Es lesbiana! (6)
Lo es.
- ¡Eso es trampa! –escuché gritar a Carmen, pero yo ya las iba subiendo.
Terminé las escaleras y recorrí una vez más el pasillo oscuro; corrí a la segunda puerta y la abrí de golpe. La luz de la ventana iluminaba un poco de la habitación y vi que la cama estaba debajo de la ventana. Caminé rápido hacia la cama y destapé a Alfonsina. Ella se removió y yo escuché pasos por el pasillo: Carmen, pensé. Me fui acercando torpemente a ella y cuando creí estar cerca de sus labios, Carmen se lanzó sobre mí y caí horizontal en la cama.
- ¡No! –exclamó Carmen.
No me había dado cuenta pero las dos caímos sobre Alfonsina. Carmen se movió hasta llegar a la altura de Alfonsina, que para esas alturas nos estaba mentando toda nuestra madre, y la calló. La besó y le calló la boca.
‘’No, no, no –pensé. ‘’ Me moví para quitarme a Carmen de encima y logré separarla de los labios de Alfonsina. Con movimientos torpes me puse de pie al costado de la cama y miré a Alfonsina. Me sentí herida y sobajada cuando ni así, Alfonsina me miró. Su mirada recaía sobre Carmen que estaba de pie a mi derecha. Me sentí pequeña e insegura; insignificante para alguien como Alfonsina.
(Mírame, mírame.)
La luz de la ventana iluminaba parte de la habitación e hice un intento más. El último intento. Cuando Alfonsina pretendía hablar, di un paso hacia adelante y me incliné hacia ella, que ahora se sostenía por los codos sobre el colchón. Me miró y yo tragué saliva. Algo me palpitaba y no sabía qué era. Me acerqué a sus labios y antes de cerrar los ojos, la mirada de Alfonsina reflejaba verdadero rechazo. Era un: ‘’No lo hagas. ‘’
Retrocedí con un dolor en la garganta y me pasé la mano por el cabello y lo removí, desviando la mirada. Quise decir algo, pero la voz no me salió y caminé a la salida de la habitación.
Al llegar con los demás, me tomé mi bebida de un solo trago.
– Ganó Carmen –dije.
– ¡No es cierto! –exclamó Leandro, y algún otro.
Asentí y ellos me cuestionaban que cómo era posible si yo llevaba todas las de ganar.
– No sé –comenté–. Creo que le parezco fea a tu hermana, algo así como un monstruo.
Los demás rieron y cuando Leo pretendía decir algo le pregunté:
– ¿Tú crees que soy fea?
Leo rió más y negó con la cabeza, entonces se acercó a mi oído.
– A mí me fascinas –susurró.
Tuve el impulso de besarlo por no poder tener a Alfonsina, por el dolor que me causaba la lejanía de Pamela y la confusión que me provocaba todo esto, pero no lo hice.
La noche terminó pasando y esperé; con paciencia impetuosa esperé a que Carmen bajara para saber libre a Alfonsina. Pero llegó la mañana y Carmen nunca bajó.
Leo me llevó a su habitación cuando los demás se marcharon y me prestó una camiseta suya para dormir, por lo menos, unas horas. Avise a mi mamá que llegaría después del mediodía y me acosté junto con Leo en su cama. Leo, contrario a su apariencia, había mostrado ser respetuoso en mis decisiones. Recargué mi rostro en su pecho y lo abracé por la cintura, quedándonos dormidos.
El timbre de mi teléfono me despertó, provocándome un insufrible dolor de cabeza. Me separé del cuerpo de Leo y senté en la orilla de la cama. Me pasé las manos por la cara y descubrí que aún todo me daba vueltas. Volvió a timbrar mi teléfono: Mamá.
– ¿Sí? –dije.
– Cristina, ¿en dónde estás?, ¿a qué hora piensas volver a la casa?
– No sé, mamá –respondí. A duras penas logré responder.
– Aquí está Pamela. Vino desde hace una hora y tú no te dignas a regresar.
– Dile que se vaya, que hablo luego con ella.
– No, Cristin
No dejé terminar a mi mamá y corté la llamada. Recordé la primera vez que no llegué a dormir a la casa. Justo fue con Pamela. Esa noche, las dos escapamos a la casa de un amigo que vive a las afueras de la ciudad. Él y sus papás iban a salir y nos dejó las llaves de su casa. Decía que la vista a las estrellas, en ese mes, era hermosa. Y cuán cierto era. Pamela y yo compramos cigarrillos y bebidas preparadas, nos recostamos en el techo de la casa y miramos toda la noche la inmensidad del cielo.
Y ahora esto.
– ¿Tu mamá? –escuché decir a mis espaldas.
– Sí –respondí.
– Vamos, ya me siento mejor –escuché que se levantó de la cama y rodeándola fue hasta mí–. Desayunamos algo y te llevo a tu casa.
Me tendió la mano y me sonrió.
– Bueno.
Bajamos y me llevó hasta la cocina. Ayudé a Leo a preparar café y café. No había más que café para preparar y cereal, pero no había leche.
– Lo siento –dijo Leo, riendo–. Cuando mis papás no están, no hay quien mantenga el orden.
– No importa –respondí, sonriendo.
Con nuestras tazas de café fuimos al comedor y nos sentamos. Miré la pantalla de mi celular y ya eran más de las dos de la tarde. Escuché pasos y supe que era Alfonsina.
En ese momento hubiera querido jamás conocerla y quería detestarla. Quería… Carajo, quería que se sintiera como la basura que me había hecho sentir con sólo unas palabras y ningún acto. Para no levantar la mirada comencé a revisar las llamadas perdidas y mensajes.
– Hola, Leo –dijo Alfonsina.
Abrí un mensaje, el primero:
Lucy: Contéstame el teléfono, chinga. Tengo algo que decirte.
Segundo mensaje:
Lucy: ¿No me vas a responder? ¡¡Es urgente!!
– Voy a salir a comer con Carmen, ¿no vienen?
Tercer mensaje. Mensaje de Pamela:
‘’ Son las tantas de la madrugada y te necesito como a nada. Lo entiendo y me siento desesperada. Soy tan idiota al escribirte esto.
Hasta mañana.
Todo se termina en ti y tú terminas en otro.
Caigo en tu mirada, soy tan vulnerable. ‘’
Fin del mensaje.
– Está bien, nos vemos en la noche entonces –escuché decir a Alfonsina.
Caigo en tu mirada, soy tan vulnerable (…) descubrí el amor al llegar a ti, y caigo de nuevo en esta conclusión que te estoy amando.
Recordé aquella canción que siempre cantaba junto a Pamela. Me destrozó totalmente.
– Adiós, Cristina –dijo Alfonsina.
Escuché su voz remotamente y llena de nervios abrí el cuarto mensaje, de un número desconocido:
¿Ya me odias?, decía.
Levanté la mirada y Alfonsina ya estaba de espaldas y comenzaba a alejarse.
– ¿Ya-ya nos vamos? –dije con debilidad.
Leo asintió y de nuevo me tendió la mano para caminar juntos a la salida. Tardó unos minutos en buscar las llaves de su auto y salimos.
Llegamos a la puerta de mi casa y me despedí de Leo con un abrazo. Esperé a que él se subiera de nuevo a su cacharro y lo vi marcharse. Abrí la puerta de la casa y caminé derecho a mi habitación. Por ningún lugar veía rastro de mi mamá (mucho menos de Pamela) y me tiré directamente a dormir. Tenía una opresión en el pecho y estaba conmocionada.
Desperté como a eso de las nueve de la noche porque necesitaba con urgencia un galón de agua. Fui hasta la cocina y tomé como loca muchos vasos de agua, entonces mi mamá me habló por atrás.
– ¿Crees que esta casa es un hotel? ¿Que tú puedes llegar el día que se te antoje y continuar como si nada?
– Ya mamá, no exageres –le respondí.
– Mira la cara que tienes –dijo–. Que tu papá no esté no quiere decir que puedas hacer lo que tú quieras.
– Pero si te avise –le respondí, cansada–. ¿Podemos hablar mañana?
– Y luego tuviste esperando a Pamela más de una hora.
Mi mamá continuó hablando largo y tendido.
El domingo la pasé como si nada, haciendo algunas tareas y trabajos atrasados. Quise buscar a Pamela y ofrecerle una disculpa, pero preferí hacerlo en persona. No le vi mucho caso llamarle por teléfono o enviándole algún mensaje, quería ver cada uno de sus gestos al explicarme aquel mensaje.
Ya por la noche, después de pensar cada paso que había dado en estas últimas semanas, llegué a una conclusión: Me estaba desviando del camino.
El lunes me levanté temprano y llegué con tiempo a la prepa, aún no amanecía y el frío me calaba. Me senté en una barda, que está mero en la entrada, y encendí un cigarrillo. Me alboroté el cabello y sonreí al ver a Pamela entrando. Me fascinaba fumar cuando el frío de la mañana estaba en su máximo espesor y ver a Pamela, que lucía especialmente hermosa con esa camiseta a cuadros y su cabello suelto y largo, me llenaron de placer.
Dejé que Pamela avanzara y de un brinco me bajé de la barda. Seguí sus pasos y cuando íbamos pasando por una explanada, la alcancé y la tomé del brazo.
– ¿Qu-qué…? –alcanzó a decir.
La escuela aún estaba casi vacía y la llevé, bruscamente, al edificio que estaba delante de la explanada. Me metí con ella a un salón y la aventé contra la pizarra. Encendí la luz del salón y me paré delante de ella.
– Explícame tu mensaje –le pedí.
Pamela me miró con detenimiento y se aflojó la bufanda.
– Dime, anda –imputé de nuevo.
– ¿Qué quieres saber, Cristina? –dijo y ladeó la cabeza.
– Todo.
– ¿Qué es todo para ti? ¿Quieres que te diga que me escurro por ti y que muero por ti? –rió y miró a otro sitio–. No te creas tan importante.
– ¡Dímelo en concreto! –exclamé. De un segundo a otro, Pamela logró alterarme.
– ¿La verdad? Nadie creía que hubiera tenido algo contigo. Se suponía, digo se suponía, que tú tenías que responder de la misma manera el mensaje, y como no lo hiciste, perdí.
– ¿Qué estás diciendo?
– Bien, bien –continuó y alzó los hombros, restándole importancia al asunto–. Alfonsina me contó que intentaste besarla. Ves como sí era ella la lesbiana de la que hablabas.
Me pasé la lengua por los labios con impotencia. Jamás me imaginé esta situación.
– Alfonsina ganó. Pero no le digas nada de esto, ¿sí? –continuó, sínicamente–. Se supone que aún tengo que buscarte y todas esas cosas, pero qué fastidio.
– Tú no eres así –dije con debilidad–. No te creo…
– Allá tú. Yo ya me voy, tengo clase.
Pamela dio unos pasos y yo la alcancé a tomar del hombro.
– No me hagas esto… –le dije. Todavía le dije.
Se zafó de mí con un movimiento, abrió la puerta del salón y salió; el aire me golpeó en la cara. Salí y con una pena inmensa me dirigí a mi salón.
Esto parecía una broma. Una pésima broma.
Encendí otro cigarrillo y las manos me temblaban. Me detuve en la puerta de mi salón de clases y miré al cielo. El cielo se tornaba rojizo con nubes de crepé.
Vi venir a Lucy y me abracé fuertemente a ella. Entendí que no tenía nada realmente sincero en mi vida, y me habían destrozado. En tan pocos días me habían hecho polvo. Algunas lágrimas me brotaron, pero algo detuvo mi solemne llanto. Sobre el hombro de Lucy vi venir a Pamela junto con Alfonsina. Los ojos me ardieron y me llené de impotencia.
Entré al salón junto con Lucy y habló conmigo. Dijo que toda la tarde del viernes intentó comunicarse conmigo, porque resulta que Joaquín (mi ex, por si no lo recuerdan) me vio con Leandro y buscó a Lucy, para preguntarle no sé cuántas cosas. Un asunto absurdo, que no es necesario explicar.
No le dije nada a nadie de lo que acababa de suceder hace unos instantes con Pamela. Guardé ese sentimiento de odio y rencor en lo más profundo de mi ser. Ya llegaría mi momento, eso lo sabía.
Los días transcurrían y para qué negarlo, me sentía desfallecer. Usada. Por las tardes Leandro me iba a buscar a la prepa y salíamos a alguno de sus lugares, o a alguno de los míos. Leo fue un gran apoyo y me estabilizaba.
Tardé más de un mes en sentirme de nuevo en la cima, cuando Leo me propuso ser su novia.
– Claro –dije, feliz.
– Me haces feliz, Cristi. No soy hombre de muchas palabras, pero te quiero conmigo. ¿Tú realmente me quieres contigo?
Lo tomé del cuello y lo besé suave. Luchaba contra la imagen de Alfonsina y la lejanía de Pamela, al sentir sus labios.
Los días volvían a pasar y concurría el mes de noviembre. Ya estábamos próximos a las vacaciones de fin de año y aquel fin de semana fuimos a un evento a unas horas de la ciudad. Invité a Lucy y nos unimos con Leo, Carmen y sus amigos, en el Palacio de Bellas Artes.
– ¿Nos vamos? –pregunté.
– Eh, espera un poco, amor. Invité a mi hermana y supongo que ya no tarda en llegar –respondió Leo.
Cuando Leo dijo eso, Carmen inmediatamente volteó hacia nosotros. Era evidente el interés por convivir con Alfonsina. Yo no tenía ni idea de qué había ocurrido después de esa noche en la que Carmen besó a Alfonsina y en la que yo fui desplazada.
Le pedí a Lucy que me acompañara a dar una vuelta y caminamos por toda la alameda. Encontramos un Eleven y entramos para surtirnos con un poco de mercancía. Compramos cigarrillos, unos Malboro con sabor en el filtro, y cervezas. Cada quien se destapó una cerveza y escondíamos el envase en nuestras mangas, para no ser descubiertas. Estábamos felices. Poco después regresamos hacia los demás y, antes de llegar, reconocí una silueta. Si no me equivocaba, era Pamela.
– Ahí está Pamela –comentó Lucy–. ¿Ya la viste?
– ¿Sí es ella?
– Creo. ¿Aún no se hablan?
Negué con la cabeza. Me terminé mi cerveza y tiré el envase en el primer cesto que vi.
– Pero no importa –dije, sonriendo.
Cuando ya estábamos a unos metros, todos nos voltearon a ver. Ya sólo esperaban por nosotras. No miré a nadie, sólo a Leo, y le mostré, feliz, la nueva cajetilla de los Malboro. Él caminó hacia mí y se los di.
– ¿Para míííí? –dijo.
– Pues… ya qué –respondí y reí–. Para ti, amor.
Lucy se quejó murmurando en mi oído que por qué se los había dado y me dio un ligero golpe en el brazo.
Nos comenzamos a organizar para ver cómo nos repartiríamos en los dos automóviles con los que contábamos. En total éramos quince.
– Apretaditos como muéganos –comentó alguien.
Todos reímos. Leo comenzó a organizar.
– Lucy, Alfonsina, Carmen y… –señaló a Pamela– ¿cómo te llamas, cariño?
– Pamela –respondió.
– Bien, Pamela, también te vienes conmigo. ¿Amor? –me miró–. Tú también te vienes conmigo.
Todos los demás se quejaron, que porque a ellos sí les tocaría ir muy apretados. Finalmente subimos a los autos y yo me subí de copiloto con Leo.
– ¿Van cómodas? –pregunto Leo.
Respondieron que sí y encendí el estéreo del auto. Comenzó a sonar una canción:
Esa nena cayó en mi hechizo ahora ella me llama dice que quiere encender la flama, que quiere tenerme en su cama…
– ¡Dios, Leo! ¿Qué es eso? –exclamé, sorprendida y riendo.
Leo abrió los ojos y rió con pena. Dejé que terminara la canción y le pedí a Lucy que me pasara otra cerveza.
Subí el volumen de la música y así nos fuimos todo el camino, riendo y cantando. Por mi parte y por la de Leo, sí. Alfonsina, Pamela, Carmen y Lucy iban muy calladas en la parte de atrás. En un descuido miré por el espejo retrovisor y me encontré con la mirada de Alfonsina. Le sostuve la mirada unos segundos y, con la mayor indiferencia que me fue posible mostrar, desvié la mirada al camino.
Ya estaba anocheciendo y me sublevé mirando los campos y algunas estrellas que se comenzaban a asomar.
No dejaría que esto se quedara así.
Llegamos al lugar y era un lugar amplio y despejado. Bajamos todas nuestras cosas y armamos cuatro casas de campaña y compramos el permiso para que nos dejaran encender una fogata.
Me paré a un lado, mientras observaba cómo intentaban prender el fuego. Busqué otra cerveza y le robé un cigarrillo de la cajetilla que recién le había regalado a Leo. Me dejó un sabor dulcísimo en los labios y me los relamí. Qué maravilla, pensé.
A lo lejos observé a Lucy platicando con Pamela. ¿Con Pamela? Me pareció sumamente extraño, ya que ellas, según yo, no se tragaban. Vi a Lucy alejarse de Pamela y caminar hacia mí.
– ¿Qué? –le dije, en cuanto ella se detuvo delante de mí.
– Pamela quiere hablar contigo.
Me reí:
– ¿Qué?
– Dice que por favor.
– Ahora eres su paloma mensajera, por Dios, Lucy.
– Noo –dijo, sonriendo–. No sé qué pasó entre ustedes, pero inténtalo. Qué puedes perder.
No podía perder nada, es cierto. Pero que Pamela no tuviera siquiera una pizca de valor para acercarse a mí, me enfurecía. Y qué creía, que cedería tan fácil. Estúpida.
Por fin lograron encender la fogata y todos comenzamos a convalecer con cada trago de alcohol.
Me alejé junto con Leo a dar una vuelta y cuando regresamos, es como si nos hubiéramos perdido por mucho tiempo. Todos gozaban de una tremenda felicidad y conversaban animadamente. Nos hicieron un espacio y para mi desgracia, me senté al lado de Alfonsina.
– Hola –me dijo.
La miré sobre el hombro y pasé de ella. De reojo vi que se estiró para alcanzar una botella de ron y tomó un vaso.
– ¿Quieres? –me preguntó.
Negué con la cabeza y le pedí a Leo que me pasara una cerveza.
No quería estar cerca de ella y me puse de pie, sentándome al lado de Lucy. Platicaba con Lucy del lugar y llegó la madrugada. Ya todos estaban dispersos. Yo estaba con Leo entre la gente cuando a lo lejos vi a Pamela. Le dije a Leo que ya volvía y caminé hacia ella, sin pensarlo. Cuando la pude discernir completamente, vi que estaba con alguien. Me tragué mis ganas y desvié mi ruta hacia nuestro lugar, iría a buscar un suéter. Entré en una de las casas y busqué mis cosas. Estaba de espaldas arrodillada, cuando me dieron un ligero empujón que casi me hace caer. Me sostuve con las palmas y por debajo del brazo vi que era Pamela.
Me giré para mirarla y me dejé caer sentada. Pamela cerró la casa y me habló, primero suspiró.
– ¿Te la estás pasando bien? –preguntó.
– Sí –respondí, con desdén.
– Sin mí –afirmó.
No entendía a qué jodido punto quería llegar.
– Sí –repetí.
Se acercó a mí, pasó sus rodillas a los costados de mis caderas y sentí su abrasante cuerpo.
– Mírame –dijo.
Levanté el rostro y me encontré con su mirada. Poco a poco se fue acercando a mí, mientras yo retrocedía hasta caer acostada. Sus caderas quedaron en mi sexo y me sentí fluir. De nuevo ese calor, ese regocijante apretón.
Ya nada me conmovía. Acepté que si esto tenía que pasar, pasaría, pero mañana la dejaría. Así como me lo hizo ella, pero mil veces mejor.
Acercó sus labios a mi cuello y tiró dócilmente de mi piel. Cerré los ojos para sentir cada borde de sus labios contra mi cuerpo. Descendió por mi cuello y desabotonó mi camisa, besó el inicio de mis senos y con sus dedos corrió la tela de mi sostén, pasando la punta de su lengua por mi pezón. Suspiré. Mi respiración se aceleró cuando sentí, por segunda vez, sus dedos sobre mis jeans. Me bajó la cremallera y metió un dedo. Acarició el inició de mi vagina e hizo a un lado la tela y sumergió su dedo entre mis labios. Gemí afiladamente. Su lengua seguía entre mis senos y finalmente desabotonó mis jeans, hundiendo plácidamente su mano en mi humedad. Entonces preguntó:
– ¿Ya perdiste?
Yo estaba loca de placer que tardé en deglutir su pregunta.
– No –dije, entre suspiros.
Aún conservaba mi virginidad, y si era posible que Pamela me hiciera perderla con sus dedos, lo aceptaba.
Acerqué mi rostro hasta su altura y la besé. No podía soportar más. Mi pecho oblicuo ardía en placer. Pamela correspondió a mi beso con desesperación, mordía mis labios y mis manos ansiosas la comenzaron a recorrer. Hurgué con mis manos en su vientre y las subí para apretujar sus senos, después le besé el cuello y con una mano descendí a su sexo. Buscaba desabotonar sus pantalones con prisa, cuando escuchamos voces y risas en la parte de afuera. Pensé en Leandro.
Me quité a Pamela de encima y me acomodé la ropa. Agarré un suéter de Leandro y me lo puse, abrí la casa y salí. Estaban de espaldas algunos amigos de Leo, echándole aire a la fogata, cuando vi venir a Leo. Caminaba hacia ellos y en cuanto me vio, sonrió. Le respondí a la sonrisa y me limpié los labios.
Fui hasta él y lo abracé.
¿Por qué tienes pene y no tienes senos, Leo?, me pregunté.
Aquí está un bonito relato y lean. Un abrazo!