Es lesbiana! (11)
No tengas miedo.
– Cristina –habló Pamela, casi inmediatamente después de haberme sentado.
Cuando la miré, preguntó:
– ¿Por fin se te cumplió el sueño?
– ¿Qué sueño? –respondí, sin entender muy bien a qué se refería.
La mirada de Pamela cambió por una con un brillo diferente.
– Nada –dijo, negando con la cabeza–, olvídalo –y dejó de mirarme para volver a platicar con Gabriel.
– ¿Te estás burlando de mí? –pregunté, con duda, al mismo tiempo que miraba a Alfonsina para ver su reacción.
– No, Cristina, olvídalo, de verdad –respondió.
No hablé más porque intuí que esa pregunta era por algo referente a Alfonsina. Escuché cómo Gabriel le preguntaba sobre qué sueño hablaba y Pamela le dijo que nada. Rápido me levanté de ahí y fui a la mesita donde habíamos dejado las cervezas. Destapé una lata y le di un trago, mirando desde ese lugar la situación. La situación era la siguiente: no sabía cuál era. Tomé una cerveza más y caminé de nuevo hacia ellos, pero ahora sentándome justo a un lado de Alfonsina.
– ¿Quieres? –pregunté, amablemente, mientras le extendía la lata.
– Sí, gracias –respondió Alfonsina, con la misma suavidad en su voz.
Las dos guardamos silencio. En la sala se escuchaba que Pamela platicaba con Gabriel sobre jazz. Jazz, ni siquiera sabía diferenciar entre el blues y el jazz y pretendía que Pamela se quedara conmigo, qué imbécil.
– ¿Les gusta el jazz? –preguntó con ánimo Gabriel, tratando de incorporarnos a su plática.
– He escuchado muy poco –contó Alfonsina, yo sólo negué con la cabeza, dándole un trago más a mi cerveza.
Se escucharon ruidos afuera de la casa y después se abrió la puerta, entrando al mismo tiempo Leo, Carmen y los demás. Traían consigo paquetes de cerveza, cigarrillos y una botella de tequila. Con mucho escandalo se acercaron a nosotros y dejaron las cosas en la mesa de centro. Inmediatamente Carmen dejó las bolsas en la mesa, se sentó a un lado de Alfonsina y le dio un beso rápido en los labios.
– Esto parece un funeral –comentó Leo, dejando lo que él traía–. ¿Por qué tan callados?
– Nos callamos cuando ustedes entraron –dijo amigablemente Gabriel.
Cómo odiaba a Gabriel.
– ¿Dónde está la música? –exclamó un amigo de Leo.
Leo me miró y se siguió derecho, yendo por las bocinas para colocar la música. Era claro que seguía molesto, pero a mí, sinceramente, no me importaba mucho. De todas formas, me levanté del sofá y fui detrás de Leo. No quería estar en un sitio tan incómodo.
– Leo –hablé, alcanzándolo y caminando a su paso–. ¿Qué tienes? ¿Por qué no me has hablado en toda la noche?
Lo mejor para esta situación era hacerme la ingenua.
– ¿Preguntas por qué? –preguntó, deteniéndose y enfrentándome.
– Sí, por qué –dije.
Leo estaba molesto porque siempre que decía que iba a algún lugar, me tardaba demasiado, y no sólo eso, pues al mismo tiempo que me desaparecía, se desaparecía también Pamela.
– Perdón –dije–, no pensé que te molestara que saliera con Pamela.
– No me molesta eso –respondió, todavía con enojo–. Me molesta no saber qué haces con ella. ¿Qué haces con ella todo ese rato que se van juntas, eh?
– No sé, Leo –respondí, retraída–, platicar, fumar, no sé, cualquier cosa.
– Dime la verdad.
– Es la verdad, Leo –respondí–. Es mi mejor amiga, no sé qué más quieres que te diga.
Leo me miró con seriedad y contemplé la posibilidad de terminar con él en ese momento.
– Sabes, mejor me voy –dije, todavía ofendida–. ¿Me vas a dejar o le digo a alguien más?
Leo me miró y rápido cambió su postura.
– No, espera, cómo te vas a ir.
– Sí, ya me voy.
Hice señas de darme la vuelta para irme y Leo me tomó de la mano.
– No, no te vayas. No te puedes ir así nada más.
Realmente no estaba segura de irme, así que terminé quedándome. Acompañé a Leo por el estéreo y de regreso le ayudé a cargar los cables. Cuando llegamos con los demás, un amigo de Leo, a manera de broma, dijo:
– ¿Estuvo fuerte la pelea?
– Un poco, sí –respondí, riendo un poco.
Acomodamos las bocinas y colocamos música, después nos sentamos en el sofá y cada quien platicaba con la persona que tenía más cerca, en mi caso, con Leo. En el transcurso de nuestra platica y de los tragos de alcohol, me planteé seriamente nuestra relación. No me di cuenta en qué momento la figura de Leo pasó de darme seguridad a darme incomodidad. En ese momento pensé que era Leo quien necesitaba tomar a una persona de la mano para sentirse seguro y no yo.
– ¿Por qué quieres seguir conmigo, Leo? –pregunté, pasando mis dedos por su cabello.
– Porque me siento bien contigo –respondió, sonriendo, mirándome con los ojos perdidos.
Porque los dos habíamos bebido bastante.
– Yo ya no me siento bien contigo –dije, con tristeza.
– ¿Ya no? –preguntó, mirándome de la misma forma dispersa.
– No –dije tristemente, al mismo tiempo que negaba con la cabeza.
Leo pasó su brazo por mis hombros y me atrajo a su cuerpo para recargar mi cabeza en su pecho.
– Te quiero, mi amor –dijo, dándome un beso en la frente.
Pasó un tiempo en el que no supe nada porque me quedé dormida, pero desperté por un gran ruido. Leo estaba de pie detrás del sofá que estaba frente a mí y había dejado caer una botella de alcohol sobre el piso, provocando que se rompiera. Intenté levantarme, pero todo me daba más vueltas que cuando me dormí. Esperé unos minutos para estabilizarme mientras veía cómo los demás intentaban calmar a Leo, principalmente Carmen y Alfonsina. Lo acostaron en el sofá que estaba frente a mí y ahí se quedó Carmen, sentada en la orilla, pasando su mano repetidas veces sobre el brazo de Leo, mientras Alfonsina iba a la cocina. Entonces reparé que hace un rato, donde ahora estaba acostado Leo, estaba sentada Pamela junto con Gabriel, y ahora no estaba. La busqué rápido con la mirada y no estaba. Me levanté con prisa y le pregunté a uno de los amigos de Leo:
– ¿Y Pamela?
– ¿Tu amiga? –preguntó–. Creo que ya se fue.
No esperé más y fui detrás de Alfonsina, ella tenía que saber exactamente a dónde se había ido Pamela. Llegué a la cocina y Alfonsina estaba de espaldas, conectando el cable de la cafetera. Cuando la vi, lo primero que pensaba hacer era decir su nombre, pero recordé que eso estaba prohibido, por una especie de pacto estúpido en mi cabeza. Eh, disculpa –hablé, con la lengua un poco enredada. Alfonsina inmediatamente volteó y le pregunté:
– ¿Y Pamela?
– Ya se fue –respondió.
– ¿A dónde? –continué, insistiendo.
– No sé, no me dijo –respondió, por último.
Se dio la vuelta y en un minuto terminó de preparar todo para la cafetera. Sin darme cuenta, me quedé observándola detenidamente, admirando cada parte de su cuerpo y de sus cabellos, entonces se volteó para mirarme y descubrió mi mirada.
– Me miras mucho –comentó.
– Sí, perdón –acepté, bajando la mirada.
– Pamela dijo que tenía que irse –comenzó a hablar Alfonsina– y se fue con ese chico. A mí no me dijo mucho.
– Ah, está bien –respondí tranquila porque no me quedaba de otra.
– ¿Ya quieres dormir? –preguntó, luego de un silencio–. Los demás ya no tardan en irse.
– Sí, está bien, gracias.
– Sólo le doy este café a Leo y subimos.
– Sí, gracias –volví a responder, sonriendo apaciblemente.
El café estuvo listo, Alfonsina lo echó en una taza y esperé a que ella pasara delante de mí para seguirla. Pensé que yo también necesitaba tomar algo caliente, todo me daba vueltas y tenía la cabeza confundida. Cuando llegamos a la sala, Carmen estaba mejor acomodada, recargada en el respaldo del sofá y con la cabeza de Leo sobre sus piernas. Acariciaba sus cabellos y, en cuanto nos vio llegar, hizo un gesto para que guardáramos silencio porque Leo se había quedado dormido.
– Me voy a quedar aquí –dijo Carmen–, por si intenta irse.
– Como siempre –dijo Alfonsina, sonriendo.
– Como siempre –repitió Carmen, sonriendo en código con Alfonsina.
– ¿No te importa, Cristi? –preguntó Carmen, refiriéndose a Leo.
– No, está bien –respondí agradecida, porque sentía que mi obligación, como novia de Leo, era cuidar de él.
Alfonsina se acercó a Carmen y, cuando le iba a dar el beso en la boca, con prisa miré hacia otro lado.
– Vamos –dijo finalmente Alfonsina.
Alfonsina actuaba con tanta naturalidad que me hacía pensar que jamás nos habíamos besado. Pero sí nos habíamos besado, porque no había sido un sueño que por fin me correspondiera. ¿O sí?
– ¿Quieres que te preste ropa para dormir? –dijo Alfonsina mientras subíamos las escaleras.
– Sí, gracias.
Nos dirigimos a la habitación de Alfonsina y de nuevo me quedé unos pasos delante de la puerta, mirando a Alfonsina buscar ropa. Sacó un pantaloncillo holgado y una blusa blanca. Me los dio y después sacó otro par de prendas para ella.
– Te puedes cambiar aquí –dijo–, yo voy a cambiarme a otro cuarto.
– No, está bien. No te tienes que ir –comenté, sonriendo ligeramente.
La verdad es que tenía temor de que Alfonsina se fuera a otra habitación y no volviera.
– Nos cambiamos de espaldas y así no hay problema –completé.
– Está bien –respondió Alfonsina, sonriéndome con la misma tranquilidad.
Me di la vuelta para no mirar a Alfonsina y comencé sacándome los pantaloncillos y colocándome los de ella, después me quité las prendas de arriba, quedando en sostén, y me coloqué la blusa.
– Listo –dijo Alfonsina a mis espaldas.
– Sí, yo igual –respondí, dándome la vuelta.
– Bueno–dijo Alfonsina–, le voy a poner seguro a la puerta.
– Eh, sí.
Me dirigí a la cama y me acosté del lado de su buró donde tiene la lámpara de lava. Escuché el ruido del seguro de la puerta y el botón de la luz que se apagaba. La habitación sólo quedó iluminada por una tenue luz que entraba por la ventana y por la pequeña lámpara. Los pasos de Alfonsina se escuchaban en toda la habitación y yo pensaba en que dormiría una vez más con ella, una vez más. Me sonreí para mí misma porque podría acercarme a ella, porque quizá podría encontrar un pretexto para volver a besarla. Y tal vez lo haga, tal vez en el instante en que la tenga a mi lado. No me di cuenta en qué momento cerré los ojos para pensar en eso, sólo sentí cuando Alfonsina entró a la cama del mismo lado en el que yo estaba y sin temor juntó su cuerpo con el mío. Abrí los ojos de prisa y la observé entre la oscuridad. Hizo un sonido para que guardara silencio y colocó su mano en mi cintura, apretándome más a ella, al mismo tiempo que con suavidad metía su rodilla entre mis muslos. Buscó mi piel entre la ropa y suspiré cuando sentí sus manos calientes en mi vientre. Intenté, por reflejo, alejarme de ella, pero lo impidió acercándose a mis labios.
– No tengas miedo –murmuró, al sentir que mis labios temblaban.
Me besó con calma por largo rato hasta que conseguí llevar el ritmo de sus labios. Pasé una de mis manos a su rostro y con una caricia le demostré cuánto la deseaba, porque la deseaba, y aumenté el ritmo del beso. Bajé mi mano a su cintura, pasando por sus pechos, y dejé que su rodilla hiciera presión en mi sexo. La tomé por las caderas con fuerza y la subí a mi cuerpo sin dejar de besarla. Alfonsina se separó un poco de mí y se quitó la blusa, después se inclinó para seguirme besando y yo aproveché para recorrer con mis manos todo su torso desnudo. Desabroché luego de varios intentos su sostén y con cierto temor acaricié sus pechos. Mis caricias se fueron ampliando y conforme lo hacía con más fuerza, Alfonsina me besaba con más pasión. Y entre besos me dejó casi desnuda. Con besos húmedos descendió por mi cuello y se entretuvo por largo rato en mis pezones. Lo hacía con tanto gusto que sentía cómo mis calzoncillos se mojaban cada vez más y más. Continuó con su camino, llegó al inició de mi sexo y ahí fue donde no soporté tanto placer. Sentía que me moría, que mi vientre ardía y que de mi pelvis para abajo explotaría. La tomé con cuidado de sus cabellos y la acerqué de nuevo a mí para seguirla besando. Entre besos volví a dejar que Alfonsina me tocara y yo colaboré bajando mi mano hacia su sexo. Primero sólo me atreví a tocar sus bordes y después con arrebato metí mi mano bajo sus calzoncillos, y pasé mis dedos sobre la línea de su sexo. Alfonsina suspiró en mis labios y mi corazón latió con más fuerza. Comencé a sumergir un poco mis dedos y de su boca salían pequeños gemidos.
– ¿Te gusta? –pregunté en sus labios, con la respiración agitada.
– Sí –respondió, juntando su frente con la mía.
Hundí mi dedo corazón en su interior y, sin pensarlo dos veces, agregué un segundo dedo. Los metía y los sacaba, lo más que me permitía nuestra posición. Aumenté el ritmo y Alfonsina dio un grito ahogado, al mismo tiempo que dejaba caer todo su cuerpo sobre mí. Dejé de mover mis dedos mientras Alfonsina recuperaba la respiración, pero apenas sentí que se recomponía, cambié la posición y me puse sobre ella. La besé con deseo, acariciando su lengua con la mía y pasando mis manos por su cuerpo. Bajé a sus pechos y los besé y los mordí como jamás lo había hecho –y literal, jamás lo había hecho– y después llegué a su sexo. Cuando llegué a ese punto, la cosa cambio. Tenía temor de que me saliera mal, de que realmente no fuera lo que yo quería, pero los ligeros gemidos de Alfonsina comenzaron a elevarse en la habitación que me impulsaron a seguir. Estaba por desnudarla totalmente cuando, de la misma forma en que yo lo había hecho, me tomó y me subió para besarme en la boca.
– No tienes que hacerlo –dijo, alejándose un poco.
– Pero yo quiero –respondí.
Alfonsina negó con la cabeza y me volvió a besar. Jaló las sabanas y nos cubrió mientras nos seguíamos besando, pero ahora con más calma. No recuerdo en qué momento nos quedamos dormidas, pero desperté por una voz que decía algo y que me movía por el hombro. Era Alfonsina que decía que nos teníamos que vestir porque ya había amanecido. Me levanté con sueño y con un ligero dolor de cabeza, y busqué en el piso la ropa que Alfonsina me había quitado.
– Ahí está –dijo, señalando una esquina de la cama.
Asentí y me volví a vestir.
– ¿Podemos volver a dormir? –pregunté, tallándome los ojos.
Alfonsina asintió con una tierna sonrisa y esperó a que me metiera a la cama para que entrara ella detrás de mí. Me abrazó por la cintura y así nos quedamos dormidas otro rato. Estoy segura que no pasó mucho tiempo cuando de nuevo me despertaron. Esta vez era alguien que tocaba a la puerta y parecía que llevaba prisa por entrar. Alfonsina reaccionó antes y salió de la cama para abrir. Somnolienta me senté sobre la cama y la miré caminar, enfocándome principalmente en sus nalgas que qué bien estaban. Cómo me arrepentí de no haberla tocado más. ¿De haberla tocado más? En ese momento caía realmente en cuenta de lo que había pasado y, sin embargo, no me arrepentía. Cuando Alfonsina quitó el seguro a la puerta, inmediatamente entró Carmen, quien le dio un buen beso. Lo hizo tan de improvisto, que yo no tuve la oportunidad de mirar a otro lado.
– ¿Cómo está Leo? –preguntó Alfonsina, alejándose disimuladamente de Carmen porque estaba yo.
– Bien, ya despertó –comentó–. Me duele el cuello y la espalda por dormir en el sofá.
Era momento de irme. Tenía que repetir el protocolo de la vez pasada cuando dormí con Alfonsina y no pasó nada, aunque con una variante: ahora sí había pasado. Salí de la cama, pensé en mi dolor de cabeza, me estiré como gato, tomé mi ropa, me calcé los pies y dije que iba a cambiarme a otra habitación. Esta vez no recuerdo si lo hice en ese orden, pero lo que sí recuerdo es que la despedida fue igual: me despedí de Carmen con un beso, de Alfonsina con una mirada y tras mi salida cerraron la puerta. Me dirigí al cuarto de baño y ahí me cambié la ropa, dejando doblada la de Alfonsina sobre la repisa. Bajé las escaleras y, al mirar a la sala, estaba Leo sentado mirándome. No sabía si seguirme derecho para salir o ir hacia él. Bueno, iría hacia él. Cuando llegué a donde Leo, me senté a su lado en silencio.
– ¿Cómo dormiste? –preguntó.
– Bien –respondí–. ¿Tú?
– Igual, gracias.
De nuevo nos quedamos en silencio y esta vez fui yo quien tomó la iniciativa:
– Leo, creo que debemos terminar.
Miré a Leo para ver su expresión, pero su expresión no cambió mucho.
– Es por lo de ayer, ¿verdad? ¿Por lo que te dije de Pamela?
– No, Leo –respondí, taciturna–. Te lo dije, ya no me siento bien contigo.
Leo guardó silencio y, al ver que no decía nada, le dije que ya tenía que irme.
– Sí, está bien, vete –respondió.
No esperaba que me dijera que me fuera.
– ¿De verdad? –pregunté.
– Sí –respondió–. Estás diciendo que ya te vas, pues vete. Pero sabes –continuó, antes de ponerme de pie–, no soy estúpido, sé lo que tenías con Pamela.
– Di lo que quieras –dije, defendiéndome, porque no tenía más defensa que ofenderme. Me puse de pie y caminé hacia la puerta.
Hola, qué tal, agradezco a aquellos que me comentan y mandan sus correos. El siguiente capítulo ya es el último, por fin, de esta historia. Hace unos meses alguien me mando un correo que decía que quizá si entraba en el 2019 a leer la historia, finalmente estuviera terminada, pero no, será antes. Y disculpen si no respondo, pero entre tantas cosas a veces no me da tiempo.
De nuevo les agradezco y me gustaría mucho que me mandaran sus opiniones.
Saludos