Era la misma polla

Lejos del asco, cuando al día siguiente desperté en una cama extraña y con el coño dolorido, escuchándolo bajo la ducha, volví a sentir la gana de dar a mi entrepierna alimento. Y me lo dio….como a una puta….una puta que agarraba su espalda como a un clavo ardiendo…una puta pidiendo ser penetrada, follada, sodomizada hasta el agotamiento mental y físico.

Era la misma polla.

Escrupulosamente la misma.

Ni un milímetro más, ni un milímetro menos.

Y sin embargo no lo era.

No cuando la sentía tan vigorosamente, en el interior de mi receptiva vagina, acompasando cada bamboleo con los crecientes grititos y el deseo de que aquella postura, aquel inmenso encuentro, no se terminara nunca.

Y sin embargo, veintitrés años antes, ese momento, se acababa en un pestañeo.

No me costaba ruborizarme al recodar el aparato dental y la carpeta forrada con niños guapos de peinados imposibles, cantantes de canciones que mi ignorancia de instituto, consideraba culmen musical y hoy motivo de vergüenza ajena.

Yo gritaba como una tonta en los corrillos del instituto tan solo mencionando sus nombres entre las amigas….”que guapo es este, que guapo es el otro”….que gilipollas éramos.

Unos pasillos con olor a lejía que no pudo nunca imponerse sobre la peste a testosterona que imperaba cada uno de nuestros poros y que hacía maldecir, a la amargura que sufríamos como profesora de religión.

  • En mi clase no hay más ley que esta – señalaba su Biblia cada vez que se le recordaba la obligación legal de dar clases en un aula mixta – Y por eso os sentareis como yo os diga – anunciaba imponiendo un estricto orden, donde a la diestra quedaban los chicos y a la siniestra, el lado maligno de la vegetariana Eva, las féminas.

Pero el aroma no entiende de obtusas ni de barreras.

El aroma se cuela por cada ladrillo, entre las pizarras, telas y crucifijos, colándose por el pasillo central hasta tentar nuestras pituitarias, estremecidas si el olor resultaba de su agrado.

Como de mi agrado fue el que David exhalaba.

  • ¿David? –se burlaba Esther, por aquel entonces la mejor amiga, con un aparato dental tres veces en tamaño al mío – Pero si es el lerdo de la clase. Es un tirillas y tiene ese pelo como de micrófono.
  • Es tímido  - respondí – Y tiene los ojos claros. Muy claros.

Daba igual que a Esther le atrajeran e intentara que me atrajeran los chicos estereotipados…altos, morenazos, falsamente seguros que se pasaban las ocho horas de instituto tramando como putear a los que como David, pensaban que se estaba allí para algo más que echar bíceps delante de babas femeninas.

Además, yo tampoco era precisamente una belleza.

Castaña de ojos castaños y discreta estatura, con las piernas cortas y los pechos a medio desarrollar, algo pecosa, algo traviesa y siempre incapaz de vestirse con otra cosa que no fueran un chándal del Sabeco.

Esa era yo, la que aquella tarde de octubre, sudando gotas como puños de gordas, con dieciséis temblorosos años, me aproximé a un David que trataba de encontrar su trabajo acerca de los Sacramentos.

  • ¿Qué haces? – le pregunté más muerta que ruborizada.
  • Intento encontrar esta tontería que nos mandó de deberes – contestó sin dejar de rebuscar en la carpeta.
  • Yo no la he hecho – confesé algo apurada sobre todo porque ya escuchaba los pasos de mastodonte de la profesora - ¡La que me va a caer!.

Y entonces pasó.

David lo encontró, David los extendió hacia mí y con sus acerados ojos azules, tremendamente azules, me lo regaló sin soltar ni una sola palabra.

  • Pero…
  • ¡A sentarse!. Usted, que hace allí hablando con ese chico. Ya sabe que su lugar es a la izquierda de la clase. ¡A la izquierda!.

A David le cayeron quince minutos en la esquina y a mí, las últimas barreras que me obligaron por puro instinto,

a acercarme hasta un chico tan fuera de lo atractivamente concebido como él lo era.

Nos ennoviamos.

Nos ennoviamos y enamoramos.

Como locos, como solo se hace cuando se piensa que el mundo gira en torno a uno.

Y eso, en un colegio cuyo nombre oficial era el de “Inmaculada Concepción de Nuestra Señora” suponía buscarse fuera de sus muros.

Un exilio donde el tiempo se nos escurría como agua entre los dedos, paseando acaramelados por jardines sin rosas, tomando refrescos que se caldeaban sin haberlos probado, seis horas mirándonos ante la paciencia de un hastiado camarero, haciendo manitas bajo cada mesa, deseando que nos pusieran muchos deberes para hacerlos juntos dejando la hoja en blanco, dedicando cada segundo a explorarnos.

Porque para explorarnos, éramos tan nuevos, efímeros y ñoños como el envoltorio de un juguete navideño.

Sí, yo había mesado por lo menos a media docena de chicos, todos con lengua, prohibiéndoles utilizar las manos.

El a una chiquilla gordita y enamoradiza fruto de su último verano en el pueblo.

David, aquel chico huidizo, de mirada pura pero esquiva, fue el primero.

Pero aun a pesar del tierno sentimiento, muriendo de realidad, torpeza es lo más sutil que se me ocurre para describirlo.

Tan expectantes estábamos ambos, tan inquietos porque como que andábamos ignorando los placeres del camino….la piel se apretaba como si fuera un trozo de plastilina, las lenguas se anudaban chocando con impericia, los botones de una camisa o el cierre del sujetador se transformaban en códigos de seguridad bancarios, la coordinación era un algo futurista….pero el placer de la curiosidad, el morbo de la novedad, el ansia del descubrimiento arrasaban con todo.

Quería a aquel chico y ese chico me quería, así que no nos costó mucho encontrar un hueco entre los apretados horarios de clases para disponer de dos horas y un colchón solo para nosotros.

El colegio hizo huelga, creo que fue contra la ley del Divorcio y nosotros no dijimos nada del evento a nuestros respectivos progenitores.

Fue en mi habitación donde, con el plan bien trazado, había previamente limpiado de fotos infantiles, pretendiendo que David, sintiera que estaba con la mujer que sin duda aun no era.

Era tan joven, tan cobarde para todo.

Fue así como, tras cuatro meses juntos, su pene, delicioso, inconstante y avergonzado, entró por primera vez dentro de una vagina igual de deliciosa, inconstante y avergonzada.

Recordarlo como un trauma no sería justo.

No lloré, no sentí más que el leve y definitivo pinchazo.

En cambio, me sentí profundamente turbada, primero por la absoluta ausencia de placer y luego, porque no acudió a pedirme explicaciones ningún San Pedro.

Me perdí en la pura mirada de David, tan dulce, tan compenetrada, tan aterrorizada como yo lo estaba, turbado por el temor de haber roto algo.

Y lo rompió sí, innumerables veces durante nuestros tres años.

Tres años en los que, a pesar del esfuerzo, a pesar del incremento de mi placer, no consiguió ni una sola vez, aguantar más de tres o cuatro minutos de embestidas…más quince de “lo sientos”.

Y se lo perdonaba.

Se lo perdonaba todo.

Por el puro amor y porque arriba, en medio y abajo, nunca desaparecía el cosquilleo.

Un cosquilleo que no parecía existir la noche en que Esther me invitó a celebrar nuestros diecinueve universitarios años, en medio de una fiesta Erasmus.

Era nuestro segundo años en Derecho y el primero en que un tiarrón nacido en Wisconsin, musculoso, rubio escandinavo, postal de todo lo mejor que físicamente halla sido creado, mostraba inclinación a llevarme al paraíso del orgasmo.

Dios griego superdotado como actor porno, con esa sonrisa titánica que derribó todas las atalayas que la educación y sociedad van por ti erigiendo.

Lejos del asco, cuando al día siguiente desperté en una cama extraña y con el coño dolorido, escuchándolo bajo la ducha, volví a sentir la gana de dar a mi entrepierna alimento.

Y me lo dio….como a una puta….una puta que agarraba su espalda como a un clavo ardiendo…una puta pidiendo ser penetrada, follada, sodomizada hasta el agotamiento mental y físico.

George, Fran, Henry….ni tan siquiera recuerdo cómo se llamaba.

Solo me recuerdo bien fornicada…..bien fornicada y traidora.

David no me perdonó.

David y sus maravillosos ojos, por primera vez hundidos, alejándose cabizbajos por la acera, desapareciendo de mi vida, dejándole desolado, destrozado y yo allí….dolida pero necesitada de todo lo que me daba mi norteamericano.

Norteamericano al que continué visitando un par de veces al mes durante el medio año que no pude olvidar el sabor de sus músculos bajo la ducha.

Lo necesitaba tanto….perdí tanto.

La vida siguió….George, Fran, Henry volvió a plantar trigales en Wisconsin, el aroma de David se diluyó entre la injusticia del tiempo, su recuerdo, el amargor contra mí misma no lo hicieron nunca…rodeándome, consiguiendo ese puntazo agudo que dan las cosas que sin remedio, han sido mal hechas.

En algo ayudó la entrada en el despacho de Roberto, un muchacho temprana y erróneamente casado, temprana y acertadamente padre, obligado tempranamente al divorcio con apenas treinta años.

  • La pillé con su primo, allí abriendo la boca – soltó en plan descriptivo.
  • ¿Con su primo? – aun con una leve experiencia como abogada matrimonialista, aquello no dejaba de ser una sorpresa.
  • Sí, mi mujer es italiana y la muy golfa va y argumenta que allí es de lo más normal. Que todo queda entre la sangre.
  • Pero ¿primo tercero o cuarto?.
  • No, no. El soberano hijo de su tío. Un italiano al hecho, morenazo engominado. De esos que les darías dos buenas ostias por pesados.

Roberto era un ser de físicamente regular pero de gran templanza ante la adversidad, con unas manos suaves hasta el extremo y una extraordinaria capacidad para dialogar y empatizar con la opinión ajena.

Vamos un político en toda la descripción del término.

Pensándolo bien, nunca estuve enamorada de el con la intensidad de los dieciséis años.

Pero definitivamente, lo quiero hasta adorarlo.

Adorarlo porque tras década y media como cónyuges, ha resultado ser un marido sobrenatural, un amigo fiel, un apoyo constante, un padre entregado, un chistoso, un tipo culto y activo, un miembro muy sociable….y un amante de notable, aunque sin grandes sobresaltos.

Nuestra primera vez, aun con su divorcio sin firmar, tratando de evitar el acoso de su ex, quien como buena italiana buscaba reconciliarse a lo mafioso, amenazando con cabezas de caballo a toda braga que se acercara “al suo homine”, fue rápida.

Apenas un polvo de diez minutos que si me llevó hasta una deliciosa corrida, fue porque lo echamos a última hora y sobre la mesa del despacho, mezclados arrestos y jugos con el papeleo que al día siguiente debíamos presentar ante el juzgado.

Me bajó el tanga sin mucho requiebro, entre besos casi hirientes, alzó mis caderas, abrió mis piernas echando hacia atrás las faldas para penetrarme con juvenal vigor, con brío y sin mucho tacto, si bien no encontró bajo mi vello púbico, ninguna resistencia.

Un lugar morboso y fantaseado que ayudó y mucho, a que ambos nos corriéramos compaginados, ahogando nuestros gritos mordiendo los respectivos hombros.

De estas trazas fue como conocía al marido y padre de mis tres hijos.

Porque la italiana terminó de firmar el divorcio cuando un año más tarde, al enterarse de lo nuestro, apareció con una gabardina detectivesca frente a la puerta de Roberto.

Y al abrirse esta, fui yo quien aparecí, tan desnuda como ella lo estaba bajo la prenda.

Vio mi cuerpo, más firme, más fresco y sobre todo más cachondo que el de ella, mostrando impúdicamente las reveladoras marcas de una noche de humedad y pecaminoso sexo.

Se cubrió y salió corriendo.

Roberto pasó a cubrir todas las necesidades que tanto mi alma como mi carne tenían.

Hombre de cuatro mil euros al mes, respetaba y apoyaba sin fisuras mis deseos de prosperar como abogado.

Padre escrupuloso y esperado, sonsacaba tiempo de donde hiciera falta para invertirlo en nuestros vástagos.

Amante cada vez menos ocasional y previsible, sabía dónde tocar para llevarme rápidamente al culmen y poder luego dormir unos minutos de más por el cambio de unas atenciones de menos.

Tanto nos habituamos, que llegué a olvidarme de esa pizca de “je ne sai quai” que de vez en cuando uno precisa cuando lo habitual, se hace eso, demasiado rutinario.

Pero amaba mi nómina, amaba el respeto como letrado, amaba mi unifamiliar de ciento cincuenta y seis metros cuadrados, los colegios caros, las clases de pilates, la sauna privada, nuestros Cocker, el vecindario, los dos todoterreno, las paellas dominicales, la seguridad de saber a salvo, entre brazos amados y bajo techo.

Es curioso pero aquella mañana, si no hubiera decidido invertir cinco minutos en aquel café, nada hubiera sucedido.

Curioso porque rara era la vez que pisaba un barrio tan poco acostumbrado al ruido de unos tacones de quinientos treinta y dos euros.

Curioso porque no me imaginaba entrando en aquel bar cochambroso de camarero barrilete, babeando y descaradamente sucio.

Curioso porque jamás hubiera prolongado en más de tres minutos la dosis de cafeína pisando serrines con olor a refritos.

Curioso desde luego porque, entretenida en corregir mentalmente las erratas ortográficas de aquel cartel “Se hacen menuses por encargo”, no me di cuenta que el pasado me estaba directamente contemplando.

Aunque pude presentirlo.

Un presentimiento con aroma a testosterona de pureza extrema, penetrando por mis pituitarias, incrustándose hondamente en mi cerebelo, obligándome a forzar la respiración, a sentir con el incremento del latido cardiaco, a cerrar los párpados y girar el cuello….a recordarlo.

Era él.

David sí, totalmente calvo, flaco como nunca dejó de serlo, frente a mí café, de pie, si a tres pasos mirándome como yo lo había hecho, respirando con la misma energía con que mis pechos subían y bajaban, prueba de que algo bajo la botonadura, estaba renaciendo.

Mirándonos, cogiéndonos las manos, abrazándonos….si tan siquiera dar un leve saludo.

Hasta que nos dimos cuenta de lo indecoroso de aquel asunto y, tras pedir dos cervezas, nos sentamos para saber si la vida había sido justa con ambos.

  • Trabajo en una multinacional – explicaba – Diseño puentes o edificios públicos allí donde quieran levantarlos.
  • Fue siempre tu sueño – lo recordaba con la pared de su habitación cubierta de bocetos…una ópera, un estadio de fútbol, un museo de arte contemporáneo.
  • El último fue en Dinamarca…una pasarela peatonal inmensa en Copenhague. Hermosa. Como tú.

Ya estaba desacostumbrada al halago.

Y él lo notó sin duda por la forma de ruborizarme, como una verdadera imbécil, como la quinceañera que odiaba la clase de religión y pensaba que la timidez de David, era el más efectivo de los afrodisiacos.

  • Buf ya no soy la que conociste – hice el paripé de no reconocerlo - La grasa se acumula.
  • Como a esta se le cae el pelo – se rio acariciándose la cabeza – Estas hermosa, muy hermosa y yo no tengo tiempo.
  • No te entiendo.
  • No tengo casa. No la he querido nunca porque jamás he estado más de dos años en el mismo país y ahora no estaré en Madrid no más de dos o tres meses si el proyecto va sobre raíles. No tengo tiempo y volví pensando en recordarte….en darte lo que no supe en su momento.
  • David, fui yo quien traicioné lo nuestro – lo reconocía y aunque sostenida, no pude evitar cierta congoja que el leve temblor de mis labios dio por confesada.
  • No supe darte placer, no supe hacer que te sintieras lo que sigues siendo.
  • David esto…
  • Eres una auténtica hembra. Sin remilgos, sin aderezos. Una hembra – recalcó sacando su tarjeta de visita para entrelazarla con mis dedos- Y te mereces lo mejor – sonrió indisimuladamente honesto con su propio deseo.

David Sampietro Barón en letras Handwriting negras muy oscuras sobre fondo sepia de elegante grosor y clásico… justo debajo su móvil.

Nada más

Calidad minimalista, sin dibujos, sin aspaviento.

Su nombre, su número y yo, solita en casa, con un te calórico entre las manos al que ni miraba, enfriándose al tiempo que mi cuerpo, mi piel, mis vísceras más internas se caldeaban.

Dichosa putada esta de las dudas, de los miedos, de las insinceridades con una misma.

Un asco.

No era una santa.

Siempre supe que tendría un amate….por experimentación o novedad, por revitalizar el propio sexo, por egoísmo, por la sensación vital de sentirse inconsecuente con el adoctrinamiento.

Roberto había dado ya todo de si.

Tras veinte años, por muy titán que uno sea, la novedad acaba por malvender cualquier inclinación hacia la fidelidad.

Pero dar el paso con David.

Cuando lo imaginé resultaba que el amante que me hacía pecar era un stripper de despedida soltera, musculoso, superdotado, resistente y de ojos claros….o un gigoló de copete y trescientos la hora profesional, capaz y de ojos claros….o un fugaz becario, carnes firme, inagotable apetito, saturado por la capacidad de una madura y de ojos claros.

David tenía los ojos claros.

Pero David era ex, David estaba ya probado.

La duda era cuanto habíamos cambiado.

La duda era donde había parado la timidez del muchacho que se enrojeció como piel de cerdo la primera vez que le toqué el paquete…sobre la tela.

Dudas que solo se disuelven de una manera…..probando.

Y probé marcando primeramente el número.

La dirección correspondía a un barrio nuevo, fruto del boom corruptivo y ladrillero.

Un barrio limpio de avenidas sobredimensionadas y ajardinadas, donde el tremendo calor de julio, no conseguía que derretir mis agobios.

Eran las cinco y media de retraso y llevaba ya media hora de retraso dando vueltas, como zorro en torno a madriguera, alrededor del bloque treinta y uno.

  • No quiero líos serios David – insistí cuando su voz surgió al otro lado del telefonillo-
  • Nos liaremos si….pero solo con nuestros cuerpos – y dio un prolongado toque al botón que conectaba la apertura.

“Nuestros cuerpos”…pensaba dentro del ascensor.

El que David gozó era fruto de la mocedad, juvenal, delicioso y ecléctico.

El de ahora esbozaba casi la cincuentena, apenas superaba un notable bajo ante el examen del espejo.

David, pobre David.

O al menos el David que recordaba.

Porque aquel que asomó tras la puerta del loft, vestido con dos mil euros de telas sobre el cuerpo y con aroma de los de quintal dinerario por una gota, era un ser seguro sin ser engreído, dispuesto sin llegar al agobio, caballero sin empalago, firme sin perder la sutileza….en aquel lugar había aroma a atracción más que oxígeno.

  • ¿Dudas? – preguntaba mientras ponía en mis manos una copa y la rellenaba de un vino blanco de nombre gabacho, sin que se derramara un solo mililitro.
  • Bufff. Todas. ¿Qué quieres?.
  • Quiero derramar esta botella de vino sobre tu piel y lamerlo. Quiero robarte toda la tarde, obligarte a gritar, quiero mordisquear los lóbulos de tus orejas y susurrar a tu cuello, quiero que todo el vecindario sepa que alguien en este mundo es feliz, quiero gastar todo mi vigor, todo mi tiempo en la muy noble tarea de regalarte orgasmos.
  • David – ¡Que falsa era!. Intentaba encontrar una justificación, una mentira que detuviera lo que mis dos muslos, pegados, sutilmente restregados, reclamaban.

Pensaba que no se había dado cuenta.

Pero se dio y como un estratega descubriendo la debilidad del frente enemigo, desplegó habilidosamente todo su arsenal de Casanova.

Mis señales, tan femeninas como silenciosas, resultaron ser un libro abierto para el desconocido David…un David que tal vez estuviera siempre allí, pero necesitaba de todos aquellos años para besar como comenzó a besarme….un roce, otro roce, su respiración con aroma fresco, otro roce, un beso de segundo y medio, un palmo hacia atrás, su mano en mi cintura, me aproxima, un beso de treinta segundos, su otra mano recorriendo lentamente la espalda, un mordisquito muy leve en la barbilla, su cautivador hoyuelo…y luego otro beso, otros besos, miles, con los labios cerrados, abiertos, entreabiertos, primero tocando nuestras lenguas como si nos avergonzáramos, luego ya, desparramados.

Y sus dedos…¿dónde narices metió, dejó de meter, paró o utilizó sus maravillosos y procurados dedos?.

Estuviera donde estuvieran, los gozaba.

Sabía cómo e, importante, sabía cuándo.

Porque David supo incrementar lenta pero constantemente la presión de sus digitales hasta que, al sentir como con sus dos manos apretaba sin remilgos mi trasero, llevábamos ya un cuarto de hora disolviéndonos, vestidos por fuera y, en mi caso, empapada en todos mis adentros.

Fue ese gesto, ese vigor de sus manos, lo que terminó por hacer que en aquel loft, olvidara todo lo que se socarraba bajo los cuarenta grados del verano….allá afuera, tan lejos.

Al apretar alzó mi cuerpo y este respondió automáticamente abriendo las piernas para asirse de las caderas.

Y David, en apariencia un tirillas, resultó aferrarme con sorpréndete energía, sin temblar, sin temor, apretándome contra la pared más cercana.

  • David por Dios – porque había que ser divino para mezclar esa fortaleza en el empeño de empotrarme contra el tabique y al tiempo la delicadeza de su beso, la delicadeza de su mano izquierda recorriendo mis costillas, la delicadeza de su gemido en mi cuello, entre mis pechos y la habilidad.

Increíble habilidad para deshacer las tiras de mi vestido veraniego con la boca, aireando mis pechos.

Unos pechos muy diferentes a los que él hubiera recordado.

Unos pechos que mis prejuicios concebían demasiado grandes, más caídos, con las aureolas oscuras y grandes, no rosáceas y firmes como David veinteañero había saboreado.

Esperaba una retina decepción para resultar que lo que encontré, eran dos ojos vibrantes contemplándolos como si hubiera abierto el arca de la alianza, acercándose lentamente hasta casi hacer que le suplicara, ¡cago en todo lo que se menea!, que los degustara.

Y los degustó como quien devora un plato de delicatesen, de diseño, disfrutando jugosamente cada beso, lamiendo el pezón derecho y luego, para evitar celos, el izquierdo, hundiendo su cara y meciéndola con devoción, rozando, besando, besando, gimiendo, volviendo a rozar, suspirando, lamiendo, besando,

besando y yo gimiendo crecientemente con los pezones duros como el mármol, calientes como un termómetro de horno panadero.

  • David, oooooo David me estas, me estas derrrrrrrritiendo.

Y él no hablaba.

El actuaba.

Sin dejar que tocara el suelo, me transportó en vuelo, atravesando la parte de sofás y mesas, directamente hasta la cama.

En el camino, cayendo ruidosamente sobre el entarimado, dejé mis zapatos y, el, en un hábil y casi imperceptible gesto, los suyos.

La cama era la más grande que jamás había visto.

Había follado en colchones gigantescos de hotel cinco estrellas.

Pero aquel colchón era colosal, de dos metros y medio por dos metros, sin colchas ni mantas….directamente sábanas de satén negro oscuro.

  • Satén – suspiré de puro regusto cuando mi espalda tocó aquella tela de dioses, suave, cosida donde debió de inventarse la ligereza – Te has acordado – sonreí como una colegiala ante el inesperado detalle.

Era cierto.

El muy cabrón de David se había acordado.

Adoraba el satén.

Me encantaba su tacto, me derretía desde que nos conocimos.

Se lo dije mil veces y mil veces se olvidó de la importancia de detalles tan nimios, aparentemente insulsos, que a una fémina sin embargo, consiguen trajinarla hasta el mismísimo cielo del erotismo.

Justo donde me sentía.

Larga en aquel cuadrilátero del placer, estiraba mis brazos para tocar una pared sin cabecero mientras David, inexplicable David, bajaba hasta mi ombligo.

Lo estaba viendo.

Yo veía las formas decaídas, la grasilla acumulada en el par de chichas que la edad me había regalado y el…..¿que vería para que devorara cada milímetro de aquello que tanto me avergonzaba?.

Una manera de fundirse que me producía inquietud, tensión, felicidad, sonrisa, cosquillas, delicias, curiosidad y unas carcajadas maravillosamente relajantes como hacía años que no soltaba.

  • Reír es la antesala del placer – confesó con una sonrisa segura y cautivadora, mirándome desde allí abajo, desde mi ombligo, sin retirar sus ojos mientras sus manos iban bajando el vestido hasta dejarlo en mis muslos, mis rodillas, mis tobillos, el suelo.

El, de rodillas pero alzado, yo larga.

El contemplando mi casi desnudez, con aquellas braguitas que, no sé porque, no seleccioné con demasiado ahínco, tal vez porque no pensaba que aquello iba a suceder….mintiéndome a mí misma.

Braguitas sin encajes de color negro, ligeras por los calores pero que no dejaban entrever nada….salvo una humedad inconfundible, larga, fina marcando con total clarividencia la forma, finura y largura de mi rajita.

  • Ma….ra….vi….llo…sa – fue lo que soltó, declamando claramente cada sílaba, al tiempo que poniendo mi pie izquierdo sobre su hombro, lo besaba.

Nunca había creído que besar un pie, podía llegar a generar excitación a ningún ser humano.

Al menos uno cuerdo.

Pero besaba con tal devoción mientras sus dedos subía lentamente por mis gemelos hasta las rodillas y, estirados, rozaban la cara interna de mis muslos.

Y esa combinación de besos y lametones sutiles entre los dedos de los pies y caricias en toda mi no muy larga pernera, provocaron que lo mirara con curiosidad, pero totalmente desinhibida, no tratando de frenar aquello, sino intentando averiguar adonde nos estábamos conduciendo.

Lentamente fue ascendiendo.

Beso aquí, beso allá.

  • David espera me dar vergüenza……oggggggggg.

Ya había puesto su boca sobre la tela. Ya volvía a recordar el sabor de mis jugos y yo el sentir torpe de….¿torpe?.

  • ¿Qué puede darte vergüenza?.

David, David….¿Quién te ha enseñado esto?. ¿Qué mujeres pasaron por tu vida? ¿Quién de ellas te mostro, te reveló el maravilloso secreto del cunnilingus?

La mezcla explosiva de sutileza, besos, delicadeza, besos, dedos jugueteando en torno, más besos, el aliento, besos y arrebatarme casi como quien juega con aire, las braguitas.

  • No, no me depilé. Perdona no pensaba que….ogggggg ¡!!!Daviiiiidddddd!!!

Aquel gritó revelaría al vecino de al lado que alguien sin nombre se moría de gusto por alguien con nombre de rey hebreo.

David veneró mi coño.

David lo amó con su rostro, de menos a más hasta el segundo, o segundo, en que extendió su lengua ensalivada y, de abajo a arriba, hizo un pase tan lento como desesperante que provocó una venida colosal que tardó un segundo en llegar y dos minutos en disiparse…..grito contenido, aferrando el satén, morder de labios, temblor de muslos.

  • Para, para, para.

Pero no lo hizo.

David había declarado la mejor de las guerras y yo, que no parecía darme cuenta, presentaba una inútil resistencia.

Mi temprano orgasmo, mucho más rábido, inesperado y animoso de lo que nunca había experimentado, parecía haberme dejado exhausta….pero David, sus manos, David, sus besos, David, sus músculos fibrosos y tensos no estaban por la tarea de dejarme reposar un solo segundo.

Se alzó, de pie, a los pies del lecho, conmigo ya completamente desnuda, con el aún dueño de sus vestidos, que se fue quitando lentamente, permitiendo que lo contemplara.

David tenía todo aun en su sitio, sin un miligramo de grasa, con los huesos de la pelvis marcados, con los omoplatos a ojos vista y una cicatriz, única prueba del paso del tiempo, no muy grande pero fácilmente localizaba, justo encima del hígado.

  • Por todos pasa la vida – dijo a título explicativo cuando percibió mi curiosidad sobre el porqué de aquella señal de hierro.
  • Espera – supliqué cuando estaba punto de quitarse el calzoncillo – Espera.

La segunda vez lo rogué mientras me incorporaba para sentarme de frente, con sus caderas a la altura de la cara.

Con las manos aferré aquellos Calvin Klein de cien euros para deslizarlos lentamente, sin dejar un solo momento de mirarle, directamente a sus ojos impresos con un “sé que lo estas deseando”.

El no pidió nada.

El no rogó nada.

El sencillamente quedó de pie, sabiendo que sería yo quien le suplicaría que me dejara felar aquella polla idéntica a la que dos décadas antes había felado.

Idéntica pero no idéntica.

Porque durante los diez minutos que hice de todo, David no emitió ni el más leve gemido, ni la más leve admiración, picando el orgullo propio hasta conseguir sacar de mi lo que quería….la más dedicada, obsesiva, entregada, libidinosa de las mamadas.

Nunca me metí un rabo tan hasta dentro de la boca, nunca chupé los huevos de un hombre con tal devoción, nunca hice de mi lengua una abrillantadoras de falos.

Pero el, ni expresaba, ni decía.

  • ¿Te gusta? – inquirí casi ofendida.

Y su respuesta fue asir mi cara con las dos manos, alzarme hundiendo mis dos carrillos como una colegiada cogida en renuncio y elevarme hasta sus labios, que besé o me obligó a besar.

  • Mi polla sabe bien – reconoció dándome la vuelta, regresando al lecho para ponerme a cuatro patas, sin que David se moviera de la posición alzada, jugando con ventaja, yo mirando la cabecera donde una buena copia de Kandinsky lo presidía, el, imagino, atisbando mi enorme, fofo y celulítico trasero.
  • Ya no es el de antes David.
  • No – dijo ocasionando una breve decepción en mi – Es mil veces mejor – concluyó poniendo su mano desde atrás hasta alcanzar mi vulva para luego echarla suavemente hacia atrás, recorriendo mis labios superiores hasta la entrada del ano.
  • Ufffffff – mis pies estaban traicionándome, probando que aquello había sido de todo menos un disgusto.

Y luego nada durante diez eternos segundos.

Hasta que lo sentí.

Su capullo fisgoneando, haciendo como que quería y no quería, como que podía cuando quisiera pero tal vez no le diera la gana, como que me castigaría a quedarme sin aquello que en esos instantes, me hubiera hecho saltar la trinchera con el cuchillo en la boca y cara de enloquecida.

  • Daviiiidddd ogggg no seas malo.

Y lo era.

Rozaba el cuerpo de su polla contra mi coño, penetraba apenas un dedo, humedecía hasta conseguir que sintiera los líquidos cayendo por ambos lados directamente en la piel de los muslos.

  • Llevo veinte añooossssss – fue lo único que dijo cuando por fin, tras cinco minutos de auténtica tortura, su polla volvió, regresó al cubil de donde él nunca deseo haber sido expulsado.

Y con su regreso, estiré la cadera hacia atrás, use la espalda para tomar impulso, aferré las sábanas, puse mi cabeza sobre el colchón y el resto…..el resto es el paraíso terreno.

David supo ir de menos a más, cambiando de ritmo tan solo cuando intuía que me venía y postergar así lo inevitable.

David lo hacía todo con entrega absoluta, con seguridad casi insultante, aferrando y acariciando, follando con energía pornográfica y amando luego con entrega romántica.

David se cogía y se liberaba, David, sin duda, había aprendido a darme lo mío cogiendo lo suyo.

Porque utilice todos mis trucos…apretar mis nalgas contra sus caderas, gritar desbocadamente cuando me vino el primero y el segundo, soltar las palabras más soeces y putescas, alabar su polla, mecer mis labios interiores….David llevaba veinte minutos taladrándome desde atrás y no se corría.

Y yo llevaba veinte minutos pensando que estaba muerta y había alcanzado la gloria.

Porque esas nalgas se apretaban por deseo, esos gritos eran tan naturales como mis corridas, las palabras soeces brotaban como agua en mayo, su polla me parecía un tótem digno de ser adorado.

  • No – exclamó saliéndose, dándome la vuelta – Quiero verte cuando te llene.
  • ¿No llevas condón?.
  • No.

Lo dijo tan absolutamente seguro que no lo pensé.

Y no sé por qué.

Todavía no estaba cien por cien menopaúsica.

Todavía corríamos peligro.

Pero la sola idea de recibir su leche directamente entre mis carnes y luego ver como goteaba por el coñito hacia afuera, hizo que yo misma lo cogiera para acercarlo de nuevo.

El en cambio, asió su mástil, puso mis piernas una en cada brazo, abrió desvelándome una elasticidad sorprendente y regresó allí adentro con una pasión decisiva.

¡Cuántas pelis porno habré visto!

Así me sentía yo.

Tan excitada con aquel cuerpo flaco pero decidido bombeando dentro de mí con tal vigor que mis pechos se mecían de arriba abajo.

Yo agotada, yo extenuada era sin embargo capaz de querer y pedir más.

Y ese más, David me lo daba, hundiendo su culo que mis manos aferraba, clavando los dedos, las uñas, provocando incluso heridas que él agradecía apretando dientes y pidiendo que le rasgara la piel sin consideraciones.

Por la presión de mis dedos, David averiguaba mi grado de excitación.

Y la presión era mucha, muchísima, tanta que cuando acabó todo, había partido tres de uñas y acabado con la laca del resto.

David, ya descontrolado, sudaba sobre su calva que aferraba para atraerlo hasta mi cuello.

Nos besamos, yo con las piernas en sus hombros, Dios mío que elasticidad con casi cincuenta, el moviéndose como si estuviera en plena actuación y después de eso fuera a ser fusilado, siendo yo su último deseo.

Porque esa era la manera de follar que había adoptado.

Como si después de nosotros…nada.

  • David, David, Dios David me coooorroooo otra, otra.
  • Te lleno cielo, te llenooooo tooooooooooda.

Y me llenó.

Su eyaculación era un borbotón desbocado.

Su primera explosión fue tan intensa, tan generosa que pude sentir el semen chocando contra las paredes internas y la segunda, incluso una tercera, cuarta, quinta sexta, séptima, todas acompasadas de sus gritos animalescos, de la tensión de sus hombros, de su polla tan, tan adentro, cada vez más y cuando creía que había llegado al fondo, encontraba en la siguiente arremetida otro nuevo hueco.

Y yo…..yo, gritando tanto que terminé casi ronca, quedándonos luego durante veinte deliciosos minutos abrazados, sudando las sábanas que quedaron para tirarlas, recuperando el aliento, con David ni un solo segundo sin dejar de estar adentro.

Y adentro quedó durante cuatro meses y medio.

Roberto nunca lo supo o nunca quiso saberlo.

David regresó a mi vida aquellos ciento cincuenta días en los que encontraba cada lunes, miércoles y jueves dos o tres horas para recorrerlo.

Un David en nada relacionado con aquel ser tímido e inseguro que me follo por primera vez y que entonces, dos décadas más tarde, resultó hacerlo de veras.

  • ¿Dónde aprendiste a hacer esto? – le pregunté el día de antes a que un avión me lo arrebatara, estaba vez para siempre, en favor de una Palestina donde debía levantar una carretera costeada por la ONU.
  • En el mundo……en Venezuela me enseñaron la pasión….en Argentina a conquistar con la palabra….en Suecia a vestirme como si quisiera sugerir que estaba ya desnudo….en Francia a follar sin amar….en Australia a sudar en una playa nocturna….en Japón a hacerlo en silencio….en Italia a presumir hasta de lo que no se tenga…en la India a correrme solo cuando yo quiera….en Brasil a retrasar lo inevitable….
  • ¿Y en España? ¿Qué te enseñé yo en España?.
  • A pasarme veinte años echándote de menos.