Eran tres

El hombre observó a su otro amante, quien había pasado inadvertido todo este tiempo. El rostro de la inocencia perdida era le excitó aún más...

ERAN TRES

LA DESCARGA ELÉCTRICA DEL RAYO, seguida del retumbar de su propio trueno, preñó la habitación de partículas blancas que se clavaron en las paredes, suelo, el techo y el mobiliario. Un hombre de mediana edad se giró sobre la cama. Por unos instantes, pese a la bruma del vino a medio beber en el fino cristal de Baccarat, y el sueño que les embriagaba, acertó a ver la espalda desnuda del chico que escanciaba vino en el interior de la copa.

Desde el primer momento, el chico que ahora vertía el vino le pidió que le hablara en femenino. En todo momento quiso que el Hombre de Mediana Edad le hablara como si se tratase de una mujer. A pesar de tener nombre y cuerpo masculinos. No solo durante el sexo, sino durante lo que durase la cita. Fue su única condición. Por tanto eran dos. Él y ella.

Ella había pasado junto a la mesa de la habitación acariciando unos billetes que descansaban sobre la superficie lisa e inmutable. Cuando ella regresó a la cama contoneando las caderas él fingió estar  dormido un poco más. La observó disimuladamente a través de la pequeña llama azul que languidecía en una vela sobre el suelo. Todas las demás velas de la habitación estaban ya extinguidas, derretidas, se habían evaporado y fundido en el aire, en forma de un olor que impregnada las sábanas, las cortinas, y el cristal de los espejos. En el aire flotaba el falso olor a hogares de ‘ dos noches-tres días’ ‘gracias-a usted’, ‘nombre falso’ ‘algo más-no gracias-bienvenido señor-señor(a) X’

El repiquetear de las gotas contra las hojas de cristal les relajaba enormemente. Ella se sentó en el filo de la cama con las piernas entreabiertas, sin hacer ni decir nada. Él deslizó una mano entre las sábanas y le acarició el interior del muslo. Subió un poco más. A pesar de lo rasurado de la piel pudo sentir un vello incipiente y áspero, frenético por crecer y cubrir aquella zona, frenético por rizarse. Ella le sonrió recostándose junto a él. Cuando las caricias aumentaron su intensidad la chica se sentó a horcajadas sobre él. Inclinada, muy cerca, con la boca pegada al oído dejo escapar un ‘ Feliz cumpleaños ’. Tomó un bolígrafo de punta fina de la mesita de noche y comenzó a pasar su punta por la garganta, el pecho, y los labios de su amante. Le susurró una petición más al oído. Dijo:

—Sigue hablándome en femenino. Quiero más dureza. A partir de ahora cuando tengamos sexo, y esto ya podemos considerarlo sexo, quiero que me hables como si fuera una mujer de verdad. Quiero ver cómo te desenvuelves, qué sientes, y qué pienso yo. No quiero que imagines que soy una mujer. Solo que te dirijas a mí como si lo fuera —dicho lo cual bajó la punta del boli por el mentón y la garganta hasta detenerse en la clavícula—.

Se agitaron.

Él mordisqueó unos pechos pequeños impregnados de alcohol y sudor. La noche anterior se les había ido un poco de las manos. Comenzaron a hacer el amor otra vez despacio y en silencio. Sin hablar. Todo estaba en profundo silencio. Un silencio que parecía el observador de una región mística, rural y solitaria, condenado a guardar aquella región de cualquier perturbación a cualquier coste, eternamente. Un silencio de guarda bosques que temía que los intrusos violaran su sagrada región. La clase de intrusos que teme el silencio: tacones afilados, ascensores de rellano abriendo y cerrando la boca, masticando gente, risas escandalosas, maletas con ruedas, borrachos, automóviles, empleados cansados, vecinos fogosos o molestos humanos  en vías de desarrollo como un país de tercera que no tenían reparo en reclamar su derecho lactante a cualquier hora.

A él le gustaba penetrarla despacio. A ella que lo hiciera con contundencia. No necesitaban hablar demasiado para entenderse. Preferían retirar suavemente la mano del otro en lugar de profanar un ‘ quita-aparta-así no ’. Él era cabalgado por ella. Hubieran seguido así de no ser por un ruido sordo - bommp- que marcó un momento de inflexión en su danza corporal. Con el miembro liberado del culo de su compañera, aún duro y brillante por los fluidos blanquecinos, el hombre se colocó en su detrás. Ella se entregó otra vez a él, despacio, para que él volviera a penetrarla. Él accedió a ese lugar maravilloso, siempre tan limpio, tan húmedo, oscuro y estrecho.

Rayo; Luz; Trueno.

Cuando ya habían acabado volvieron a recostarse en la cama. Entonces alguien más se movió entre las sábanas. Un tercero de cabellos rubios, con la cara atontada, desconcertada por la vergüenza, que emergió de las sábanas. El hombre observó a su otro amante, quien había pasado inadvertido todo este tiempo. El rostro de la inocencia perdida era le excitó aún más. Ella parecía divertida, otra vez su atención se desvió al vino y al cristal . El chico rubio quiso balbucear algo incomprensible. No tuvo tiempo. Él hombre empujó su cabeza bajo el oscuro mundo del fino satén, hasta un sitio más conveniente. Tal y como era su deseo sintió la presión  agradable y húmeda de una boca envolviendo su miembro. Se aferró a las sábanas. Mordisqueó su labio inferior e inspiró el aire  cargado a velas aromáticas de la habitación, de aquella región silenciosa.

Pronto amanecería.