en todas sus facetas–: Alfonsina, acompañada de Pamela, mi antigua y ya nada creíble mejor amiga. Sucedió lo esperado: la madrugada de esa noche, dentro de una casa de campaña, con la música retumbando a lo lejos, estuve a nada de ceder ante Pamela, de entregarle mi virginidad. ¡Y no me hubiera importando! Por desgracia, o suerte, escuchamos voces por fuera y todo finalizó sin haber concluido.

Y si dirigimos el tema, para aclarar aquello olvidado de Alfonsina, hacia Alfonsina, puedo resumir la historia en tres palabras: YA ME MIRA.

  • ¿Ya está todo guardado? –preguntó Leo.

Ya habían empaquetado todas las casas de campaña, las mochilas estaban amontonadas en un lugar y las bolsas de basura a un lado de las cenizas.

Guardamos las cosas en los automóviles y partimos de regreso a la ciudad. Yo estaba agotada y los demás ni se diga. Dormí la mitad del trayecto y desperté cuando escuché mucho movimiento. Nos habíamos detenido en una tienda 24 horas que estaba sobre la carretera y todos habían salido de los autos para refrescarse. Se comenzaba a sentir la fría brisa y algunas estrellas comenzaban a asomarse.

  • Ya está oscureciendo –dijo alguien en el asiento de atrás.

Me sobresalté porque creí que estaba sola en el auto y miré por el espejo retrovisor, allí estaba Alfonsina. Nos miramos un segundo y desvié la mirada.

  • Sí –respondí.

No lo pensé más y salí del auto. Las manos me temblaban y me acerqué a Leo para pedirle un trago de su botella de agua.

  • ¿Estás bien, linda? –dijo.

  • Sí, sí. ¿Dónde está Lucy?

  • Por allá –me señaló a la entrada de la tienda y la vi saliendo mientras conversaba con Pamela.

  • Puta mad…

  • ¿Cómo? –dijo Leo.

Sacudí la cabeza y las observé. ¿Qué se traían estas dos?

Miré al cielo y la noche estaba hermosa, una corriente de aire pasó y dejó algunos cabellos en mi rostro. Del otro lado, mientras me descubría la vista, vi salir a Alfonsina de manera imperiosa. Su presencia resaltaba en la tenue oscuridad, sus cabellos se agitaban y, puedo asegurar, que caminó hacia mí.

Su mirada estaba puesta sobre mi cuerpo mientras avanzaba. Quería echarme a correr, agachar la cara, sonrojarme, decirle que dejara de mirarme porque me intimidaba, pero permanecí  firme, sin bajar la mirada.

¿Qué pensará de mí? ¿Hablará de mí con sus amigos? ¿Qué la hizo cambiar de opinión que ahora ya me mira? Antes jamás lo hacía

Subió su mirada hasta mi rostro y la miré a los ojos hasta que estuvo delante de mí, al mismo tiempo que llegaban Pamela y Lucy.

  • ¿Puedo hablar contigo? –dijo Pamela.

Me giré para mirarla: ¿Qué?

  • Que si puedo hablar contigo –repitió.

¿Qué?

  • ¿Por qué ahora? –dije.

  • Sólo será un momento.

Lucy me asintió con la cabeza, dando aprobación, y le dije a Pamela que sí. Ladeé el rostro para volver a mirar a Alfonsina, pero su atención ya no estaba en mí.

  • Sígueme –dijo Pamela, caminó hacia los autos y se sentó en el cofre del auto de Leo–. ¿Tu novio se molesta si nos sentamos aquí?

  • No sé. ¿Por qué no le preguntas tú? –la miré de lado y le sonreí.

  • Idiota –dijo, y miró a otro sitio.

  • Ya dime qué quieres.

  • Con tu actitud sólo haces que las cosas resulten más difíciles.

  • Ninguna actitud. Ya dime.

  • ¿Por qué no te sientas? –dijo.

Le negué con la cabeza y permanecí de pie, delante de ella. Pamela suspiró y cerró un segundo los ojos, entonces inició a hablar:

  • Quiero, eh, mm, quiero pedirte una disculpa –la miré atenta, ésa sí que no me la esperaba.

  • ¿Disculpa?

  • Sí, bueno, creo que fue mi culpa, eh –continuaba hablando, pero me miraba poco–, no toda, claro, tú igual tienes que reconocer que me has hecho daño y

  • ¿En qué? –interferí–. Yo no fui quien dijo que eras una apuesta, ni mucho menos quien se burla de las confusiones ajenas. ¡Eres una idiota!

Recordé aquella mañana dentro del salón cuando le pedí que me explicara su mensaje romántico y ella dijo que sólo había sido una apuesta y se fue, dejándome sola.

  • ¡Tú eres la idiota! –contraatacó–. ¡Me haces pensar que no te importo y que no te importa lo que yo pueda sentir! ¡Tú eres la idiota!

  • Si tienes algo que decir, ¡dilo ya!

Pamela se mordió los labios y me miró con fuego en los ojos.

En ese momento apareció Lucy y me pidió que me calmara.

  • Cristina y Pamela –dijo Lucy–, cálmense, así no van a llegar a ningún lado. Vamos, dile lo que me dijiste hace un rato, Pamela.

Pamela me miró con más tranquilidad y yo me suavicé para que pudiera hablar.

  • Te quiero –confesó–. Cómo te quiero.

Lucy sonrió y se alejó.

No lo soporté más y me acerqué a ella, abrazándola por la cintura. Recargué mi rostro en su pecho y lloré. Ya no quería estar mal con ella, pero realmente me había herido y se me dificultaba decirle tan pronto, de nuevo, que también la quería… y quería estar con ella.

Cuando me separé, Pamela me limpió las lágrimas y sonrió.

  • ¿Amigas? –ahora dijo ella, tendiéndome la mano.

Me reí y negué con la cabeza. Ella igual rio por lo bajo y me miró con diversión. De un saltó bajó del cofre y, tomándome de la mano, regresamos con los demás.

De nuevo abordamos los autos y partimos. Leo me hablaba y decía cosas, pero no me importaba. Estaba feliz de volver a sentirme cercana a Pamela.

  • ¿A quién voy a dejar primero a su casa? –preguntó Leo, ya entrando a la ciudad.

Dejamos primero a Lucy porque su casa era la primera que pasábamos, luego a Carmen y cuando íbamos a dejar a Pamela, me preguntó si no me quería quedar en su casa.

  • Sí –respondí, sonriendo.

  • ¿Segura, amor? –preguntó Leo–. ¿Tu mamá no se va a molestar?

  • Ahorita yo le marco –dijo Pamela.

  • Bien.

Al entrar a la casa de Pamela, su mamá estaba en la cocina. Cuando me vio se sorprendió y juró que eran años los que no nos habíamos visto y que me veía más cambiada.

  • ¿Cambiada para bien o para mal, Rosa? –pregunté, a la mamá de Pamela.

  • Pues para bien, niña –respondió, sonriendo–. Todos los jovencitos a tu edad son preciosos.

  • ¿Tú qué crees, Pamela? –dije, mirándola.

  • Pues que sí, todos los jóvenes a tu edad son preciosos.

  • ¡Tenemos la misma edad!

Nos reímos mucho y luego nos contemplamos un momento, hasta que la señora Rosa preguntó si íbamos a cenar.

  • Yo no, gracias.

  • Yo tampoco, mamá –dijo Pamela–. Por cierto, ¿qué haces despierta tan noche? Ya casi es medianoche.

  • Preparaba la comida para mañana, como voy a salir a ver a tu tío

Subimos a la habitación de Pamela y en cuanto estuvimos adentro, me tiré sobre la cama.

  • Estoy exhausta –dije.

  • Yo igual, pero levántate para que te cambies de ropa.

  • Voy, voy.

Me saqué los pantaloncillos y Pamela me prestó una playera.

  • Me quiero lavar los dientes, ¿me prestas un cepillo? –le pedí.

Las dos nos cepillamos los dientes, una al lado de la otra, intercambiando miradas y dándonos empujoncitos.

Pamela apagó la luz y corrió a meterse a la cama conmigo.

  • Hace frío –dijo.

  • Ven.

Extendí mi brazo y lo pasé por debajo de su nuca, acercándola a mí. Ella pasó su brazo por mi cintura y entrecruzó sus piernas con las mías.

Mi pecho subía y bajaba más rápido de lo normal, era inevitable, estaba agitada. Cerré los ojos y unos minutos después mi respiración se normalizó, quedándome dormida.

Desperté porque recordé que no le había mandado mensaje a mi mamá para avisarle que seguía con vida. Con cuidado me separé de Pamela y fui hasta mi mochila, para buscar mi teléfono, pero ya no tenía nada de pila.

  • ¿Qué pasa? –dijo Pamela, somnolienta.

  • No le avisé a mi mamá, debe de estar preocupada.

  • Yo le mandé mensaje ayer, sabe que estás conmigo. Ya duérmete.

Con más tranquilidad me metí de nuevo a la cama y me abracé a Pamela.

Todavía no amanecía.

  • Estás helada –susurró.

  • Ujum –dije, pegando mi cuerpo completamente al suyo.

Suspiró y pidió que no me acercara tanto.

  • ¿Te incomoda? –le dije, acercando mis labios a su oído.

Coloqué una de mis manos en su cintura y recargué mi mejilla sobre la almohada para mirarla. Pamela ya tenía los ojos abiertos y me miraba atentamente. Le sostuve la mirada y dijo:

  • Si vas a jugar con fuego, te vas a quemar.

  • ¿Es una amenaza?

  • No –sonrió.

Me acerqué a sus labios, pero antes de llegar a ellos, desvié mi rostro y le besé la mejilla.

  • Ya duerme –le dije.

Me di la vuelta dándole la espalda y ella me abrazó por la cintura, me dio un beso en el hombro y cerré los ojos.

Como a eso de las nueve de la mañana su mamá nos fue a ver y a decir que ya se iba, que regresaba por la noche.

Estiré mi cuerpo y me senté en la orilla de la cama.

  • Igual ya me voy –dije–. Mi mamá me va a matar

  • No seas exagerada.

  • Parece que no la conoces. Últimamente se pone súper intensa por cualquier cosa.

  • Bueno, vamos.

Me vestí con mi ropa del día anterior, me cepillé los dientes y fui a la sala, en donde me esperaba Pamela.

  • Listo.

  • Ten –dijo, dándome un libro–. Está muy interesante, léelo.

  • ¡Albert Camus!

  • ¿Ya lo leíste? –preguntó, emocionada.

  • Éste no, pero La peste sí.

Emocionadas hablamos de lo que sabíamos del autor y pude ver amor en los ojos de Pamela. Me miraba como hace tiempo no lo hacía.

  • Pamela, mm –dije, cambiando de tema–, lo que pasó en la casa de campaña el viernes en la noche… o creo que ya era de madrugada, no sé, bueno, las dos ya estábamos muy ebrias.

  • ¿Lo recuerdas?

  • Sí, ¿por qué no habría de hacerlo?

  • No sé, creí eso. ¿Te arrepientes?

  • ¿Cómo? No, sólo quería pedirte que lo olvidáramos. Este juego es divertido, pero

  • Sólo es un juego –terminó mi frase.

  • ¿Te molesta? –pregunté, con cautela.

  • No –dijo y sonrió.

  • ¿De verdad?

  • Sí, ya te dije que no estoy enamorada de ti ni nada por el estilo.

Auch.

  • Eh, bien –dije por último.

Me acompañó a la avenida para tomar el transporte e ir a mi casa.

  • Te veo mañana –dijo, dándome un abrazo.

  • Sí. Pero oye, aún me debes muchas explicaciones.

Asintió.

Al llegar a mi casa, antes de entrar, me acomodé la ropa y me sostuve el cabello en un chongo. Si estaba mi papá, todo iba a ser peor.

  • Buenas tardes –grité desde la puerta.

Silencio.

  • Muy buenas tardes –repetí.

Me asomé por toda la casa y no encontré a nadie. Al lado del teléfono había una nota que decía que esperaban que me haya ido bien en mi viaje, pero que iban a salir y regresaban el domingo al mediodía.

Suspiré. Qué alivio.

Subí a mi habitación, me di un baño y al poco rato los escuché llegar. Comimos juntos, les platiqué un poco de nada y recordé que tenía un ciento de trabajos atrasados. Puse a cargar mi celular y me llegaron algunos mensajes de Leo donde me invitaba a comer un helado por la tarde, que también iría su hermana junto con los demás. Estaba por responderle cuando me entró una llamada suya.

  • Mejor mañana, ¿sí? –le dije–. Tengo mucha tarea…

  • Sólo un ratito, linda. Voy por ti, ¿sí?

  • Pero ven hasta las cinco –cedí.

  • Te veo en un rato, entonces. Besos.

Finalicé la llamada y organicé por orden de importancia los trabajos por entregar. Bueno, ya organizados no eran tantos.

Escuché el timbre sonar. Miré el reloj: 05:10. Carajo, cómo corría el tiempo. Corrí al espejo, me acomodé el cabello, me cambié la blusa y me calcé los pies. Descendí las escaleras, pero ya era tarde: mi mamá ya había conocido a Leo.

  • Voy a salir un rato, mamá. Regreso pronto.

  • No me habías dicho que ya tenías otro novio.

Genial, mamá.

  • Pues sí.

Leo me miró con cierta amargura.

  • Nos vemos –me despedí. Tomé de la mano a Leo para salir pronto de mi casa.

  • Hasta luego, señora –alcanzó a despedirse él.

Ya en el cacharro, Leo dijo que él tampoco sabía que él era el otro novio.

  • No malinterpretes las cosas, hace algunos meses salía con un chico y ya lo conocían en mi casa. Pero ya no salgo con él, obviamente.

Llegamos al famoso local de helados y ya nos aguardaban los demás. Justo estaba pensando en enviarle un mensaje a Pamela para decirle que se uniera a nosotros, pero agradable fue la sorpresa al ya encontrarla allí. Me abalancé contra ella y le solté un beso en la mejilla, mirando de reojo a Alfonsina que estaba a su lado.

Tuve la certeza de algo: no sé en qué me había convertido, pero quería concluir mi encuentro sexual con Pamela y, lo más importante, quería tener conmigo a Alfonsina.

Quería saber por qué demonios una mujer me prendía más que las manos de cualquier hombre, y Pamela me explicaría la razón. Después de todo, ella dijo que no le importaba.


Sé que el tiempo no perdona, y algunos cuantos esperaban la continuación más que pronto, pero la universidad me ha tenido con la mente cerrada para cualquier continuación.

Agradezco a aquellos que vuelven a leer y que me escribieron mandando correos o comentando.

Un saludo enorme.